Otras muertes diminutas siguieron a ésa. Celia era exigente y por todas partes había seres pidiendo ser sacrificados. A veces, Felisa misma era el centro del sacrificio y le tocaba el papel de la muñeca. Una tarde, Celia le enseñó una canción que hablaba de un viejo y de su hija, que moría virgen y rubia como una perla de mar. Después, la ató a uno de los árboles y la hizo cantarla una y otra vez. Por cada error que cometía, le iba quitando una prenda de ropa. Al final, la dejó completamente desnuda e indefensa y se fue, decepcionada de que el cuerpo de Felisa fuera exactamente igual al de cualquier chica. Había esperado que fuera como el de las muñecas. Liso, sin hendiduras, sin sexo, sin nada.
Había una sola cosa que Celia no podía hacer: entrar a la casa. Eso era algo que Felisa tendría que hacer sola, cuando estuviera lista. Pero ese día nunca llegó: míster Lambert murió esa primavera, un poco antes de que los Wilmer se fueran a Europa. El hombrecito del pájaro se encargó de cerrar la casa y tuvieron que pasar todos esos años para que Felisa pudiera volver a ella. Sólo unos días antes de que yo la acompañara, había descubierto lo que Vera había hecho esa tarde con la pintura negra y las fotografías.
No fue fácil para mí seguir la historia de Felisa. Oír por debajo de las palabras la inteligencia de su secreto. Recuerdo bien el gusto amargo en mi boca, el cansancio ganándole a mi rabia recién nacida, la insistencia del río.
¿Creía yo en todo eso? Por supuesto que sí: la duda es un privilegio de los adultos. Creía en ella, en sus temblores. En un poema de Shelley. En el acontecimiento de su cuerpo junto al mío.
Mientras Felisa hablaba, recordé cómo se había burlado de mí el primer día, cómo con un solo gesto había transformado mi relato sobre Marcelina en la estampa de una chica acomplejada que se escondía a jugar con los fantasmas. Era a ella misma y no a mí a quien hablaba esa burla. Y la verdad sobre lo que le había pasado en la casa de piedra cuando era chica estaba ahí, en esa crueldad con la que Felisa trataba a sus recuerdos.
Esa tarde le prometí que iba a ayudarla, aunque no sabía bien cómo lo haría. «Cuando llegue el momento», dijo ella sin rabia, su cabeza apoyada en mi hombro y su respiración acompasada con la mía. También hicimos un pacto: pasara lo que pasara, nunca íbamos a ser madres. No íbamos a ceder a la vanidad de querer parir alguna cosa, al error de Vera, a la metamorfosis peor. Hay algo perverso en la réplica que crece empujándonos fuera de nosotras mismas. Algo que nada tiene que ver con lo natural. Lo natural es resistirse. Lo natural es empecinarse en el instante.
Porque todo empezaba y terminaba en Vera. Ni siquiera Celia y Roderick podían ponerse de acuerdo sobre ella. Celia la amaba sin razones. Roderick la consideraba una perra y una ignorante. A veces, Felisa los oía discutir toda la noche. No dormía, sacudida por sus argumentos que todo el tiempo giraban en torno a ella y sus amantes (a su padre, hacía rato que lo habían descartado de esas discusiones). La mayoría de las veces, Roderick fingía que Celia ganaba la discusión y se retiraba por unos días. Pero eso no significaba nada. En cualquier momento podía volver para arruinar los planes de Celia con uno de sus arrebatos. Roderick era un espíritu impaciente. Bastaba una palabra mal dicha para enfurecerlo.
Fue Vera la que se encargó de terminar con esa pelea de años. Cuando se dio cuenta de que su hija ya no era una niña, todo se fue acelerando. Festejó el evento con una botella de oporto y una excursión a una tienda de lencería en la que insistió en comprarle un corsé rosado con puntillas negras que Felisa no se puso nunca. Un poco después, empezó el desfile de chicos. Hijos de colegas, compañeros del colegio, despenseros y púberes entrenados en el gimnasio aparecían en la casa preguntando por Felisa sin invitación ni presentación previa. Vera los recibía, los conducía a la sala de las visitas en donde Felisa pasaba las tardes con su perro y se retiraba a espiarlos por una rendija. La mayoría de las veces, Felisa seguía leyendo el libro que la había tenido ocupada todo el día mientras el chico daba vueltas incómodo por la habitación o se retiraba dando un portazo, perplejo ante el contraste entre la señora que lo había guiado hasta la casa con tanta amabilidad y su hija. Pero una tarde fue distinta. Vera había invitado a un chico un poco más grande que jugaba rugby en un equipo de la zona. Era lo suficientemente joven como para pensar que podía quebrar cualquier cosa que se interpusiera entre él y su deseo. No dio vueltas por la habitación. Pronunció unas palabras preliminares y se lanzó sobre Felisa. No sólo acabó con la cara llena de arañazos: la voz que salía del cuerpo de Felisa era tan grave, tan inteligible y tan exquisita en su elección de abominaciones que el chico amenazó con llamar a la policía o al hospital psiquiátrico. Vera tuvo que desistir del experimento destinado a transformar a su hija en una «chica normal» y la dejó en paz por unos meses.
