Las trompetas de Jericó (28 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: Las trompetas de Jericó
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—Aguardo con paciencia a que Ezequiel regrese y me abra los aposentos de su morada —decía Zumel, hablando como para él mismo.

—¿No te sirve la Estrella de los Templarios?

—Trabajo con su ayuda, pero hay que saber leerla y no es fácil. Necesitaría saber todo lo que mi padre sabía. O quizá necesitaría creer lo que él creía. Me temo que Dios se resiste a acudir a un hombre que duda de él.

—¿Dudas de él? En otro tiempo tuvimos frecuentes discusiones porque yo no creía, ¿recuerdas?

—En ese tiempo no se había desencadenado el Armagedón sobre mi pueblo, ni la miseria inmemorial sobre Europa. Ahora quedan pocas cosas que inciten a creer en Dios.

Cuando hablaba así era sincero. Sin embargo, a medida que profundizaba en los estudios cabalísticos le parecía que una renovada creencia se aposentaba en su corazón, ya que no en su cerebro, y que el extraño Dios que habita en los números y en las proporciones, el mismo Dios hosco que se manifestaba a su pueblo en el desierto, había tomado posesión de su casa nuevamente y se apoyaba en él, en Zumel Gerlem, como en un escabel invisible. Seis escabeles tenía el trono de Salomón, recordaba, y el séptimo era Salomón mismo. También él se veía a veces como su propio escabel, a los pies de Dios, aupándose para alcanzar el misterio infinito que generaciones de cabalistas habían explorado e iluminado antes que él, las manos muertas y encendidas que regresaban del remoto pasado para iluminar su camino en las agotadoras jornadas de la sinagoga.

Un día, a primeros de junio, tuvo un sueño. Como todos los mortales, Zumel soñaba cuando dormía, pero, al despertar, no solía recordar lo soñado. Aquel sueño fue una excepción porque cuando despertó lo recordó punto por punto y su recuerdo lo acompañaría durante el resto de su vida. Soñó que había penetrado en la cueva de Machpelah, y que una escalinata burdamente tallada en espiral conducía hasta la cámara funeraria de tres nichos con las paredes decoradas con extrañas pinturas. Entonces su padre, el rabino Moshé Gerlem, apareció a su lado con la cabeza cubierta por la toquilla de oración y le dijo:

—Hijo mío, ten cuidado con la lepra en la boca, y con la gangrena en el muslo.

Zumel sabía que la gangrena en el muslo era el atributo del Rey Sagrado que primero se sacrificaba para que el mundo se fecundara con su sangre y después solamente se hería en el tendón del tobillo, en recuerdo de aquel sacrificio.

—Padre —se oyó decir en sueños—. Estoy perdido y busco la Palabra que no se nombra.

—Está escrita en la piedra negra del trueno —respondió su padre—, en la piedra roja de la tempestad.

—Tengo las piedras, padre, pero no consigo descifrarlas.

—¿Te han instruido sobre el 110? En él reside la esencia del secreto, la proporción del diámetro del círculo a su circunferencia, de siete a veintidós. Siete vocales y veintidós letras: ése es el camino del
Shem Shemaforash,
ésa es la proporción de la geometría que lleva al Nombre. Estudia las medidas del Arca y hallarás el camino seguro.

—Lo he buscado en los libros, infructuosamente, padre.

—No está en los libros. No se escribe ni se pronuncia: se sugiere a través de siete objetos que, en cierto orden, componen las iniciales del Nombre. Ese Nombre, que le dio a Moisés poder para las siete plagas, te lo dará a ti contra el Leviatán nazi: la doble iod y la doble álef encierran el Nombre y lo refuerzan. Son las dos columnas de la vida.

La imagen del rabino Gerlem se desvaneció entonces y en su lugar apareció Ruah Kezarit, el espíritu que infunde las pesadillas. Dentro del sueño, Zumel se durmió y tuvo la visión espantosa del serafín, en su terrible versión oriental, antes de que la tradición lo metamorfoseara en ángel. El serafín antiguo era una encrespada serpiente dotada de finos brazos rematados en garras. Lo peor no era su espantable visión sino el silbo ominoso que emitía y la constante vibración de sus escamas de bronce. Zumel sabía que el atributo del serafín era el pánico, y se esforzó por dominarse cuando clavó sus ojos fascinadores en los suyos para que, a través de ellos, contemplara las fuerzas del mal. Zumel sintió la sucesiva presencia de Lilim, que habita en los roquedales de los desiertos; de Shabiri, que se oculta en el abismo de las aguas quietas; de Seirin, que acecha en los acantilados; de Shedim, el de los pies escamosos; de Ruhim, el hocicudo; de los brujos Mazzizim; de Ruaj Solo, que provoca la catalepsia; de Ben Nefilim, el señor de la epilepsia.

Después de transitar los horrores y las visiones, Zumel despertó del sueño y se encontró a la sombra de la acacia que habita la Diosa Madre. Abrió los ojos y contempló las flores blancas y las largas espinas. El sol se deslizaba como una miel espesa por el tronco cuya madera no se pudre en el agua.

