Esa noche, Julián había sabido por la radio que los muertos de Talavera habían sido tres, y se preguntó si las penadas que acababa de ver no estarían en relación con su disparo y el de Raúl. Inmediatamente comenzó a ponerse uno de los trajes del padre de Soledad, que había tenido un cuerpo muy parecido al suyo. Soledad le oyó desde el otro cuarto y preguntó: —¿Qué vas a hacer?
—Quiero ver con mis propios ojos lo que están haciendo.
También quiero visitar a Damián.
—¡Por favor, no te vayas! —gritó Soledad.
Ya para entonces, Julián se hallaba junto a la puerta, que abrió suavemente, aunque no lo suficiente, ya que Suso se despertó y se acercó a la ventana, desde donde lo vio coger un sendero paralelo a la carretera.
El camión retumba… No, es la cabeza la que retumba, es el pensamiento. La necesidad que tiene el cuerpo de sentirlo todo hasta el límite hace que sus márgenes se desborden.
El temblor del camión, del polvo que se eleva, de las hojas de los árboles, del aire, es el mismo temblor que el de las trece condenadas, que las recorre de la cabeza a los pies.
Hay conciencia de lo que ocurre pero se pierde la conciencia de lo que nos constituye. En parte por eso el cuerpo se vuelve más etéreo para la conciencia, al haberse disuelto sus fronteras.
El breve viaje hasta el cementerio adquirió una densidad que parecía cerrarse en sí misma, y ya quería ser un viaje hacia atrás… Era un viaje hacia atrás.
Dentro del tiempo, constituyendo su mismo núcleo, aparecía la posibilidad, en cada décima de segundo, de viajar por muy amplias moradas del pasado, percibidas en todos sus detalles, que desaparecían en un instante para dejar paso a otras más vastas.
Pero de pronto el vehículo se detenía y aparecían las cruces. Un valle de cruces en un lugar donde aún flotaban las vidas recién fulminadas de los cuarenta y tres hombres que acababan de fusilar.
La monja fue la primera en descender y, con paso casi marcial, se acercó al médico militar y a su secretario, que se encargaría de certificar la ejecución. A cierta distancia de ellos se hallaban los guardias del piquete, junto a un furgón lleno de ataúdes.
Al ver los preparativos, María Anselma empezó a arder por dentro, con un fuego sin luz de naturaleza espiritual.
Ahora vivía sin vivir en ella, sentía sin sentir en ella: estaba fuera de sí.
Siempre le pasaba lo mismo cuando sabía que iban a matar a hembras jóvenes, de carnes prietas y tersas. De pronto estaban vivas, de pronto estaban muertas. Bastaba con que Dios dejase caer sus párpados llenos de galaxias.
Los pensamientos de María Anselma se elevaban cada vez más cuando Avelina empezó a vomitar. No había cenado y echaba sólo bilis, una bilis concentrada que quemaba la garganta y cuyo ardor agradecía, pues le permitía olvidarse por un instante de lo que la esperaba.
Iban todas rodeando el muro del cementerio cuando María Anselma se fijó en Virtudes. El traje ajustado se plegaba a sus muslos duros y elegantes, insinuando a contraluz una desnudez amable y tan definitiva como los pasos que estaba dando hacia el paredón.
Pero no todas daban esa impresión de inverosímil entereza tras haber sudado sangre en otros momentos de la noche. Elena y Luisa caminaban de forma errática y parecían dos mujeres de ninguna parte caminando hacia ninguna parte en el absurdo amanecer.
Junto a ellas, Ana seguía enderezando las costuras de las medias, Joaquina iba mirando al suelo y Avelina temblaba al caminar, en medio de las trece, como si sólo acompasando su paso al de las demás fuera capaz de seguir.
Martina tenía un aire cada vez más ausente, tan ausente como Victoria, que caminaba junto a ella. Más atrás iban Julia, con la cara helada, Carmen, que llevaba la pesadumbre en la mirada, Dionisia, con su vestido de seda y sus zapatillas recién estrenadas, y Blanca, que parecía ir murmurando alguna oración.
