Read Las siete puertas del infierno Online
Authors: David Camus
—¡Maldita seas! —aulló Simón.
Casiopea giró a su alrededor, demasiado ligera para que pudiera atraparla o escapar de ella, y le lanzó un vigoroso puntapié entre los omóplatos que le hizo hundirse, con la cabeza por delante, en el fango.
Cuando dejó de moverse —¿estaba muerto, inconsciente?—, Casiopea se apartó de él y se adentró en los pantanos, hundiéndose hasta la cintura en el agua fangosa.
Veo un espectro que asciende de la tierra.
I Samuel, XVIII, 13
Casiopea pasó junto a hombres y mujeres metamorfoseados en árboles, con las rodillas apretadas contra el cuerpo, tristes vidas replegadas sobre sí mismas. Una mujer con cabellera de liana, con la piel como un tronco, miraba fijamente hacia el pantano con sus ojos vacíos. Otra había inclinado el mentón sobre el pecho, al que se agarraba un bebé. Su actitud no revelaba ninguna ternura, ningún horror, ninguna pena. Era un espectro, un fantasma sin alma, un vegetal que solo aspiraba a durar.
«Estos pantanos se han tragado a ejércitos enteros —le había dicho Gargano—. Tantos seres han perecido aquí que solo Mnemosina, la diosa de la memoria, sería capaz de enumerar los nombres de todas sus víctimas.»
Casiopea dio un paso, y luego dos, en ese cuadro horroroso. Se agachó temblando, asustada pero decidida. Acarició el agua de hojas verdes donde se ahogaban los reflejos de árboles cuyas ramas lloraban sobre su cabeza, como otras tantas siluetas inclinadas sobre su tumba.
Poco a poco, su miedo se disipó. Abriéndose a ese mundo donde incluso el tiempo estaba muerto, miró cómo las mariposas revoloteaban en los rayos de luz. De sus alas escapaba polvo —¿o era ceniza?— que caía en el pantano, entre las setas. Abrió la bolsa que llevaba colgada a la cintura, sacó una pequeña seta y la observó. Su carne, de un blanco de osamenta, parecía untuosa, y su olor, que recordaba al de los musgos después de un chaparrón, despertó en ella recuerdos de infancia. Casiopea de niña, vestida como un chico. Corre por un prado riendo a carcajadas. Tan feliz de estar por fin al aire libre, después de todas esas horas consagradas al estudio de viejas obras polvorientas. Chrétien de Troyes sale a su vez de la abadía. No parece contento. «¡Vuelve aquí, granujilla!»
Pero Casiopea no le escucha. Corre loca de contento, y en su carrera tropieza con una piedra. El capuchón del sayo le cae sobre los hombros y deja escapar sus cabellos, flor castaña que se abre al sol. «¡Pero si es una niña! —se indignan los monjes que están batiendo el heno—. ¿Qué haces tú en la abadía?» Miradas incómodas de Chrétien de Troyes. Casiopea se recoge el cabello lo mejor que puede. ¿Por qué no se lo ha cortado? Debería haber escuchado a su madre… Ahora tendrá que partir lejos, muy lejos de allí. A otro país. A Constantinopla.
Estos recuerdos, ¿cuántos años tienen? «¿Realmente son los míos? —se pregunta Casiopea—. ¿O los de otra? Los de una niña despreocupada que ni siquiera sabía que, en algún lugar, un padre la esperaba.»
Ese padre del que nunca se había sentido tan próxima como ahora. Como si los pantanos hubieran conservado el rastro de su llegada, más de una veintena de años atrás.
«Papá. ¡Por fin voy a ver a tu hermana, mi tía!»
Cerrando los ojos, con el corazón palpitante, Casiopea mordió la seta y luego se la tragó entera. Se tendió cuan larga era en la ciénaga, como en los brazos de Emmanuel, y se durmió.
«¿Casiopea?»
