—He bajado hasta el mercado de abastos y todo está igual. Cuando subía encontré una charcutería abierta que todavía tenía cosas en los estantes, pero justo cuando iba a pedir, entraron un grupo de milicianos y se llevaron todo, sin pagar ni nada, para alimentar a los que están en el frente, dijeron, y me quedé con las ganas.
—Además de sinvergüenzas, ladrones —espetó doña Brígida, nerviosa e indignada—. Si es que son como animales, tenían que encerrarlos a todos.
Petrita se incomodó por el insulto. También ella lo había pensado, pero no era lo mismo en su boca que en la de la rancia y pedante doña Brígida.
—Bueno, señora, también ellos tienen que comer, vamos digo yo, además, hay mucha gente luchando en Campamento y en la sierra a los que habrá que llenar el buche.
Doña Brígida no intentó disimular un gesto desagradable.
—No me dirás, insensata, que tú defiendes a esos desalmados, muertos de hambre, que han tomado la ley por su mano, no me lo digas porque te vas a la calle.
Petrita se envaró con descaro. Puso sus manos sobre la cintura.
—Pues sabe usted lo que le digo, que no me va a echar porque me voy yo. Que me tiene usted muy harta, y que no tengo por qué aguantarla. Que una tiene un límite, sabe usted, un límite, y su señora de usted lo ha pasado demasiadas veces conmigo. Así que lo dicho, que me voy.
Doña Brígida pensó que era un órdago de Petrita, otro de tantos, y suspiró con aires de grandeza, mirándola de soslayo con una mueca entre la humillación y el desprecio.
—¿Dónde ibas a ir tú, desgraciada, si no tienes dónde caerte muerta?
Joaquina, que estaba viendo la escena, sabía que Petrita iba en serio. Le había hablado de su intención de marcharse para alistarse a las milicias; la había convencido un novio que le había salido hacía un par de meses, y que le tenía el seso absorbido. Joaquina le advirtió en varias ocasiones que espabilase y no se dejase llevar, que las cosas no eran ni tan fáciles ni tan drásticas como se las mostraba ese novio suyo.
—La calle es mejor sitio que esta casa, aquí no hay más que miserias. Prefiero morirme de hambre con los de mi condición a soportar un solo día más sus desprecios.
—Petra —doña Brígida sólo la llamaba así cuando se enfadaba de verdad—, cuida bien tus palabras…
—No me cuido de nada. Me voy y punto, ahora te haces tú la comida, doña perfecta, que te crees doña perfecta.
El tuteó fue lo que terminó de soliviantar a la pobre Brígida, que parecía no ganar para sustos en los últimos días.
—Vete de mi vista, y no vuelvas, ¿me oyes? No quiero verte por aquí, nunca.
Petra recogió sus pocas pertenencias deprisa, con furia contenida.
—No dudes que volveré —le espetó, acercándose tanto a doña Brígida que tuvo que echar la cara hacia atrás—, pero acompañada de un grupo de milicianos que defienden los derechos del pueblo en contra de aprovechados como tú y tu familia, explotadores de los pobres a cambio de migajas. Eso, en este país, se ha
acabao
. Abur.
Un silencio espeso se hizo en la cocina. Doña Brígida estaba petrificada. Joaquina se había echado unos pasos hacia atrás y se mantenía arrinconada con el fin de evitar recibir las iras que su señora tenía que soltar. Charito también se puso fuera del alcance de las iras de su madre, y se deslizó por el pasillo para encerrarse en su habitación hasta que pasara la tormenta.
Petrita, con un pequeño hato colgado en su brazo, alzó el puño en alto y gritó:
—¡A la lucha, muerte a los fascistas!
Después se marchó, dejando a la señora de Cifuentes en un estado de conmoción que, por primera vez en muchos años, estuvo a punto de hacerle perder el conocimiento de verdad.
Teresa, que había oído el jaleo desde su cuarto, salió corriendo tras ella escaleras abajo.
—Espera, Petra, por el amor de Dios, pero ¿adónde vas?
La cocinera se volvió pero no se detuvo.
—Señorita Teresa, lo siento por usted, que es la única que me ha tratado con respeto en esta casa. Pero esto se acabó. La revolución está en la calle, y yo no me puedo quedar ni un minuto más en una casa donde me explotan.
Habían llegado al portal y Teresa la cogió del brazo para obligarla a detenerse.
—Pero ¿quién te ha metido a ti todas esas ideas en la cabeza?
Petra bajó la mirada al suelo, sin decir nada, como si le hubiera dado vergüenza decir aquellas cosas a Teresa. Estaba claro que no eran ideas suyas, ella nunca habría llegado a pensar así.
—Yo tampoco aguanto a mi madre, ni a mi padre. Y comprendo que mi hermana Charito es una impertinente maleducada. Pero en esta casa no te ha faltado nunca de nada, Petra, siempre has tenido un plato caliente, una cama, ropa que ponerte y un sueldo que se te ha pagado religiosamente cada semana. Has aprendido un oficio. ¿Quién te está explotando?
