Dejé caer el palo en el pasto y me arrodillé a su lado. No sé si iba a abrazarlo o a sacudirlo. Creo que solamente quería tocarlo. Pero mi mano nunca llegó a la suya. Los tres hermanos de Marisol atravesaron el jardín, uno fue hasta ella, que había dejado de gritar y se había sentado hecha un ovillo en los mosaicos de la galería, Nicolás me levantó de un tirón y el tercero fue hasta el viejo y le dio un golpe en la mandíbula.
Nunca supe si Marisol lo había planeado todo desde el principio o si sus hermanos nos habían seguido alertados por su madre, que con sólo ver mi cabeza medio rapada y oír a su hija llamarme «López» ya tenía suficientes motivos para sospechar que no éramos amigas y que jamás habíamos ido juntas al campo de deportes de la escuela.
Los tres Ángeles de la Guarda parecían tenerlo todo listo, como si hubieran ensayado «el rescate» con días de anticipación. Los dos mayores se llevaron a Valentín Arguibel en una camioneta. A pesar de haberlo golpeado, le decían «tío» y cosas como «no se preocupe, ya va a ver como todo va a volver a ser como antes». El viejo no se resistió. Caminaba con dificultad, apoyado en los dos hermanos. En el momento en que iba a subir a la camioneta, giró la cabeza. Me pareció que me buscaba. Pero puede ser que solamente quisiera corroborar que alguien más era testigo de lo que estaba pasando.
A Marisol y a mí nos llevó Nicolás en otro auto. Lo primero que hizo ella al subir fue encender la radio y sacar el paquete de cigarrillos que su hermano llevaba en el bolsillo de su camisa a cuadros (los tres vestían camisas de ese estilo y zapatos náuticos, siempre me pregunté si también se habrían puesto de acuerdo en eso). Nicolás Arguibel me miró por el espejo retrovisor y creyó prudente aconsejarme:
—Ni se te ocurra abrir la boca sobre nada de esto. Acá se acaba todo, ¿eh?
La música llenó el espacio que correspondía a mi réplica. Marisol encendió otro cigarrillo con el que ya tenía en la boca y me lo pasó. Antes de que cambiara de FM, alcancé a oír: «Todo puede suceder si tú quieres otra vez». No sé por qué esas palabras me dieron ganas de llorar. Pero tal vez eso no sea importante. Entonces yo creía que todo lo que me pasaba merecía una interpretación. Hasta mis lágrimas.
El cuerpo de Natalia Monserrat apareció esa misma noche en el colegio, detrás de la escalera que conducía al campanario de la capilla. Tenía el cuello roto. Nadie la había buscado allí porque se suponía que esa puerta estaba siempre cerrada con llave. El viernes por la noche a una de las monjas le había parecido ver un resplandor en la torre, pero no le había prestado mayor atención. No fue hasta que las dos amigas de Natalia le confesaron a la madre Imelda que habían estado jugando al juego de Marcelina que las monjas decidieron incluir los lugares favoritos de la huérfana en la búsqueda.
Una de las pruebas más difíciles para las chicas que querían entrar en la Orden consistía en robarle a Gioconda la llave del campanario, subir la escalera caracol de treinta y nueve escalones, encender una vela a la memoria de Marcelina y tocar tres campanadas fantasmales antes de bajar sin ser descubierta. Durante todos mis años en el colegio, eso había ocurrido sólo una vez, pero ninguna chica había reclamado para sí la hazaña. Quienquiera que fuese, había preferido que la leyenda de la muerta creciera en verosimilitud antes que hacer público su triunfo. Natalia había logrado pasar la parte más difícil de la prueba (robar la llave no podía haber sido tarea fácil; la misma Gioconda no había descubierto la falta hasta ese domingo por la tarde, cuando la madre superiora la había interrogado sobre el tema). Pero esa victoria inicial probablemente la había hecho descuidada, había corrido por la escalera sin tener en cuenta que el último trecho se afinaba en una vertical peligrosa y era de madera vieja y endeble. Perdió el pie en el escalón número veintisiete, que cedió entero a su peso, y cayó por el hueco de la escalera. En la caída, se golpeó la cabeza con un saliente de hierro y ese día terminó como cualquier otro: con la campana del Santa Clara tan silenciosa como siempre.
Toda esta reconstrucción —apoyada en el escalón faltante y en el trabajo de la policía provincial— no explicaba la vela encendida en el campanario. Había sido colocada dentro de un frasco de vidrio que la protegía del viento. Para el domingo a la noche —cuando los oficiales revisaron a fondo el lugar— ya estaba consumida. Ese descubrimiento tuvo a todo el colegio en suspenso. Si Natalia jamás había llegado hasta el campanario, ¿quién había dejado una vela encendida ahí durante todo el fin de semana? Y si Natalia había logrado llegar hasta arriba, ¿por qué no había tocado la campana?
