Las puertas de Thorbardin (2 page)

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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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Chane resbaló, rodó un trozo por el rocoso suelo, se puso de pie como pudo y, agarrando con ambas manos la inquieta cola de la bestia, la utilizó para ganar altura. Apoyado a la vez en la piedra, logró trepar hasta subirse a lomos de la fiera esquivando sus peligrosas patas traseras. Chane avanzó con las manos llenas de pelos negros. El rugido del animal se convirtió en un aullido de rabia. Alzó éste la cabeza y la volvió. Sus espantosos dientes centellearon cuando el hombrecillo asió desesperado la cabeza del felino y se arrojó sobre sus hombros, dispuesto a luchar por su vida hasta el último segundo. El animal soltó un alarido, y Chane oyó crujido de huesos.

Por espacio de unos momentos pendió entre las patas que habían dejado de moverse, y notó en su cara el ardoroso aliento de la fiera cuando los pulmones de ésta se vaciaban. El felino no volvió a respirar. Tenía roto el cuello.

Exhausto a causa del hambre y de los esfuerzos realizados, Chane montó de nuevo en la bestia y permaneció allí el rato suficiente para que los músculos dejasen de temblarle; luego se incorporó con cuidado y apoyó los pies en las dos paredes de roca a la vez que procuraba soltar el cuerpo de la fiera de la sujeción de la piedra. Cuando lo consiguió, arrastró el cadáver hacia donde el espacio era un poco más ancho, lo hizo rodar hasta ponerlo boca arriba, sacó la cortante piedra que se había guardado antes y comenzó a preparar y despellejar el cuerpo.

Estaba ya casi listo, cuando una voz dijo detrás de él:

—Llévate el filete. Es la mejor parte de un felino.

Chane se volvió, agachado todavía. La persona situada a pocos metros de distancia era, aproximadamente, de su misma estatura, aunque de constitución más menuda. No llevaba barba, pero su gran melena había sido recogida a un lado mediante nudos de cuero y enrollada alrededor del cuello como una especie de esclavina de piel. Se apoyaba de manera despreocupada en un cayado con una horquilla en su extremo, y contemplaba la bestia desollada con aire socarrón.

—No creo haber visto nunca a nadie que se tomara tanto trabajo para aprontar su cena. ¡Estás hecho un asco! Todo lleno de sangre, y temo que en parte sea tuya...

El recién llegado lo observaba imperturbable, casi con descaro, y Chane le devolvió la mirada.

—Un kender —gruñó—. ¡Un condenado kender!

—En efecto, lo soy —contestó el desconocido, fingiendo sorpresa—. Y tú eres un enano. Creo que cada cual es algo. Mi nombre es Chestal Arbusto Inquieto, pero puedes llamarme Chess, si lo prefieres. ¿Por qué condujiste a la bestia a este lugar?

—Porque no se me ocurrió mejor modo de matarla. Además estoy hambriento.

—Pues yo también —declaró el kender, con una risita—. ¿Te fijaste en ese pequeño cañón que queda más atrás, donde hay un manantial? Si tú traes la carne, yo encenderé el fuego. ¡Y no olvides los filetes y la culata! Son lo mejor de todo el animal, como ya debes de saber.

* * *

A la luz del fuego, el recogido rincón donde brotaba el agua en medio de las escarpaduras adquirió un calor casi hogareño. Llena la barriga de felino asado y de té de salvia, así como de un queso muy duro que el kender había sacado de su bolsillo —queso encontrado en alguna parte, según él—, el enano sujetó con estacas la piel de la bestia y empezó a arrancarle la carne con ayuda de la afilada piedra. El kender lo presenciaba con curiosidad. Durante a cena no había dejado de charlar de modo amistoso, por lo visto sin importarle que el compañero apenas respondiera, salvo con algún gruñido de vez en cuando. Chestal Arbusto Inquieto no se dejaba desanimar por eso. Le gustaba escuchar el sonido de su propia voz, y no parecían agotársele las nuevas ideas y opiniones con que divertirse y asombrarse a sí mismo.