Una voz la despertó. Abrió mucho los ojos y miró alrededor. ¿Dónde se encontraba? Todo era negro, de un negro impenetrable, como si aún no se hubiera inventado la luz. Era una noche lago. Una de esas noches en las que uno se desespera por tocar el limo, porque no hay fondo y nuestras piernas han desaparecido.
Una de esas noches cuyas aguas son tan negras y ponzoñosas, tan pobladas de algas y peligros, que los que por desgracia se han sumergido en ellas no pueden escapar. Ya no pertenecen al mundo de los vivos. Están del otro lado. Fantasmas errando perpetuamente insatisfechos en una noche donde todo es oscuridad.
—¿Dónde estoy? —preguntó Casiopea, con un gusto a limo en la garganta.
Pero ese croar, ¿era su voz? Ya no estaba segura de nada. Se tocó el cuerpo, los brazos, las manos… Era ella, sí. Temiendo lo peor, se tocó los ojos, y luego la boca. No, no había duda. Tenía los ojos abiertos. Y su labio inferior tembló cuando lo rozó.
—¿Hay alguien ahí?
—¿Casiopea?
La voz le era familiar. Era una voz de hombre, monocorde y grave.
—¿Papá?
—¿Casiopea?
—¡Papá! —exclamó.
No hubo respuesta.
Entonces comprendió. No servía de nada —si era él— llamarle así. Morgennes no sabía quién era ella para él. Entonces gritó:
—¡Morgennes!
Un espectro surgió ante ella. Tenía los rasgos de su padre, pero estaba mortalmente pálido. Lo que no impidió que Casiopea se abalanzara hacia él para abrazarlo. El espectro se dejó hacer, pero no reaccionó. ¿Había olvidado cómo se abrazaba? ¿Lo supo alguna vez?
—¡Papá! —exclamó de nuevo Casiopea.
Era más fuerte que ella, tenía que repetirlo, que aullarlo. Ahí. Frente a él. El debía saber.
La sombra levantó una mano temblorosa hacia Casiopea y le acarició el rostro.
—¿Casiopea? ¿Eres mi hija?
—Soy tu hija —dijo ella tomándole la mano para besarla—. La que tuviste en otro tiempo con Guyana de Saint-Pierre.
—Guyana —dijo él con una lentitud extrema, como si ese nombre evocara una mezcla infinita de alegrías y sufrimientos—. Lo recuerdo… La eché de menos. Todavía la echo de menos. La mujer que no existía…
El espectro de Morgennes se inclinó hacia Casiopea, y unas lágrimas irreales cayeron sobre sus cabellos.
—También a ti te eché de menos, a esa hija a la que nunca conocí.
Así permanecieron un rato, estrechamente enlazados, tratando de darse un afecto, un calor, que nunca se habían dado en vida. Pero su tiempo estaba contado, Casiopea lo presentía. Por otro lado, no comprendía por qué había sido Morgennes quien había acudido, y no su tía.
—¿Realmente te me has aparecido, o soy yo que te imagino? —le preguntó.
—¿Qué diferencia hay?
—¡Quiero saber si eres realmente tú!
—Escucha lo que dice tu corazón.
—Entonces eres realmente tú. ¿Así que esto es el infierno?
—¿Cómo podría ser el infierno cuando tú estás en él? Mi querida Casiopea…
Se aferró a él con todas sus fuerzas, hundiéndole las uñas en la espalda, apretándolo de modo que ningún Dios, ningún demonio, pudiera arrancárselo nunca.
—Así que eras tú —prosiguió Morgennes— la fuerza que impidió que me hundiera… Si hoy estoy aquí, es gracias a ti.
—¿Puedo sacarte de este lugar?
—No lo creo.
—¡Pero yo necesito un padre! —aulló ella entre dos sollozos.
Morgennes le tomó el rostro entre sus manos con dulzura y la miró a los ojos.
—Ahora ya no eres una niña… —dijo—. El único padre que necesitas hoy es el de tus propios hijos, y se llama Emmanuel.
Le sonrió tiernamente, mientras lloraba a lágrima viva.