Ya se hallaban cerca del rincón de las ejecuciones cuando Blanca, Virtudes y Victoria notaron olor a pólvora y, al fijarse en las manchas de sangre fresca que había en el suelo, comprendieron que ya no iban a morir con sus hombres.
—Pero ¿los han fusilado ya? —gritó Virtudes.
—¡Y qué esperabas, alma de Dios! —respondió la religiosa.
No sólo ellas, también las otras acusaron un cambio de ánimo. Como desde la capilla no se oían las ráfagas, todas habían creído hasta ese momento que las iban a fusilar junto a los muchachos, en una especie de hecatombe sin precedentes, y que los cincuenta y seis morirían prácticamente a la vez. Al advertir que no iba a ser así, las trece se sintieron más solas ante la muerte.
Antes de que las colocaran en fila, y mientras los guardias ponían a punto sus armas, volvieron a formar una piña y estuvieron hablando entrecortada y enloquecidamente, como si fuesen voces sin cuerpo.
—Ahora recuerdo que me regalaron de niña dos zapatillas con mariposas bordadas. Eran mariposas negras. Yo no quería ponerme aquellas zapatillas…
—Tenía cinco años cuando estuve a punto de ahogarme. Entonces la muerte era una señora vestida de negro. Yo la vi bajo el agua; venía a buscarme y me llamaba putilla.
—Lo que daría yo por estar ahora en el jardín de piedras.
—Pienso en mi madre. ¿Estará dormida? No, seguro que está despierta, muriendo mi propia muerte.
—¿Tenéis un espejo? Quiero ver mis ojos.
—Si ahora tuviera una pistola, me mataría. Sería la dueña de mi muerte. No quiero que nadie conquiste mi muerte. Es cosa mía, Dios mío, es cosa mía…
—No nos van a matar, repito, nos van a borrar.
—Calla, por favor. Estaba pensando en papá, cuando me llevaba a pescar…
—Me gustaría estar borracha, mortalmente borracha, con la mente en un hoyo negro.
—Yo no la tengo en otro sitio desde que me detuvieron.
—Me da miedo el paso, mucho miedo. Cuando ya no podamos resistir y empecemos a ceder, a ceder…
—Debe de ser la peor fase.
—Debe de ser la locura, que estalla en un instante y para siempre. ¿Y mi hijo?
No mucho después, ya se hallaban todas formando una hilera ante el paredón. La que más destacaba era Avelina, que se hallaba en el centro y que seguía sin mirar hacia el piquete.
Si de verdad mi padre está en el pelotón, tendrá un poco de piedad y apuntará muy bien al corazón. Que no sea cobarde y que se encargue de mí, pensaba, con los ojos cerrados, mientras intentaba evadirse del momento concentrándose en la cara de Benjamín. No soportaba imaginar a su padre matando a Blanca, a Virtudes, a Julia…
No soportaba que su muerte tuviese que ser más dura y más tétrica que las otras. Pero ¿por qué sufro?, se preguntó, sí el balazo en la frente ya me lo dieron y lo que estoy sintiendo es sólo el residuo de una pesadilla que tuve hace tiempo.
En cambio Victoria pensaba en su madre. Demasiadas muertes en la familia… Luego se centró en sí misma y cerró los ojos. Se perdía, como en el instante que precede al sueño, hasta que recordó a sus dos hermanos muertos.
Aún se hallaban en grupo, muy cerca del paredón, mientras los guardias seguían manipulando las armas.
Ana miró un instante el muro y pensó que había hechos de la vida que se vivían con más intensidad que las más intensas pesadillas. Muy cerca de ella, Julia notaba el temblor de Virtudes y finalmente le daba la razón. El indulto que ella secretamente había esperado hasta ese momento no iba a llegar. Tampoco se iba a tratar de un simulacro de fusilamiento. Las iban a matar. Ahora lo sabía y por eso se le había helado la sonrisa.