—La voz divina le habló a Moisés desde una acacia —se oyó decirle a Von Kessler desde su voz antigua, en la plaza de una polvorienta aldea española—. De madera de acacia se construyeron las tres Arcas: el Arca de Noé, el Arca de Moisés, y el Arca de la Alianza. También las otras arcas sagradas de los armenios y de los egipcios.

Un torbellino de polvo recorrió la plaza. Al fondo había una iglesia de piedra con un delgado campanario octogonal rematado en punta. Unos ancianos miraban pasar los días a la sombra de unos soportales, silenciosos.

Zumel le mostró a Von Kessler la cabeza de asno de oro de Dora, el perro dorado de Salomón, el cetro dorado de David y el oro de las cúpulas de Jerusalén fundada por el dios de los pastores, el dios sol egipcio Set, representado en un onagro, que se convirtió en Dios de Israel con el nombre de «Soy El que Soy» antes de prohibir su representación.

En el sueño, Von Kessler había recuperado su mano, su pierna, su ojo y su apostura de antaño, pero no iba de uniforme. Vestía la misma túnica sencilla de Zumel. El anciano Gerlem le puso su mano sarmentosa sobre la cabeza y lo bendijo.

—Con siete árboles ha construido la Sabiduría su Templo —dijo la voz del Arca—. La Palabra habita en el bosquecillo de siete árboles, cada uno con su atributo, a saber: Realeza, Poder, Sabiduría, Prosperidad, Santidad, Amor y El que no se nombra.

Zumel, en su sueño, salió de la acacia y se encontró rodeado del bosque sagrado que formaba un oasis en medio del roquedo y la arena. Reconoció el sauce, el coscojo, el olivo, el almendro, el terebinto, el granado y el membrillo.

Miró hacia atrás y vio que Moshé Gerlem lo seguía, cojeando en su ancianidad, y que Von Kessler le ofrecía su brazo recuperado para que pudiera caminar.

—El primer día, Rafael te tomará de la mano y honrarás al sol bajo el olivo que alimentó a Elias —dijo el anciano. Zumel comprendió y las palabras fueron como un deslumbramiento.

»El segundo día —prosiguió el anciano—, Gabriel te tomará de la mano y honrarás a la Luna debajo del sauce.

»El tercer día, Sammael te tomará de la mano y honrarás a Nergal bajo el coscojo.

»El cuarto día, Miguel te tomará de la mano y honrarás a Nabu bajo el almendro, la vara de Aarón.

»El quinto día, Izidkiel te tomará de la mano y honrarás a Marduk bajo la rama del terebinto que dio sombra a Abraham.

»El sexto día, Hanael te tomará de la mano y honrarás a Ishtar bajo el membrillo, para que su dulzor llene tu boca.

»El séptimo día, Kefarel te tomará de la mano y honrarás a Ninib bajo el granado, delante de Dios viviente.

El Anciano de los Días había entrecerrado los ojos. Cuando terminó su letanía los abrió y dijo:

—Para que el sol caliente o abrase; para que la luna nutra o marchite; para que Nergal robustezca o debilite; para que Nabu inspire o engañe; para que Marduk fecunde o esterilice; para que Ishtar inspire o confunda; para que Ninib santifique o maldiga.

Entonces Zumel se atrevió a preguntar:

—Padre, ¿dónde encontraré la sabiduría?

—En todos y cada uno de esos árboles —respondió la sombra desvaneciente—, pero descansarás a la sombra del membrillo para que su dulzor haga más llevadero el trago amargo, porque el Poder te arrebatará como a Elías, en un carro de fuego.

Comprendió que la respuesta estaba en los árboles, en el alfabeto sagrado de los árboles.

41

Francia, 1 de junio de 1944

Fritz Appen, cabo de la 122 Compañía de Transmisiones, destacado en el Puesto de Reconocimiento de Comunicaciones del V Ejército en Turcoing, al norte de Lila, consultó el reloj. Faltaban tres minutos para las siete y media de la tarde, la hora en que la BBC transmitía sus consignas para la Europa ocupada. El cabo abandonó la construcción de una maqueta de la torre Eiffel con palillos de dientes partidos, se dirigió a la sala de radio, ocupó su lugar frente a un potente receptor Telefunken 37 y se colocó los cascos. La onda de la BBC oscilaba en el segmento comprendido entre Radio París, la emisora colaboracionista en la que el locutor Philippe Henry Pacquet se esforzaba, cada vez menos convincentemente, en explicarle a los franceses las bondades de la ocupación alemana, y la de La Voz del Reich, una emisión dirigida a los soldados germanos repartidos por Europa. Al principio de la guerra se podía escuchar, porque sintonizaba buena música americana, pero desde que los Estados Unidos entraron en la guerra había degenerado lo indecible y sólo ponían valses de Strauss,
Lili Marlen, Horst Wessel Lied
y, lo peor de todo, no pasaba una semana sin que insertaran la versión completa de
La viuda alegre,
la opereta favorita del bienamado Führer.

