«Faltan sólo dos horas para yugular la reacción. Las noticias que llegan a este Ministerio confirman el triunfo absoluto del Gobierno de la República y el aplastamiento de la insensata rebelión militar.»
Arturo movió la cabeza negando. Sabía que no se estaba diciendo la verdad. Las noticias procedentes de otras emisoras fuera de Madrid que captaban en la vieja radio de la pensión decían lo contrario de lo que estaba sucediendo. Era como si el Gobierno, a través de la prensa y de la radio, quisiera aplacar la evidencia del peligro.
Volvió a su silla, confuso, aspirando el humo de su cigarrillo y soltándolo después, lento, expectante. De nuevo sonó la música, una copla de una cantante de voz estridente y molesta. De vez en cuando, se asomaba algún despistado, pero se quedaba en la entrada, donde Marina le atendía con voz ronca y cansina. Arturo sintió pena por ella; debía de estar allí desde muy temprano. Era muy trabajadora, y le echaba todas las horas del día a cambio de un sueldo mísero que le pagaba el partido. Cualquier cosa mejor que estar en su casa, con un marido en paro, que volcaba en ella toda la frustración de un hombre acabado. Marina se encargaba de la administración de la sede. Junto a ella y a Draco, trabajaba Salvador Postillón, al que todos llamaban Salva, un panadero de algo más de treinta años, al que su jefe le había echado por haber participado (obligado por su sindicato) en una huelga. Draco le dio trabajo en su taller de reparación de motos, carros y bicicletas; allí se mantuvo durante un año, hasta que el partido ofreció a Draco encargarse de la apertura y puesta en marcha de una casa del pueblo, y éste echó el cierre al negocio. Salva Postillón le siguió como chico para todo y se convirtió en su hombre de confianza. Era bien mandado, algo lento de entendimiento, obediente y tan servil que, a veces, el mismo Draco le reprendía para que mostrara más agallas. Al margen de ellos, otros como el mismo Arturo y Rafael Lillo, se pasaban cuando podían para colaborar en tareas del partido.
Arturo encendía un cigarro de los suyos cuando Draco entró en la estancia.
—¿Tienes algo?
Draco negó y alzó las cejas. Llevaba el papel con los nombres, y se lo tendió a Arturo.
—Ya te dije que la cosa está muy fea. He hecho varias llamadas, incluso he llamado a Ramiro, el chaval ese de la FAI al que ayudaste con el tema de su despido.
—Sé quién es.
—Todos me dicen lo mismo, que no hay listas de detenidos, y en donde las hay no han querido confirmarme si están o no. Ve a ver a Ramiro, está en una casa que han incautado en la calle Princesa; ahí tienes la dirección. Tal vez tú puedas sacarle alguna información, creo que sabía más de lo que me ha dicho. Lo siento, no he podido hacer más.
Arturo miró el papel; bajo los tres nombres, había una dirección escrita con letra temblorosa de párvulo. Se levantó apoyándose con la mano sobre la mesa, cansado.
—Gracias, Draco.
—Ten cuidado, Arturo, te mueves en una línea peligrosa con esa gente.
—Esa gente somos todos, incluidos tú y yo, si no conseguimos hacer algo para detener todo esto. No se está actuando conforme a la ley.
—La ley que has estudiado en tus clases está muerta, Arturo —esbozó una sonrisa rota, como si se estuviera despidiendo para siempre—. Sabes que te aprecio. Ten mucho cuidado.
—Lo tendré en cuenta. Cuando me necesites llama a la pensión; deja el recado si no estoy.
Draco asintió lánguido. Su gesto tenía un rictus extraño, como si le pesaran sus propios pensamientos. Se despidieron esquivos. Arturo bajó las escaleras sudoroso y, a pesar del calor, se sintió aliviado al salir a la calle. Miró el papel y decidió coger el tranvía para ir a ver a Ramiro. No perdía nada por preguntar, o eso creía él, aunque el miedo empezaba a incrustarse en sus entrañas indefectiblemente, sin apenas darse cuenta, un miedo a una sombra invisible pero mortal que acechaba a todos, sin distinción, sin condición alguna. Todos estaban en el punto de mira de cualquier desalmado con ansias de venganza, o simplemente, de cualquier débil, embargado y cegado por la fuerza arrolladora de una violencia descontrolada.