También se le había helado la sonrisa a Blanca, que no hacía más que pensar en su hijo. Quería creer en la vida eterna. Imaginaba que desde la otra vida podía convertirse en la guardiana de Quique. Pero de pronto le asaltaba la idea de la nada. Su hijo se quedaría a merced del mundo. Luego se acordó de su marido. Estaba muerto, lo sentía muerto. Pensó en la muerte y se preguntó si a la conciencia de estar viva le sucedería la conciencia de estar muerta.
Junto a ella Joaquina lloraba hacia dentro. No era autocompasión, tampoco era nostalgia de la vida, era rabia. La rabia de morir de una forma tan sucia. La rabia de perderlo todo de pronto. Mar, que permanecía a su lado, parecía aún más ofendida. Su rostro tenía más densidad y sus ojos fijos estaban pidiendo a gritos el fin de la comedia. A su lado, Dionisia permanecía rígida, casi solemne, mirando hacia la nada.
En cambio Martina temblaba ligeramente y permanecía algo ladeada, mientras Elena y Luisa seguían muy juntas y algo encogidas. Podían parecer las más desvalidas, pero no pensaban en la descarga y daba la impresión de que se habían fugado del presente.
Junto a ellas, Carmen seguía inmóvil, pero sin rigidez, exhibiendo una seriedad extraña. Y mientras esperaba lo peor escuchaba su corazón. Los latidos eran más irregulares que nunca. Sintió que su corazón se paraba y que se paraba su respiración. El cuerpo seguía caliente, el cuerpo seguía vivo, pero no sentía los movimientos de la vida. Todo había sido muy rápido. Ya se hallaban frente al pelotón y no había tiempo para detenerse en un solo instante del pasado.
Oculto en la arboleda, Julián vio cómo las colocaban casi pegadas al muro. Eran las mismas que iban en el camión y tenía la impresión de que se trataba de una ejecución especial. Sintió el impulso de huir de allí, pero decidió quedarse.
Fue entonces cuando descubrió en medio del grupo a una pelirroja con la cara llena de pecas. ¿Por qué le resultaba tan conocida aquella cara, casi familiar? ¿La habría visto alguna vez por Madrid? Durante unos instantes, sus ojos permanecieron fijos en ella. La mirada de la muchacha se estrellaba contra un muro invisible, y tan pronto sus ojos parecían perdidos corno hundidos hacia dentro. No quería mirar hacia el pelotón, y movía ansiosamente la cabeza.
Daba la sensación que el mundo, en su mortecina vastedad, le parecía una prisión.
Se hizo el silencio, y era un silencio sin pájaros donde el metal resonaba demasiado. Y de pronto, cuando más desesperaba por cruzar su mirada con la de la pelirroja, ella lo descubrió entre los pinos, y sus ojos se iluminaron.
Martina, que seguía con los ojos muy abiertos, apretó la mano de Victoria, sintiendo que se desvanecía. Fue entonces cuando un hombre del pelotón, que de tan moreno parecía mulato, se estrelló de bruces contra el suelo.
Dos guardias lo arrastraron fuera del piquete e intentaron reanimarlo. El oficial lo miró con rabia y escupió:
—Te libras de disparar porque ya no podemos demorar más la ejecución.
Enseguida el piquete volvió a recomponerse y el oficial gritó: —¡Fuego!
Los proyectiles tocaron la carne y la atravesaron como seda que oscilara en el aire. Los cuerpos se elevaron ligeramente y luego cayeron a tierra crispados.
Ya estaban en el suelo, pero no estaban muertos, estaban viviendo los momentos más extremos de la vida. Acababa de empezar la batalla más definitiva de la conciencia.
Tras unos segundos de absoluta inmovilidad, Ana y Blanca comenzaron a agitarse. Seguían vivas, pero ignoraban hasta qué punto. Sus desconciertos chocaban, se cruzaban. Blanca notó su mano junto a otra mano, pero no recordaba de quién era. Sintió que una ráfaga de calor recorría todo su cuerpo y volvió a darse cuenta de que estaba viva, completamente viva. En la cárcel habían oído muchas veces que a los condenados que sobrevivían a la primera descarga se les eximía de la muerte. Con esperanza y con terror, Blanca gritó: —¡María Anselma, estoy viva!
