Dos espíritus entraban y salían del cuerpo de Felisa. A Celia la había «adoptado» de chica, la primera y única vez que Vera la había llevado a la casa de piedra gris. A Roderick, unos años después, en su escuela primaria inglesa. Era él el que podía recitar a Shelley, el que tocaba la guitarra, el que no soportaba «el río funesto y caudaloso de la vida». Celia, en cambio, era mucho más paciente.
Felisa todavía estaba en el jardín de infantes cuando Vera la llevó a conocer a míster Lambert. Le había contado historias sobre el hombre que hablaba con los ángeles y la había estado preparando para la entrevista todo el año anterior.
Fue un día después del almuerzo. Vera le había comprado un vestido nuevo, de gasa blanca, en el que Felisa en vez de caminar, flotaba. No hacía calor, pero igual le había puesto sandalias. Ella llevaba un pantalón y una camisa negros y zapatos de taco alto. Además de las baldosas moradas, Felisa recordaba sobre todo el roce como de plumas en sus piernas, el ruido de los tacos de Vera, que parecía altísima, y su mano apretando la suya. Lo más raro de todo era eso. Que su madre la llevara de la mano.
El portón de rejas estaba abierto, como lo había estado siempre. Un empleado viejo y casi enano, vestido de traje, las hizo pasar al comedor. La casa olía a pintura fresca. Mientras Felisa daba vueltas por la galería de fotos, el sirviente explicó que míster Lambert ya no recibía visitas. Hacía años que había sufrido un ataque que lo había dejado casi inválido. Vera insistió. Él negó varias veces, hasta que ella se inclinó y le dijo algo en el oído. Él desvió los ojos hacia las fotografías y su cuerpo se sacudió un poco. Volvió a mirar a Vera, esta vez con otro detenimiento. Señaló un sofá color esmeralda y desapareció por las escaleras.
El dormitorio de míster Lambert era una sala enorme. La cama con dosel ocupaba un extremo, en el otro había una mesa de madera oscura, varias sillas, un escritorio y dos estanterías con libros. También había una vitrina con viejas cámaras de fotos, trípodes y estuches cuidadosamente ordenados. Las ventanas de la habitación daban al jardín. Algo del verde extenuado del otoño se filtraba por las cortinas.
Felisa vio todo eso desde el marco de la puerta, oculta a medias por el cuerpo de su madre. Tenía los pies helados. Nunca supo qué pensaría Vera mientras subía los escalones hacia ese rincón de su infancia. Le parecía que había dudado. En la mitad del trayecto, su cuerpo había hecho un movimiento brusco, como si hubiera estado a punto de girar y correr hacia la puerta de entrada. Pero no lo había hecho. Se había agarrado todavía más fuerte a la mano de su hija, había erguido la espalda y empujado la puerta con la punta de los dedos.
Míster Lambert estaba sentado en una silla de ruedas junto al escritorio. Escribía. Su cara estaba congelada en un gesto de concentración marcado por la triple arruga en la que se juntaban sus cejas. Tenía una frente muy ancha. Eso y las cejas eran su rasgo más particular. Eran tan gruesas que algunos pelos sobresalían y ocultaban sus ojos, que se movían en ese hueco ensombrecido con total impunidad. Pero cuando habló, lo hizo con una voz sana, mucho más joven. O por ahí fue porque míster Lambert hablaba en inglés que a Felisa le dio la impresión de que no era tan viejo como sus arrugas y su calvicie indicaban. Fue como si su madre y él, todos los muebles de la habitación, todas las letras y todos los números escritos en esos papeles se transformaran al ritmo del sinsentido que salía de sus labios.
Para Felisa, lo más terrible fue comprobar la transformación de su madre: Vera en esa casa hablaba con voz de niña. No. No con la voz de una niña sino con su forma hueca, vaciada; un tono que quería ser infantil y sólo lograba ser un ruego enfermo, altisonante. En cambio, la voz de él mantenía una armonía monótona y a su modo hermosa. Era obvio que discutían. Felisa deseó con todas sus fuerzas que míster Lambert prevaleciera, que Vera dejara de ser esa criatura extraña y volviera a ser su madre.
En un punto, como poniendo fin al argumento, Vera la agarró del brazo y la arrastró hasta la silla del anciano. Míster Lambert lanzó un suspiro de resignación. Haciendo un gran esfuerzo, sacó de su bolsillo una cadena de la que colgaba un péndulo, inclinó su pecho hacia Felisa y aguzó los ojos como quien se prepara para mirar por un microscopio. Por un momento, Felisa se concentró en el cristal que oscilaba en la mano del anciano, pero después no pudo evitar mirarlo a los ojos: nunca había visto una mirada más bondadosa. Míster Lambert lanzó otro suspiro y pronunció las únicas palabras que diría en español:
—Ya lo dije. La niña no lo tiene.
Y, como si algo en Felisa lo repeliera profundamente, su cuerpo se dejó caer en el respaldo de la silla.
