Las siete puertas del infierno (37 page)

BOOK: Las siete puertas del infierno
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Ligera como una gacela, avanzó cautelosamente hacia el fondo de la sala, iluminado por la luz que llegaba de una claraboya. Una escalera de piedra conducía a una puerta —«que da a las cocinas», recordó Casiopea—. Volvió a verse, con doce años, abriendo esa puerta y bajando esos mismos escalones para ir a buscar un barril a la bodega. En aquellos tiempos no tenía fuerza suficiente para levantarlo, de modo que había tenido que inventar toda clase de estratagemas para moverlo. Generalmente lo hacía rodar. O repartía el contenido en varios toneles más pequeños que transportaba de uno en uno, y luego de dos en dos. Hasta el día en que llegó por fin a levantar todo un barril. Ese día —lo recordaba como si fuera ayer—, Colomán la había ascendido a «marmitón». Ella, que al principio creyó que aquello le haría la vida más fácil, pronto tuvo una decepción al ver que, en lugar de barriles de vino, ahora tendría que transportar grandes calderos hirvientes desde las cocinas a los comedores. Sonrió al evocar esos recuerdos y se preguntó: «¿Tuvo también Morgennes que superar estas pruebas?».

—Vamos —murmuró—. No perdamos tiempo…

Después de asegurarse de que tenía el camino libre, se dirigió rápidamente a la escalera de piedra que conducía a las cocinas. Cuando llegó al pie de la escalera, se le ocurrió una idea. ¿Por qué no subía con un tonel para ocultar su rostro? Así se confundiría con el decorado.

Descubrió un tonel del tamaño adecuado, lo agarró y se lo cargó sobre el hombro izquierdo. El problema era que siempre había una increíble cantidad de gente en las cocinas. Y en la residencia de Colomán, una mujer era necesariamente una intrusa. Hizo un esfuerzo para recordar la distribución del lugar en el que iba a entrar. Cocinas hasta donde alcanzaba la vista, de techos altos, donde hileras de ollas y de hornos convivían con nubes de vapor y gritos estridentes. Con un poco de suerte tendría tiempo de girar a mano derecha, hacia una pequeña biblioteca donde se encontraban almacenadas miles de recetas de cocina y de donde partía una escalera metálica que subía hasta los apartamentos de Colomán.

Inspiró hondo y luego entró en las cocinas, como había hecho en otro tiempo centenares de veces. Una oleada de calor y ruido la golpeó en la cara. Los marmitones corrían en todas direcciones mientras les llovían órdenes de todos lados: «¡Más caliente!», «¡No tan frío!», «¡Más agua!». Chorros de vapor surgían del suelo silbando y tropezaban con las bóvedas del techo, donde se transformaban en bruma antes de caer chorreando sobre las losas de las cocinas. «No ha cambiado nada», pensó Casiopea mientras se dirigía apresuradamente, con la cabeza baja, hacia la biblioteca. Unos jabalíes se asaban suspendidos de unas barras. Los pollos pasaban por las manos de los aprendices para ser decapitados, y eran tantos que sus cabezas formaban una pila que llegaba hasta las rodillas de sus verdugos.

«Así se acostumbra uno a la sangre», pensó Casiopea, recordando una vez más a su padre y preguntándose si también él habría decapitado pollos. «Un paso más y ya estoy», se dijo mientras procuraba mantener la cara entre su tonel y la pared.

«Es aquí.»

Pero en ese momento la puerta de la biblioteca se abrió de golpe para dar paso a Colomán.

Capítulo 51

Había quedado convenido entre nosotros que se dirigiría directamente al Puente bajo el Agua.

Chrétien de Troyes,

El Caballero de la Carreta

Como habían convenido, Emmanuel condujo la carreta, ahora sin cerdos, hacia el Bósforo, cerca del famoso puente submarino por donde Casiopea debía surgir como Venus de su concha.

—Es aquí —dijo Kunar Sell al llegar a una zona de la ribera del Bósforo particularmente arbolada.

