Algo de lo que en realidad no se puede hablar, pero ella habla y habla. La lengua se le desata y no lo puede evitar.
Una y otra vez cuenta a las menores la ejecución. Relatar lo sucedido, tal como ella lo ha vivido, trasforma su mirada y el tono de su voz. Las menores la escuchan aterradas. A veces le hacen preguntas y María Anselma contesta sin escatimar detalles, deteniéndose con morosidad poética en cada momento de la ejecución, y muy especialmente en el último, cuando Ana pidió que la mataran. María Anselma no se cansa de contar ese momento. Es como si hallase en él el sentido de su existencia, la justificación de todo el tiempo que lleva en la cárcel, esperando el milagro, esperando lo inesperado y, de pronto, lo inesperado llega, con la cara y los ojos de Ana, con la voz y las palabras de Ana. María Anselma no se lo puede creer y asegura, una y otra vez, que tras el último disparo los ojos de Ana parecían vivos, vivos y fijos en ella. Cuando llega a ese momento, María Anselma entra en trance y empieza a repetir, con voz quebrada, todo lo que le dijo a Ana antes de que se acercara el oficial.
Las menores la escuchan paralizadas. Blanco de todas las miradas, María Anselma estalla en sollozos. Las menores empiezan a temblar. Entonces María Anselma se incorpora y, por el gesto que hace, da la impresión de que quisiera bailar. Como si hubiese bebido, se acerca a una muchacha y le repite todo lo que le dijo a Ana. La muchacha, que no parece muy equilibrada, cae en un ataque de histeria y empieza a gritar. Consiguen calmarla. Consciente de la impresión que pueden producir sus palabras, María Anselma sonríe beatíficamente:
—No os hablo de ellas para aterrorizaros, os hablo para que sintáis lo mismo que yo sentí: el escalofrío. Os hablo para que os envuelva mejor su recuerdo —dice.
Don Valeriano la observa y piensa que ya no es la de antes y que ha empezado a mirar como una demente.
En parte porque ha estado en contacto continuo con la muerte, don Valeriano es un hombre frágil y acabado, y ese mismo mediodía padece un ataque de apoplejía. Cuando, dos horas después, despierta, sólo se acuerda de lo que Elena le ha dicho en la capilla y exclama una y otra vez: «¿Yo era el muerto que tenía que aparecer?». Pregunta a la que nadie contesta y que hace más desesperante su postración, pues tiene la certeza de que las bocas de los que están a punto de morir obran y se clavan en la conciencia de quien las escucha determinando profundamente su conducta. Sólo la oración servía, según él, para evadirse de las bocas que hablaban desde el corazón de la noche, y rezando le sorprendieron la hora añil y los tiros de gracia. Fue entonces cuando recordó algo que le había dicho un misionero que había estado mucho tiempo en la India y, mirando sus manos, que parecían de alabastro viejo, pensó que los que hacían de la muerte un hábito, hasta el punto de no notar ya su aliento ido, o bien no habían nacido, o bien estaban muertos.
—¿Estoy muerto? —gritó.
Su hermana, que se hallaba junto a él, no respondió.
Al día siguiente Juan, uno de los hermanos de Ana, que aún estaba en edad de jugar, se acercó al cementerio en compañía de una vecina. En un barrizal junto al muro creyó ver las huellas de las trece. Se fijó especialmente en las de Ana y los finos zapatos de tacón, y las fue siguiendo hasta que cesaron. Entonces empezó a correr como un loco, ansioso de hallar las huellas de nuevo. Mientras se deslizaba entre las tumbas derruidas y los nichos, Juan se creía avanzando por un páramo sin término.
Hacia cualquier parte que mirara se encontraba con la desolación. Y si miraba hacia el cielo, era peor: un sol eclipsado, que era el sol eclipsado de su mente, lo bañaba todo con su ardiente oscuridad, y al bajar la mirada ya no sabía dónde estaba.
Dejó atrás una hilera de tumbas, cruzó una puerta estrecha junto a la caseta del enterrador, y llegó finalmente al paredón. Su vecina, que iba tras él, le pidió que no corriera tanto. Juan no la oyó. Acababa de ver las huellas de las balas sobre los ladrillos rojos y las manchas de sangre en el suelo, y se entregó al llanto.
Cuando se hartó de llorar, regresó al interior del cementerio y preguntó a uno de los guardianes dónde habían enterrado a su hermana. Se lo dijeron. Juan cogió una madera que encontró en el suelo y escribió:
Aquí yace ANA, muerta el 5 agosto de 1939, viva en nuestro recuerdo.
Luego clavó la madera en tierra y permaneció un rato ante la tumba, hasta que le ordenaron marcharse.
Franco se hallaba en el jardín y acababa de tomar un café muy cargado. La bebida lo había espabilado en un momento en que todo su cuerpo buscaba el sueño, y el resultado era una extraña agitación que no cuadraba con su carácter.
Estaba solo, ante la mesa vacía de comensales, pero bostezó con comedimiento, como si se sintiese observado por instancias superiores. Fue entonces cuando llegó el asesor con los «enterados» de los fusilamientos del 5 de agosto.
