Las trompetas de Jericó (19 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: Las trompetas de Jericó
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—¿Los
tabotat
originales?

Churchill se sorprendió.

—¿Es que pueden no ser originales?

—Cualquier antropólogo medianamente instruido sabe que existen miles de
tabotat.
Incluso hay media docena de ellos en Gran Bretaña, criando polvo en las vitrinas de los museos o en los gabinetes arqueológicos de las universidades.

—Creía que sólo existían dos.

—Y sólo hay dos, auténticos, los del Arca de la Alianza de Israel, pero en Etiopía cada iglesia dispone de copias ceremoniales y algunas de esas copias han llegado a Inglaterra.

—Me temo que los que tienen los alemanes son los verdaderos —dijo Churchill.

—Al parecer, los vinculan a una arma poderosa —intervino Menzies—. Hemos analizado el asunto y hemos llegado a la conclusión de que el loco de Hitler intenta usarlos como arma, como hicieron los israelitas en Jericó. ¿Tiene eso algún sentido o son meras lucubraciones?

—Tiene todo el sentido del mundo. Si tienen los
tabotat
originales pueden reconstruir el Arca y si, además, consiguen el Nombre Secreto pueden obrar por el Arca.

—¿Nombre Secreto? —preguntó Churchill—. ¿Obrar por el Arca? ¿A qué te refieres?

O'Neill contempló el avance de la noche a través de la ventana. Luego apuró su whisky y miró a Menzies y a Churchill alternativamente.

—Pueden ganar la guerra —admitió.

Churchill dio un respingo.

—¿Ganar la guerra? ¡Ya la tienen perdida! Es sólo cuestión de tiempo.

—Puedes creer que si consiguen el poder del Arca ganarán la guerra, Winston —dijo O'Neill seriamente, mirándolo a los ojos.

—Hace meses que tienen los
tabotat
—dijo Churchill—. ¿Cómo es que continúan perdiendo la guerra y replegándose en todos los frentes?

—Probablemente porque no disponen del Nombre Secreto necesario para obrar por el Arca, la clave que la hace funcionar. Hay una palabra o una frase llamada
Shem Shemaforash
o Nombre Secreto de Dios. El que la posee y posee el Arca tiene asegurado el dominio del mundo.

—No quisiera perder el tiempo con supersticiones judías —dijo Churchill.

—¿Entonces para qué me has llamado, Winston? Si tenemos que seguir adelante con esto, será mejor que nos otorguemos mutua confianza. Tú eres historiador, Winston. Quizá no ignores que en el envés de la historia discurren corrientes secretas que modifican los acontecimientos.

Churchill asintió.

—Existen dos antiguas sociedades secretas cuyo objetivo consiste en la recuperación del
Shem Shemaforash
—prosiguió O'Neill—: Lámpara Tapada y el Sionis Prioratus, además, lógicamente, de la Iglesia. La Palabra Secreta constituía el tesoro más preciado de los templarios, pero con la disolución de la orden se perdió, aunque se sospechaba que uno de los últimos templarios, un tal Vergino, pudo recogerla en ciertos diagramas y signos que esculpió en una roca cerca del monasterio donde se había refugiado, en el sur de España. En 1912, el Vaticano, los judíos y los representantes de ciertas dinastías europeas acordaron aunar esfuerzos para encontrar la Palabra Secreta. Con tal fin, una comisión denominada la Sacra Logia Pontificia de los Doce Apóstoles se desplazó al antiguo monasterio de Vergino.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Porque mi padre formaba parte de esa comisión por delegación de Lámpara Tapada.

—¡Un momento! —exclamó Menzies—. El judío que nos envió el mensaje cifrado viajaba al sur de España con una expedición alemana que buscaba una inscripción.

—Entonces todo encaja —observó O'Neill—. Ya sé de qué se trata. Los alemanes buscan la inscripción de Vergino en la Piedra del Letrero. Y no la han encontrado, debo añadir.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque no existe ya. La Gran Guerra disolvió el proyecto de los Doce Apóstoles, pero después de la contienda, el Sionis Prioratus localizó la Piedra del Letrero. La inscripción de Vergino estaba borrada.