Pero, dado que el enano se dedicaba por completo a la extendida piel, rascándola cuidadosamente para preparar el curtido, el kender acabó por callar... casi del todo. Permanecía sentado junto al fuego, siguiendo la operación con viva curiosidad, y sólo de vez en cuando murmuraba algo.

—No así... El color no es perfecto... No, no... Es demasiado grande... Bueno, puede servir para ocasiones especiales, pero no para cada día...

El enano acabó por volverse hacia él y preguntó:

—¿Qué diantre musitas?

—Quisiera saber qué piensas hacer con esa piel —explicó el menudo kender—. Ya he desechado la idea de que pretendas convertirla en una tienda o una alfombra, y no me imagino a un enano enarbolando una bandera de piel negra... Como no sea que proyectes dedicarte a la taxidermia..., pero los enanos no soléis practicar ese arte, que yo sepa. Si fueras un gnomo, entonces...

—Necesito una chaqueta —contestó ceñudo el enano, volviendo a su ocupación.

—Si atases unas varas a la piel, podrías convertirla en una máquina voladora, y, si le hicieses agujeros, te serviría para cribar grava para...

—¡Cállate! —protestó Chane.

—... para construir una rampa... ¿Qué decías?

—¡Que no hables más, por favor! Intento trabajar.

—Ya lo veo. Oye, ¿por qué no te coses tú mismo la chaqueta? Desde luego creo que te hace falta. Quizá te saldrían también unas botas. La mayoría de los enanos que conozco prefieren botas de piel de toro con suelas de hierro, pero cualquier calzado sería mejor que esos harapos con que te envuelves los pies. Nunca había visto un enano peor vestido que tú. Hay goblins mejor ataviados. ¿Acaso perdiste tus ropas en alguna parte?

—Me las robaron...

—¿Y no llevas un martillo o un hacha, o algo por el estilo? Los enanos sois muy tacaños con respecto a herramientas y armas. Me parece que tienes una historia interesante que contar... ¿Qué hay de tu nombre?

—¿De mi nombre?

—¿Lo recuerdas?

—¡Toma, pues claro que lo recuerdo!

—¿Cuál es?

—Chane Canto Rodado.

El hombrecillo se dedicó de nuevo a su piel, entre gruñidos. Cuando por fin la consideró suficientemente limpia, añadió leña al fuego y comenzó la dura tarea de arrancar los dos dientes más largos del animal. Eran los incisivos superiores, y como tales tenían unos bordes muy afilados. En cambio —cosa poco propia de unos incisivos— terminaban en punta y, además, al contrario que en otras criaturas, aunque fuesen tan grandes como ese felino, medían casi veinticinco centímetros de largo.

Chane les dedicó un buen rato, retorciéndolos con sus forzudas manos hasta que, finalmente, quedaron sueltos y los pudo arrancar. A continuación, el enano los llevó al fuego y sometió las raíces de los enormes dientes a la acción de las llamas mientras cortaba madera dura para formar unos asideros y, con algo más flexible, hacía correas con que atarlo todo.

—Casi todos los enanos prefieren las dagas de metal —comentó el kender—. A muy pocos les interesa el marfil.

—Es lo mejor que tengo a mano en este momento —replicó Chane, molesto—. Tendrá que servirme hasta que encuentre algo más conveniente.

—Pues no es difícil de buscar —insistió Chess—. La gente siempre olvida cosas por ahí...

—¿No tienes adonde ir? —preguntó Chane.

El kender se apoyó en una roca con las manos detrás de la cabeza.

—Creo que voy a echarle una ojeada a ese valle de ahí abajo..., al sitio de donde te ahuyentaron los gatos salvajes. Se llama Waykeep o algo parecido.

—¿El valle?