Los cincuenta y seis ejecutados ya llevaban ocho días bajo tierra, pero lo cierto era que aún no se había dado el «visto bueno» que debía anteceder a las ejecuciones y sin el cual no podían llevarse a cabo. El general miró someramente los documentos y dijo al asesor:
—Fírmelos y envíelos a Madrid.
El asesor cogió los documentos y salió del jardín. De nuevo solo, el general se recostó sobre el sillón y cerró los ojos.
A la semana siguiente el hijo de Blanca pasó por la calle San Andrés y creyó oír el piano de su madre. Lleno de asombro, subió corriendo hasta su antigua casa, pensando que iba a encontrar a Blanca.
Llamó con desesperación a la puerta y abrió una mujer con aspecto de funcionaria.
—¿Qué quieres? —preguntó la mujer con voz neutra.
Quique la observó con los ojos muy abiertos, reventó en sollozos y huyó de allí, ante la mirada de desconcierto de la mujer.
Ya en la calle, Quique empezó a comprender la situación y decidió hacer pesquisas. Su familia no quería decirle que Blanca y Enrique estaban muertos, y como se había convertido en un niño muy decidido y quería saber la verdad, se presentó en el convento de las Salesas y preguntó por sus padres.
Un brigada de la Guardia Civil le contestó que habían sido fusilados. Luego añadió:
—Y si tú te has salvado es porque aún no tienes dieciséis años. Los males hay que extirparlos de raíz.
Quique salió del convento llorando y llorando se perdió al fondo de la calle.
La ciudad empezó a emborronarse y le parecía que el sol, además de quemar los adoquines, emitía un sonido chirriante, como el de los cables de alta tensión.
Avanzaba de forma errática y medrosa, como si creyera que tras cada esquina le esperaba una amenaza de naturaleza desconocida. Y su llanto se había convertido en un gemido interior y sin lágrimas.
Llegó a perder la noción del tiempo y el espacio, llegó a verse avanzando por un territorio sin dimensión que parecía surgido de su mente.
Ni acertaba a situarse en la ciudad ni acertaba a situarse en el seno de sí mismo. La rosa de los vientos se había quedado sin letras y el norte podía estar en cualquier sitio, en ningún sitio.
Por momentos, Quique tenía la impresión de que caminaba medio metro por encima del suelo. Ni había suelo ni había cielo: seguía en una zona sin determinar, seguía en el vértigo, y le cansaba seguir allí y hacía esfuerzos para no gritar.
El pánico se acentuó en él cuando empezó a sentir que su pasado era un pozo sin fondo. Ya no recordaba su primera infancia. Veía su nacimiento como un hecho perdido en un pasado muy remoto. Y mientras el pasado se estiraba y alcanzaba una profundidad que le excedía, el futuro menguaba hasta el punto de creer que cada paso que daba podía ser el último. Y sin embargo consiguió llegar hasta el cementerio, ya muy entrada la tarde, pero no fue capaz de encontrar las tumbas de sus padres.
Cuando ya estaba oscureciendo, decidió regresar a casa.
—¡Quique! —oyó decir a sus espaldas y se dio la vuelta. Eran Tino y Suso.
—¿Te pasa algo? —preguntó Suso.
—Estoy muy mal —dijo Quique.
—¿Quieres venirte al cine con nosotros?
—No.
—¿No nos vas a decir qué te pasa?
—No, no voy a decirlo.
—¿Quieres que te acompañemos?
—De acuerdo.
Suso y Tino se acoplaron a los pasos de Quique y, callados y cabizbajos, reanudaron el camino hacia casa, seguidos muy de cerca por Muma.
Desde antes del fusilamiento, la madre de Virtudes había cogido la costumbre de ir a la cárcel, y siguió haciéndolo cuando ya su hija estaba muerta. Las funcionarias la dejaban entrar, y pasaba las tardes mirando por la ventana de la enfermería, desde la que se podía ver la tapia del cementerio. Cuentan que allí se hacía más agitada su espiración, y que lloraba sin lágrimas. Ni siquiera pedía una silla; permanecía de pie, sin apenas cambiar de postura, con la cara proyectada hacia los eriales, y llegaba a perder la noción del tiempo.
A veces oía las ráfagas, otras veces oía los gritos de los alienados. Con la cara pegada al cristal pensaba en la fuga de los locos, de los que pertenecían a las sombras o pertenecían a Dios. En esas tardes en las que sentía muy cerca a la desaparecida, se planteaba la muerte por autocombustión, una autocombustión acelerada, como la que debía de haber sentido su hija tras la descarga, y soñaba con la posibilidad de suplantar a alguna de las penadas. Un sueño que nunca se cumplió porque la conocían demasiado en toda la cárcel, donde la dejaban estar con las presas y donde sin asombro fue comprobando que, a pesar del dolor que aquellas paredes contenían, era el único lugar que le hacía soportable la vida.