La religiosa ni siquiera se acercó, limitándose a hacer una indicación a uno de los guardias, que llevaba una pistola en la mano. Cuando Blanca vio que el guardia caminaba hacia ella, supo que no iba a haber clemencia. Un instante después, recibía un tiro en la cabeza.
Ana, que oyó el disparo, trató de incorporarse. No sabía qué pasaba, pero era consciente de que seguía viva y junto a una mujer que ya no se movía.
—¿A mí no me matan? —gritó.
María Anselma se acercó a ella y volvió a hacerle una indicación al guardia, que se fue aproximando con la pistola.
El guardia estaba a punto de disparar cuando Ana miró a María Anselma desde el suelo y dijo entre dientes:
—Yo sé que hay cosas peores que la muerte.
El guardia disparó. Ana se olvidó por completo de María Anselma. Ni le habían disparado, ni había estado en la cárcel, ni la habían detenido.
—¡Otra! —dijo María Anselma.
El guardia volvió a disparar y entonces se sintió morir. Enormes vacíos se abrieron en ella, por detrás de la niebla que creaba el dolor. Un dolor que sobrepasaba la cabeza y que no reconocía los límites del cráneo, un dolor sin dimensión y al mismo tiempo muy concreto, sobre la línea misma de lo tolerable, sobre la línea misma de lo concebible. Ya no se movía pero en su cuerpo hervía toda la existencia. María Anselma se arrodilló ante ella y mientras la tocaba empezó a gimotear.
—Pero Ana, mira que eras terca, la más terca de todas, hasta para morir, la más terca.
Luego, en voz muy baja, como si quisiera que sólo la oyera el cadáver, musitó: —¿Ya ves qué cuerpo tenías? ¿Y los pechos? ¿Ya los ves, desgraciada, ya los ves? Eran como dos manzanas verdes que querían crecer y no se atrevían, como dijo una vez Zulema, que te quería, y más de lo que piensas, que te adoraba. ¿Y ahora qué? ¿Dónde están esos ojos que parecían dos luces que querían fugarse de sus cuencas? ¿Dónde? Ya los veo, están abiertos como los de un despeñado, ya los veo, Ana, y me espantan, y me espantan Pero yo no hice la lista, te lo juro, Ana, te lo juro. Ah, si no te hubieses hecho notar tanto… Pero, claro, tú te hacías notar aunque no quisieras. ¿Dónde están tus ojos, Ana, dónde está tu orgullo?
El oficial, que llevaba unos segundos observándola, empezaba a estar harto de aquel teatro y se acercó a ella.
—¿Está usted en su sano Juicio? —gritó.
María Anselma se incorporó algo avergonzada y dejó que los guardias, que ya habían empezado a meter los cuerpos en las cajas, hiciesen su trabajo.
La misma mañana de la ejecución María, hermana de Dionisia, y otros familiares de las trece condenadas se presentaron en la cárcel para solicitar el aplazamiento de la sentencia. Pero en la cárcel les dijeron que ya estaban muertas y tomaron la carretera del cementerio con la esperanza de poder ver los cadáveres.
Al llegar al camposanto, no vieron a nadie a la entrada y cruzaron la columnata como almas en pena. Luego atravesaron el Jardín del Recuerdo y tampoco allí vieron a nadie. Sólo los árboles frondosos, grandes y bien nutridos por la muerte, pudieron observar cómo torcían hacia la izquierda y, antes de llegar a la capilla, rodeaban un edificio de ladrillo rojo y se adentraban en un pasadizo, donde se perdieron de vista. Después pasaron bajo un arco y cruzaron un corredor que concluía en una puerta negra sobre un muro ocre. Era la del depósito. La empujaron y se toparon de frente con las cajas abiertas, mostrando los cadáveres.