Las trompetas de Jericó (12 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: Las trompetas de Jericó
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La macedonia eran dos trozos de melón pasado y una uva, sobrenadando en medio de una taza de agua, aromatizada con una cucharada de meloja.

A Von Kessler no le gustó el tocino añejo. Cortó un trocito con el borde de la cuchara, lo probó y se lo tragó rápidamente con un generoso trago de valdepeñas. El chófer detuvo al mesonero cuando volvía con el plato a la cocina y rebañó los tocinillos con una sopa de pan.


Gut, gut!
—dijo en su precario alemán. Y añadió—: Tirar esto es pecado.

Luego solicitó el bicarbonato, se vertió un poco en la mano y se lo echó a la boca acompañándolo con un buen trago del botijo.

—Cuando ustedes manden —terminó, dirigiéndose a Von Kessler—. Servidor le va a echar agua al radiador.

El judío, cuando terminó su macedonia, solicitó ir al retrete. El mesonero le indicó que lo siguiera. Los dos gorilas de la Gestapo iban a levantarse, pero Von Kessler los contuvo con un gesto. ¿Adonde iba a ir un fugitivo en medio de aquel páramo desolado?

Zumel siguió al posadero por un pasillo oscuro hasta una puerta que daba al corral.

—Eso es lo que tenemos —dijo señalando una caseta de madera, al otro lado del gallinero—. En la pared tiene usted papel de periódico.

Se sorprendió de que el extranjero le contestara en sibilante español:

—¡Señor, por caridad, soy judío y estos hombres son alemanes que me llevan prisionero! Entregue esta carta en la embajada inglesa, en Madrid, donde le recompensarán. Aquí tiene también mi reloj. ¡Se lo suplico!

Y antes de que el mesonero reaccionara, le colocó en la mano un cilindro de papel del tamaño de un cigarrillo, atado con un hilo, y el reloj de pulsera suizo que le habían entregado en Berlín, con el resto de la ropa. Después regresó al comedor sin detenerse a orinar, temeroso de que sus custodios recelaran de su tardanza.

Terminaron de comer, Kuhlenthal pagó la cuenta y salieron a la plaza, donde el sol pegaba de lleno. Cuando estaban subiendo al coche, el mesonero los alcanzó, jadeante.

—Oiga, señor —dijo dirigiéndose a Zumel—, que se le ha caído esto en el corral.

Y le entregó el reloj.

Zumel, azorado, lo tomó y murmuró un agradecimiento.

Pernoctaron en una fonda de Tembleque, los gorilas de la Gestapo en una cama de matrimonio que arrastraron contra la puerta y Zumel en una cama turca plegable. El suelo era de madera con muchas grietas por las que se colaban los efluvios de las cuadras del piso inferior y la luz de los candiles de los muleros y arrieros cuando acudían a media noche a darle pienso a sus animales.

Zumel, molido del viaje, y quizá por eso desvelado, pensaba si podría arrastrarse hasta sus carceleros, que roncaban al unísono, profundamente dormidos, y degollarlos con sus propias armas como hizo la bíblica Judith con el enemigo Holofernes. No, no podría. La edad lo había vuelto cobarde y asustadizo. ¿Qué ocurriría con David? Si colaboraba quizá le perdonarían la vida. El mero hecho de escribir y ocultar tres copias de una carta dirigida a los ingleses le suponía reunir un gran acopio de valor.

Al amanecer, los viajeros se lavaron sucintamente en una palangana con el agua de una jarra que ellos mismos subieron de la cocina. Después desayunaron café de achicoria migado con magdalenas, una por barba. El chófer los esperaba junto al vehículo masticando parsimoniosamente un puñado de algarrobas que le había regalado un mulero. De vez en cuando escupía los escobajos, procurando acertarle a un perro callejero que se había parado a observarlo. El animal meneaba el rabo agradecido cada vez que lo alcanzaba un escupitajo.

A media mañana se aventuraron por un tramo de la carretera en obras y se perdieron en un atajo mal señalizado. En medio de la planicie manchega no sabían para dónde ir. Por suerte, dieron con un labriego que sacaba una parva de cebada en una era.

—Oiga, buscamos la carretera para Puerto Lápice —le gritó Kuhlenthal.

El campesino detuvo la collera y se quedó mirando a los viajeros que habían salido del coche a estirar las piernas.

—Si se esperan a que suba estos costales a las cámaras los llevo al camino —ofreció—. Y si esos dos pollancones me echan una mano, antes acabamos.

No era cosa de estarse allí toda la mañana. Von Kessler ordenó a Müller y Buhrro que ayudaran al labriego. Tardaron veinte minutos en subir dos docenas de costales de setenta kilos al sobrado de la casa.

—Ahora llévenos a la carretera, que tenemos cierta prisa —indicó Kuhlenthal.

El labriego se subió al estribo del Opel y se agarró al portamaletas con las dos manos.

—Tire usted para adelante —indicó al chófer.

A doscientos metros de distancia, el carril se bifurcaba en dos ramales. El labriego se apeó.