—Sí, o parte de él. Nadie parece saber mucho acerca de ese lugar, y es raro que alguien llegue hasta allí.

Chane contempló la gran piel, sujeta a unas estacas para que se curtiera, y adaptó un asa a uno de los colmillos semejantes a puñales.

—Ya veo por qué —dijo.

—En realidad me dirigía a Pax Tharkas, pero me desvié —admitió el kender—. En estas montañas hay muchas cosas que ver, y muchas otras que no se ven. ¿Te fijaste que ese alie de donde procedían las fieras desaparece misteriosamente de la vista cuando tú intentas mirarlo? ¡Algo muy enigmático, si me lo preguntas!

«Y aunque no te lo pregunte»,
pensó Chane.

—Hace unos meses mantuve una interesante conversación con un Enano de las Colinas. Había perdido un amuleto y yo lo ayudé a recuperarlo, y cuando le enseñé mi mapa dijo que el espacio en blanco entre la cordillera que se alza al oeste y el Valle del Respiro tiene que ser el valle de Waykeep. Él no sabía nada sobre eso, excepto que no aparece en los mapas y que nadie se adentra en semejante lugar. Especialmente lo rehuyen los magos. Por ese motivo me desvié y no sigo el camino de Pax Tharkas. Tú no pareces un Enano de las Colinas. Tienes un aspecto un poco diferente. ¿Eres un Enano de las Montañas?

—Soy de Thorbardin —contestó Chane, prestando escasa atención al parlanchín kender.

Cuanto más hablaba aquella criatura, más atontado se sentía el enano. Era como intentar escuchar el sonido de veinte o treinta yunques a la vez.

—¿Es por eso que tu barba crece hacia atrás? —inquirió Chess con evidente intriga—. ¿Todos los enanos de Thorbardin tienen los bigotes hacia atrás, como tú?

—No todos, pero yo sí. Crecen como quieren —respondió Chane, al mismo tiempo que levantaba la vista, pensativo—. ¿Qué clase de mapas llevas?

—¡Huy, de muchas clases! —dijo el kender, abriendo las manos—. Mapas grandes y pequeños, algunos dibujados sobre lino, otros sobre pergamino... Incluso tengo uno dibujado sobre... ¡Ah, no, pero ya no lo tengo! Me lo comí —añadió con una mirada a los restos de su cena.

—¿Mapas de qué? —gruñó Chane.

El kender pestañeó.

—De lugares. Para eso están los mapas. Son dibujos de lugares. Yo hago muchos. De distintos sitios. Si algún día regreso a Hylo... Porque yo soy de allí. ¿No te lo había dicho?

—Ya no lo recuerdo —contestó el enano, cada vez más ceñudo—. ¿De qué sitios son esos mapas?

—Puedo mostrar a cualquiera dónde estuve —declaró el kender entre nuevos parpadeos— ¿Qué lugares te interesan?

—No lo sé con exactitud —suspiró Chane—. Sólo lo vi en sueños, pero me consta que queda fuera de Thorbardin... Más allá de la Puerta Norte.

El kender hizo girar su voluminosa bolsa de cuero hasta dejarla descansando sobre su regazo, y empezó a rebuscar en ella. Aquella bolsa parecía tener una capacidad sin fin, y el enano quedó boquiabierto ante la cantidad de tesoros que las activas manos de Chess sacaban a la luz. Relucientes chucherías de todo tipo, pequeñas piedras, trozos de bramante, un viejo caparazón de tortuga, varios objetos metálicos, un cubo de madera, un maltratado nido de pájaros (que el kender contempló brevemente, para arrojarlo después a un lado), una cuchara rota, un pedazo de tela... Los tesoros no tenían fin.

Por fin, Chess extrajo un grueso fajo de dibujos, y sus ojos relucieron.

—Ah! —exclamó—. ¡Los mapas! —Y se puso a hojearlos...

