Read Las trompetas de Jericó Online
Authors: Nicholas Wilcox
Berlín, 20 de mayo de 1943
La noche estaba despejada. Desde el aire, Berlín, oscurecido para defenderlo de la aviación aliada, era una mancha negra por la que se deslizaba una serpiente de plata, el Spree, brillante a la luz de la luna. El
Hauptsturmführer
Von Kessler dejó de mirar, con su único ojo, por la ventanilla del JU-52 y contempló el anillo que adornaba su mano izquierda: la
Totenkopfring,
la más valiosa condecoración de las SS, un anillo de plata decorado con una calavera con dos tibias cruzadas debajo y unos signos rúnicos. Aquel anillo, que sólo lucían unas decenas de hombres escogidos, reforzaba las virtudes síquicas del portador, o al menos esa creencia se inculcaba a los reclutas en las academias de las SS. La ceremonia de la imposición, aquella misma mañana, en el despacho del
Reichsführer,
en la Prinz-Albrecht Strasse, había sido breve, emotiva e íntima. No habían asistido fotógrafos. No era buena propaganda para las SS que uno de sus héroes racialmente irreprochables, el atleta ario que sirvió de modelo para los carteles de la olimpiada de Berlín y que repetidamente había aparecido en las portadas de
Signal
cuando lo condecoraban Hitler en persona, o Himmler, estuviera ahora tuerto, cojo y manco, una piltrafa humana irrecuperable.
Entre las runas del anillo, cuyo significado Von Kessler entendía sólo vagamente, había una que se parecía a una U.
—
Untermensch
—murmuró amargamente—. Un infrahombre.
—¿Decía algo, capitán? —le preguntó un coronel de artillería, con los ojos orlados de profundas ojeras, sentado a su lado.
—No, no decía nada.
El coronel se quedó mirándolo.
—¿Dónde...? —Hizo un gesto vago que abarcaba todo su cuerpo o quizá, solamente, lo que restaba de su cuerpo—. ¿Dónde ocurrió?
—En Mozhaisk, cerca de Vladivostock.
—¡Ah, el frente del Este! —murmuró el coronel con una sombra de resignación, como si aludiera a un problema insoluble. Quizá el coronel era uno de aquellos derrotistas que pensaban que la guerra se perdería en el Este. Pero, prudentemente, no dijo más. Le había echado una ojeada a la calavera de plata del uniforme de su compañero y había preferido guardar silencio y cerrar los ojos para dormir.
Von Kessler percibía un cambio sutil desde su última visita a Berlín dos años atrás. Como entonces, gran parte de la población masculina en edad militar vestía uniforme, pero ya no observaban con envidia a los guerreros de las SS. Ahora los veían con recelo. ¿Qué había cambiado? Quizá no eran más que un hatajo de derrotistas íntimamente convencidos de que la guerra estaba perdida, quizá toda Alemania sospechaba que el Reich se encaminaba hacia el desastre final, quizá el patriotismo y el honor que antaño parecían consustanciales al pueblo alemán solamente alentaban ya en los fanáticos de las SS, como él.
Von Kessler se arrellanó en su incómodo asiento e intentó dormir, sin conseguirlo. En la duermevela inició uno de aquellos monólogos obsesivos a los que se entregaba desde que salió del hospital. Tú ya has perdido la guerra. Aunque Alemania gane. Tienes treinta años. Has perdido una pierna, un brazo y un ojo, y sufres lesiones internas que se agravarán con el tiempo. La guerra te ha convertido en un
Untermensch.
Has perdido medio cuerpo; a cambio has recibido un ascenso, un anillo de hierro y la promesa de una pensión por discapacidad. No volverás a figurar en las portadas de las revistas. Has dejado de pertenecer a la raza aria superior.
No era autocompasión. Era sólo crueldad desnuda y fría como la hoja de una daga. En las academias de las SS lo habían enseñado a ser cruel consigo mismo, a distanciarse del cuerpo, a considerarlo una mera máquina, un soporte de la voluntad y del impulso. Sin embargo, muy a pesar suyo, esta percepción teórica sólo se mantenía como una cascara vacía. En la oquedad interior habitaba el pájaro amargo del desánimo. ¿Acaso no lo habían educado también en la percepción de la belleza, de la hermosura, de la elegancia? Ahora no era un héroe de la patria. Era sólo un espantajo repulsivo que asustaba a los niños, un espectro que provocaba gestos de desagrado, cuando no de lástima, en los transeúntes que se le cruzaban por la calle. Incluso sus conocidos evitaban mirarlo a la cara, que era otra forma menos sutil de espantarse de aquella máscara espantosa que había sustituido a sus facciones.
Habían apagado las luces de la cabina. El
Hauptsturmführer
Von Kessler se volvió hacia la ventanilla como si le interesara la negrura de la noche y permitió que su único ojo llorara frente al cristal frío.
