Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
Así, el ejército de Saladino, que contaba a principios de verano con un centenar de miles de hombres, no disponía hacia el final del otoño de más de veinte mil. Los cristianos, por su parte, habían visto cómo nuevos refuerzos habían engrosado sus filas. Casi todos los días llegaban barcos que arrancaban estos gritos a los vigías: «¡El rey Ricardo de Inglaterra!», «¡Su majestad Felipe de Francia!».
Pero nunca eran ellos. Eran otros daneses, otros frisones, otros provenzales, flamencos o italianos. Por fin, una mañana, una nave llegó de Tiro. Una nave que no traía refuerzos, sino noticias. Un artesano corrió hacia la tienda de Conrado de Montferrat y le entregó un pliego. En cuanto lo hubo leído, Conrado fue a buscar a Casiopea, guiándose por el halcón.
La encontró con los brazos cruzados en torno a las rodillas, charlando con Kunar Sell y Emmanuel en medio de un paisaje en el que las pilas de muertos hacían el papel de colinas.
—¡Los judíos han terminado la armadura! —exclamó.
Unirme a ti me es imposible; vivir sin ti, un solo instante, imposible también. El valor de confiar a cualquiera mis tormentos, no puedo tenerlo. Soy un dolor extraño, ¡oh vértigo, desequilibrio, delicias y pasión, qué amor!
Omar Jayyam,
Rubayat
Tan lejos como alcanzaba su mirada, Casiopea se esforzaba en adivinar los contornos de lo que los árabes llamaban Bab el-Mandeb: las puertas del infierno.
Pero solo veía la noche, en el mar y los cielos.
Disfrazados de árabes, sus compañeros y ella habían abandonado Tiro unas semanas atrás para dirigirse a Akaba, donde les esperaba el falucho que debía conducirles a Bab el-Mandeb, esa zona maldita del mar Rojo. ¿Por qué maldita? Porque, además de los piratas, en ella residían los
djinns
. ¿Más que en otros lugares? Sí. Porque ahí precisamente tenían su corte. Ahí había pasado Sohrawardi —su supuesto señor— varios años de exilio, antes de volver al mundo cambiado para siempre.
En los tiempos de la reina de Saba, el Yemen y Etiopía eran ya dos regiones separadas por un brazo de mar al que los árabes habían dado el nombre de Bab el-Mandeb. Pero miles de años antes de esta famosa reina, cuando los hijos de Adán y Eva empezaban apenas a levantar los párpados en la bendita tierra donde Dios les había depositado, estas dos regiones constituían una sola. No había mar.
Al menos eso era lo que se decía.
Un cataclismo había partido la tierra en dos. ¿Cuántas víctimas había habido? ¿Cuántas civilizaciones, cuántos sueños habían sido tragados por las aguas y aniquilados para siempre? Nadie podía decirlo.
Casiopea dejó escapar un suspiro. ¿Qué hacía? Volvía a pensar en su padre. «¿Y si aún hubiera una esperanza? ¿Una mínima esperanza?» Tal vez tendiendo la mano hacia delante, ahí donde reinaba la noche… Cerró la mano sobre el vacío. Nada.
Volvió a abrir el puño, miró la palma y se sintió de pronto terriblemente sola.
¿Qué había abrazado esta mano, estos últimos años, aparte de la empuñadura de una espada, el mango de un látigo, una ballesta o las riendas de un caballo? ¿Para qué servía ella? ¿A quién servía? Ni siquiera había sido capaz de impedir que su padre cayera en el infierno. Casiopea se sintió resentida contra Dios —si es que existía— por haberla sometido a esa prueba.
«Triunfaré —se dijo—. Iré ahí donde ningún hombre ha ido nunca y volveré vencedora…»
Pensó que en el mundo donde vivía parecía que solo los hombres pudieran vencer, mientras que las mujeres estaban condenadas a fracasar.
«Tal vez por eso he permanecido tanto tiempo sola. Son pocos los hombres que pueden aceptarme tal como soy.»
Recordó a Nâyif ibn Adid, el jeque de los muhalliq, y a Taqi ad-Din, su primo. Ellos la habían aceptado tal como era, serenamente. Nunca se habían sentido ofendidos, cuestionados, menos hombres, por su libertad, su independencia, su fuerza. Saladino también. A su manera. Y Morgennes.
Igual que Emmanuel, pensó volviéndose hacia el puente del falucho. El antiguo escudero de su padre estaba ahí, con la espalda apoyada contra un barril de agua, intentando dormir un poco a pesar de los movimientos del barco. Contempló su rostro, su barba, sus cabellos negros… Furtivamente, casi como a escondidas de sí misma, se imaginó pasando la mano por esos cabellos, bajando hacia su nuca, acariciando la parte baja de su rostro, pasando a lo largo de sus ojos benevolentes, rozando su boca, sintiendo cómo sus labios humedecían las puntas de sus dedos, entreabriéndose…
Emmanuel abrió los ojos, y ella cerró los suyos. ¿La había visto? ¿La había sentido?
