Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
Casiopea, a la que esta leyenda fascinaba, se preguntó de qué color serían las armaduras que encontraría.
Rojas. Sin embargo, no por eso dedujo que tenía que tratarse de copias de la armadura de la reina de los cráneos, aunque el parecido fuera turbador. Porque, desde el lugar donde se encontraba —al borde de una balsa en el fondo de la cual se alineaban dos docenas de armaduras—, Casiopea se dijo que aquellas protecciones podían haberse fabricado perfectamente a partir de escamas de dragón. Después de todo, ¿no les habían dado caza los antiguos por este mismo motivo: para hacerse armas y armaduras?
Respirando hondo, Casiopea buscó con la mirada un torno o una polea, pero no había ninguno. Sin embargo, una ligera pendiente permitía descender hasta el fondo de la balsa. Por lo que parecía, podía ponerse la armadura bajo el agua. «Es extraño», se dijo; pero, después de todo, no era mucho más extraño que recorrer unos pantanos cuyos vapores provocaban amnesia.
De repente, su espada se hizo más pesada.
«¿Colomán?»
Casiopea se apresuró a desnudarse. ¡Deprisa! ¡Más deprisa! Conservando solo a
Crucífera
y su mochila estanca, entró en el agua. Una de las armaduras, no tan grande como las otras, parecía hecha para ella.
En ese momento unas ondas de choque hicieron temblar las cajas que se encontraban en la habitación. Una lluvia de polvo cayó del techo, añadiéndose al agua turbia.
—¡Los draconoctes!
Casiopea se hundió en el agua fría, arrastrada por el peso de
Crucífera
. Al lado de las armaduras el agua era roja, como si hubieran vertido sangre en ella. Casiopea agitó los brazos y las piernas para acercarse a la armadura que había distinguido y deshizo las ataduras, que se movieron bajo sus dedos como si hubiera repetido esos gestos un millar de veces. «Estoy segura de que normalmente unos asistentes ayudan a los caballeros a colocárselas…», se dijo mientras empezaba a ponérsela. Entonces, ¿por qué lo conseguía ella tan fácilmente? No sabía por qué, pero tenía la impresión de que una presencia la apoyaba. «Yo ya he hecho estos gestos, o alguien que los ha hecho miles de veces me está ayudando.»
Apenas se había colocado la armadura, un dragoncillo hizo su aparición silbando de cólera.
Con el corazón palpitante, Casiopea se dirigió hacia el fondo de la balsa, manipuló una especie de rueda que abría una puerta circular disimulada en medio de los frescos, y la cruzó mientras los virotes de ballesta caían en torno a ella golpeando silenciosamente los mosaicos de la balsa.
Una vez en el otro lado, volvió a cerrar la puerta y la bloqueó con la vaina de
Crucífera
. La espada lanzaba unos destellos azules tan intensos que parecía que se hubiera desencadenado una tempestad, y era tan pesada que Casiopea apenas podía levantarla.
En el lado de la balsa, unas manos trataron de forzar la puerta, mientras Casiopea se alejaba con pasos lentos y pesados en dirección al Bósforo, donde sus compañeros aguardaban su llegada. O al menos, eso esperaba.
¡Oh, qué clemente fue la que vino en mi socorro!
Dante,
El Infierno
Un año entero había pasado desde su expedición al Ojo de la Tierra, y para Emmanuel no había duda posible: si Casiopea había triunfado, había sido gracias a la Virgen María. Para agradecer su ayuda a la santa Señora, patrona de su orden, se pasaba el día rezando en la pequeña capilla del palacio de Tiro, asegurándole que la veneraría «durante toda su vida», por hablar como Casiopea. Una Casiopea que ocupaba cada vez más sus pensamientos, hasta el punto de que a menudo soñaba con ella. La veía enfrentada a un peligro del que él no podía salvarla, y luego se despertaba, empapado en sudor, y se juraba que nunca más la dejaría aventurarse sola en el antro de quien fuera o de lo que fuese.
Todo un año durante el cual Casiopea se había esforzado vanamente en comprender por qué
Crucífera
se había vuelto más pesada de repente en presencia de Colomán, mientras Rufino perdía la vista leyendo el manuscrito titulado
Draco fictio
. A pesar de todos sus esfuerzos, el antiguo obispo de Acre no había conseguido descifrar las extrañas cursivas trazadas con tinta violeta.
—¡No entiendo naaada de estos síiimbolos! —refunfuñaba—. ¡Me haces perder el tieeempo!
Y bajando los ojos, señalaba la pila de pergaminos que Casiopea había robado en las cocinas de Colomán.