Amanecía cuando el aparato aterrizó en un aeródromo militar a las afueras de Cracovia. Un enorme Mercedes de 1932, con la matrícula de las SS, lo estaba esperando.
—¿Sabe adonde vamos? —le preguntó al conductor.
—Sí,
Hauptsturmführer,
a Auschwitz.
—Pues adelante.
El paisaje era variado, campos de trigo encharcados por las lluvias, bosquecillos de abedules, aldeas miserables instaladas en medio de lagunas cenagosas, ribazos quemados por la guerra, granjas abandonadas, caravanas de gentes miserables huyendo del hambre bajo un cielo plomizo y opresor. Cruzaron un puente de hierro oxidado sobre un Vístula turbio y crecido, se detuvieron para una comprobación militar y se internaron en una ancha llanura sin horizontes, una región húmeda, pantanosa e insalubre.
—Éste es Oswiecim —dijo el chófer al atravesar un pueblo mediano. Von Kessler sólo vio viejos y un perro famélico.
El campo de Auschwitz estaba estratégicamente situado en la confluencia de los ferrocarriles que unían el Este con el Oeste. En realidad era un vasto conjunto de campos de prisioneros. El principal, Auschwitz I, contaba con una población flotante de unos treinta mil habitantes.
—¿Qué es lo que se fabrica en ese campo de trabajo, sargento? —preguntó el pasajero.
—De todo, Herr
Hauptsturmführer
: hay talleres para procesar chatarra; de reparación de armas, de carpintería de muebles para el ejército y de componentes de fuselaje de aviones. Hay también una división textil que produce uniformes e insignias y otra alimenticia que procesa carne. Somos uno de los campos más productivos de Acción Industrial.
Pasaron frente a unas parcelas herbáceas, nítidamente cuadriculadas, con especies vegetales distintas.
—Hierbas para la medicina naturista de Herr Himmler —explicó el chófer.
Por todas partes había guardias con el uniforme gris de las Waffen SS.
El coche se detuvo junto a un antiguo edificio de piedra, en la entrada del campo. Un sargento de oficinas se apresuró a abrir la portezuela. Von Kessler le dedicó un saludo distraído:
—¿Dónde está el jefe?
—En el Crematorium III —respondió—. Es zona de acceso restringido.
—No se preocupe por mí, sargento —dijo Von Kessler—; sé lo que fabricamos detrás de esas cercas de alambre.
En ciertos niveles de las SS se sabía que Auschwitz era una fábrica de muerte. La cadena estaba ideada con eficiencia alemana: los trenes, procedentes de todo el territorio del Reich y de los países conquistados, descargaban el material humano en las terminales del propio campo. Un equipo médico seleccionaba a las personas aprovechables como mano de obra esclava de las fábricas instaladas en el complejo industrial del campo. Las que no servían —niños, enfermos o ancianos— pasaban directamente a los crematorios después de haberlos despojado de ropa, dientes de oro, gafas y cualquier otro material rentable, incluso del cabello, con el que se fabricaban componentes para submarinos y calcetines para la Marina.
Von Kessler extrajo un folio doblado en cuatro del bolsillo de su guerrera y lo sacudió en el aire para extenderlo. Todavía tenía dificultades para hacer ciertas cosas con una sola mano, aunque aprendía rápido. En el brazo mutilado le habían instalado una mano ortopédica parecida a la de los maniquíes, cuyo índice y pulgar estaban calculados para que encajasen en el cerrojo de la pistola Luger. Por lo demás, sólo servía de adorno.
—¿Ve esta firma? —Von Kessler le mostró el papel al teniente, que al instante la reconoció—. Lléveme inmediatamente ante el comandante del campo, no tengo tiempo que perder.
Cruzaron un enorme patio, con edificios administrativos por tres de sus lados. Por el cuarto, detrás de una doble barrera de alambradas con postes de cemento curvados en el extremo, se divisaba una ancha avenida en la que desembocaban las calles de barracones de los prisioneros. Cruzaron la alambrada vigilada por torres con ametralladoras y patrullas SS con perros. Salieron a un espacio restringido que daba a una nueva plaza rodeada de lo que parecía una fábrica con chimenea industrial. El olor a carne quemada se mezclaba con el de los productos químicos, formando un compuesto dulzón muy desagradable.
Afuera había tres Mercedes y una limusina Benz. Peces gordos, comprendió Von Kessler, pero, a pesar de todo, insistió en ver inmediatamente al comandante.