La criada tenía los ojos enjugados de lágrimas, pero consiguió contenerse. Sus sentimientos eran muy confusos. No sabía si las lágrimas que se estaba tragando eran de rabia o de pena. La disyuntiva entre seguir los designios de su novio, en una aventura que no sabía muy bien adónde la iba a llevar, o la de quedarse en la seguridad de la casa, aguantando los desplantes de la señora, le resultaba muy complicada. Ella nunca había tenido la necesidad de pensar más allá de cuánta cantidad de sal echar al guiso, o cuántos kilos de patatas necesitará para la semana. Nunca se había preocupado por su futuro, por lo que iba a ser de ella. Por eso estaba confusa.
En ese momento, Teresa oyó un crujido, se volvió y atisbó a Modesto, con la puerta medio abierta y la oreja pegada a ella, escuchando la conversación. Cogió a Petra del brazo y la sacó a la calle. Caminaron unos pasos hasta alejarse del portal indiscreto.
—Mira, Petrita, las cosas en la calle están muy mal.
—No me lo diga usted, señorita, que eso ya lo sé yo.
—¿Adónde vas a ir?
—Pues con mi Paco. Vive en un cuartito de Lavapiés, sabe usted. Ahí estaremos muy bien los dos juntitos. No es muy grande, no le digo yo que lo sea, y poco ventilado, que parece que no ha llegado ni una pizca de aire desde hace años, pero en invierno será confortable porque se calienta en seguida con un infiernillo pequeño, y además tiene poco que limpiar.
—¿Y de qué vas a vivir?
—Pues no sé. El Paco me encontrará algo.
—Y si no encuentra nada, ¿te va a mantener tu Paco?
Ella la miró indecisa.
—Mi Paco es carpintero, pero lleva meses sin trabajar y sin cobrar por lo de las huelgas y eso. Y ahora, la carpintería está cerrada porque el dueño —calló un instante indecisa—, bueno al dueño lo mataron el otro día no se sabe quién. Mi Paco se alistó y sube a la sierra por la mañana, pero regresa por la tarde. Él me ha dicho que me aliste, que las mujeres también van al frente, que todos los brazos son necesarios aunque sean los de una hembra; además, en el frente dan bien de comer, y te dan ropa nueva, y una manta, y si tienen, pues me darán un arma, y dos duros al día —bajó los ojos al suelo, sin terminar de creerse lo que estaba diciendo—. Eso me dice mi Paco.
—¿Y crees que eso es lo mejor para ti?
Encogió los hombros, conforme.
—¿Por qué no lo iba a ser? Él me quiere. Si mi Paco dice que eso es bueno, pues lo será.
Aquella ingenuidad, casi infantil, provocó en Teresa un confuso sentimiento entre la pena y la ternura. Habían pasado veinte años de la llegada de Petrita a la casa, unos meses después de nacer Teresa. Petrita sólo recordaba inquietos retazos de aquel día: el hatillo que preparó su madre guardando, primorosamente, la poquita ropa que tenía, el intenso frío, con un aire denso que la hacía tiritar, la escalera de aquella casa enorme, y el abrazo que le dio su madre con los ojos llorosos, haciéndole prometer que se portaría bien. La madre de Petra conocía a don Eusebio de cuando pasaba consulta en los dispensarios de los barrios humildes de Cuatro Caminos. Estaba muy enferma, y temía morirse y dejar en el desamparo a la niña que entonces contaba apenas diez años. La ofreció como quien ofrece un saco de garbanzos, buenos y baratos. Doña Brígida se negó al principio, pero no tuvo más remedio que aceptar porque así lo quiso don Eusebio, en un extraño gesto de humanidad, muy raro en él, imponiendo a la madre la condición de que no volviera a aparecer nunca más por la casa; si lo hacía o la veía por los alrededores siquiera, la niña se iría a la calle. Joaquina le había contado a Teresa que Petrita lloró la ausencia de su madre durante muchas noches; apenas descansaba y por las mañanas andaba torpe y falta de atención, lo que provocaba la ira de doña Brígida, dándole un trato tan humillante en opinión de Joaquina, que ella misma se atrevió a quejarse a don Eusebio. Aunque la cosa, en principio, pareció suavizarse un poco, lo cierto era que el trato que dispensaba doña Brígida a las dos criadas era denigrante. Durante los primeros meses, Petra mantuvo la esperanza de que algún día su madre volvería a buscarla. Pero el tiempo pasó, y su sentimiento de ausencia se tornó en odio hacia su madre. Después de muchos años, tuvo el valor para regresar al barrio de donde la había sacado; allí se enteró que había muerto de tuberculosis, en completa soledad, dos meses después de dejarla en aquella casa. A partir de ese momento, los remordimientos por haberla culpado de un obligado abandono se tornaron en un odio acérrimo a don Eusebio porque podría haberla curado si hubiera querido; sin embargo, no lo hizo, la había dejado marchar y, con ello, la había dejado morir. También odiaba a doña Brígida porque lo único que había recibido de ella era el desprecio más absoluto hacia todo su trabajo, a pesar de que sabía que no podía prescindir de ella ni de sus guisos.