—Ahora tiran ustedes por este carril de la izquierda y a dos kilómetros o cosa así salen ya a la carretera de Puerto Lápice—indicó—. ¡Ea!, buen viaje.

Y sin esperar respuesta se volvió para su casa.

El chófer tomó el carril indicado.

Von Kessler estaba indignado:

—¡O sea, que el camino estaba delante de nuestras narices y nos ha hecho subirle la cosecha al granero!

El chófer intercambió una mirada de complicidad con el judío a través del retrovisor.

—¡Joder con los del campo, qué tontos son! —comentó, cambiándose el palillo de dientes de un lado a otro de la boca.

El mediodía los tomó en Puerto Lápice, después de una avería en el último tramo del camino. Los repuestos escaseaban a causa de la posguerra, y normalmente procedían del desguace de otros vehículos del mismo o parecido modelo. A falta de la pieza, repararon provisionalmente el Opel, entre el chófer y el herrero del pueblo, con un trozo de chapa y un liguero de los calcetines de Herr Kuhlenthal.

Almorzaron en la venta de Villarta, donde volvieron a degustar el cocido español, con una rebanada de pan adulterado con serrín, como oportunamente señaló el chófer. El vaso de valdepeñas ligeramente repuntadillo apenas ayudó a trasegarlo, pero el postre redimió la comida: un auténtico flan, aunque algo oscuro, que el posadero disculpó porque estaba hecho de huevos serranos que tienen la yema «prieta como un cojón», así lo dijo. Aquella tarde tuvieron que parar media docena de veces a un lado de la carretera, sin un mal árbol bajo el que cobijarse, en mitad del calor, porque la comida les había soltado el vientre a Von Kessler y a los mocetones de la Gestapo.

—Hay que ver, manco y todo, lo bien que se arregla usted para bajarse los calzones y limpiarse el culo —alabó el chófer.

Kuhlenthal eludió la traducción y, después de cerrar la portezuela detrás de Von Kessler, advirtió al chófer:

—¡Limítese a hacer su trabajo y guárdese sus opiniones!

En la siguiente etapa el chófer se limitó a realizar su trabajo, pero Kuhlenthal notó que los iba metiendo en todos los baches del camino. «El orgullo español —pensó—. Se creen que son alguien. Aquí, hasta el más humilde ganapán tiene ínfulas de señor».

Durmieron en Santa Cruz de Mudela, en la fonda La Escrupulosa. Sólo había una habitación libre, que ocuparon Von Kessler y Kuhlenthal. Los demás tuvieron que acomodarse en un antiguo granero, en camas de tijera con colchón de borra. Zumel, agotado, porque las dos noches anteriores apenas había podido conciliar el sueño, se quedó dormido, a pesar del concierto de los grillos, la carcoma y los ronquidos.

A la mañana siguiente, a los pocos kilómetros de camino, el motor se recalentó porque el radiador perdía agua. Mientras un hojalatero realizaba una reparación de emergencia, Von Kessler tomó asiento en un ribazo de la carretera, a la sombra de un árbol, junto a Zumel. Intercambiaron algún comentario acerca del calor sofocante que levantaba calimas en la llanura y después de un silencio Von Kessler le preguntó al judío:

—¿Qué es la Cábala?

Zumel disimuló su sorpresa. No era muy corriente que un nazi se interesara por la más recóndita actividad de los judíos.

—Es una ciencia —respondió al fin—, algo así como una matemática sagrada o una química del espíritu divino. Se basa en ciertos textos de la Biblia. Según la Cábala, todo lo que existe en el mundo corresponde a un modelo ideal pensado por Dios. Dios creó el mundo dando nombres a las cosas. Nombrar es crear, evocar, sacar de la nada. Entender la esencia del objeto es poseer el objeto mismo, es tener poder sobre él.

Von Kessler frunció el ceño, sin entender.

—¿Conoce usted la fórmula del agua? —preguntó Zumel.

—H
2
O.

—Eso significa que la sustancia que llamamos agua contiene dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. El químico que conoce esa fórmula puede fabricar agua a partir de elementos simples, ¿verdad?

—Así es.

—Pues bien, el principio esencial de la Cábala sostiene que cada objeto de la creación tiene un nombre, una fórmula verbal, sonora y escrita, que contiene su esencia, un nombre que es como una fórmula de la que dependen su existencia y sus propiedades. Incluso sociedades bastante primitivas intuyen esa realidad y pronuncian palabras u oraciones mágicas para atraerse el favor de la divinidad o evitan palabras tabú que atraen la desgracia. La tradición judía sostiene que Dios reveló la Cábala en el Sinaí a Moisés, y él desarrolló la ciencia de conocer el nombre esencial de las cosas.

—Más bien Moisés le robaría ese secreto a los arios egipcios.

—Ya sé que eso es lo que enseñan en las escuelas SS —reconoció Zumel—. No discutiré con usted. Hay un antiguo proverbio hebreo que dice: «Contradice al látigo y recoge tus dientes.»