Un poco después, Felisa empezó a acompañar a su padre en algunos de sus viajes. Así fue como conoció San José, Ámsterdam, el monte Fuji. Pero lejos de su madre se sentía desorientada, como un barco vacío o una cáscara de voces. Lejos de Vera el mundo se mostraba demasiado lleno y todo le producía un inmenso cansancio. En Japón, tuvo la idea de matarse por segunda vez, si es que eso es «una idea» que puede tenerse. Después de una noche en vela, salió muy temprano del hotel y fue hasta el Mar de los Árboles, uno de los lugares predilectos de los turistas y al que había ido de excursión con su padre dos días atrás. Había sectores en los que el bosque —encantado por siglos de suicidas y viejos abandonados a su suerte— era tan denso que lograba anular todo sentido del tiempo. Caminó durante horas. No tenía un plan. Pero últimamente le costaba tanto dormir, que todo lo que quería era cansarse. Y después acostarse y no despertar. Llevaba en el bolsillo una colección de píldoras que había ido sustrayendo al botiquín de su madre durante los últimos meses. Cuando ya había tomado varias pastillas y se había acomodado entre unas rocas, un excursionista perdido apareció para pedirle indicaciones. Tenía un mapa pero no sabía leerlo. Felisa quiso gritarle que se fuera. Abrió y cerró los ojos y la boca sin lograr que su cuerpo produjera nada. El hombre la sacudió varias veces. Era gracioso ver sus esfuerzos desde el otro lado, la gota de sudor cayéndole desde la frente hasta el bigote rubio, sus palabras vueltas humo en el aire de la mañana, la presión de sus manos, su gorro de beisbolista. «Yo no podía entender por qué no me dejaba en paz. Pero lo más raro es que no fue como un sueño. Fue al revés. Fue como si yo estuviera despierta y fuera él el que en realidad estaba dormido.»
Después de eso, sus padres decidieron vigilarla más de cerca. Felisa pasó algunos días en el hospital. Vera viajó desde Londres para cuidarla y empezó a hacer planes, listas de actividades que podían hacer juntas. Para Felisa todo eso era tan inútil como los intentos de rescate del excursionista. Pero por un tiempo pareció funcionar y dejó de resistirse o al menos trató de comportarse como cualquier chica. Tuvo algunos amigos (el chico de los grafitis, una estudiante de intercambio rumana, el cuidador de un parque de diversiones) que no duraron porque nadie estaba a la altura de Celia o de Roderick, y probó algunos alucinógenos (prefería los hongos, los tés y los brebajes a las drogas comunes) que la terminaron de convencer de que el diálogo consigo misma era lo único que le interesaba en la vida. Hubo un tiempo de calma, un tiempo en que los espíritus descansaron. Hasta que a Vera se le ocurrió enseñarle a manejar.
Todo adolescente quiere tener un coche, razonó Vera cuando Felisa estaba por cumplir quince años y, en preparación para el regalo, decidió que salieran juntas a practicar con su Rover. A Felisa, las ideas con las que Vera intentaba entrar en el guión de la maternidad habían dejado de parecerle graciosas. Solamente la hacían regresar al gran cansancio. Ya ni siquiera la combatía. En los últimos años se había dedicado a observarla con cuidado. Veía lo que el tiempo le estaba haciendo. La veía caer cada vez más en el melodrama, en el círculo virtuoso de los amores no correspondidos, el despilfarro y las cremas antiarrugas. Celia, cada vez más silenciosa, había ganado la discusión y Felisa había decidido colaborar con los esfuerzos de Vera por «hacer cosas juntas». La había acompañado en sus excursiones a las tiendas de licores. A citas con hombres en hoteles de lujo, a los baños de vapor, a los médicos suizos.
Aprendió rápido a manejar. Se sorprendió de cuánto se divertía durante esas sesiones en la pista de obstáculos, de cómo el acto de repetir una y otra vez lo mismo podía tener un efecto tan tranquilizante. Y eso no fue nada comparado con la ruta, con descubrir la posibilidad de que su madre pudiera de verdad enseñarle algo. Vera parecía convencida de que por fin había ganado. Y para cerrar la etapa de aprendizaje, decidió que Felisa manejara hasta un pueblo de las afueras.
Felisa conocía bien la ruta. La había hecho en moto con el chico de los grafitis. Era un camino ancho y seguro que subía por una colina y terminaba en un pueblo al que no llegaban ni los turistas. Salieron muy temprano y llegaron a la cumbre sin problemas. Desayunaron en el único café del lugar y regresaron al mediodía. Felisa subió al coche sin sospechar nada. Al principio, no fue más que un vértigo en el estómago al tomar ciertas curvas. Y la risa de Vera que todo lo aprobaba. Después fueron un par de ripios en los que el auto derrapó y la cada vez más rápida sucesión de imágenes y palabras en su cabeza hasta llegar a la emoción sin nombre de la descarga, la misma que había sentido por primera vez en el jardín a través de la vara y el murciélago. Una alegría animal, incontenible, en la que solamente se podía seguir cayendo y cayendo. Eran nada más que el viento y la velocidad, pero ninguno de los alucinógenos que había probado en su vida había logrado nada parecido. Eran el viento y Vera, que había vuelto a brillar. Era su cuerpo, cada vez más despierto y más consciente, acelerando y cayendo y volviendo a acelerar hasta entrar otra vez en el silencio.