—No es latíiin, ni grieeego, ni áaarabe, ni arameeeo… ¡Ni tampoco romaaance, ni sajóoon, ni germaaano! ¿Qué quieres que entieeenda! El heeecho de que los esté miraaando un día tras oootro no hará que se despreeendan de su ropaje de misteeerio.
—No seas gruñón —dijo Casiopea metiendo los pergaminos en su alforja—. Pensé que te divertiría; estos curiosos símbolos forman unos dibujos muy bonitos. Me dije que, al modo de las estrellas, que acaban por revelar sus secretos al que las observa durante mucho tiempo, estos caracteres acabarían por hablar a alguien tan inteligente como tú. Me equivoqué.
Mea máxima culpa…
Rufino levantó sus grandes ojos hacia ella y tomó conciencia de su tristeza. Casiopea tenía la sensación de que se trataba de un documento importante, al menos tan importante como lo que habían sabido sobre las setas gracias al diario íntimo de Guillermo de Tiro, que habían encontrado en la catedral.
Tenemos por seguro y estamos firmemente convencidos de que no nos equivocamos cuando escribimos aquí que Jesús y sus discípulos, los apóstoles, habían adoptado la costumbre, procedente de una secta muy antigua, de cultivar setas en cavernas situadas por encima del mar Muerto. Aunque la historia de estas setas no nos sea conocida, pensamos que son originarias de Etiopía, la tierra de los Rostros Quemados. Y más concretamente de los pantanos del Lago Negro, que otros llaman también Pantanos de la Memoria o Pantanos del Olvido, como si en ellos se pudiera perder la memoria o beber los recuerdos de otros. Estas setas, que los antiguos romanos llamaban
Amanita muscaria
, o más comúnmente
Vita verna
, fueron objeto de un culto de la fertilidad desde la más alta Antigüedad, y creemos saber que el ilustre y muy glorioso Alejandro Magno las consumía con regularidad.Igual que —y lo consignamos aquí para cumplir con un deber de verdad mientras invitamos fraternalmente al lector a perdonarnos que revelemos lo que otros, menos escrupulosos que nosotros, hubieran preferido ocultar guardando silencio— Nuestro Señor Jesucristo.
Tras leer estas palabras, Casiopea abandonó a Rufino y partió inmediatamente en busca de Emmanuel. Lo encontró en la capilla en compañía de Kunar Sell, con el que conversaba en tono grave.
—¡Emmanuel! ¡Kunar Sell! —les gritó.
Al verla toda sudorosa y con las mejillas escarlatas, Emmanuel creyó que se había producido un nuevo desastre. En cuanto a Kunar Sell, el danés empuñó su pesada hacha.
—¿Ha muerto alguien? —preguntó.
—¡Venid a ver! ¡Las setas! ¡Las setas!
—¿Qué setas? —preguntó Emmanuel.
—¡Las del Lago Negro! ¡Guillermo de Tiro las menciona en su diario! ¿Es que no lo comprendes? ¡Los Pantanos de la Memoria!
—Justamente íbamos a hablarte de eso. Kunar Sell…
El caballero del Hospital se volvió hacia el antiguo templario blanco, que se inclinó y dijo a Casiopea:
—Señora, tengo dos noticias que anunciaros: una buena y una mala. ¿Cuál queréis primero?
Casiopea no dudó ni un instante.
—La mala.
—Los bribones de Ridefort y Lusignan se han hecho liberar de su juramento por Heraclio…
—El padre de Rufino —comentó Casiopea.
—Han tomado las armas para llevar el combate a Acre, donde se enfrentan a las tropas de Saladino.
—Es una mala noticia, en efecto. Principalmente para mi tío.
—Para nosotros también, porque el marqués de Montferrat ha decidido unirse a ellos.
—¿Y eso qué significa exactamente?
—Cansado de esperar a unos reyes que tardan años en cruzar el Mediterráneo, temiendo ser tachado de cobarde por toda la cristiandad, ha preferido unirse a Lusignan y Ridefort antes que ver cómo se arrogan ellos el título de vencedores.
—Entonces hay que ayudarle, ¡por descontado! ¿Y la buena noticia?
Kunar Sell sonrió ampliamente.
—Los judíos que Montferrat hizo venir a Tiro —la informó— han conseguido penetrar en los secretos de la armadura de los cráneos. Están fabricando una réplica. De aquí a un mes, creen que podrán tener dos. Y una tercera si esperamos a Navidad.
—Con una bastará, ya que solo me acompañará Emmanuel.
Casiopea se volvió hacia el hospitalario, que seguía encargado de escoltar a la portadora de
Crucífera.
—Si te parece bien, evidentemente —añadió.
—No veo ningún inconveniente —replicó él sonriendo.
Kunar Sell dio un paso adelante.