—¿Quiere esto decir que los alemanes andan a ciegas?

—No, me temo que no. Los alemanes ocupan gran parte de Europa y están en París. Tienen a su alcance, si saben buscarlos, los papeles de la Ordem Soberana do Templo de Jerusalem, cuyo gran maestre, Louis Plantard, perteneció también a Lámpara Tapada. Es posible que ahí encuentren algo.

Churchill intentó cruzar las piernas pero desistió, estaba demasiado gordo. Cambió de postura en el sillón.

—Si ellos consiguen el
Shem Shemaforash
—conjeturó O'Neill—, pueden apropiarse del poder del Arca.

Churchill reflexionó en silencio, con el ceño fruncido y las manos en las rodillas. Aquel asunto lo irritaba terriblemente.

—Yo no puedo decirles a mis aliados que los alemanes poseen un talismán mágico con el que podrían derrotarnos. El primer ministro de la Gran Bretaña no puede admitir esa clase de creencias, menos aún en esta fase tan delicada de la guerra.

—La amenaza no desaparece simplemente por ignorarla —observó O'Neill.

Churchill asintió en silencio.

—Te diré lo que vamos a hacer, buen amigo. Yo, como primer ministro, la ignoro, pero Menzies pone a tu alcance los medios necesarios para que te ocupes de ella.

—¿Yo?

—¿Quién está mejor situado que tú para comprender este jodido asunto? La patria te llama, amigo mío. Empuña tu sable y galopa a nuestro lado. ¡Somos lanceros de Waterloo! —dijo el premier con limitado entusiasmo, y luego, rebajando algo el tono, añadió—: O en Balaklava.

Balaklava, la llanura donde la famosa brigada ligera resultó aniquilada por los cañones turcos en una carga tan ciegamente heroica como inútil.

O'Neill comprendió y asintió.

25

El fichero constaba de nueve cajas ordenadas por orden alfabético. La ficha que buscaban estaba en la tercera.

—Aquí la tienes —dijo el coronel archivero, un viejo amigo de Arthur Walhead—: Therese Fletcher, nacida en Hambrook, Bristol, el 14 de agosto de 1908, hija de Thomas Andrew Fletcher, funcionario de la carrera diplomática fallecido en 1939 después de ejercer diversos cargos en las embajadas de Su Graciosa Majestad en Honduras, Lisboa y Washington y posteriormente como secretario de embajada en Estambul, Berlín y París. Aquí está la lista de los colegios en los que Therese estudió durante la peregrinación paterna. Eso explica que hable tantas lenguas.

—Debí suponer algo así —dijo Arthur—. ¿Dice algo más personal de ella?

—¿Quieres saber si está casada?

—Algo así.

—Está soltera. Al menos lo estaba cuando se enroló en los Servicios Femeninos, hace tres años. —El coronel se quedó mirando la fotografía y añadió—: Es una mujer muy guapa. No quedan muchas solteras así en el reino.

—No, supongo que no —respondió Arthur con cierto embarazo.

—Pues, a ella, muchacho. La guerra no va a durar toda la vida. Hay que aprovechar cada minuto. Después vendrán los héroes del frente con hambres atrasadas y nos las levantarán todas.

Se cruzaron las miradas y el coronel se sonrojó ligeramente. Había hablado con su amigo en el mismo tono que usaba con los compañeros de sección, funcionarios del MI 5 que sólo arriesgaban la piel como cualquier civil en el bombardeado Londres. Pero Arthur, aunque residiera en Londres, sobrevolaba Alemania dos veces por semana, al frente de una formación de bombarderos de la que estadísticamente un veinte por ciento no regresaba. Era como jugar a la ruleta rusa con un revólver de diez balas, ocho veces al mes, noventa y seis veces al año. De pronto comprendió por qué un comandante que podría quedarse tranquilamente en tierra después de planear la misión se empeñaba en acompañar a sus hombres y comprendió también por qué se obstinaba en permanecer solo, fiel al recuerdo de su mujer muerta.