Dormía como las demás en un petate, comía como las demás el rancho, ayudaba en todo lo que podía y exigía a las presas que le hablasen de Virtudes. Cualquier otra forma de existir le parecía absurda y fuera de lugar, y estaba convencida de que sólo viviendo allí su vida podía tener todavía algún sentido.
Con la llegada del invierno su salud empeoró. De noche el viento silbaba como las balas al penetrar por las rendijas, y desde la calle llegaban ladridos de perros que parecían almas, y de almas que parecían perros.
El tiempo se había asentado en un silencio expectante, igual que había hecho ella, y en los tejados aparecían estalactitas de carámbanos. El frío la llenaba de desolación. El frío le hablaba de la podredumbre bajo la tierra, de raíces y de huesos y de materia en descomposición.
Pero también el frío le hacía recordar las noches de invierno, tiempo atrás, cuando ya estaba próxima la navidad y la leña ardía en la estufa. La lluvia azotaba los cristales y se oía el lejano traqueteo de los tranvías. Virtudes se hallaba pegada a la estufa, en el rincón más resguardado de la casa, peinando su cabellera mojada, que a ratos se acercaba peligrosamente al fuego. Sus cabellos brillaban a la luz de la estufa y casi parecían rojos, y casi parecían llamas. Y ahora recordaba, con claridad diamantina, que en una ocasión le había dicho:
—Te acercas demasiado al fuego. Algún día arderás y te quedarás sin pelo.
También a la madre de Ana se le fue la cabeza y en lugar de vadear la locura se hundió de lleno en ella. No se perdonaba el haber hecho todo lo que había estado a su alcance para impedir que Ana huyera de Madrid y empezó por consultar a una médium de la Gran Vía que estaba casi ciega y que se hacía llamar Madame Morgana. Con ella creyó sentir muy cerca a Ana.
Una noche, hallándose con Madame Morgana y otros entorno a una mesa camilla, la mujer aseguró que Ana le estaba acariciando el cuello y las manos.
—La siento y la oigo, está aquí… —musitó, temblando junto a la mesa.
—Claro que está aquí, claro que está. Ana ha venido a verte. Ana es ahora un fuego que no ves, que llega a ti i instantáneamente y que instantáneamente desaparece… En cada aparición te susurra algo. ¿Qué te está diciendo? —preguntó la médium.
—Dice que su cabeza arde… —¿Está en el infierno?
—No, pero su cabeza arde…
Madame Morgana podía alimentar la fantasía de sus clientes a fin de hacerlos rentables, pero en el fondo era una mujer razonable y no pretendía volverlos locos.
—Bueno, Ana está en una dimensión de pura luz y pura transparencia. Por eso te dice que su cabeza arde… —comentó tranquilizadora.
—¡No! —gritó la madre de Ana, con ojos de hallarse en trance—. No está en una dimensión de luz… pero tampoco en una dimensión de sombra… Está en una dimensión intermedia… Y dice que va a nevar durante años…
—¿Dónde?
—En los cementerios de los vivos y en los cementerios de los muertos. Dice que está escrito.
—¿Se siente dichosa?
—No.
—¿Y desgraciada?
—No lo sabe. Creo que está perdida…
—Te está mintiendo. El espíritu que te habla no es el de Ana —aseguró la médium.
—¡Es el de mi hija! Dios mío, ya se ha ido. La han ofendido tus palabras. ¡Ana! ¡Hija! ¡Hija mía!
Esa noche, Madame Morgana se vio obligada a recurrir a toda su ciencia para que su clienta volviese en sí y ya no quiso admitirla en su casa.
Algunos años después, el hermano mayor de Ana, Manolo, falleció víctima de una angina de pecho que había dado las primeras muestras poco después de la detención de su hermana. Pero ya para entonces la madre de ambos había dado con sus huesos en el asilo psiquiátrico.
Llegó al manicomio una tarde de principios de otoño anduvo un buen rato perdida en un mundo desde el que todo adquiría una lejanía espectral. A pesar de su longitud, los pasillos del manicomio no asustaban y parecían sumidos en la calma. El hospital era una inmensa morada donde las caras cambiaban sin cesar. Y la locura era allí una naturaleza: era el aire que respirabas, pero era también la extraña flor que crecía, negra y radiante, en aquel vasto invernadero con pétalos en forma de hilos que se iban enredando en la mente y la iban convirtiendo en una selva cada vez más oscura y envolvente.
A la madre de Ana le impresionaban algunas miradas que parecían cohibidas, comprimidas por debajo de su silencio y que en instantes muy breves se detenían en ella y la analizaban desde un lugar al otro lado de la realidad y a la vez dentro de ella, en su misma columna vertebral.
Esa misma tarde, se encariñó de una terraza junto al pasillo desde la que podía ver el jardín y una ventana triangular y más elevada que las otras, de la que surgía a veces la cara de un hombre, de ojos muy abiertos, que parecía tener un cuerpo grande y desgarbado. También podía ver desde allí las arboledas de la fuente del Berro y el cementerio, al final del páramo.