—Gracias —sollozó—. Había venido a salvarte, a devolverte a la vida, y eres tú quien me salva.
—Yo siempre estaré contigo, con tal de que me guardes en tu corazón.
—Nunca me dejarás.
Se abrazaron por última vez; por desgracia, demasiado brevemente. Los brazos de Casiopea ya empezaban a pasar a través de su padre. De pronto, tuvo un violento ataque de tos y escupió agua sucia de tierra. Ya solo se le aparecían los contornos del rostro de Morgennes. Sus labios, su nariz, sus ojos, sus orejas. Su barba y sus cabellos. Todo el resto se borraba.
—Te quiero —le dijo.
¿La había oído? Casi había desaparecido por completo.
—¡Papá!
—Yo también te quiero. Te querré siempre…
Y con estas últimas palabras se disipó del todo, no dejando más que una mano, y luego un dedo, tendido en dirección a algo invisible. Entonces ella oyó, como si surgiera de la nada:
—Ve hacia la Cruz.
Se volvió y distinguió el casco de barco que había visto al llegar a los pantanos. Pero no era un simple casco de barco, ahora lo comprendía.
Casiopea se encontraba al pie del Arca de Noé.
En el curso de los años, sus flancos se habían fundido con la vegetación de los pantanos, y ahora parecía una colina, un pequeño castillo. La majestuosa nave se elevaba por encima de los árboles, que doblaban sus copas ante ella.
Sorprendentemente, una especie de puerta se entreveía en uno de sus flancos. Al examinarla con más atención, Casiopea se dio cuenta de que tenía forma de cruz.
«Pero ¿qué se supone que debo hacer?»
Giró sobre sí misma y comprendió que había vuelto a su punto de partida, a la superficie del pantano, en medio de la ciénaga.
—¡Papá! —gritó.
Solo un profundo silencio le respondió. Morgennes había partido.
Entonces también ella se marchó. Estaba cubierta de fango de la cabeza a los pies, tenía algas en el pelo, y agua en la nariz y la boca. Tosió, se sonó tan fuerte como pudo; pero sabía que incluso dentro de seis días, incluso dentro de seis años, conservaría todavía en sus pulmones la pestilencia de los vegetales en descomposición mezclados con la tierra.
Y como aquel que sin aliento sale del mar a la orilla, y se vuelve hacia el agua peligrosa y mira, así mi alma, que huía aún, se volvió para contemplar el paso que a nadie dejó jamás con vida.
Dante,
El Infierno
Lanzó una última ojeada a Simón, que dormía —o daba la impresión de dormir— en medio de los pantanos. Un poco de agua penetraba a través de la visera partida de su yelmo. «Duerme tranquilo, Simón el Pequeño, Simón el Parco —le deseó Casiopea—. Que tengas hermosos sueños… Ofrécete una vida en la que te hayas convertido en mi esposo y tengas unos hijos preciosos. Una vida en la que Morgennes te admire, en la que tu padre y tus hermanos te respeten. Una vida en la que partas a reconquistar Jerusalén, con
Crucífera
en el puño. Duerme profundamente y, sobre todo, no despiertes nunca…»
Casiopea recuperó su armadura, volvió a ponerse el yelmo y se dirigió a paso lento hacia la salida del pantano y el puente de lianas.
«¿Encontraré allí a los soldados verdes?», se preguntó. Pero cuando emergió de la ciénaga, abandonando lo que para ella era otro mundo, no vio a nadie. En el fondo del precipicio, el Nilo gruñía como siempre, y el puente de lianas se balanceaba tranquilamente al viento. El día empezaba en la quietud de un sol resplandeciente. Había una ligera bruma, y los árboles brillaban, apacibles. El cielo, sin una nube, era de un azul inmaculado, benévolo.
Casiopea miró a derecha e izquierda, preguntándose dónde se habría metido su escolta.