—¿Irás esta noche por el Savoy? —preguntó Arthur.

—Por supuesto que iré —sonrió el coronel, devolviendo la ficha a su lugar—. Y esta información confidencial te costará dos martinis.

—Nos vemos allí entonces.

Tomó la gorra del perchero y se disponía a salir cuando el coronel le dijo:

—Arthur.

—¿Sí?

—Me alegraría si volvieras a tener una mujer a tu lado. Lo necesitas mucho.

Arthur Walhead sonrió tristemente. Salió de Park End, número doce y caminó pensativo por la acera. Era martes, uno de los dos días del servicio voluntario de Therese en el hospital. Al cruzar Picadilly Circus, esquivando un chirriante tranvía, Arthur vio que la floristería de la esquina estaba todavía abierta y entró. Atendía una señora muy vivaz, a pesar de su edad avanzada.

—¿Qué desea el señor?

—Un ramo de flores que sea... no sé... discreto. Es para una señorita que trabaja en un hospital.

—Le haremos entonces un ramo patriótico —dijo la florista—, con flores de los prados de Inglaterra, de color rojo, azul y blanco. Media libra.

—Muy bien.

La señora compuso el ramo con destreza profesional. No era ostentoso, apenas un
bouquet.

—¿Lo llevará usted mismo o se lo enviamos?

—¿Pueden enviarlo?

—Sí, señor, tenemos un servicio de recaderos. Sólo incrementa el coste en tres chelines si es dentro de la
city.

—Es dentro de la
city
—repuso Arthur—. Le escribiré la dirección.

—Verá cómo le encanta —sonrió la anciana—. Aunque vivamos tiempos difíciles hay que practicar la galantería, ¿verdad?

26

Estaba hermoso París. Las amplias avenidas, las anchas aceras sombreadas por potentes plátanos, las elegantes fachadas de piedra con tejados de pizarra, las plazas con monumentos de bronce, los parques, los jardines, la animación que no había decrecido a pesar de la guerra y de la ocupación alemana, los cafés con terraza, los músicos callejeros, los puestos de libros, de grabados, de flores, a lo largo del Sena, los tenderetes de los mercadillos, las iglesias, los teatros, los cines, los cabarets, los museos... Diríase que París no estaba en guerra, si no fuera porque abundaban los alemanes de permiso con sus uniformes grises, con guías y cámaras fotográficas en la mano, y porque la bandera de la cruz gamada ondeaba en algunos edificios requisados por el gobierno militar. También, quizá, se detectaba la guerra en la escasez de automóviles, en la abundancia de bicicletas y en que a muchos ciudadanos, que habían adelgazado considerablemente, debido a las privaciones, les quedaba la ropa excesivamente holgada. Pero la vida continuaba.

El barrio latino bullía de actividad, las tiendas de ropa del Boulevard Saint Michael, las terrazas de los cafés con veladores de mármol y sillas plegables de madera, los músicos callejeros en torno a la estatua de Danton. Había menos género que de costumbre en los escaparates
art nouveau
de las pastelerías de la rué l'École de Medecine, en las que parte de los expositores de acero inoxidable permanecían vacíos o mostraban la escasa dulcería que permitía la guerra. No obstante, la actitud de los parisinos era la de siempre, la alegre displicencia...

—No parece la capital de una nación derrotada —observó Von Kessler desde el Renault 1934 que los transportaba.

—Es que París lo digiere todo —comentó Zumel.

Almorzaron en Le Poulidor, en la rue Monsieur-le-Prince.

—¿Qué comerán los señores? —preguntó el maitre, solícito—. Si me permiten una sugerencia, les recomiendo las
andouilles à la bordelaise.

—Suena bien —dijo Von Kessler—. ¿Eso es carne o pescado?

—Carne, monsieur.

—Está bien. Eso mismo y cerveza.

Comieron con apetito las morcillas rellenas de intestinos y estómago de cerdo picado menudo y aderezadas con pimienta y especias.

A los postres, Von Kessler encendió un cigarrillo rubio de los que las SS requisaban de los paquetes de los prisioneros enviados a través de la Cruz Roja, y se mostró satisfecho.