Teresa bajó del tranvía y se dirigió a su casa, pero al doblar la esquina de la calle del General Martínez Campos se topó con sus hermanos mellizos. Le extrañó que cada uno llevasen una bolsa de viaje.
—¿Adónde vais vosotros con tanta prisa? ¿Es que se sabe algo de Mario?
—No, todavía no sabemos nada —le contestó Carlos.
—¿Y tú de dónde vienes? —le preguntó Juan, con una arrogante vehemencia.
Teresa le miró displicente.
—He preguntado yo primero, ¿adónde vais? Las cosas están muy revueltas por el centro. Deberíais quedaros en casa.
Los mellizos se miraron de reojo, y Teresa notó el gesto evasivo que Juan le dirigía a Carlos. Cruzó los brazos sobre su regazo; intentaba imponer algo de autoridad sobre aquellos dos mocosos que pretendían jugar con ella a ser mayores.
—Vamos a ver, ¿sabe mamá que habéis salido de casa?
Juan se mostró impertinente.
—Hay cosas que sólo se hablan entre hombres.
—Ah, sí, ¿no me digas? Y se puede saber ¿qué es eso que sólo se habla entre hombres?
—No entiendes nada de lo que pasa, las mujeres sois demasiado simples.
Teresa arqueó las cejas sin saber si echarse a reír en su cara o mantener la serenidad para evitar que aumentara su insolencia.
—Sabrás tú lo que pasa.
—Vamos a alistarnos con los nacionales —interrumpió Carlos, intentando imprimir firmeza en sus palabras. Era más tierno y más débil que Juan.
—Eres un estúpido —replicó Juan con desprecio, dándole un fuerte codazo.
—¿Se puede saber quién os ha metido esa absurda idea en la cabeza? Esto no es un juego. Acabo de ver cómo mataban a dos hombres de un tiro porque llevaban una Biblia y una sotana metidas en una maleta.
—Tú sí que no te enteras de nada —le espetó Juan—. Esa pandilla de sindicalistas anarquistas se está tomando la justicia por su mano, y tú pretendes que nos quedemos encerrados en casa, como si fuéramos unos cobardes.
—Acaban de tomar el cuartel de la Montaña; la sublevación está fracasando. Vais a uniros a los perdedores…
—Eso es mentira. No sabes nada, eres como mamá, no te enteras de nada.
—Y tú eres un mocoso…
En ese momento, Juan propinó una sonora bofetada a su hermana.
Teresa puso la mano sobre mejilla, aturdida y humillada, conteniéndose para no agarrarlo de la oreja y arrastrarlo ante la presencia de su madre.
—Y entérate de una cosa —continuó Juan, con un ímpetu exacerbado, y ante la mirada atónita de su mellizo—, ésta es una lucha de hombres, las mujeres tenéis la obligación de quedaros en casa, ése es vuestro sitio —empujó a su hermano, para que se moviera—. Vámonos, Carlos, no tenemos por qué dar explicaciones a quien tiene el cerebro de un mosquito.
—Papá lo sabe —balbució Carlos—, él está de acuerdo, vamos a unirnos al ejército sublevado.
Teresa los vio alejarse manteniendo la mano sobre la mejilla. Era evidente que Juan había convencido a su mellizo para que le siguiera en su pretensión utilizando para ello todas las malas artes de las que ya hacía gala, incluidos el insulto y la humillación. Por su parte, Carlitos seguiría a su hermano hasta el fin del mundo. Tenía que impedir aquella locura como fuera. Subió corriendo a la casa y llamó a la puerta. Cuando Joaquina abrió, le preguntó por su padre.
—Está en su alcoba.
