La luz entraba por las ventanas rotas y moteaba el suelo a su alrededor. Alzó la vista para ver un edificio en ruinas, con agujeros enormes en los montones de pisos hasta el tejado, que dejaban ver el cielo; parecía que sólo la infraestructura de acero impedía que se viniera abajo. No se imaginaba qué podría haber causado aquello. Pero trozos de azul brillante parecían cernirse sobre sus cabezas, un panorama que había creído imposible la última vez que estuvo fuera. A pesar de lo horrible que había sido aquella tormenta, fueran cuales fueran las peculiaridades del clima de la Tierra que pudieron provocar tal cosa, ya había desaparecido.
Le dieron unas fuertes punzadas en el estómago, que se quejó, ansioso por comer. Miró a su alrededor y vio que la mayoría de clarianos aún dormía, pero Newt estaba con la espalda apoyada en la pared y la mirada, triste y perdida, clavada en el infinito.
—¿Estás bien? —preguntó Thomas, aunque tenía la mandíbula agarrotada.
Newt se volvió hacia él despacio, con los ojos distantes hasta que pareció salir de sus pensamientos para centrarse en Thomas.
—Estoy bien. Sí, supongo que estoy bien. Estamos vivos. Supongo que eso es todo lo que importa —la amargura en su voz no podía ser mayor.
—A veces me pregunto… —murmuró Thomas.
—¿Qué te preguntas?
—Si importa estar vivo. Si estar muerto no sería muchísimo más fácil.
—Por favor, no me creo ni por un segundo que de verdad pienses eso.
Thomas había bajado la mirada mientras expresaba su deprimente punto de vista y ahora contemplaba a Newt con acritud ante su contestación. Entonces sonrió y se sintió mejor.
—Tienes razón. Tan sólo intentaba sonar tan abatido como tú.
Casi podía convencerse de que era cierto. No sentía que morir fuera la salida más fácil.
Newt señaló cansado a Minho.
—¿Qué puñetas le ha pasado?
—No sé cómo, un rayo prendió fuego a su ropa. No tengo ni idea de cómo ocurrió sin que le friera el cerebro. Pero creo que conseguimos apagarlo antes de que causara demasiados daños.
—¿Antes de que causara demasiados daños? No quiero ni pensar en lo que para ti son daños serios.
Thomas cerró los ojos durante un segundo y apoyó la cabeza en la pared.
—Eh, como has dicho… está vivo, ¿no? Y aún tiene la ropa puesta, lo que significa que no ha podido quemarle la piel por demasiadas partes. Se pondrá bien.
—Sí, claro —contestó Newt con una risita sarcástica—. Recuérdame que no contrate tus servicios de médico por ahora, ¿vale?
—Ohhhh —se oyó un largo e interminable gemido de Minho. Abrió los ojos con un parpadeo y los entrecerró al ver a Thomas—. Jo, macho. Estoy fucado. Estoy bien fucado.
—¿Estás muy mal? —le preguntó Newt.
En vez de contestar, Minho se incorporó muy despacio hasta sentarse, gruñendo, con gestos de dolor a cada pequeño movimiento. Pero al final lo logró, con las piernas cruzadas debajo de él. Tenía la ropa ennegrecida y andrajosa. En algunos sitios por donde la piel quedaba expuesta, unas ampollas al rojo vivo asomaban como amenazadores y extraños ojos. Pero aunque Thomas no era médico y no tenía ni idea de esas cosas, su instinto le decía que las quemaduras eran controlables y se curarían enseguida. La mayor parte de la cara de Minho se había salvado y todavía tenía todo su pelo, aunque estuviera sucísimo.
—No puedes estar tan mal si haces eso —dijo Thomas con una sonrisa picara.
—¡A la clonc! —replicó Minho—. Soy más duro que una roca. Aún podría romperte tu bonito trasero de poni con el doble del dolor que siento.
Thomas se encogió de hombros.
—Me encantan los ponis. Ojalá pudiera comerme uno ahora —su estómago sonó y se quejó.
