—La nuestra, querrás decir… —susurró Virtudes.
—La nuestra, sí. Demasiado breve. Tan breve que yo no puedo arrepentirme de nada. Tendría que haber vivido más, mucho más, para poder hacerlo —dijo echándose las manos a la cabeza—. Tendría que haber vivido más.
Todas la miraron con asombro, y regresó el murmullo de colmena hasta que Virtudes escupió:
—Como me maten hoy, será terrible. Me condenarán a no morir nunca del todo. Porque nadie puede borrar de repente todo lo que guarda mi mente ahora mismo, nadie…
Todas parecían prestar atención a sus palabras menos Dionisia, que seguía con su bordado. Virtudes se acercó a ella furiosa y dijo: —¿Por qué sigues bordando? Tus malditas mariposas me están diciendo que aceptas la muerte, que la esperas.
Dionisia, que no era la primera vez que se enfrentaba a las insolencias de Virtudes, la miró con ironía y dijo:
—Te equivocas. Mis mariposas no dicen nada, no esperan nada. Ni siquiera son mi última palabra.
—¿Y cuál es tu última palabra?
—No te la voy a decir, porque es una palabra que sólo tiene sentido para mí —contestó Dionisia.
Casi al mismo tiempo, María Anselma se acercó a ellas para decir:
—Como última gracia, se os va a conceder el favor de despediros por carta de vuestras familias. ¿Alguna necesita lápiz? —dijo mostrando varios lapiceros ya usados.
Las trece conformaron una nueva piña en el centro de la capilla y empezaron a escribir las cartas, con lápiz y en papel de seda. La enfermera de la directora habría de decir más tarde que parecían escolares haciendo sus deberes.
De cuantas misivas escribieron, breves, sencillas e impregnadas de tristeza, la que se popularizó enseguida fue la de Julia, quizá porque sus dos últimas frases, escritas bajo la firma y a modo de posdata, encerraban una paradoja, pues a la vez que exigía que no la llorasen, pedía, explícitamente, que su nombre no se borrase de la historia.
Concluido el rito de las cartas, hicieron un pequeño testamento en el que legaban a sus amigas los pocos objetos que iban a guardar hasta la hora de la muerte: un peine, un pañuelo, un lápiz, un cuaderno, unas horquillas, una cajita china llena de hilos, un sujetador…
Y de pronto, volvieron a sentirse solas ante una situación que la conciencia se resistía a aceptar y que sin embargo aceptaba. No había nada más aplastante y que paralizase más la voluntad. Para Elena fue como entrar en un jardín de árboles tan fantasmales que semejaban humo. Ahora el bosque que veía era de árboles de humo y agua, parecidos a géiseres.
—Veo árboles de humo y agua —dijo.
—Ésta ya está en el paraíso —añadió Joaquina.
—No es el paraíso. Los árboles son de agua hirviendo.
—¿Entonces es el infierno? —preguntó Dionisia, que había vuelto a su bordado y que ya casi lo tenía concluido.
—Tampoco. No hay condenados, no hay fuego. Es un paraje desierto… Parece del norte. Igual estuve allí en otra vida.
—A mí también me gustaría poder hacer un viaje a Islandia en este momento. Sería todo un alivio con el maldito calor que hace —dijo Joaquina—, pero resulta que no me puedo escapar de esta capilla aunque quiera. Es el problema de haber tendido siempre al realismo. No hay manera de escapar de la realidad. ¡Y eso sí que es una condena!
Ana le dio la razón. Fue entonces cuando Verónica Carranza, que llevaba un rato fuera, regresó a la capilla, acompañada de su enfermera.
Se la veía más frágil, en realidad más partida, y todo en su expresión manifestaba que estaba viviendo una noche sofocante.
Tras su nombramiento, era la primera vez que sentía que se le estaba escapando la situación y temía que le fallase el corazón más que otras veces. Le daba miedo mirar a Ana y a Virtudes. Quizá su belleza estaba alcanzando entonces su mejor momento, corno la de algunas de sus compañeras. Sus rostros se habían matizado bruscamente.
Era como si ya tuviesen treinta años. Era como si conciencias de treinta años se hubiesen asentado definitivamente en cuerpos de veinte, dándoles ese aire tan subyugante.
Mirarlas a las dos equivalía a preguntarse qué podía ser la belleza. Quizá no bastaba con un cuerpo hermoso para encarnarla hasta ese grado en que se convertía en sustancia absolutamente emocionante. ¿Había que cargarla con un contenido demencial para que de verdad arrebatara?, se preguntó, con terror, Verónica Carranza.
—Nunca te había visto tan guapa y nunca tu cara me había conmovido tanto. Estás preciosa —dijo el Ruso.
—Tú también estás muy guapo.
—¿Recuerdas la última vez?
Soledad asintió antes de añadir:
—Cuando nos despedimos en la estación, tuve un mal presentimiento. Pensaba que no iba a volver a verte. He soñado muchas noches que te mataban.