Irrumpió en la habitación sin llamar. Don Eusebio tenía bastante mejor aspecto que la noche anterior; su cara estaba inflamada y algo amoratada, pero parecía que el baño, el descanso y los calmantes le habían provocado una palpable mejoría. Incorporado en la cama y apoyado sobre varias almohadas, con un libro entre las manos y las gafas sujetas en la mitad de la nariz, le dedicó a su hija una mirada entre la sorpresa y el desagrado por su impertinente irrupción.
—Padre, acabo de cruzarme con los mellizos…
—¿Es que no sabes llamar, niña?
—Dicen que van a alistarse a los sublevados.
—¿Tu madre no te ha enseñado modales?
—Padre ¿es cierto que se van a alistar?
—¿Desde cuándo tengo que darte explicaciones a ti?
—¡Padre, todavía son dos niños!
—Tus hermanos son dos hombres y van a cumplir con su obligación como patriotas.
—El alzamiento ha fracasado, han tomado los cuarteles. El golpe no ha prosperado. Se van a unir a los perdedores.
—Perdedores, dice —la mueca de ironía llegó a ser hiriente—, sabrás tú quién pierde o quién gana.
—Los pueden matar…
—Claro que pueden matarlos. Pero si han de morir lo harán luchando por su patria, como hombres que son —con gesto displicente, cogió el libro como si fuera a reanudar la lectura—. Además, no te preocupes tanto por ellos, están en buenas manos. Ramón Pellicer ha estado aquí esta mañana; es el único que se ha preocupado por mi estado. Sale hoy mismo para Burgos con su familia, y ha propuesto a tus hermanos que se alisten a la sublevación. Ha llegado la hora de que plantemos cara a este descontrol.
—¿Ramón Pellicer? Pero si es un falangista conocido en todo Madrid.
Las lágrimas de rabia afloraron a los ojos de Teresa. No comprendía cómo su padre era capaz de arrojar a la muerte a sus dos hijos adolescentes. Su insensata testarudez la pasmaba.
—Ahora mismo toda ayuda es poca para defender nuestros derechos. Yo me iría con ellos si esos canallas no me hubieran dejado inútil para luchar, pero mis hijos formarán parte de ese ejército glorioso que acabe de una vez con esa chusma que nos quiere avasallar, que nos roba y pretende arrebatarnos todo con lo que tú vives como una princesa.
—A mí no me metas en tus líos.
—No es que te meta, niña, es que estás dentro. Si no los aplastamos de una vez nos echarán de nuestras casas, nos dejarán sin nada, si es que nos dejan con vida.
—Eso no es cierto. Los militares se han sublevado contra el Gobierno salido de la urnas —intentaba recordar los argumentos que Arturo utilizaba con ella—. Es lo que ha querido la mayoría.
—Qué sabrás tú de Gobiernos, de urnas y de mayorías. La mayoría es la que tiene el dinero, si no de qué iban a vivir esos vagos perdularios que se están dedicando a amedrentar la vida de la gente honrada, amenazando con armas que les ha entregado ese Gobierno que tú dices que ha salido de la urnas. Si no fueras una mujer te diría por dónde me paso yo las urnas y la mayoría —calló un instante, con el gesto quebrado de enfado—. No entiendes nada, no sabes nada. Eres igual de ingenua e ignorante que tu madre.
—Los sublevados se han alzado contra el Gobierno legítimo. Es un golpe de Estado.
—Ingenua e ignorante —recalcó don Eusebio con intención—. Tú a lo tuyo, a la casa y a callar, que es lo que tienes que hacer. Y déjame tranquilo de una vez.
Teresa respiró hondo, e intentó mantener la calma.
—¿Qué ocurre? —doña Brígida, que había oído voces desde el salón, interrumpió la conversación.
—Mamá, los mellizos van a salir de Madrid para unirse a los sublevados; papá les ha dado su permisión para que lo hagan de la mano del mayor de los fascistas de Madrid, Ramón Pellicer.
Doña Brígida intentó ponerse digna.
—Lo sé, Teresa. Ramón ha estado aquí. Ha sido muy amable al venir y visitar a tu padre.
—¿También estás de acuerdo en que los mellizos se alisten a los sublevados?