—¿Ha sido eso un chiste? —preguntó Minho—. ¿El gilipullo aburrido de Thomas ha hecho de verdad un chiste?
—Creo que sí —fue la respuesta de Newt.
—Soy un tipo gracioso —repuso Thomas y se encogió de hombros.
—Sí, claro —pero era evidente que Minho había perdido el interés en la conversación. Giró la cabeza para mirar al resto de clarianos. Casi todos dormían aún o estaban tumbados, inmóviles, con la mirada perdida—. ¿Cuántos hay?
Thomas los contó. Once. Después de todo por lo que habían pasado, sólo quedaban once. Y eso incluía al chico nuevo, Aris. Había cuarenta o cincuenta viviendo en el Claro cuando Thomas llegó, hacía tan sólo unas semanas. Ahora había once.
Once.
No podía decir nada en voz alta después de darse cuenta de aquello, y aquel momento tranquilo de hacía unos segundos de repente le pareció pura blasfemia. Como una abominación. «¿Cómo podía formar parte de CRUEL? —pensó—. ¿Cómo podía formar parte de esto?». Sabía que debería hablarles de los recuerdos de su memoria, pero no podía hacerlo.
—Tan sólo quedamos once —dijo Newt finalmente.
Ya estaba. Lo había dicho.
—Entonces, ¿qué? ¿Murieron seis en la tormenta? ¿Siete? —Minho sonó con total indiferencia, como si estuvieran contando cuántas manzanas habían perdido cuando los fardos salieron volando.
—Siete —respondió Newt bruscamente, mostrando su desaprobación ante aquella actitud displicente. Entonces, con un tono más suave, añadió—: Siete. A menos que la gente haya corrido hacia otro edificio.
—Tío —dijo Minho—, ¿cómo vamos a atravesar esta ciudad con tan sólo once personas? Por lo que sabemos, podría haber cientos de raros en este lugar. Miles. ¡Y no tenemos ni idea de qué esperar de ellos!
Newt dejó escapar un largo suspiro.
—¿Y es en lo único que se te ocurre pensar? ¿Qué hay de la gente que ha muerto, Minho? Jack no está. Y tampoco Winston; él no tuvo la menor oportunidad. Y —miró a su alrededor— no veo tampoco a Stan ni a Tim. ¿Qué pasa con ellos?
—Eh, eh, eh —Minho alzó las manos, con las palmas en dirección a Newt—. Corta el rollo y cálmate, hermano. No pedí ser el fuco líder. Si quieres llorar todo el día por lo que ha pasado, muy bien. Pero eso no es lo que hace un líder. Un líder resuelve adonde ir y qué hacer tras lo sucedido.
—Bueno, supongo que por eso te dieron este trabajo —espetó Newt. Pero entonces la disculpa se reflejó en su rostro—. Lo que tú digas. En serio, perdona. Yo sólo…
—Sí, yo también lo siento.
Aunque Minho puso los ojos en blanco; Thomas esperó que Newt no lo hubiera visto, puesto que su mirada había caído de nuevo al suelo. Por suerte, Aris se acercó a ellos en aquel momento. Thomas quería que la conversación derivara hacia otra parte.
—¿Habíais visto alguna vez algo parecido a esa tormenta eléctrica? —preguntó el chico nuevo.
Thomas negó con la cabeza porque Aris le estaba mirando a él.
—No parecía natural. Incluso a pesar de mis recuerdos de clonc, estoy segurísimo de que este tipo de cosas no pasan normalmente.
—Pero recuerda lo que dijeron el Hombre Rata y esa señora en el autobús —dijo Minho—. Hubo erupciones solares que hicieron arder todo el mundo como si fuese el mismo infierno. Aquello jorobó el clima lo bastante como para que aparezcan tormentas peligrosas. Tengo la impresión de que tuvimos suerte de que no fuera peor.
—«Suerte» no es precisamente la palabra en la que estoy pensando —replicó Aris.
—Sí, bueno.