Vera dijo algo en voz baja. Un insulto. Puso sus manos en los hombros de su hija. O tal vez eso había pasado antes. Lo único que Felisa recordaba bien era la cara de asco que míster Lambert había puesto al observarla y los dedos de su madre bajando por su espalda, tratando de desabrocharle los botones. Eso y el momento en el que sus piernas se habían abierto un poco, apenas lo suficiente para que el pis cayera en una vertical perfecta, casi sin tocar el vestido. La cara de míster Lambert pasó del asco a la curiosidad y luego a la tristeza, como quien no necesita agregar más pruebas para ganar su caso. Vera retrocedió en un gesto automático, el pis le había salpicado los zapatos, y gritó con su voz de siempre. La cara del viejo fue lo último que Felisa vio antes de correr hacia las escaleras.
Abajo, el sirviente pintaba de negro las rejas de una jaula. No se había quitado el traje pero tenía puestos guantes quirúrgicos y estaba tan concentrado que daba la impresión de estar intentando comunicarse con el pájaro, que lo miraba, inmóvil, desde el centro de su columpio. El hombre ni siquiera se volteó cuando Felisa pasó a su lado y salió por la puerta de la galería.
¿Por qué alguien pintaría de negro la jaula de un ave? De todas las cosas que le habían pasado ese día, Felisa todavía se preguntaba por el destino del pájaro. ¿Podía ser que el sirviente copiara a escala minúscula los pasatiempos de su patrón? ¿O sería a la inversa? ¿Qué tal si el pájaro y el hombrecito eran más importantes que el viejo doctor y sus pretensiones místicas? A Felisa le parecía que si resolvía el misterio del jilguero, todo lo demás se iluminaría. Pero en ese momento solamente pensaba en el vestido que se le enredaba en las piernas y en la voz de esa mujer que no parecía su madre.
Afuera se tranquilizó un poco. El agua de la piscina era de ese verde espumoso que indica la fiesta de la descomposición. Había insectos y hojas en la superficie. La estatua de Neptuno emplazada en uno de los extremos tenía los pies llenos de moho y una enredadera había empezado a trepar por sus rodillas. Desde los bordes, los dos leones enfrentados escupían chorros de agua que volvían a caer en la podredumbre en un arco musical. Felisa se paró en el extremo vacío y se puso a contar los bichos muertos. Los números la tranquilizaban. Siempre que algo la alteraba (la vi hacerlo varias veces), buscaba cosas para contar, como si la división del tiempo en fragmentos disminuyera la intensidad de su experiencia. Algo se movió en las profundidades. Felisa se acercó un poco más al borde y vio la piel lujosa de un sapo que aparecía y desaparecía en un hueco de luz. Un rayo de sol había revelado por un momento su mundo sordo y magnífico. Y aunque sabía que el agua estaba tan fría como sus pies y su vestido, a Felisa ese mundo («el mundo del sapo, ¿entendés?») se le antojó de un verde tibio, perfecto, acogedor. Quiso llorar pero no pudo. En cambio, dio un paso hacia adelante y se dejó caer en el agua, que la fue envolviendo en capas de verde helado hasta llegar al negro terroso del fondo.
Lo más hermoso de ahogarse fue el silencio. No recordaba haber luchado por respirar o volver a la superficie. Recordaba una de sus sandalias flotando hacia arriba, como despidiéndose, los leones que la miraban, imprecisos, y sus oídos cerrándose para siempre a todos los ruidos del mundo.
Cuando el resto de su cuerpo ya se rendía al abrazo del agua, algo se enredó en su mano izquierda y la arrastró hacia la superficie. La violencia del aire entrando en sus pulmones y la tos la obligaron a agarrarse del borde. Levantó un poco la vista hacia la estatua del dios y vio a una chica que, también vestida de blanco, la miraba desde el otro extremo del espejo revuelto del agua.
—Soy Celia —dijo—. Yo también una vez me ahogué. Pero después me arrepentí.
—¿Estás muerta? —preguntó Felisa.
—Sí. Pero éste es un cielo aparte, sólo para nosotras. Un cielo para las chicas sin gracia.
—¿Qué quiere decir «sin gracia»?
Celia se rió y dio una vuelta sobre sí misma. El vestido blanco planeó a su alrededor como una aureola.
—Veremos, veremos…, jamás lo sabremos. Es como ese juego. Es
el
juego. Pero tengo que pedirte permiso para jugarlo.
Felisa asintió y Celia desapareció. Unos segundos después, ya fuera de la piscina y en brazos de su madre, que la sacudía como a una muñeca mientras el hombrecito del traje vaciaba el agua de sus zapatos de cuero, en lugar de frío, miedo o remordimientos, sintió que su cuerpo hervía lleno de fuerzas. «Como cuando te fumás un porro, al principio, que estás medio mareada pero también feliz.» Lo mismo había pasado con Roderick, unos años después. Sólo que esa vez el efecto había sido mucho más fuerte.