Una densa niebla se cernía sobre las orillas bajas que descendían suavemente hacia el río. Faltaba poco para la medianoche, y en el cielo estrellado la luna en su cénit hacía relucir suavemente las cúpulas doradas de las numerosas iglesias de Constantinopla.

Emmanuel, de espaldas a la carreta, contemplaba las aguas del río. En la otra orilla, barcas, naves y
uscieri
descansaban a la espera del frenesí de la mañana. Al levantar los ojos, vio el Santuario de la Virgen, y le dirigió esta plegaria silenciosa: «Mi Señora, tomad a Casiopea bajo vuestro manto».

El grito de un pájaro le respondió: era el halcón, que pasaba volando pausadamente ante la luna.

«¡Ha entrado!», pensó Emmanuel.

Su mirada se concentró en las aguas de donde emergería Casiopea. Pero ¿cuándo? ¿Y en qué estado? Se estremeció ante la idea de haber fracasado en su misión. «Había prometido que vigilaría la espada…» Se veía, como Morgennes, condenado a hundirse en el infierno para ir a recuperarla. Pero en realidad lo que le turbaba no era únicamente haber dejado la espada sin vigilancia, sino haber abandonado a quien la llevaba consigo. Casiopea. Lanzó un suspiro, que rápidamente se transformó en una nubecilla por el frío. Se preocupaba mucho más por ella que por la espada. Le resultaba difícil confesárselo. Pero eso era lo que sucedía.

Nervioso, se acercó al agua, que reflejaba la luna multiplicándola. Todo estaba en calma. El cielo y sus lánguidas nubes contribuían a crear una atmósfera de dulzura, de la que el peligro parecía desterrado; incluso la bruma que flotaba sobre el Bósforo parecía indiferente a los riesgos que asumía Casiopea y ascendía para dislocarse entre los árboles. Solo la masa imponente del Ojo de la Tierra, con sus troneras a través de las cuales se filtraba el resplandor del fuego, hacía gravitar sobre ellos una sensación de amenaza.

De pronto, la voz de Rufino interrumpió intempestivamente el silencio.

—De hecho, ¿cuánto hemos ganaaado con esos ceeerdos? —dijo desde la mochila donde le habían metido.

—Dos besantes —le informó Kunar Sell mientras masticaba una brizna de hierba.

—¡Dos besaaantes! ¡Por la sangre de Cristo! ¡Voy a hacerme charcuteeero!

—Estáis completamente loco —le dijo Kunar Sell.

—Es normal, he perdido la cabeeeza.

Capítulo 52

De ahí viene el ruido de gemidos y el son de crueles latigazos: ahí es el rechinar de cadenas de hierro que se arrastran.

Eneas se detuvo y permaneció inmóvil, aterrorizado por el escándalo.

Virgilio,

Eneida

Casiopea no pudo contenerse y dio media vuelta bruscamente. Aprovechó un chorro de vapor escupido por una olla para ocultarse de Colomán y le observó. No había cambiado. La misma masa compacta de músculos y agilidad, que se desplazaba con una facilidad sorprendente. Tenía un aire a la vez de pantera y de lobo, de un gran lobo negro, de un jefe de manada. Pues Colomán reinaba sobre su academia como el diablo sobre los infiernos, y nadie osaría desobedecerle.

«Nadie —se dijo Casiopea—, excepto yo.»

Porque, efectivamente, durante su estancia en la academia Casiopea no tardó demasiado en negarse a ejecutar las misiones para las que la habían formado, al encontrarlas repugnantes y horribles. «¡No haréis de mí una esclava!»

«¡Prometiste servirme durante toda tu vida!», le había recordado Colomán. Y era cierto. Incluso había añadido en el momento de prestar juramento: «¡Cruz de madera, cruz de hierro, que vaya al infierno si miento!».

«Pues bien, ya está hecho», pensó.

En esa época, Colomán se había limitado a expulsarla de la academia, refunfuñando: «¡Que la peste sea con las mujeres y con toda esta familia!». Casiopea había creído que hacía alusión a su madre, a Chrétien de Troyes o a Gargano. Pero ahora se decía que Colomán debía de pensar en Morgennes.