Newt señaló hacia la puerta de cristales rotos, donde el resplandor del amanecer se había convertido en el mismo brillo blanquecino al que se habían acostumbrado los primeros días en la Quemadura.
—Al menos ya ha terminado. Será mejor que pensemos en lo que vamos a hacer ahora.
—¿Ves? —dijo Minho—. Eres igual de cruel que yo. Y tienes razón.
Thomas recordó la imagen de los raros en las ventanas del dormitorio. Eran como pesadillas vivientes a las que sólo les faltaba un certificado de defunción para convertirlos oficialmente en zombis.
—Sí, será mejor que sepamos lo que vamos a hacer antes de que aparezca un puñado de esos locos. Pero antes tenemos que comer. Tenemos que encontrar comida.
Aquella última palabra casi le dolió; tenía muchísima hambre.
—¿Comida?
Thomas soltó un grito ahogado de sorpresa; la voz procedía de arriba. Alzó la vista cuando el resto hizo lo mismo. Un rostro les miró desde lo que quedaba del tercer piso; un joven hispano. Sus ojos parecían revelar algo de locura. Thomas sintió un nudo de tensión en su interior.
—¿Quién eres? —gritó Minho.
Entonces, para sorpresa de Thomas, el chico saltó por el agujero irregular del techo y cayó hacia ellos. En el último segundo, se hizo una bola y dio tres volteretas para levantarse de un salto y aterrizar a sus pies.
—Me llamo Jorge —contestó con los brazos extendidos, como si esperara un aplauso por sus acrobacias—. Y soy el raro que manda en este sitio.
Por un instante, a Thomas le costó mucho creer que el chico que se había dejado caer —literalmente— fuera real. No se lo esperaban y había una extraña ridiculez en lo que había dicho y en cómo lo había dicho. Pero allí estaba, sí. Y aunque no daba la impresión de estar tan ido como los otros que habían visto, ya había confesado que era un raro.
—¿Os habéis olvidado de cómo se habla? —preguntó Jorge con una sonrisa en la cara que parecía totalmente fuera de lugar en aquel edificio hecho añicos—. ¿O es que tenéis miedo de los raros? ¿Miedo de que os tiremos al suelo y os comamos los ojos? Mmm, qué ricos. Me encantan unos buenos ojos cuando la manduca escasea. Saben a huevos poco hechos.
Minho se arriesgó a contestar e hizo un gran trabajo al ocultar su dolor:
—¿Admites que eres un raro? ¿Qué eres un puñetero loco?
—Acaba de decir que le gusta cómo saben los ojos —terció Fritanga—. Creo que eso lo convierte en loco.
Jorge se rió con un evidente tono amenazador.
—Venid, venid, mis nuevos amigos. Sólo me comería vuestros ojos si ya estuvierais muertos. Por supuesto, os ayudaría a llegar a ese estado si así lo necesitara. ¿Entendéis lo que digo? —todo el alborozo desapareció de su expresión y fue sustituido por un aire de severa advertencia. Casi como si los estuviera animando a enfrentarse a él.
Nadie habló durante un buen rato. Entonces, Newt preguntó:
—¿Cuántos de vosotros hay aquí?
Jorge miró rápidamente a Newt.
—¿Cuántos? ¿Cuántos raros? Todos somos raros aquí, hermano.
—No me refería a eso y lo sabes —replicó Newt.
Jorge empezó a caminar, pasando por encima y alrededor de los clarianos, mientras hablaba:
—Tenéis que aprender muchas cosas sobre cómo funciona esta ciudad. Sobre los raros y CRUEL, sobre el gobierno, sobre por qué nos dejaron aquí para que nos pudriéramos en nuestra enfermedad, nos matáramos y nos volviéramos totalmente locos. Sobre que hay diferentes niveles del Destello, sobre que es demasiado tarde para vosotros. Os contagiaréis si no lo tenéis ya.