»
Si el lugar que deseas conocer se halla más allá de la Puerta Norte, queda al este de donde nos encontramos nosotros —explicó antes de alzar la cabeza, mirar a Chane e indicar con el dedo:— ¡Al este se va por ahí!

—¿Qué señalan los mapas en esa dirección? —quiso saber el enano, estrechando los ojos para distinguir lo que decían aquellos dibujos.

Chess puso cara de sorpresa.

—¡Nada! —respondió—. Pensaba que ya te lo había explicado. Lo primero que hay al este de aquí, es el valle de Waykeep, que no figura en los mapas. Quizá pueda marcarlo yo, si voy allí.

—¡Pues yo no quiero ir a ese valle! —replicó el enano con un bufido.

—Si te propones avanzar hacia el este, llegarás a él —aclaró Chess en un tono más amistoso, antes de introducir la mano en su bolsa de cuero y sacar de ella otra de sus resplandecientes cuentas—. ¿Qué te parece esto? —agregó, levantando la pieza para contemplarla con asombro.

—Que qué me parece? ¿Qué es eso?

—Es el amuleto de aquel Enano de las Colinas. El que yo le ayudé a recuperar. Debió de volver a perderlo. Allí lo encontré la primera vez, por cierto. Debajo de la sanaba del troll... ¿Tú qué sabes?

2

—¿Qué clase de sueño fue? Me refiero a aquel en que viste un lugar fuera de Thorbardin, y que ahora quisieras encontrar.

Chestal Arbusto Inquieto trepó a la cima de un saliente de roca y entrecerró los ojos para distinguir mejor lo que había en la brumosa distancia. Jirones de niebla y nubes bajas parecían cubrir el valle de Waykeep como una manta de grisáceo celaje moteado de sol, que se extendía a través de toda la hondonada y de las decenas de kilómetros que medía a lo largo.

El kender volvió a tener la impresión de que aquel valle se... perdía de vista, pese a hallarse él encima mismo y contemplarlo desde arriba.

También Chane se encaramó al saliente de roca, un enano vestido de negro y cargado con bultos igualmente negros colgados de cada hombro. El felino muerto no sólo les había proporcionado comida. La chaqueta de negra piel resultaría de gran utilidad. Además había sobrado para confeccionar dos bolsas, y la desigual pareja disponía asimismo de suficiente carne ahumada.

—No fue más que un sueño —comentó el enano—. Al menos, eso es lo que todo el mundo me dice. Y puede que así sea. Pero yo lo considero
mi
sueño, y no me conformo con que no haya nada detrás.

—¿Qué crees tú que significa, pues?

El kender se protegió los brillantes ojos con la mano colocada a guisa de visera para ver mejor las lejanas y escarpadas montañas que asomaban por encima de la niebla a buen número de kilómetros al este, al otro lado del valle.

—Creo que el sueño contenía un mensaje —suspiró Chane—. Se trata de un sueño que tuve como unas cien veces a lo largo de los años, sólo que ahora pareció tener un sentido, y vi un rostro... Era como si yo tuviese que saber quién era, pero no logré que quedase grabado en mi mente. Me dijo que yo tenía un destino, y que la suerte de Thorbardin dependía de mí. Finalmente me indicó el sitio al que debía ir...

—¿Por qué?

—Lo ignoro. La voz no me lo dijo, pero ha de tener algo que ver con el yelmo, porque eso siempre figuró en mis sueños.

El kender se volvió para mirar al enano y levantó una ceja con gesto de curiosidad.

—¿Qué yelmo?

—El mismo que vi siempre en mis sueños, desde la adolescencia.

—Un yelmo... —repitió Chess—. ¡Pues yo, caramba, sólo suelo soñar con mariposas y sanguijuelas y cosas por el estilo! No recuerdo haber visto nunca un yelmo en sueños.

Alzó su bastón ahorquillado y, tras hacerlo girar un momento entre sus dedos, lo arrojó al aire y lo cogió de nuevo cuando caía, todavía dando vueltas.

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