—También yo he tenido pesadillas contigo. Soñaba que te torturaban, que te violaban, que te enterraban en un descampado… Horrible…
Se besaron de nuevo. Unos temblaban ante la inminencia de la desgracia y otros festejaban el triunfo de la carne tras una larga y penosa abstinencia. Todo cabía en la inmensa panza de la noche, los gritos de dolor y los gemidos de placer, las muertes y los nacimientos.
Soledad volvió a ablandarse por dentro y una vez más empezó a atraerlo hacia su centro. Él mordisqueó su cuello y sus pechos. Desde su cuarto, ubicado junto al vestíbulo, Suso volvió a oír gemidos.
Martina se miró el rostro en el pequeño espejo redondo que llevaba con ella. Era un recuerdo de París y sobre el latón que quería parecer plata se veía la torre Eiffel y un dirigible. Martina no se reconocía. Le daba la impresión de que habían aumentado sus pecas. Nuevas constelaciones de pecas habían surgido en todos los lugares de su rostro.
Mirarlo era lo mismo que adentrarse en un territorio desconocido. Entonces le pareció que estaba viendo el rostro de una muerta y guardó el espejo.
A su lado, Dionisia estaba dando las últimas puntadas a las mariposas de sus zapatillas. Hasta entonces, Dionisia había caído en el síndrome de Penélope, y hasta había llegado a pensar que no las iban a llamar mientras no acabase su bordado, de forma que en más de una ocasión había deshecho lo ya hecho, pero una ráfaga fría cruzó su mente y decidió rematar las mariposas. Algo más allá se habían sentado, sobre el mismo reclinatorio, Elena y Luisa, muy cerca de Carmen.
—Ilusa de mí. Alguna vez creí que a mí me iba a matar mi propio corazón… Si llego a saber que me iban a matar las balas, me muero antes —comentó Carmen, y se echó a reír.
Pilar, que había permanecido un buen rato seria y rígida, la secundó en la risa. Ana y Joaquina lo hicieron inmediatamente después, y tras ellas todas las demás.
De la risa fueron pasando al llanto. A Ana presión de que el barco estaba naufragando y de que cundía la desesperación. Blanca, Carmen y Pilar tenían la misma impresión. Junto a Ana se encontraba ahora la miraba a sus compañeras con angustia.
—Me parece que no sabéis lo que es la muerte murmuró.
Todas la miraron con asombro. Julia comentó:
—Claro que lo sabemos, Luisa, pero no hay que dejar arrastrar por esa corriente hasta el final, cuando la muerte sea lo único que nos quede por pensar.
Ana, que escuchaba con mucha atención la conversación, dijo:
—Sé cuál es el secreto… Lo he adivinado gracias a Elena… —¿A qué secreto te refieres?
—Al de la muerte. Hay que saltar un instante antes de que llegue la descarga. Huir de tu piel, salir de ti misma, y ni siquiera en ese momento pensar que estás desapareciendo…
Victoria empezó a sudar y dio la impresión de que se desvanecía. Luisa, que llevaba un rato conteniendo la ira, empezó a gritar: —¡Imbéciles! Sois todas unas imbéciles. No es lástima lo que siento por vosotras, es desprecio.
—Pero ¿qué dices? Empiezo a entender por qué no querías abrir la boca… —murmuró Ana.
—Mira quién habló Eres guapa, Ana, pero alguien te heló el alma, y pareces una alelada con buena voluntad, igual que las que te acompañan. ¡Esta noche no habéis dicho más que sandeces! —rugió la Muda—. ¡Sólo sandeces!
El calor de Luisa empezó a propagarse por todas y daba la impresión de que Victoria y Martina estaban a punto de gritar. Luisa prosiguió: —¡Ya no se trata de hacerse preguntas sobre el destino y otras majaderías! Al final vamos a tener que gritar ¡benditos los asesinos, los violadores, los torturadores, los traidores, los delatores, los arribistas, porque gracias a su presencia y su insistencia podemos distinguir a las almas buenas, a la gente honrada, a la buena gente que sostiene con su paciencia el mundo! Dios, cómo aborrezco vuestro patetismo, vuestra miseria… Parecéis niñas con el cerebro infectado por toda clase de pensamientos de pacotilla.
—¿Y dónde ves tú la salida a tanta idiotez? —le preguntó Ana, ofendida.
—No hay salida, necia, no la hay… Pero tampoco hay salida en la resignación… Todo eso que acabas de decir sobre el fusilamiento es resignación. ¿Por qué hay que prepararse morir?
—¿A dónde quieres ir a parar?
—¿No lo adivinas?
—No.
—Si nos van a matar, y yo ya no lo dudo, podíamos acabar con esas fétidas —dijo Luisa en voz baja, señalando a las guardianas y a la directora—. Ahora no os hablo de odios abstractos, os hablo de odios muy concretos. Verónica Carranza, María Anselma, Zulema Fernán…
—La Muda tiene razón —dijo de pronto Virtudes.
La confusión estaba llegando al paroxismo y la locura corría el peligro de propagarse entre las trece cuando Carmen se adelantó a todas y exclamó: —¡Un poco de serenidad, malditas!
Todas la miraron. Blanca dijo:
—Impón un poco de orden o no va a hacer falta que nos conduzcan al paredón, porque nos habremos estrangulado antes unas a otras.
—Nos llevan como a corderos… —murmuró Virtudes, a punto de sollozar.
—La ira no nos va a salvar, Virtudes —dijo Carmen—. Nos va a salvar la fuerza, la voluntad, la decisión de seguir viviendo…
—¿Nos va a salvar? ¿De qué salvación hablas? —preguntó Pilar.
—Digo que en el caso de que pueda ser posible la salvación, no llegará de la mano de la rabia. El fuego que necesitamos es otro… —insistió Carmen.
—Juraría que estás hablando del fuego de Dios. ¿Ya te sientes en paz con él? —murmuró Joaquina.
—No creo que Dios exija la paz con él. Pero, ya que lo preguntas, contestaré. No me refiero al fuego de Dios. Hablo solamente del fuego de la vida que todavía tenemos, hablo de mirar de frente a los hombres del piquete, de arrojarles a la cara ese fuego contenido para que les sirva de poco haberse taponado los oídos… —sentenció Carmen.
Volvió el silencio y se abrió la puerta. Era la hora de partir y un mismo estremecimiento fue recorriendo los trece cuerpos. Ana, que había empezado a sentirse en otra parte, se giró y preguntó a sus compañeras si llevaba las costuras de las medias derechas.
—Ni trazadas con regla —le dijo Julia.
Fue entonces cuando Virtudes pidió que la fusilasen junto a su novio. Victoria, que se hallaba a su lado, pidió que la ejecutasen junto a su hermano y Blanca junto a su marido.
La directora pareció asentir y las tres se miraron con regocijo, como si se les hubiesen abierto de otra forma las puertas de la muerte.
Cuentan las presas que las pudieron ver desde las ventanas que parecían tranquilas, que ya había trajín en la calle y que la Guardia Civil se veía obligada a desviar el trayecto de los carros de leche para permitir el paso del camión.
Sólo la Muda parecía intranquila y sólo ella murmuraba:
—Cobardes, sois unas cobardes…
Ana, que iba junto a ella, estiró levemente una de sus medias.
—¿Puedo saber por qué estás tan pendiente de tus medias? —le espetó la Muda.
Ana se giró hacia ella con rabia.
—Quiero llevar mi angustia bien recta, y eso empieza por los pies y acaba en la cabeza.
—¡Silencio! —gritó María Anselma.
Muma, que se hallaba entre la gente, el camión y los carromatos, llevaba un rato observando a las penadas y le parecía que todas llevaban tallada en la cara la marca de la desgracia. Las conocía a todas, especialmente a las de Cuatro Caminos. Conocía a Ana por su olor, por sus cabellos rubios, por su silueta de gacela fantástica; y conocía a Avelina, y a Virtudes, y a Pilar, y a Martina… A todas las había visto y las había olido y las había admirado con esa rara manera, cauta y cínica, con que saben admirar los perros. Pero ahora Muma las notaba muy cambiadas y hasta creía que tenían otro olor, más agrio, quizá, y más desalentador.
De pronto Muma se acordó de los disparos que se oían todas las madrugadas y supo que iban a morir. Fue entonces cuando se acercó a Avelina y le dio un lengüetazo en la pierna. La Mulata le hizo un gesto indicándole que se fuera de allí. Pero Muma no le hizo caso y aún le dio otro lengüetazo a Pilar.
—Mirad —dijo Pilar—. Mi novio ha venido a despedirse.
Todas se echaron a reír. Los guardias, que habían visto el perro pero no el lengüetazo, las miraron algo desconcertados y les ordenaron subir al camión.
Mientras las penadas permanecieron en capilla, casi todos los familiares de las muchachas que tenían algún recurso se habían dirigido a Burgos para pedir clemencia. El hermano de Virtudes, por ejemplo, había salido para la ciudad castellana, según habría de referir más tarde la presidiaria Carmen Cuesta, pero la madre llevaba una eternidad con la oreja pegada al muro, creyendo que iba a ser capaz de distinguir los sollozos de su hija en medio del alud de ruidos llegaban hasta sus tímpanos enloquecidos.
Por momentos, se hacía la ilusión de que Virtudes se hallaba justo al otro lado del muro y que podía escuchar su voz entrecortada. Entonces su respiración se aceleraba y cerraba los ojos.
Fue la primera en ver el camión. Al descubrir a Virtudes esposada junto a Julia, con su traje, de chaqueta y sus ojos fulminantes, empezó a gritar: —¡Asesinos! ¡Dejad a mi hija! ¡Asesinos!
El camión se puso en marcha y la mujer empezó a correr tras él. Virtudes prefería no mirarla y se cubría los ojos con una mano mientras se entregaba a las lágrimas. La mujer continuó corriendo, con toda la rabia, moviendo sus piernas y abrasando sus ojos, hasta que cayó de bruces y rodó por el camino polvoriento.
Fue entonces cuando la metieron dentro de la cárcel.
El cielo llevaba un rato clareando cuando Julián oyó el bramido de un vehículo. Se acercó a la ventana y vio el camión con las trece mujeres, los guardias y la monja.