«Quién sabe. Después de todo, tal vez me aceptó en su academia, donde normalmente las mujeres están prohibidas, porque sabía que Morgennes era mi padre…»

Oculta por el vapor y por su tonel, Casiopea vio cómo el megaduque caminaba hacia una de las escaleras que conducían a la planta baja. No apartó la vista de él, porque quería asegurarse de que se había ido. Pero, de pronto, Colomán aminoró el paso. Se volvió, registrando con la mirada la alta sala abovedada. ¿Qué había oído? ¿O visto? ¿O sentido?

En torno a él, la actividad disminuyó. Los marmitones, salseros, asadores y maestros cocineros temían su cólera. Una oleada de terror se propagó por las cocinas, y su frenética actividad se fundió como la nieve al sol. Los «clac-clac» de los cuchillos sobre los mármoles callaron y en toda la sala ya solo se oyó el canto de las ollas y las cazuelas.

Y, justo en ese momento, Casiopea estuvo a punto de trastabillarse. De repente, inexplicablemente,
Crucífera
pareció doblar su peso. Peor aún. Parecía pesar un quintal, y Casiopea dobló la rodilla derecha y estuvo a punto de soltar el tonel.

Por suerte, en el momento en que esto se producía —y en que los ojos de Colomán pasaban sobre ella—, una olla silbó a su lado envolviéndola en una densa nube de vapor. A pesar del calor, Casiopea se sintió aliviada. Al ver que Colomán miraba a otro lado, avanzó hacia la biblioteca y se escurrió rápidamente por la puerta.

Solo cuando estuvo dentro de la habitación se permitió —después de haber verificado que estaba vacía— dejarse caer al suelo y lanzar un resoplido. «Los libros me han salvado», se dijo, con las manos apoyadas sobre el tonel. Luego corrió el pestillo y, con la puerta cerrada, examinó el lugar. Un candelabro iluminaba unas estanterías donde se amontonaban miles de pergaminos.

«Me ocuparé de esto más tarde», se dijo Casiopea mientras desenvainaba a
Crucífera.

La hoja de la espada brillaba con un vivo resplandor azul, pero volvía a tener el peso normal. «¿Qué te ha ocurrido?», le preguntó silenciosamente. Como es evidente, la espada no le respondió. «Es la primera vez que me haces esto…»

Poco a poco,
Crucífera
recuperó su brillo metálico habitual. Aliviada, Casiopea la devolvió a su vaina y colocó el tonel de través ante la puerta, por si venía alguien. Desde los estantes, el ojo de los pergaminos enrollados sobre sí mismos la miraba deambular en medio de los códices que se amontonaban en la habitación. Uno de ellos, redactado en griego antiguo, se titulaba
Cómo servir los dragones
. Casiopea lo hojeó con rapidez. Estaba escrito en unciales, es decir, en letras mayúsculas, separadas las unas de las otras. Curiosamente, no se trataba en absoluto de un manual de cocina, sino de una obra que explicaba que los dragones efectivamente existían y que desde siempre habían reinado como amos sobre la tierra. «El hombre ha nacido para servirles», explicaba esta obra, escrita por un narrador anónimo que pretendía ser un contemporáneo de Alejandro Magno.

De hecho, según decía también el libro, el propio Alejandro Magno era un dragón que había tomado forma humana. «En fin —se dijo Casiopea—, al menos no habré venido para nada…» Cerró la obra, pero en ese momento unos pergaminos escaparon de ella. «¿Qué es esto?» Casiopea los recogió y vio unos símbolos trazados con tinta violeta, en una lengua desconocida, encabezados por un título en latín:
Draco fictio
. Alguien debía de haber comentado ese manual y tomado notas. Pero había algo que la intrigaba. La escritura… Se trataba de minúsculas cursivas, formadas por una mano delicada. No, no era la de Colomán —como podía esperarse—, sino la de una mujer. ¡Hubiera podido jurarlo! Un estremecimiento le recorrió la espalda. ¿Sería la de la legendaria Shyam? Esa «maestra de las especias», a la que Casiopea nunca había conocido, había sido una de las últimas mujeres (antes que ella) en haber sido aceptada en la academia. ¿Cuántas veces no había oído, al amparo de la noche, alabar sus conocimientos, su sabiduría? Se decía que Colomán la había matado. ¿Por qué razón? Era un misterio.