—Al Ejército nacional, nena, a los que quieren restablecer el orden.
—Pero ¿es que os habéis vuelto locos?
Don Eusebio se removió incómodo, mostrando un gesto de hartura.
—Haced el favor de salir de aquí, las dos. Mis hijos están donde deben. Y no hay más que hablar. Las decisiones en esta casa las tomo yo, y he dado demasiadas explicaciones al respecto.
Teresa resopló rabiosa. Dejó a su madre sentada en el diván y fue hasta el salón. Cogió el teléfono para llamar a Arturo, pero se acordó de que le había dicho que iba hacia El Pardo. Se sentó en el sillón, abrumada. Si Mario estuviera allí, no lo habría permitido, él nunca hubiera permitido aquella barbaridad.
Genoveva me miró decaída, con la expresión nostálgica que otorga la certeza de que, a su edad, cualquier despedida puede resultar definitiva. Doris me acompañó hasta la puerta. Bajé la escalera y salí del portal. El frío de enero se me clavó hasta las entrañas. Me encogí con un escalofrío helado y la respiración se convirtió en un vaho blanquecino y cálido que envolvió mi rostro. Eché una ojeada al reloj. Eran las ocho y diez. Crucé la escasa distancia que me separaba de la otra acera; quería situarme justo frente al portal del que había salido. La calle era estrecha y corta, apenas unos cincuenta metros, y tenía a cada lado de la calzada una hilera de bolardos. Frente a mí, el edificio del que acaba de salir se alzaba en varios pisos. Intenté imaginarme aquel lugar ochenta años antes, sin luces, sin ruidos, sin asfalto, sin postes de hierro, sin escaparates ni cierres metálicos, sin toldos de material, sin anuncios llamativos. Me estremecí al tomar conciencia de que Mercedes y Andrés habían vivido allí mismo, en el mismo lugar en el que ahora se anunciaban «desayunos y meriendas»; imaginé una casa baja, con cubierta de teja roja, de una sola planta, con un altillo o desván, sencilla en su diseño, encalada de blanco, con el mobiliario imprescindible, sin apenas decoración en sus paredes desnudas, destruida por una bomba inicua.
La visita a aquella anciana había sido mucho más interesante de lo que hubiera podido imaginar. Había sido un buen comienzo; antes de hablar con ella, sólo tenía datos sin ninguna trascendencia: una foto, dos nombres, una fecha, un lugar y unas cartas sin apenas contenido interesante. Tenía muchas más dudas, pero se había abierto una rendija de la caja de Pandora que traía consigo la imagen de Andrés y Mercedes. Emocionado, apreté contra mi pecho la carpeta con la foto y el cuaderno de notas. Cada vez estaba más convencido de que había algo sólido que contar, una historia interesante y consistente.
Llegué a casa y cené lo que Rosa me había dejado preparado por la mañana. Creyendo que tenía sueño me acosté, pero al cabo de media hora de darle vueltas y más vueltas a la conversación con Genoveva, me convencí de que el sueño había pasado de mí y me levanté. Cogí la carpeta con la foto y el cuaderno de notas, y me metí en mi estudio. Me gustaba la calidez de aquella minúscula estancia, repleta de libros en una extraña babel organizada sólo en mi cabeza, donde, además de estanterías atestadas, había un cómodo sillón de lectura con una luz que pendía sobre él, una mesa amplia —teniendo en cuenta las dimensiones de la estancia— de madera barata pero muy funcional, sobre la que estaban mi portátil, un flexo, montones de libros apilados en un complicado equilibrio, y un pequeño cuadro que me había regalado Aurora en nuestro primer aniversario en el que se enmarcaba con letras cursivas y firmes uno de los poemas más hermosos y escuetos de Miguel Hernández,
Llegó con tres heridas
, incluido en su obra
Cancionero y romancero de ausencias.
Era un poema que me encandilaba por su acertada concreción (no se podía decir tanto con tan pocas palabras) que compendiaba en sus tres cortas estrofas la oscura realidad de la guerra, de todas las guerras, de todas las vidas, de todos los amores, de todas las muertes.