Nunca supo si tuvo un momento de duda, ni siquiera si tuvo uno de decisión. Vio que la pared de roca terminaba en un túnel de árboles. Vio ardillas en las ramas. Vio el sol del mediodía, el camino de tierra, más árboles, un pedazo de cielo. A su lado Vera dijo: «Deberíamos haber hecho esto hace rato», y eso fue lo último, lo que después se repetiría a sí misma: que había sido Vera la que lo había planeado todo desde el principio, como siempre, la que no había querido que todo eso, eso que las dos acababan de sentir o de levantar como un edificio inmenso sobre sí mismas, se derrumbara ni bien estuvieran de vuelta en su casa en los suburbios, ni bien volvieran a ser nada más que madre e hija.
Felisa acabó con varios huesos rotos y un tajo discontinuo en el lado derecho de la cara, esa cicatriz que todas interrogábamos. Los forenses dijeron que a último momento había logrado desviar la trayectoria del coche. Un reflejo. Vera, en cambio, había muerto en el instante. Después de mucho pensarlo, Felisa había llegado a la conclusión de que Celia y Roderick habían intervenido: si había algo que los espíritus no querían era morir dos veces. Eso significaba que si de verdad quería terminar con todo, iba a necesitar ayuda. Aunque yo no terminaba de aceptarlo, se suponía que ésa iba a ser mi tarea. La que ella había decidido por mí desde nuestro primer encuentro en el baño del quinto piso.
San Agustín dice que lo que más odia Dios después del pecado es la tristeza, porque nos predispone al pecado. Esa tarde volví a casa sintiendo que todos los libros del mundo acababan de hacerse polvo, que todas las manos acababan de cerrarse en un puño. Tal vez fue esa tristeza, y no la historia, y no el hecho incontestable de que en el mundo existía un ser llamado Felisa Wilmer, la que terminó de convencerme de hacer algo para ayudarla.
Pasaron esos días que ya no recuerdo más que como una fiebre. Días en los que Felisa se fue alejando, cada vez más en diálogo consigo misma. Días en los que ella desaparecía en los recreos. Días que terminaron con la palabra «Pronto» en mi bolsillo. Me convencí de que Felisa entraba y salía del colegio por el hueco en la pared del jardín, aunque no me explicaba cómo lograba evitar a los Ángeles de la Guarda, que ya se habían vuelto parte de nuestra rutina. Nos habíamos acostumbrado a ver grupos de tres o cuatro adultos dando vueltas alrededor de la escuela, interrogando a las chicas; también coches que patrullaban el mismo perímetro del barrio una y otra vez. Algunos habían empezado a llevar palos y otras armas caseras. Las monjas los justificaban diciendo que eran un mal menor. A ese otoño en el que ya ni siquiera intentábamos la rebeldía, ahora se sumaban esas figuras en la lluvia que vigilaban hasta nuestros gestos más mínimos. Todo un conjunto de madres y padres ociosos se había lanzado a la caza del exhibicionista, que seguía apareciendo a pesar de todos sus esfuerzos. Con menos frecuencia y en las calles más alejadas del colegio, pero el viejo seguía encontrando formas de burlar la vigilancia. Que insistiera en oponer su desnudez a todo ese teatro de preocupación, a mí me reconfortaba.
Cuando Felisa faltó tres días seguidos a clase, decidí que tenía que hacer algo. La casa de su abuela no quedaba lejos; eran unas diez o quince cuadras en dirección opuesta al río. Muchas veces yo había querido ser espontánea, detenerme en alguna de mis vueltas frente a ese chalet de dos plantas, con un parral al costado y arbustos perfectamente recortados. Pero sin una invitación de Felisa, no me había animado. Ahora ya no importaba.
Me recibió una señora alta y flaca. Tenía pocas arrugas (dos casi verticales al costado de la boca y una que le profundizaba el entrecejo). Tenía el pelo largo y blanco atado en una trenza baja que le llegaba casi a la cintura. Estaba vestida con una pollera y un saco de
tweed
verdes y unas botas de lluvia hasta las rodillas.
Me hizo pasar a una sala blanca. No había cuadros ni adornos en las paredes y el piso era de mosaicos tan pulidos que parecía de porcelana. Los sillones eran de un gris muy claro, cuadrados y de respaldos altos. De lejos parecía que ibas a hundirte en ellos, pero cuando te sentabas, la cuerina se te pegaba a las piernas y te repelía, y además eran tan altos que tenías que sentarte bien en el borde, con la espalda erguida, para que no te colgaran los pies. Lo que remataba la blancura de la sala era la mesa de café, que era de vidrio y sostenía una colección de cucharitas de plata. Por la puerta entreabierta que daba a la cocina, vi un plato lleno de naranjas. El olor de la fruta llegaba hasta la sala, pesado como una siesta.