Al parecer, Colomán había estado allí para consultar esa obra, o las notas que había dejado escritas Shyam.

El texto, redactado en una lengua que Casiopea no conocía, era indescifrable; pero forzosamente tenía que haber alguien, en algún sitio, que fuera capaz de leérselo. Metió el libro y las notas en la mochila estanca que Kunar Sell le había fabricado y continuó su camino.

La escalera metálica ascendía girando sobre sí misma hacia una habitación circular en la que se abrían unas pequeñas ventanas redondas. «Curiosa decoración —pensó Casiopea—. Se diría que procede de otro tiempo, de otro mundo…» Aguzando el oído para asegurarse de que nadie se encontraba cerca, se aproximó con pasos sigilosos a una puertecita y la abrió despacio. Nadie… Entonces vio un largo pasillo, y reconoció el interior del faro de Colomán. «Según Kunar Sell, el lugar que busco no está lejos…»

Mientras avanzaba unos pasos por el interior del pasillo pudo admirar diversos dibujos y esbozos que se encontraban colgados en las paredes: esquemas de armaduras y de barcos, uno de los cuales recordaba al Arca de Noé. Aromas de cobre empezaron a flotar en torno a ella cuando alcanzaba la salida del faro para dirigirse a un jardín que descendía en terrazas hasta el Bósforo. El olor de las acacias perfumaba el aire. La noche era cálida, tranquila, envolvente. Casiopea se deslizaba en ella como en un amplio vestido de seda, tranquilizada por la presencia de su halcón, que volaba muy alto en el cielo, estrella entre las estrellas.

El vuelo del halcón le proporcionaba todo tipo de informaciones. Posible presencia de un peligro, dirección a seguir… El riesgo era que podía hacer que la descubrieran. Colomán lo conocía, y si llegaba a verlo, sin duda lo identificaría.

En el fondo del jardín Casiopea distinguió un antiguo pasaje disimulado entre las plantas. Sin las informaciones de Kunar Sell, nunca se hubiera fijado en él. A decir verdad, era más una abertura que un pasaje; una falla abierta a otro mundo: el palacio tal como existía en la época de Constantino. De pronto escuchó un ruido en la oscuridad y se quedó petrificada. Encogiéndose sobre sí misma, tratando de confundirse con la vegetación, observó. Ahí, en el jardín, una forma imposible avanzaba a paso lento. ¿Qué era aquello? Un dragón.

Pero un dragón de pequeño tamaño, montado por un soldado equipado con una armadura erizada de pinchos y una lanza. «¡Un draconocte!» Según Kunar Sell —que sabía de qué hablaba— eran más temibles que los guardias de corps del emperador. Entonces, en el cielo, su halcón lanzó un grito. No era cuestión de pelear, sino, al contrario, de mantener la discreción. Nadie debía saber que estaba allí para apoderarse de…

«Una armadura. En la parte antigua del palacio.»

Centrando toda su atención en su objetivo, Casiopea olvidó al draconocte y a su dragoncillo y se deslizó discretamente por el pasaje que tenía enfrente. Mientras avanzaba entre las ruinas de un corredor medio derrumbado, recordó haber leído —en el
Tratado de armería
de Mardi al-Tarsusi—, la descripción de una armadura forjada por Hefesto para la reina de los cráneos. Una armadura cuyas piezas se articulaban al modo del caparazón del bogavante y que confería a aquel que la llevaba la capacidad de moverse y de respirar bajo el agua. Esta armadura, de un rojo escarlata, había sido ofrecida luego a Alejandro Magno para permitirle explorar la Atlántida.

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