Ese lunes, la escuela volvió a llenarse de rumores. Todo encajaba en la mente de las clarisas, que ahora descubrían premoniciones y señales hasta en las inscripciones en las puertas de los baños. La estatua sin cabeza de santa Bernardita —otro de los símbolos que nadie había sabido interpretar— amaneció llena de velas, ofrendas y fotos de la muerta. La aparición del viejo pervertido, la fuga de la hermana Silvia y la muerte de una chica de diez años entraron a la perfección en la densidad de una trama que se les antojaba obvia, una maldición cerrándose sobre el viejo edificio del Santa Clara. Las Hijas de la Luz propusieron un retiro espiritual a modo de purificación o de penitencia. Las que pertenecían a la Orden de Marcelina se negaron a emitir opiniones (en su silencio, más que una admisión de culpas, había algo de exhibicionismo). Gioconda sólo apareció para abrir las puertas en la mañana, con la cara demacrada y sin ningún chisme que agregar a la sobrecarga de acontecimientos. Las monjas trataron de encauzar tanta ansiedad en reuniones con las catequistas, en las que en lugar de calmar los ánimos, sólo lograron generar el ambiente propicio para que se diseminaran nuevas y más espantosas historias sobre lo que había pasado en el campanario.
Entre el fantasma de la huérfana, los remordimientos exagerados de Gioconda y otras explicaciones sobrenaturales, un último dato circuló con debilidad pero con suficiente insistencia como para que yo lo registrara: además de la vela, se decía que la policía había encontrado en el campanario varias colillas de cigarrillos y unas fotografías «indecentes».
En lugar de concluir lo obvio (que alguien más había estado en el campanario), el descubrimiento desconcertó a las chicas de la Orden. No importó mucho que especularan sobre los pasajes de la vida de la huérfana que les habían pasado desapercibidos o que buscaran y encontraran argumentos para intuir una lógica celeste detrás de todo eso. La presencia de esas fotografías en el lugar donde había muerto Marcelina era difícil de explicar, incluso apelando a los modos inusuales del Señor. El mensaje de las imágenes era simplemente demasiado para cualquiera: la huérfana parecía querer decirles algo con tanta claridad que era imposible verlo. Pero en lugar de descartarlo, de a poco lo fueron integrando a sus narrativas, como si el desgaste de la repetición pudiera reemplazar su desciframiento.
Unas dijeron que las fotos eran de huérfanas maltratadas y asesinadas por las monjas a principios de siglo (sus cadáveres estarían enterrados en distintos lugares de la escuela).
Otras pensaron que Marcelina sólo repetía su mensaje sobre la liberación del cuerpo y el fin de la dictadura del alma.
Hubo algunas que sostuvieron que las fotos estaban allí para señalar el pecado de los mayores. Pero luego citaban autoridades que se contradecían: «dejad que los niños vengan a mí»; «antes veía como niño, ahora veo como hombre»; «no seáis niños en los juicios» y «los niños que han alcanzado la edad de adolescencia son devueltos al estado de su mal para que sepan que sólo por la misericordia del Señor son apartados del infierno».
Otras sacaron cuentas y conclusiones áureas a partir de las fechas y de la cantidad de escalones que llevaban al campanario.
La mayoría sólo estaba fascinada por los detalles de la desnudez en las fotografías.
Y también hubo un montón de risas y de indiferencia.
Ese lunes, Felisa fue una de las primeras en llegar al colegio. Nunca la había visto así. Tenía los labios casi blancos y debajo de sus ojos la piel estaba quebrada y oscura. Se notaba que le costaba dominar el temblor de las manos; las tenía metidas en los bolsillos del blazer, y caminaba con la cabeza baja y la espalda encorvada. Mientras las demás agotaban la noticia del campanario en grupos de tres o cuatro, ella alternaba sus vueltas con una inmovilidad todavía más exasperante, acurrucándose en los rincones del patio en una pose que la hacía parecer una reclusa.
Entendí que el tiempo de la espera se había acabado. Quise sacudirla, obligarla a volver a la vida del colegio, al análisis sintáctico, a la música y a la química. La vida suspendida se me presentaba por primera vez como el mejor antídoto. A mi alrededor, las demás ni siquiera habían notado su presencia; estaban demasiado concentradas en la nueva muerta.
Ni bien me vio llegar —yo iba recién enterándome de lo que había pasado en el fin de semana, más preocupada por mi propio rol en la telenovela de los Arguibel que por el drama de Felisa— levantó la cabeza como si alguien le hubiera dado una señal. Su cuerpo se recompuso y caminó erguida a mi encuentro. En sus ojos había una claridad destilada por horas de insomnio. Pero cuando quiso hablar, de su boca sólo salió un sonido confuso y resquebrajado, como si se estuviera recuperando de una faringitis. Tosió, tratando de aclararse la garganta. Volvió a intentarlo y esta vez los sonidos se articularon en palabras. Pero no eran palabras en español o en inglés. Eran palabras totalmente nuevas.
Por debajo de su mezcla de los dos idiomas, Felisa hablaba en un tercero que yo desconocía.