Thomas había seguido al extraño con los ojos mientras caminaba por la estancia pronunciando aquellas horribles palabras. El Destello. Pensaba que se había ido acostumbrando al miedo de tener la enfermedad, pero con aquel raro delante de él, estaba más asustado que nunca. Y se sentía impotente por no poder hacer nada.
Jorge se detuvo cerca de él y sus amigos con los pies casi pegados a los de Minho. Continuó hablando:
—Pero no es así como funciona, ¿comprendéis? Los menos favorecidos son los que hablan primero. Quiero saber todo de vosotros. De dónde venís, por qué estáis aquí, cuál es vuestra intención, por Dios. Ya.
Minho soltó una risita baja que sonaba peligrosa.
—¿Y nosotros somos los que estamos en desventaja? —Minho miró a su alrededor con sorna—. A menos que la tormenta eléctrica haya frito mis retinas, diría que somos once y tú nada más que uno. Quizá deberías empezar a hablar tú.
Thomas deseó que Minho no hubiera dicho eso. Era estúpido y arrogante, y podría haberlos matado. Estaba claro que aquel tío no se encontraba solo. Podría haber cientos de raros escondidos entre las ruinas de los pisos superiores, espiándolos, esperando con a saber qué tipo de horribles armas. O peor: con la ferocidad de sus propias manos, dientes y locura.
Jorge se quedó mirando a Minho durante un buen rato, con la expresión perdida.
—No acabas de decirme eso, ¿verdad? Por favor, dime que no acabas de hablarme como a un perro. Tienes diez segundos para disculparte.
Minho miró a Thomas con una sonrisita de suficiencia.
—Uno —contó Jorge—. Dos. Tres. Cuatro.
Thomas intentó lanzarle una mirada de advertencia a Minho y le hizo un gesto con la cabeza. «Hazlo».
—Cinco. Seis.
—Hazlo —ordenó al final Thomas en voz alta.
—Siete. Ocho.
La voz de Jorge se elevaba con cada número. Thomas creyó ver un movimiento en algún sitio encima de sus cabezas, una sombra que pasó como un rayo. Quizá Minho la hubiera notado también, puesto que su rostro perdió todo rastro de arrogancia.
—Nueve.
—Lo siento —soltó Minho sin demasiada emoción.
—No creo que lo digas de verdad —espetó Jorge, y le dio una patada a Minho en la pierna.
Thomas apretó los puños cuando su amigo dio un grito de dolor. El raro debía de haberle pegado en una de las quemaduras.
—Dilo de verdad, hermano.
Thomas levantó la vista hacia el raro; le odiaba. Unos pensamientos irracionales comenzaron a nadar por su mente. Quería saltar sobre él y atacarle, golpearle como había golpeado a Gally tras escapar del Laberinto.
Jorge echó atrás la pierna y volvió a golpear a Minho con dos fuertes patadas en el mismo sitio.
—¡Dilo de verdad! —soltó la última palabra con tanta dureza que sonó enloquecido.
Minho gimió, agarrándose la herida con ambas manos.
—Lo… siento —dijo entre fuertes respiraciones, con la voz tensa, llena de dolor.
Pero en cuanto Jorge sonrió y se relajó, satisfecho por la humillación causada, Minho golpeó al raro en plena barbilla. El chico saltó sobre su otro pie y se cayó al suelo con un aullido, en parte de sorpresa y en parte de dolor.
Entonces Minho se echó sobre él, gritando una sarta de aberraciones que Thomas nunca antes le había oído proferir. Luego apretó los muslos para atrapar el cuerpo de Jorge y empezó a darle puñetazos.
—¡Minho! —gritó Thomas—. ¡Para!
Se puso de pie, ignorando el anquilosamiento de sus articulaciones, el dolor de sus músculos. Echó un vistazo rápido arriba mientras se acercaba a Minho, dispuesto a sacarlo de encima de Jorge aunque fuera a golpes. Hubo movimientos en varios puntos de los pisos superiores. Después vio a varias personas mirando hacia abajo, preparándose para saltar, y aparecieron unas cuerdas que colgaban por los costados de los agujeros irregulares.