—No parece que los hunos hayamos estropeado la ciudad —comentó, observando la animación callejera.

—A la caída de Napoleón la ocuparon los cosacos, quienes para pedir un vaso de aguardiente decían
bistró, bistró,
o sea, rápido, rápido. París adoptó inmediatamente la palabra para designar un tipo de restaurantes. París lo digiere todo.

Von Kessler miró a Zumel con interés.

—¿Conoce usted París?

—He estado aquí algunas veces.

Estuvieron un minuto en silencio, en el que se limitaron a observar a los viandantes.

—Creo que estamos perdiendo el tiempo, que esta historia del Arca es tan inútil como la matanza de judíos. No es nada personal, pero esto de hacer de carcelero de un cabalista judío que no sabe lo que está buscando me parece un desperdicio lamentable de recursos. Si han decidido que no sirvo para el frente podrían tenerme en un ministerio, creo que sería más útil por mi experiencia de varios años en carros de combate. A menudo he soñado con ayudar a diseñar un tanque superior a todos los conocidos. Incluso en mis ratos libres hacía bocetos. Sin embargo, llevo meses uncido a este proyecto demencial.

—¿Insinúa que el
Reichsführer
está loco?

En otro tiempo hubiese castigado la insolencia del judío con una bofetada y quizá en otro tiempo más oscuro aún, con un tiro en la nuca, pero ahora, después de sentir un licor amargo en la garganta, sólo se le ocurrió decir:

—Alemania está usando una burocracia considerable, varios ejércitos con sus armas automáticas y sus municiones, preciosos recursos ferroviarios, costosas técnicas de ingeniería, hombres de ciencia dedicados a la investigación y al desarrollo, todo para conseguir unos fines que no tienen significado económico ni militar, sino meramente sicológico.

Era la primera vez que se atrevía a expresar aquella crítica en voz alta. Recordó el concierto en el campo de Auschwitz y sonrió amargamente.

—Creo que es hora de acostarse —dijo mirando el reloj—. Mañana nos espera un día muy ajetreado.

27

Londres

Therese Fletcher se pasó la tarde soñando despierta, sintiéndose como transportada en una nube. Había recibido las flores después del almuerzo, cuando salía de la cantina. Despertaron la curiosidad de sus compañeras. El ramo llevaba una escueta tarjeta, algo cursi: «Que esta pequeña muestra de la belleza del campo inglés te acompañe. Con mis afectuosos saludos, Arthur Walhead.»

Por la tarde, de vuelta al ministerio, miró con indiferencia la montaña de papel que esperaba traducción sobre su mesa de trabajo: cartas ocupadas a prisioneros, impresos, periódicos, octavillas, un material diverso procedente de más de veinte departamentos estatales, todos convencidos individualmente de que su material requería prioridad absoluta. Pero Therese no tenía prisa aquella tarde. Cada vez que daba curso a un trabajo se solazaba durante unos minutos en la contemplación de las flores, que había colocado sobre un archivo en un tarro de mermelada. Rememoraba su encuentro con Arthur, la mirada sincera de los grandes ojos azules del comandante, sus manos fuertes, su sonrisa franca. «¿Podrías enamorarte otra vez?», se preguntó. En los últimos doce años había conocido a media docena de hombres y se había sentido bien al lado de cada uno de ellos durante un tiempo, pero nunca se había sentido enamorada como lo estuvo de aquel tímido y distante profesor de Berlín, doce años atrás. Probablemente, si ninguna de sus parejas posteriores le había durado más de dos años era porque, en el fondo, esperaba un amor como aquél y el amor, el verdadero amor, el abandono absoluto a la persona amada, no lo había vuelto a sentir. En algún momento había pensado que estaba seca para el amor, que la delicada válvula que abre el corazón a la esperanza se le había quebrado en Berlín. Pero ahora se sentía nuevamente arrebatada, si no por el amor mismo, por la premonición luminosa de que aquel hombre tierno que le enviaba flores podía devolverla a las sensaciones de antaño.

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