Leer un rostro es una tarea delicada. Por detrás de la biografía que los rasgos quisieran sugerir, despunta siempre una resistencia, una línea de fuga. A veces esa línea de fuga es nada más que una deformidad, un resto: lo que queda de la emoción que dio causa a esa organización particular de la piel y sus estragos. Se equivoca la lectura cuando se concentra en los ojos. No hay nada en ellos que revele la verdad de esa emoción porque todo se reduce a la boca, a esa saliente animal que dio origen a la palabra «rostro». Quizás por eso ya nadie la usa. La gente prefiere decir «cara». Las caras pueden leerse sin problemas.
No sé qué vi ese día en el rostro de Felisa. Algo que era necesario cubrir. Sé que puse mis dedos sobre su boca. No la sacudí, pero la empujé fuera del alcance de las miradas y mientras todas las demás caminaban en desorden hacia el gimnasio, donde las catequistas ya estaban esperándolas, nosotras subimos las escaleras hacia el baño del quinto piso.
Sé que era un día de sol. Tengo el recuerdo de cuadrados enormes de luz resbalando por los escalones y el pasamanos. Sé que yo iba pensando en Nicolás Arguibel, que me había llamado la noche anterior para disculparse e invitarme a salir. Sé que yo tenía los ojos pintados y que todo era dorado y lento. María Auxiliadora y el niño brillaban en sus batas color crema recién batida y el colegio vacío y silencioso parecía una nave flotando en un mar de luces. Felisa iba con la cabeza baja, mordiéndose las uñas y riendo. Una sucesión de festejos y algarabías, de ensimismamientos y conversaciones iba suspendida en ese hilo hecho de fricativas, de palatales, de gorjeos y fricciones que había reemplazado a su habla.
Cuando llegamos al baño, fue directamente a la ventana, se subió al antepecho en el que yo siempre leía y la abrió de par en par. Extendió el brazo izquierdo en un ademán grandioso como si afuera hubiera algo distinto al patio de cemento, a los caminos de grava y a los árboles que conocíamos de memoria. Extendió el brazo y me miró. Quiero decir que volvió hacia mí su rostro insoportable.
Las puertas de los tres cubículos del baño estaban abiertas. Me fijé en el último: la pared en donde san Pablo convivía con Pavese estaba desnuda; la habían pintado y alisado durante el fin de semana (probablemente había sido el resultado de la búsqueda alrededor del fantasma de Marcelina). Afuera se oían pájaros. Pensé en ese día en que Felisa y yo nos habíamos encontrado por primera vez. Sólo habían pasado unas semanas, las más largas y más importantes de mi vida, y yo las había vivido como una sonámbula, metida en mi traje de siempre, dejando que fueran las demás las que tomaran las decisiones. Uno de los espejos capturó por un segundo mi cara. Mis ojos eran mucho más chicos de lo que las leyes de la simetría dictaban. Pero el delineador negro los agrandaba un poco y, junto con el brillo labial, balanceaba los mechones desparejos que me colgaban sobre la frente y le daba una armonía más o menos aceptable a todo el conjunto. En mis orejas todavía llevaba los aritos de oro que mi mamá me había puesto al nacer, y si me concentraba en producir una sonrisa, lograba hacer aparecer un pliegue de inocencia y un hoyuelo de perfecta rectitud en mi mejilla izquierda. En esa configuración, nada hablaba ni de inteligencias ni de emociones ni de sufrimientos. Ni siquiera la rabia de los últimos días había dejado una huella permanente. Si me concentraba lo suficiente, todavía podía tener la cara de una chica de dieciséis años.
Felisa no. Felisa jamás volvería a tener una cara. Seguía parada de espaldas a la ventana, esperando. El pelo le tapaba los ojos. Sólo podía verle la boca, llena de esa risa que la transformaba y hacía que la cicatriz pareciera apenas una mancha rosada.
Hasta el último momento, creí que volvería a hablar. Pero no lo hizo. Se sujetó a una hoja de la ventana con una mano y extendió el otro brazo hacia mí, como si quisiera hacerme parte de su descubrimiento. En ese punto, su pelo resbaló hacia atrás y pude ver sus ojos: algo en su mirada me recordó a las niñas en las fotografías de míster Lambert. Sí, parecía feliz, como una nena subida a una calesita, estirada hacia adelante en el esfuerzo por atrapar la sortija.
Fui hasta ella, apoyé mi mano en su pecho y la sostuve, sintiendo el peso de su corazón en el mío. Habría sido fácil. Ni siquiera habría tenido que hacer fuerza, habría sido sólo un envión, un acompañamiento del arco de su espalda, que entonces habría cedido completamente a ese ademán y se habría dejado caer al vacío. Pero no pude. La dejé ahí, riendo, presa de sí misma. Ya en la puerta, no pude evitar darme vuelta una vez más. Felisa había empezado a quitarse la ropa.
Bajé temblando las escaleras hasta el tercer piso y entré a la biblioteca. La hermana Virginia estaba acomodando unas cajas con libros en un estante. Al verme, preguntó: