—¿Y qué han hecho éstos para merecer el paseo?
—¿Éstos? El viejo es un cerdo fascista al que le he encontrado varios periódicos de
La Fe
y del
ABC
. Los tenía bien escondidos, pero yo soy más listo. El otro no sé quién es, me lo han asignado y yo cumplo.
—¿Y la mujer?
—¿Ésa? Una beata que tenía más dinero en el banco que el
rochi
ese.
—¿Y qué delito es tener dinero en el banco?
El miliciano le miró apurando el cigarrillo.
—¿No serás tú un cerdo fascista camuflado?
—Tanto como lo puedas ser tú.
—Para aquí —le instó, de repente.
Arturo detuvo el coche.
—Éste es un buen lugar.
El miliciano bajó del coche y lo mismo hicieron los otros dos. Arturo permaneció sentado, incapaz de reaccionar. Con la única iluminación de los faros del Dodge cuyo haz ambarino se perdía en la inmensa negrura del campo, observó cómo los tres condenados, trastabillando, eran colocados a empujones en el cono de luz mortecina que los mostraba como un espectáculo lóbrego. Se le encogió el corazón al ver a la mujer, llorando, con los ojos hundidos, las manos juntas suplicando clemencia. Asió la manivela de la puerta para bajar. Tenía que impedirlo. Se dio cuenta de que sudaba, de que apenas respiraba. Los menguados y recatados ruegos de la mujer penetraron hasta sus entrañas. Miró sin ver la escena. Los tres cuerpos encogidos como tres peleles, agarrados entre ellos, estaban en busca de un apoyo para sostenerse en pie, aterrados ante su inminente ejecución. El responsable gritaba dando órdenes a unos, los condenados, y a otros, los verdugos. Arturo se dio cuenta que uno de los muchachos milicianos, que ya apuntaba con el fusil al hombro, temblaba. Por fin, salió del coche.
—¡Espera!
El sargento lo miró, molesto.
—¡Fuego!
Ignorando la petición de Arturo, el grito del sargento impostado resonó en el campo abierto. Primero un solo disparo, luego otro, como si la torpeza de los dedos adolescentes hubiera retardado la presión sobre el gatillo. El hombre de más edad cayó desplomado, primero sobre sus rodillas, después se precipitó contra el suelo de bruces, con los brazos dislocados. Los otros dos se aferraron aún más uno al otro. Arturo vio cómo el chico abrazaba a la mujer contra su pecho, como un hijo a una madre cuando las madres se hacen dignas de ser cuidadas y no de cuidar, de ser protegidas y no de proteger.
—¡Dispara o te mato!
El alarido tirano del responsable se oyó ronco y despiadado. Otros dos tiros secos sonaron en la oquedad del campo. Los condenados cayeron al suelo como ropa tendida que resbala de la cuerda. Después de un silencio estático, el fingido sargento se acercó a los cuerpos, y con su pistola descerrajó tres tiros seguidos, uno tras otro, sobre la cabeza de cada uno de los caídos. Arturo, tragándose un llanto cobarde, apartó la mirada, incapaz de continuar siendo el testigo impasible de aquellas muertes, se giró sobre sí mismo y echó a andar campo a través, embriagado de dolor ajeno de los seres queridos de aquellos occisos a los que nunca más volverían a ver, avergonzado de sí mismo, de sus ideas, abrumado por la culpa.
—¡Eh, tú, espera!
No contestó, continuó andando, hundiéndose cada vez más en la oscuridad más absoluta.
A su espalda sonó un disparo, y oyó el silbido de la bala pasar a su lado y superarle. Se detuvo en seco.
—Vuelve aquí o te aseguro que te salto los sesos a ti también.
Arturo hundió los hombros en su propia impotencia. Desanduvo el camino y se metió en el coche. Los milicianos le siguieron. Con la visión de los cuerpos sobre la tierra, puso el coche en marcha y aceleró.
—Dame el anillo que te ha dado ése —instó el responsable, extendiendo el brazo hacia atrás dispuesto a recibir el botín.
—Me lo ha dado a mí —protestó el muchacho.
—Te he dicho que me lo des.
Arturo lo miró de reojo con desprecio.
—¿Es que no piensas cumplir el último deseo de un condenado?
—Tú te callas, que nadie te ha dado vela en este entierro.
Llegaron a la checa y se bajaron del coche. Arturo inició la marcha, esta vez dispuesto a alejarse definitivamente, pero el responsable lo interceptó, se puso ante él y le obligó a detenerse.
—Gracias, camarada —le dijo con una sonrisa paternal.
Arturo no tuvo valor para mirarlo a los ojos. Sentía tanto asco que habría vomitado si hubiera tenido algo en el estómago.
—Sé que la primera vez es difícil, pero uno se acostumbra pronto a oír las súplicas de estos pacatos. Acabaremos con ellos y el triunfo será nuestro.
En ese momento, Arturo levantó la vista y clavó los ojos en los de aquel hombre. Lo habría matado allí mismo con sus propias manos. Con la mandíbula prieta y los puños agarrotados en el interior de sus bolsillos, se mantuvo frente a él notando su aliento áspero a vino barato, hasta que, derrotado de nuevo, desvió su mirada, lo esquivó y echó a andar, con un escalofrío vergonzante de ignominia, encogido, como si quisiera desaparecer. Atrás fue quedando la batahola de los nuevos habitantes de la casa y se introdujo en el inquietante silencio nocturno de la calle desierta. Cuando pasó por delante de la iglesia del Buen Suceso, sonó una campanada que marcaba la una de la madrugada. Llevaba casi veinticuatro horas sin dormir y apenas sin comer. Apresuró la marcha ansioso de guarecer sus miedos en la pensión, con la idea de acurrucarse en su cama e intentar olvidar aquella terrible imagen de los cuerpos caídos, de los ojos del miedo, de los gritos implorantes, de los llantos, del silencio de la muerte.
Mario Cifuentes oyó el rugido de sus tripas. Ya no sentía tanto hambre como los primeros días porque el estómago se había acostumbrado a la falta de alimento. Mucho peor era la sed; tenía la garganta áspera como la suela de una alpargata, y la boca tan seca que le costaba hablar. Su brazo derecho lo mantenía pegado a su cuerpo, entumecido e inflamado; se lo habían retorcido con brusquedad al intentar resistirse durante la detención. La violencia hacia ellos había sido excesiva y llegó a temer que les pegaran un tiro. Todo había pasado demasiado rápido; en Puerta de Hierro, un grupo de unas veinte personas armadas les dio el alto; la mayoría eran hombres, pero también había varias mujeres vestidas con pantalones y camisas de hombre. Les pidieron que se identificasen y los obligaron a bajar del coche. A partir de aquel momento todo había sido un caos. Recibieron los primeros golpes cuando se resistieron a que uno de ellos se pusiera al volante con la intención de llevarse el coche. Del enfrentamiento y las protestas, salieron los tres muy mal parados. Mario sólo recordaba que los golpes le venían de todos los lados. Luego, los metieron en una camioneta, y acabaron encerrados en lo que parecía un garaje o el sótano de algún edificio. El olor a bencina era tan intenso que parecía incrustarse en la nariz. A todas horas mantenían encendida una bombilla desnuda, de quince bujías, colgada del techo con un cable. La puerta no se abrió durante al menos veinticuatro horas; así que estuvieron horas sin comida, sin agua y sin poder ir al retrete, por lo que no les había quedado más remedio que apañárselas en un rincón, lo que provocó que aquel lugar, pequeño y mal ventilado, se convirtiera en una cloaca maloliente y sofocante.
Nadie les dijo nada durante esas primeras horas, nadie los informó de la razón de su encierro, hasta que en la madrugada del martes, la puerta se abrió por fin.
—Tú, arriba.
La escopeta del que habló apuntaba a Mario. Se levantó del suelo, lentamente, confuso, lo que provocó el enfado del que aguardaba.
—Vamos, que no tenemos todo el día.
Le condujeron por un pasillo largo y oscuro, para luego ascender tres tramos de escaleras. Anduvieron por corredores algo más anchos a los que se abrían clases oscuras con pupitres vacíos. Mario pensó que debía de ser un colegio de curas. Llegaron a una sala grande en la que había una mesa y, sentados frente a la entrada, tres hombres en mangas de camisa, como un remedo de tribunal. Hablaban en voz alta, pero enmudecieron en cuanto Mario accedió a la estancia seguido de los dos hombres que lo habían custodiado. El que estaba a la izquierda, consultó un papel que tenía delante; tenía aire de intelectual, con gafas redondas y casi calvo a pesar de no tener más de treinta años. Mientras, los otros dos observaban a Mario con una mueca entre el desprecio y una actitud altanera, de manejo de la situación.
El que estaba en el centro, sin dejar de mirar a Mario, preguntó al que consultaba el papel.
—¿Y éste quién es?
Antes de que Mario pudiera reaccionar, el de las gafas relató lo que parecía leer.
—Mario Cifuentes Martín, veintidós años, estudiante de Derecho, y sin oficio conocido, por ahora.
—O sea, niño bien. Papá te resuelve la vida, ¿no es eso?
El de las gafas continuó con su perorata, como si estuviera acostumbrado a este tipo de comentarios.
—Ha tenido contactos con las facciones falangistas de la Universidad Central, y ha participado en varios mítines promovidos por la CEDA.
—¿Qué tienes que decir a eso?
Mario estaba aturdido y tardó en reaccionar.
—No… no tengo nada que ver con la política, he ido a mítines de la CEDA, es cierto, pero también he asistido a otros organizados por las izquierdas. Soy un estudiante, todo me interesa.
—Pues hay algunos intereses que pueden costar muy caros.
—No sabía que escuchar otras opiniones pudiera traer problemas…
—Según qué opiniones, ya te digo yo que sí.
Mario se encogió levemente, como si quisiera desaparecer. No sabía qué decir, si callar o hablar, temía equivocarse en uno u otro caso.
—Entonces, ¿no niegas que has tenido contactos con la Falange?
—Nos reunimos de vez en cuando en un aula para hacer mesas redondas y hablar. Allí también hay gente que milita en el partido socialista, y comunistas, incluso hay algún anarquista, ellos pueden confirmar que digo la verdad.
—Yo no tengo que preguntar a nadie, huelo a un cerdo fascista a un kilómetro de distancia.
La frase le trastornó. Aquello no podía ser cierto. Encogió los hombros, acobardado.
—Yo no soy fascista…, ni de izquierdas.
—Entonces ¿qué eres, hijo de papá? —intervino el que no había hablado hasta ese momento.
—No tengo nada que ver con la política, se están equivocando conmigo.
—No es ésa la información que tenemos sobre ti, chico bien.
Mario bajó los ojos al suelo. Le estallaba la cabeza de no comer y de la falta de descanso, se sentía sucio y sediento. Le costaba pensar con claridad, a pesar del esfuerzo que estaba haciendo para defenderse de aquel extraño jurado, un jurado irregular e ilegal. Entonces reaccionó de otra manera.
—¿Es esto un tribunal? —preguntó irguiéndose y sacando pecho.
Los hombres de la mesa se miraron entre sí, divertidos.
—Así es.
—Pues entonces requiero de la presencia de un abogado, de lo contrario, cualquier actuación que se ventile en esta sala será nula de pleno derecho.
Un silencio ocupó el ambiente durante un rato. Los cinco hombres que había en la sala miraban a Mario sorprendidos. El que actuaba como juez carraspeó y bajó la cabeza hasta hacer desaparecer el rostro. Sus hombros empezaron a moverse de forma espasmódica, y la carcajada fue en aumento, poco a poco, uniéndose a ella la de los demás. Las risas burlonas duraron varios minutos. El único que permanecía impasible era Mario. Los demás se desternillaban a carcajadas.
El hombre que hacía de juez era delgado y de tipo erguido, con aspecto autoritario, la cara ovalada y larga, ojos oscuros, nariz recta y fina, y boca pequeña; debía de rondar los cuarenta. Tenía el pelo echado hacia atrás, y apuntaba abundantes canas entre los mechones negros y grasientos. Su aspecto era algo más aseado que el que estaba a su lado, que no hacía otra cosa que observar. Éste rondaba los veinte, era tosco y cuadrado, disecado por el sol, su sonrisa era sucia y su cara áspera. Sus manos y sus brazos eran grandes, casi desproporcionados, y cubiertos de una espesa capa de pelo negro. Por último, el de las gafas escribía entre carcajadas las palabras de Mario, en una declaración de parodia.
Mientras duró el alborozo, Mario se mantuvo erguido, impertérrito.
El improvisado juez se fue tragando la risa y mandó silencio con un gesto de la mano. Los demás hicieron un esfuerzo por contenerse.
—Me has caído bien, Mario Cifuentes, no todo el mundo me hace reír como tú lo has hecho, y más en los tiempos que corren.
Puso los codos sobre la mesa y se sujetó la barbilla con los puños. Conservaba una sonrisa irónica en sus labios sin dejar de mirar con fijeza a Mario.
—Verás, Mario Cifuentes, de ti depende quedar libre y marchándote a casa para que tu mamaíta te cuide y te mime. Sólo tienes que darnos una información que nos interesa mucho.
—Me temo que le voy ser de poca ayuda.
—Haz un esfuerzo y enumérame los nombres de todos los fascistas que conozcas en esa universidad de señoritos a la que asistes. Si me das tres nombres, dentro de un rato estarás en tu casa, tomando un baño caliente y con tu criada preparándote un caldo, y esta noche dormirás en tu cama mullida y cómoda, y mañana volverás a vestirte con tus trajes caros y tus camisas de cuello almidonado. De lo contrario, te vas a pasar una buena temporada encerrado, conviviendo con pulgas y delincuentes de la peor calaña dispuestos a darte por culo en cuanto te descuides, comiendo bazofia, oliendo a mierda de día y de noche porque cagarás y mearás a la vista de todos en el retrete comunal, en un agujero hecho en el suelo, por el que cae la mierda que salpicará tus pantalones hasta que aprendas a atinar en la diana. Verás a tu madre una vez a la semana, no más de quince minutos, a través de una espesa verja, rota de dolor por ver a su niño en semejante estado, y eso, siempre y cuando te portes bien —se calló un instante y se echó un poco más hacia adelante—. Tú eliges.
Mario lo miró en silencio. Conocía a muchos compañeros que se habían inscrito en la Falange a lo largo de los últimos meses, sobre todo desde principio de año con motivo de las elecciones. Fidel era uno de ellos, y había estado a punto de convencerlo a él para que se afiliase también, pero no lo había hecho por simple pereza, porque los exámenes le habían absorbido todo el tiempo y no se había molestado en hacer los trámites. Había acompañado en varias ocasiones a Fidel a vender la revista
La Fe
en la calle de Alcalá; lo hacía sobre todo, por apoyarlo en las refriegas que se montaban con los comunistas que vendían el
Mundo Obrero
. Les divertía la tensa espera, oír los gritos de unos y otros intentando acallar los de sus adversarios en la venta, hasta que cualquier chispa, cualquier mirada, o cualquier roce hacía saltar la calma y se montaba el altercado. Había tortas y palos, y cuando veían aparecer a los guardias, salían corriendo para esconderse en alguna de las cafeterías atestadas de gentes de la CEDA que los ayudaban a ocultarse.