En ese momento experimentó una forma inédita de miedo. Ella, que no temía lanzarse al combate, desafiar a los dioses o medirse con el diablo, veía cómo un hombre —un simple humano, mortal como ella— le hacía bajar los ojos. Sabiendo que su mirada la traicionaría, se volvió de nuevo hacia la proa del navío y hacia la oscuridad.
—¿Cómo te sientes?
Era él. Estaba ahí, a dos pasos a su espalda. Había debido de levantarse, caminar hacia ella y mirar como ella hacia la noche.
—Impaciente —respondió. Y luego, tras una pausa, añadió—: Y aterrorizada.
Emmanuel no hizo ningún comentario. ¿La comprendía? ¿Hablaban de lo mismo? De hecho él ya no sabía muy bien qué pregunta le había planteado. Pero le parecía que Casiopea había respondido a ella.
—Yo también —dijo.
Aspiró una profunda bocanada de aire marino, llenándose los pulmones de sabores hasta entonces desconocidos para él.
—Es una noche especial. Se diría que ha sido hecha para nosotros. Como si los dioses nos la hubieran preparado y la hubieran colocado en este lugar de la tierra para que la disfrutáramos.
Permanecieron un rato contemplando la oscuridad, olvidando el balanceo del barco, olvidando incluso que se levantaba viento, que detrás de ellos las velas chasqueaban y que las olas golpeaban contra el casco a un ritmo tan regular que se hubiera dicho que un brujo de una aldea africana tocaba su tambor para dormir a la gente.
Poco a poco cayeron en una especie de somnolencia hipnótica, acostados juntos bajo las sábanas de una noche que solo existía para ellos.
Y así habrían permanecido hasta el alba si un marino no hubiera ido a buscarlos.
—Perdonad mi intromisión, pero me ha parecido que debía advertiros.
—¿Qué ocurre? —preguntó Casiopea.
—Nos persiguen.
Emmanuel y Casiopea se volvieron al mismo tiempo hacia la popa del barco, y vieron a lo lejos un minúsculo punto blanco que titilaba en el horizonte.
—¿Es una estrella? —preguntó Emmanuel.
—Por desgracia, no, no lo creo —respondió el marino—. ¡Temo que se trate de una vela!
—Es extraño —dijo Casiopea—. Si nos siguen, ¿por qué se dejan ver?
—No lo sé —contestó aquel—. Tal vez no nos teman. O tal vez quieran asustarnos.
—Más bien me inclinaría por esta segunda hipótesis —declaró Emmanuel.
Casiopea descendió a las bodegas en busca de Rufino, que, como ocurría a menudo desde que tenía su gancho, había pasado mucho tiempo en el techo, colgado boca abajo.
—¡Por fiiin! ¡El tiempo empezaba a hacérseme laaargo!
—Nunca estás contento…
—¡No me guuusta que me abandooonen!
Tiernamente, Casiopea se inclinó sobre Rufino y depositó un beso en su frente.
—¡Lo siento!
Ese beso… Rufino permaneció con la boca abierta durante todo el trayecto desde la bodega al puente del falucho. Una vez en cubierta, Casiopea lo llevó a la parte trasera del barco.
—¿Y eso —preguntó mientras lo instalaba sobre la borda—, llegas a descifrar qué es?
Rufino observó el puntito blanco que brillaba en el horizonte, parpadeando y frunciendo el ceño para tratar de ver mejor.
—¿Tan buena vista tenéis, monseñor? —le preguntó Emmanuel.
—Veo tan bien —respondió Rufino— que podría contar el núuumero de ubres que tienen las vaaacas en la luuuna.
Emmanuel sonrió, sorprendido.
—Realmente, es toda una hazaña —replicó—. ¿Y puedo saber, si sois tan amable, cuántas tienen?
—Más taaarde —replicó Rufino—. Lo que estoy haciendo requiere toooda mi atención.
Pero por más que abría los ojos, arrugaba la nariz, sacaba la lengua o se mordía el labio inferior, no conseguía ver qué clase de vela les seguía.
—Tal vez esté más alejada de nosotros que la luna —murmuró Casiopea para burlarse de Rufino.
—¡Haaago lo que puedo! Pero mi auguuusta visión no alcanza al infiniiito.
—De todos modos —continuó Casiopea—, si lo que dices es cierto, ves mejor que el vigía. Tal vez deberías reemplazarlo.
Y con el dedo señaló la punta del mástil del falucho, donde estaba encaramado un tití.
—¿Este es nuestro vigíiia? —dijo extrañado Rufino—. ¿Sabe hablaaar?
—Lanza un grito cuando ve tierra —explicó el marino.
—¿Y eso baaasta?
—Ampliamente.