Fritz Appen accionó el dial hasta situarlo en el punto óptimo. Había que sortear el chisporroteo de interferencias provocado por los canales alemanes dedicados a enturbiar la audición, en otro barracón de la Compañía de Transmisiones; pero, por lo general, sus colegas ingleses hacían un buen trabajo y la onda emitida desde la Bush House, en el centro de Londres, llegaba clara y nítida. Cuando la captó se reclinó en el asiento con el índice apoyado en la palanca de la grabadora, dispuesto a almacenar los mensajes. Hacía meses que estaban aguardando uno en particular.

En el receptor sonaron las notas de apertura de la Quinta Sinfonía de Beethoven y, a continuación, una voz timbrada dijo:
Et maintenant voici quelques messages personnels...
Comenzó la letanía de mensajes en clave para personas particulares, entre los cuales se colaban consignas para la Resistencia:

André llegó bien a Bagnols.

Las fresas van a subir.

Catherine ha tenido el niño.

El bosque encantado no tiene ardillas.

Mamá vendrá a la ciudad el martes.

Jacqueline se ha mudado a Nantes.

El cartero tiene un juanete.

Las rosas tienen más espinas que el año pasado.

Los sollozos largos de los violines del otoño.

Los sollozos largos de los violines del otoño...
Fritz Appen se sintió sacudido por un impulso eléctrico. ¿Qué había oído?
Los sollozos largos de los violines del otoño...
un verso de Verlaine que le resultaba vagamente familiar. Lo repitió, saboreando la suave cadencia de sus sílabas:
les sanglots longs des violons de l'automne.

De pronto cayó en la cuenta. Era el preaviso para la invasión. El contraespionaje alemán había penetrado decenas de redes de la Resistencia y conocía perfectamente el significado del verso de Verlaine: que la invasión se realizaría durante los quince días siguientes.

Klaus von Verra, de la comandancia de la Gestapo en París, instalada en un palacete de la avenue Foch, descolgó el teléfono y solicitó línea con el Destacamento Especial del Hotel Majestic. Un minuto después hablaba con Von Kessler.

—La BBC acaba de emitir el mensaje que esperábamos. La invasión se producirá durante los próximos quince días, pero el segundo aviso sólo lo recibiremos con veinticuatro horas de antelación.

—¿Lo saben en Berlín?

—Allí también lo han captado. En realidad lo han captado los servicios de escucha de todas las comandancias y regimientos. Los teléfonos están colapsados. Siento colgarte, Otto, pero aquí tenemos mucho trabajo.

Von Kessler depositó el aparato en su horquilla metálica y se quedó pensativo.

Quince días. El judío tenía un máximo de quince días para encontrar la Palabra. De lo contrario todo habría fracasado. ¿Y si la invasión se producía dentro de cuatro días, o de tres?

Cruzó el cuerpo de guardia donde el asistente Kolb, Burrho y Müller mataban el tiempo jugando al póquer y subió al taller del Arca. La puerta estaba cerrada. Permaneció un instante con el puño levantado, indeciso. Después llamó.

No se produjo respuesta.

Volvió a llamar, con más fuerza esta vez.

—Un momento —sonó la voz tranquila de Zumel. Descorrió un pestillo y abrió la puerta. El Arca estaba cubierta con una sábana. En una mesa auxiliar había un flexo encendido y un montón de papeles y notas.

—¡La invasión es inminente! Ya sé que usted hace lo que puede, pero en Berlín esperan que todo esté a punto para el momento del desembarco aliado.

Zumel asintió. Dijo: «Seguiré trabajando, Herr Kessler», y cerró suavemente. Von Kessler permaneció un instante frente a la puerta cerrada, pensativo. Después dio media vuelta y regresó a su despacho e intentó enfrascarse nuevamente en la lectura de
Decadencia del imperio romano
de Gibbon, pero la esperada noticia lo había distraído y no consiguió centrar su atención en la lectura. Su pensamiento voló a miles de kilómetros de distancia, a un lugar de Polonia llamado Stara Boznica, donde había una sinagoga del siglo XIV, la más antigua del país. Cuando las SS tomaron el pueblo reunieron a los judíos en la plaza. Algunos eran jóvenes revolucionarios sionistas que habían abandonado la religión mosaica por el socialismo; otros eran judíos practicantes y devotos. Un capitán SS sacó el rollo de la Tora de la sinagoga y lo extendió sobre el suelo como una alfombra.

—El que le escupa, salvará la vida —anunció—; el que se niegue a escupir será ejecutado en el acto.

Fueron desfilando los judíos de Stara Boznica y todos escupían entre las chanzas de los SS que contemplaban la ceremonia. En las academias de las SS les habían explicado que los judíos de apariencia liberal son, en el fondo, tan perniciosos como los otros e igualmente supersticiosos. Cuando le llegó el turno a uno llamado Max Redlicht, un hombre absolutamente descreído que, por supuesto, no pensaba que fueran sagrados unos viejos pergaminos miniados, se detuvo ante el pergamino manchado por decenas de escupitajos y, volviéndose hacia el comandante que mandaba el
Eisatzgruppen,
lo miró a los ojos y le dijo:

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