Aquel día resultó la culminación de veinte años de extraños sentimientos de culpa y odio; como decía su novio, sin conocer su historia, había llegado el momento de la venganza para los desfavorecidos, y ella era una de esas desfavorecidas. Había llegado su momento. Haría pagar todo lo que le habían hecho sufrir.
Teresa, en el fondo, comprendía la actitud de Petrita, incluso llegó a envidiar su decisión; ella deseaba hacer lo mismo, salir de aquella casa dando un portazo, pero no se atrevía. Su padre tenía razón cuando, ante algunos gestos de rebeldía, le había reprochado que el temor de un futuro incierto, al margen de la seguridad que le proporcionaban la casa y el amparo del dinero, podía más que sus ansias de libertad.
La voz rígida y bronca de la madre desde la ventana del balcón rompió la serenidad que se había creado entre las dos mujeres.
—¡Teresa, sube a casa inmediatamente!
Petra miró con desprecio hacia doña Brígida, luego volvió sus ojos a Teresa.
—Tengo que irme, señorita Teresa. Guárdese bien de este desaguisado, que aquí nadie se libra de ser paseado.
—¿Qué quieres decir con eso?
Petra bajó la mirada un instante, se metió la mano en el bolsillo de su vestido y sacó un papel. Cogió la mano de Teresa mirando hacia el balcón donde estaba doña Brígida y se lo entregó.
—Son las señas de mi Paco. Si algo le pasara a usted, señorita Teresa, vaya y pregunte por mí. ¿Lo hará?
Teresa cerró la mano y sonrió a la criada.
—Claro que lo haré, Petra. ¿Y tú, harás lo mismo si me necesitas?, ¿me llamarás?
Petra esbozó una sonrisa poco convencida y afirmó moviendo la cabeza. Echó a andar en cuanto oyó de nuevo la voz chillona de doña Brígida.
—Mala madre, que te parta un rayo, cerda asquerosa —murmuró, sin que nadie más que su propia conciencia, oyera la retahíla de insultos que a cada paso soltaba por la boca.
Desayuné solo, como cada día. Tras una buena ducha, me encerré en mi estudio y me senté frente al ordenador; coloqué la foto y las cartas de Andrés sobre la mesa, convertidos para mí en fetiches necesarios. El día amanecía gris y lluvioso, desleído en un cielo mortecino. El ambiente melancólico del otro lado del cristal envolvía mí estado de ánimo en la calidez del estudio, solo, en silencio, con el rumor de fondo, amortiguado y tibio, de las gotas chocando contra las baldosas desnudas del patio de luces.
Encendí el ordenador. Ante la página en blanco de la pantalla, con los dedos inmóviles sobre el teclado, esperé con paciencia la llegada de los personajes, su presencia ubicua, anhelé suplicante el susurro de sus palabras, sus historias, sus vidas, que se introdujeran de una vez en mi cotidianidad para convertirme en el instrumento necesario de su relato. Consumido por la agarrotada parálisis, decidí abrir un libro y arrojarme al reconfortante abrazo de la lectura. Absorbido en los últimos capítulos de
El conde de Montecristo
el tiempo transcurrió sin apenas darme cuenta, como en una buena tertulia en la que las horas parecen segundos y desaparece la prisa. Llegué a la parte en la que Maximilien Morrel lee la carta que Edmond Dantès le deja como despedida:
«Sólo aquel que ha experimentado el infortunio es capaz de sentir la extrema felicidad. Hay que haber deseado la muerte, Maximilien, para saber apreciar la dulzura de la vida… Vivid y sed felices… hasta el día en que Dios se digne a revelar al hombre el futuro, toda la sabiduría humana se hallará en estas dos palabras: ¡Confiar y esperar.»
Levanté la cabeza al oír cerrarse la puerta de la casa. Tardé un instante en comprender que se trataba de Rosa que, una vez terminada su tarea, se había marchado. Nunca se despedía; era como un ser invisible que se deslizaba sigiloso por los rincones de la casa, etéreo, casi incorpóreo. Se había acostumbrado a evitar mi presencia no visible, siempre enclaustrado, incluso trataba de evitar cruzarse conmigo mientras navegaba con sus trastos por los rincones del piso. La puerta de mi estudio se había convertido para ella en un muro infranqueable que sólo se atrevía a traspasar cuando me ausentaba de la casa, momento que aprovechaba para dar una rápida pasada, siempre desde el quicio de la puerta, introduciendo el tubo del aspirador por los recónditos y complicados recovecos de aquella minúscula y atiborrada estancia. En alguna ocasión me alegó (en un tono maternal, como hablan las madres a los hijos ya maduros, en ese discurso que saben hueco y vacío pero que repiten por inercia, con la esperanza, cada vez más remota, de que alguna vez se les haga caso) que debería dejarla algún día hacer una limpieza a fondo de mi guarida (así se refería a la habitación en la que trabajo, y a mí no me disgustaba esa denominación) más allá del brazo alejado y aséptico que aspiraba el polvo del suelo, para limpiar el polvo de la superficie de los libros y maderas que se había ido acumulando a lo largo del tiempo, como una pátina probatoria de que aquél era mi santuario, exclusivo y excluyente.