Von Kessler sonrió. Era la primera vez que Zumel lo veía sonreír abiertamente en los meses que llevaban juntos.

—¿Qué tiene que ver la Cábala con ese Nombre Secreto que hemos venido a buscar?

—¿Con el
Shem Shemaforash
? Según la Cábala, la potencia divina reside en el Verbo, en la Palabra. A Dios, como existencia, también le corresponde un nombre, el
Shem Shemaforash,
el Nombre Secreto impronunciable. Moisés y sus sucesores lo susurraban una vez al año delante del Arca para que el mundo siguiera existiendo. En Jericó hicieron tocar las trompetas para que nadie pudiera oír el
Shem Shemaforash
gritado por el sacerdote para demoler las murallas.

—O sea, que el que tiene el Nombre y el Arca tiene el poder —concluyó el alemán.

—Así es.

Von Kessler tomó una ramita seca y trazó unas líneas sobre el polvo.

—Hace miles de años que nadie ha musitado ese nombre ante el Arca —replicó—, y, sin embargo, el mundo sigue existiendo.

—Otra tradición judía asegura que el mundo se sostiene en los
Hasidei Ummot Haolam,
los treinta y seis hombres justos —respondió Zumel, serio—. El día que no existan esos justos perecerá; quizá Dios había previsto ese motor auxiliar para que el mundo siguiera existiendo mientras el
Shem Shemaforash
andaba perdido.

—¿Treinta y seis justos? —Von Kessler se encogió de hombros—. ¿Dónde están esos treinta y seis justos?

—Quizá usted sea uno de ellos. Ningún justo sospecha que pertenece a ese club limitado. Somos instrumentos del destino, o de Dios.

—¡Paparruchas judías!

—Probablemente sean paparruchas judías, pero usted me ha sacado del infierno de Auschwitz y me ha traído a este páramo español por ese motivo.

Von Kessler asintió.

—De acuerdo. Hábleme más de la Cábala.

—Su mecánica se basa en un principio relativamente simple: si los Textos Sagrados son inspiración directa de Dios, que simplemente usó un redactor humano como amanuense, esa emanación directa de Dios se plasma en un texto absoluto en el que el azar se reduce a cero. Un hombre sabio al que admiro escribió: «Un libro impenetrable a la contingencia, un mecanismo de infinitos propósitos, de variaciones infalibles, de revelaciones que acechan, de superposiciones de luz, ¿cómo no interrogarlo hasta lo absurdo, hasta lo prolijo numérico?» En la escritura revelada por Dios no puede haber nada que sea fruto de la casualidad. Una emanación directa y voluntaria de Dios tiene que participar de su propia perfección. Por lo tanto, el libro, que es parte de Dios mismo, resulta ser un sistema perfecto, cerrado, glorioso, a través del cual, por medio de su estudio, el hombre puede remontarse a la comprensión de la obra divina trascendiendo sus propios límites; el hombre puede elevarse por encima de las limitaciones de su ser hasta la inteligencia de Dios. El Libro es una escalera para llegar a Dios. Él no puede repudiar un acercamiento del hombre, puesto que le ha legado las claves de su obra en el Libro sagrado. La comprensión de la obra de Dios implica el conocimiento del mundo y de sus mecanismos. Conocer es poder. De ese modo la Cábala conduce al poder. El conocimiento absoluto de la palabra clave, el Nombre Secreto de Dios, el
Shem Shemaforash,
conduce al poder absoluto, al prodigio del Arca frente a los muros de Jericó.

Von Kessler había dejado de trazar signos sobre el suelo. Su único ojo miraba al judío. La primera vez que lo vio en Auschwitz le había parecido una criatura siniestra, un anciano receloso, un infrahombre irrecuperable; ahora el judío se había transfigurado, hablaba con aplomo y se servía del mismo idioma alemán que parecía forjado para expresar las consignas raciales de la nueva cultura aria, para exponer con hábiles argumentos los impenetrables razonamientos de una antigua sabiduría que trascendía los límites tanto de la magia como de la razón, iluminando una zona que causaba a un tiempo miedo y veneración.

—El conocimiento del Nombre de una cosa otorga poder sobre ella. El conocimiento de un dios da poder sobre él. El conocimiento del Nombre del Creador, del principio máximo, otorga poder sobre su obra, es decir, sobre la creación misma. Es el poder sin límites. Cuando el portador del nombre pronuncia el
Shem Shemaforash,
sus ondas vibratorias se expanden concéntricamente hacia innumerables centros y sus superposiciones o esquemas de interferencia forman nódulos de energía atrapada que se convierten en ígneos cuerpos rotatorios del firmamento. Ese sonido emitido, esa enunciación de la idea de Dios, es lo que los pitagóricos llamaban la música de las esferas.

—¡Viajeros al tren! —gritó el chófer, dando un par de palmadas. El hojalatero había terminado de remendar el radiador y Kuhlenthal satisfacía a regañadientes la abusiva cuenta.

—¡Hay que joderse —rezongó el artesano al retirarse—, los tíos son los amos del mundo y regatean por una peseta!

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