A Roderick lo vio por primera vez cuando estaba tirada con el brazo roto en el patio de la escuela primaria de Reading. Era alto y flaco. Tenía el pelo largo. Vestía de negro y tenía los ojos y las pestañas pintadas del mismo color. Mientras todos los otros chicos la rodeaban tratando de entender lo que decía, Roderick se arrodilló a su lado y dijo unas palabras en su oído. Cuando Felisa volvió a abrir la boca, lo que dijo fue un verso de John Donne. Sus compañeros retrocedieron. Ella sintió que su cuerpo empezaba a temblar, como si siguiera el ritmo de una emoción ajena. Repitió las palabras. Y detrás de ésas, otras. Y a medida que las iba diciendo, algo («como una música o un calor») iba creciendo dentro de ella. Cuando por fin la llevaron a la enfermería, Felisa parecía hablar en inglés perfectamente.
Otro día, a la vuelta de una visita particularmente humillante en la que su padre la había obligado a jugar con el hijo de unos amigos para que practicara su español (el chico, aunque mucho más grande que ella, sólo estaba interesado en los indios y en las pistolas y había intentado montarla como a un caballo), había encontrado a Roderick sentado sobre su cama. Tenía en las manos la guitarra que su abuela le había dado antes de irse de Buenos Aires (Roderick podía tocar casi cualquier cosa, desde John Dowland hasta Pink Floyd). Felisa no salió de su cuarto en dos días, a pesar de los ruegos de su madre y de su niñera. Al tercero, apareció en el comedor a la hora del desayuno (donde Vera y Margarita discutían nuevas formas de convencerla) con ojeras y los dedos lastimados por las cuerdas, pero capaz de tocar entera la balada de Walsingham.
Desde el día de su fugaz ahogamiento, Vera la había querido más y más. No porque hubiera estado a punto de perderla, sino porque era obvio que ya la había perdido. Fue como si ese día hubiera descubierto quién era su hija: una niña de cinco años capaz de renunciar a la vida. Mucho más de lo que ella se hubiera atrevido a hacer a esa edad. Empezó a mirarla con respeto, tal vez con un poco de aprensión. Como si la estudiara, como si vigilara en ella una ausencia o una presencia. Porque a medida que Felisa crecía hacia ese mundo lleno de espíritus y Vera retrocedía hacia el matrimonio y el ocio en el extranjero, se iba desarrollando entre las dos una lucha, como un amor o una costumbre. Vera sabía que no tenía forma de ganar. Al menos, eso era lo que creía Felisa. Porque hasta sus últimos días, Vera no había sido capaz de admitir lo que estaba pasando.
Al contrario. Muchas veces lo había negado todo. Con los años, había intentado convencer a Felisa de que todo había sido un accidente, de que en realidad se había caído en la pileta de unos amigos de la familia, un domingo de verano en el que habían ido a un asado. El dueño de la casa, un hombre bajo, colega de su padre, la había rescatado y había arruinado sus mejores zapatos en el proceso.
Para Felisa, el recuerdo de sus pies helados y de la cara de míster Lambert era demasiado fuerte para ser una fantasía. En cuanto a su padre, para él cualquier cosa era posible. Las veces que Felisa le había hablado del asunto, había dicho que no se acordaba bien pero que sí, que ella alguna vez se había caído en una pileta, tal vez en la casa de los Iglesias o de los Aguirre. Pero en realidad, no había sido nada. Más los había preocupado el golpe, porque la pileta era bastante chiquita y estaba medio vacía. En todo caso, eso había sido hacía mucho tiempo y en Argentina. ¿Para qué hablar de esas cosas?
Lo que ni su padre ni su madre sabían era que Felisa había regresado a la casa de piedra. No una, sino varias veces. Porque ese jardín era el lugar de Celia y, por más que lo intentara, Felisa no podía dejar de volver a él.
Nunca sabía con anticipación cuál era la prueba que iba a tocarle. Pero todas eran menores comparadas con la que le esperaba al final: entrar a la casa, subir las escaleras, enfrentarse a míster Lambert y ganarse su absolución. Se había prometido a sí misma que ella también podía ser como las niñas de las fotografías. Todos los juegos de Celia eran nada más que un entrenamiento para ese día.
No había nada como el suspenso de llegar al jardín, pararse junto al agua y esperar a que Celia le dictara su tarea. Por ese entonces, el terreno de la casa abarcaba casi toda la manzana y había muchos árboles alrededor. Era fácil llegar por los fondos sin ser vista. La primera vez que volvió, encontró a Celia parada junto a un pino. Miraba algo en el pasto, algo que se movía.
Felisa se acercó sin hacer ruido y oyó que Celia hablaba en voz muy baja. Con la punta de una rama seca torturaba a un murciélago que tenía un ala rota. Le hablaba como las madres hablan a sus niños. El primer impulso de Felisa fue correr: el animal abría y cerraba las membranas y se retorcía tratando de levantar vuelo, pero sólo podía arrastrarse. Quedó tendido de espaldas, mirándolas con la boca abierta y los dedos de las patas encogidos. Felisa no podía apartar los ojos de la lengua rosada, de los dientes y de los genitales, todos ellos asquerosos en su pequeñez. Celia le pasó la rama y le ordenó rematarlo. Ella se decidió por la boca y clavó el palo con todas sus fuerzas. La lucha del animal subió por la madera y la invadió como una descarga. Cuando el murciélago dejó de moverse, Felisa era dueña de una alegría hasta entonces desconocida.