—Señora, es mi deber recomendaros que esperéis —la advirtió—. Yo también tengo una deuda que saldar que nada borrará nunca. Frente a mí mismo y, sobre todo, frente a Morgennes. Permitid que os acompañe.
—Gracias —replicó Casiopea—, pero ya hemos perdido demasiado tiempo. Y si el marqués de Montferrat no tuviera necesidad de nosotros en Acre, creo que partiría inmediatamente hacia esos pantanos.
—Yo nunca lo permitiría —sentenció Emmanuel.
—Ni yo —añadió Kunar Sell.
Ella les sonrió, feliz de tener tan buenos compañeros.
¡Afirman que habrá, e incluso que hay, un infierno!
¿Cómo queréis que crea en él?
Es un error o una mentira.
Si existiera un infierno para los enamorados, para los bebedores, el paraíso estaría desierto.
Omah Jayyam,
Rubayat
Un infierno de barro, donde la tierra y la mierda rivalizaban con la blancura de las osamentas y el gris violáceo de los cadáveres. Fosas llenas de cuerpos, murallas y colinas formadas por los muertos, hombres caídos en combate, perforados por una flecha o una espada, con la cabeza metida entre los hombros por una maza o una piedra de catapulta que había enterrado el cuerpo y su grito en el barrizal que rodeaba a Acre.
Acre. Nunca una ciudad había llevado mejor su nombre, pensó Simón levantando los ojos hacia los muros rojizos que asediaba en compañía de las fuerzas de Lusignan. «Las fuerzas…»
—¿Quién habla de fuerzas? —masculló entre los pelos de su barba, aglutinados por la roña y el sudor.
Librándose de los restos de fango que ablandaba cada vez más una lluvia otoñal, se dirigió a pasos lentos hacia el Torón de San Nicolás, en la cima del cual se levantaba el pabellón del rey. Simón ya no conseguía recordar las razones que le habían impulsado a ir hasta allí.
Una roca cayó a unos pasos de él, impulsada desde las altas murallas de Acre, y entonces lo recordó: «Tengo que informarle de mi fracaso…».
Le habían encargado la misión de dirigir los trabajos de excavación emprendidos en el flanco este de la ciudad, y todo lo que ^ había conseguido era un agujero particularmente profundo, sí, tan profundo que había hecho que una parte de la muralla se derrumbara sobre sus propios zapadores. ¿Realmente deseaba ir a anunciar aquello al rey? Se encogió de hombros, indiferente a la suerte que le esperaba. Desde su fuga de Damasco ya nada tenía importancia para él. A decir verdad, se consideraba muerto.
«Sin Casiopea, la vida ya no tiene sentido.» Al pasear a derecha e izquierda su mirada encendida, vio a soldados con el cuerpo enflaquecido por las enfermedades y el agotamiento que se confundían con las paredes de las sombrías trincheras donde habían establecido su campamento. Cotas de malla hechas jirones, escudos y cascos abollados, rostros ennegrecidos por el humo de las batallas… Gemidos, suspiros que surgían de unas barbas tupidas atestadas de parásitos. Manos esqueléticas que se esforzaban en cerrarse sobre las astas de las lanzas o las empuñaduras de las espadas. Todos estaban al límite de sus fuerzas. Y lo mismo podía decirse de los sarracenos. «Al final —pensó Simón— realmente he acabado por encontrar el infierno…»
No se habría sorprendido si se hubiese cruzado con Morgennes.
Con los miembros, las armas, la armadura y los cabellos cubiertos de ceniza y de fango, los soldados parecían salidos de los infiernos: un ejército de muertos, el
mesnie hellequin
. ¿Qué clase de demonios los conducirían al Sabbat?
Arrancándose con un ruido de succión de la tierra esponjosa, de la turba ensangrentada, levantó los ojos en dirección a las estacas inclinadas que defendían la tienda del rey Guido. Las fumarolas ascendían en torbellinos a un cielo saturado de negro donde las tormentas gruñían desde hacía varias semanas sin llegar a estallar. Simón se secó la frente, dejando en ella un rastro de hollín, y siguió subiendo. En la cúspide del pabellón, un estandarte pendía tristemente sobre la entrada. Los guardias, vencidos por el sopor, se habían sumergido en una apatía tal que parecía que se hubieran escurrido del estandarte. Todo el mundo estaba harto. Los asediados, de resistir; los asaltantes, de asaltar, e incluso el ejército de socorro enviado por Saladino para sorprender por la retaguardia a las fuerzas del rey Guido parecía haberse detenido. Cerebros embotados guiaban torpemente a unos miembros enviscados en una pesadilla.
Simón lanzó un suspiro, un vago gemido, y entró en la tienda. Los guardias ni siquiera hicieron el gesto de detenerle.