En ese momento distinguió un círculo en la hierba. Alguien había encendido una hoguera unos días atrás. «¿Unos días?» Casiopea se acercó a los restos para inspeccionar el contorno. Aparentemente, dos o tres personas habían acampado ahí largo tiempo. La hierba aún conservaba la huella de sus cuerpos, y un agujero cavado en la tierra había servido para recoger sus excrementos.
«No lo entiendo. ¿Quién ha dejado estas huellas? ¿Los soldados verdes?»
De repente, la naturaleza le pareció más hostil que al salir de los pantanos. El fragor del Nilo, los efluvios de podredumbre y muerte que emanaban de la ciénaga, el rumor del bosque —al otro lado del abismo—, todo conspiraba contra ella, todo parecía orientado a su destrucción.
Sintió un principio de pánico, pero enseguida se reprendió a sí misma. «Vamos. Tiene que haber una explicación…»
Se dirigió hacia el puente de lianas que franqueaba el precipicio, y pensó en su padre. «Fue él quien lo construyó», se dijo mientras se sujetaba a una de las lianas que corrían de un extremo a otro del abismo. Para ella, su padre era un pasador. Un piloto. Un barquero. En su juventud, Morgennes había construido un puente de piedra que permitía franquear un río del que se decía que era imposible saber en qué dirección fluía. Y poco antes de morir, había hecho algo parecido. Era como si la propia vida de Morgennes hubiera sido un puente. Entre el pasado y el futuro. Entre sus propios padres y su hija, Casiopea.
«Lo que mi padre emprendió, yo debo continuarlo.» En ese momento tuvo la convicción de que la obra de su padre se inscribía en la continuidad de la de sus abuelos. «¿Quiénes eran? —se preguntó—. ¿Quién podrá decírmelo?»
Casiopea avanzó por el puente. Cada uno de sus pasos lo hacía crujir, y cuando su mirada se dirigía a las aguas hirvientes del Nilo, temía caer al abismo. Se sujetó a las lianas que sostenían el puente decidida a no fracasar; no ahora. «¡Ya llego, Emmanuel, ya llego!»
Cuando hubo franqueado el Nilo se encontró frente a la jungla. El paso que había utilizado para llegar hasta aquí había desaparecido. En todas partes la naturaleza había recuperado al vacío los territorios que Casiopea, Emmanuel y Simón le habían arrancado con sus espadas. «¿Adonde ir?»
Una sombra pasó sobre su rostro. Casiopea levantó los ojos y, justo por encima de ella, vio a su halcón, flotando majestuosamente en los cielos. Levantó la mano para saludarle, y el ave lanzó un cálido grito y luego se dejó caer como una piedra, para posarse sobre su puño alzado.
—Estoy tan contenta de verte —le dijo acariciándole la cabeza—. Te he echado terriblemente de menos, Cocotte.
El ave parpadeó, lanzó un suave grito y luego abrió y cerró sus garras sobre el puño de Casiopea; para ella, era una forma de decir que también se sentía feliz de haberla encontrado y que había tenido mucho miedo de no volver a verla nunca.
—No volveremos a separarnos. Es una promesa.
El halcón hundió su cabeza en el pecho de Casiopea y permaneció así sin moverse durante cinco o seis latidos, tiempo que Casiopea aprovechó para acariciar sus plumas y admirar de nuevo esa magnífica mezcla de gris y azul.
—Has adelgazado —observó—. ¿Cuánto tiempo hace que me esperas?
El halcón levantó la cabeza y se dejó caer del puño de Casiopea. Con las alas desplegadas, se elevó rápidamente por los aires, reclamado por los cielos, como si un hilo invisible hubiera tirado de él, y efectuó varios vuelos planeados a poca velocidad.
—¿Tratas de decirme que hace varios días?
El halcón lanzó un grito.
—¿Varias semanas?
El halcón volvió a descender hacia Casiopea y luego ascendió bruscamente en dirección al bosque. De nuevo la mirada de Casiopea se dirigió hacia la muralla vegetal que marcaba el límite de la jungla y de donde solo emergía una densa fronda y el olor de la vegetación.