—¿Y en el caso de ese barco? —preguntó Emmanuel indicando con el dedo el punto blanco que centelleaba en el horizonte.
—Entonces viene a buscarme. Es lo que ha hecho hace un momento.
Como si hubiera comprendido que hablaban de él, el tití les dirigió un rápido saludo y volvió a otear el horizonte, con una mano sobre los ojos y la otra agarrada al mástil. Con el cuerpo arqueado, adoptaba la misma postura de las náyades con que los antiguos egipcios gustaban de decorar sus galeras.
Allí arriba era donde debería ir Rufino.
—Pero ¿cómo podemos llevarlo hasta ahí? —se preguntó Emmanuel en voz alta—. El mástil no es bastante sólido para soportar el peso de un ser humano…
Casiopea levantó el puño. A veces el halcón acudía tan deprisa a su llamada que parecía que hubiera surgido de él. Y eso fue lo que ocurrió en esa ocasión. Durante una fracción de segundo, el puño de Casiopea se irguió, desnudo, y un instante después el ave se encontraba encima. Casiopea no tuvo más que mirar a Rufino para que el halcón lo transportara por los aires, boca abajo, sosteniéndolo por su gancho.
No tuvieron que esperar mucho tiempo; un chillido de Rufino les reveló que, desde lo alto de su percha, había visto lo que la falta de altura no le había permitido distinguir desde el puente del falucho.
—¡Teeemplarios!
—¿Cómo lo sabéis, monseñor? —preguntó Emmanuel.
—Por la calaveeera que flota en la punta de su veeerga. Tienen por costuuumbre izarla cuando quieren decir a sus enemiiigos: «¡La mueeerte llega!».
Casiopea bajó inmediatamente los ojos hacia
Crucífera
. La espada no brillaba. Todavía no.
«Estamos demasiado lejos —pensó—. Sin embargo es él, puedo sentirlo…»
—Es Simón —susurró.
—¿Él? ¡Ese demonio! Pero ¿qué pretende?
Casiopea hizo una mueca extraña, a la vez triste y contrariada.
—¿Cómo voy a saberlo? Tal vez imagina que vamos a salvar a mi padre.
—Temo que no sea ese su único objetivo… —dijo Emmanuel apoyando las dos manos en la borda.
La miró, tratando de decirle que era la mujer que ocupaba sus pensamientos, más aún que la Virgen María, pero finalmente se abstuvo de hacerlo. Desde que habían salido de Acre, estaba convencido: Casiopea era la dama de su corazón. Era la llama que ardía en su pecho, dándole ganas de vivir y llenándole de felicidad. Desde su resurrección en el seno del oasis de las Cenobitas, Emmanuel ya no era el mismo. «El caballero del Hospital ha muerto. El hermano Emmanuel agoniza.»
A veces le ocurría que soñaba —no sin melancolía— en ese Emmanuel llegado de muy niño de su Picardía natal que había sucumbido al encanto de las palabras de Morgennes cuando solo tenía siete años, se había incorporado al Hospital, se había convertido en escudero del más valeroso de los caballeros establecidos en Tierra absoluta, había sido armado caballero por Alexis de Beaujeu, y luego había muerto… A manos de Reinaldo de Châtillon, un misterioso ballestero y un joven templario blanco.
«No, no fueron ellos los que me mataron.» En realidad, nadie le había matado. Había sido él y solo él quien había tomado la decisión de empujar a su montura al abismo en el fondo del cual corría el río al-Assi. Así había matado a su caballo, y había sobrevivido…
Un calor repentino le empurpuró el rostro. «Por suerte —se dijo— no hay bastante luz para que Casiopea se dé cuenta.»
Porque ese calor, lo sabía, era ella. Esa presión en su pecho, a la altura del corazón, era ella también. Cuando se acercaba a él. Cuando le hablaba. Y sí, incluso en esos momentos en que cabalgaba ante él y contemplaba su cabellera ondeando sobre su espalda, sus nalgas posadas sobre la silla, sus piernas que apretaban los flancos de su montura… Tenía un sentimiento de celos.
Ese rubor había aparecido, por primera vez, en Constantinopla. La segunda vez había sido en Tiro, cuando habían visitado las fundiciones de los artesanos judíos. Baños de metal en fusión y otros donde la arena se transformaba en vidrio llenaban una sala saturada de humo. Allí, en medio del soplido de las forjas, cerca de esas cubas donde hervían líquidos, había sentido que se sonrojaba. Y en ese momento había comprendido que ya no se pertenecía a sí mismo, y se había alegrado de poder cargar en la cuenta de las forjas el intenso calor que le invadía cuando Casiopea estaba cerca de él. «¡Pero yo me debo a mi Señora! ¡Soy un monje que ha hecho voto de celibato, de castidad!»
Entonces se había vuelto distante. Esquivo. Para que ella no descubriera el secreto que le quemaba en el pecho, fingía estar preocupado.