Heinrich Sackell, comandante del campo, estaba en el sótano de un pabellón, rodeado de un grupo de militares de alta graduación y de civiles vestidos con trajes cruzados y ropas caras. Von Kessler comprendió que no llegaba en el mejor momento. El coronel Karl Bischoff, responsable de la dirección de Obras SS, discutía acaloradamente con un civil corpulento, el ingeniero Kurt Prüfer, ejecutivo de la instaladora de los crematorios colectivos. Una prestigiosa empresa civil, especializada en la construcción de crematorios en cementerios civiles, la Topf y Sucesores, había diseñado e instalado unos crematorios colectivos de gran capacidad. Los crematorios II, III y IV de Auschwitz II-Birkenau, que combinaban horno y cremación, dotados de ventilación mecánica, funcionaban a entera satisfacción con una media de mil quinientos cadáveres diarios, pero el crematorio V, recientemente instalado, un diseño que incorporaba una serie de mejoras respecto a los anteriores, no alcanzaba la productividad esperada. La cadena de montaje de la muerte tenía también sus fallos. Había que instalar calefacción en la morgue del crematorio II para que se evaporara rápidamente el gas Zyklon B, usado para matar a los condenados. Además fallaban los cierres de la puerta estanca al gas, porque el metal se corroía por efecto del ácido cianhídrico. El coronel responsable de la dirección de Obras SS sostenía que había que instalar cierres de madera y el ingeniero de la instaladora insistía en que bastaba con proteger con caucho los existentes.
Heinrich Sackell hizo un aparte para atender al recién llegado. Cuando leyó el mensaje personal de Himmler que portaba el visitante ordenó a su ayudante que telefoneara a las oficinas y localizase al recluso Zumel Gerlem.
El teléfono sonó un minuto después.
—Capitán, su hombre está vivo —dijo Heinrich Sackell—. Trabaja en la Fábrica de Cemento de Goleszow, en Auschwitz III, a quince kilómetros de aquí. Ya he dado las órdenes pertinentes para que lo den de baja en la lista de los obreros contratados por Obras Alemanas de Tierra y Piedras. Dentro de hora y media estará de vuelta en el campo, con su correspondiente permiso de salida. En cualquier caso, el próximo avión para Berlín no saldrá hasta mañana por la mañana. Mientras lo espera, el teniente Blusch le mostrará el campo. Quizá el
Reichsführer
Himmler quiera conocer su opinión cuando vuelva a Berlín.
No había mucho que ver en Auschwitz, sólo interminables hileras de barracones de prisioneros, en células separadas por cercas electrificadas de alambre de espino entre las que patrullaban guardias ucranianos con perros. En la pequeña explanada del hospital, una orquesta de prisioneros, vestidos con el uniforme rayado del campo, interpretaba
Tosca.
—Una excelente orquesta —observó Von Kessler.
—Son judíos polacos y alemanes,
Hauptsturmführer
—informó el teniente.
Von Kessler amaba la música. Se detuvo a escucharlos. Estaban en el aria de Caravadossi. Tarareó entre dientes las palabras: «Brillaban las estrellas en el cielo, el momento se ha ido y es mi último día...»
—«... muero desesperado y nunca he amado tanto la vida» —completó a su espalda una voz de tenor.
Von Kessler se volvió y encontró a un hombre bajito, moreno, con un ligero estrabismo en el ojo izquierdo. Lo seguía un prisionero que portaba tres sillas plegables. El teniente hizo las presentaciones.
—El doctor Josef Mengele, del Instituto de Biología e Higiene Racial de Francfort, es el jefe de la unidad de medicina de K-L-Auschwitz II Bikernau. Ha publicado diversos trabajos de higiene racial muy apreciados en el mundo académico.
Von Kessler estrechó la mano blanda y fría del médico y le agradeció la silla.
—Ahora conocerá a otros oficiales de Auschwitz. En realidad, estas veladas musicales constituyen una de las pocas manifestaciones de la cultura alemana que nos podemos permitir en el campo.
Fueron llegando otros oficiales, seguidos de prisioneros que portaban sillas plegables, hasta que el grupo de melómanos sobrepasó los cincuenta. El programa ofreció una selección de la música que Strauss, Lehar y Offenbach escribieron para satisfacer a la clase media alemana, muchos valses, mucho
um pa-pa, um pa-pa,
que los oficiales de las SS seguían moviendo la cabeza a compás. Un reparador baño de belleza y sentimiento para los representantes de la raza privilegiada después de la agotadora jornada de trabajo en la fábrica de los horrores.
No era la clase de música que le gustaba a Von Kessler. Su imaginación voló a Berlín tres días antes. La habitación de la residencia de oficiales de las SS, en Leopoldstrasse, tenía un armario
art decó
con una enorme luna biselada. Habían transcurrido cuatro meses desde Mozhaisk, casi todo ese tiempo había estado hospitalizado, sin espejos. Desde que su rostro sufrió la... transformación, había desarrollado una supersticiosa resistencia a los espejos y no se había vuelto a mirar en ninguno. Todavía conservaba en la memoria su imagen anterior a la catástrofe, la imagen de cuando estaba completo y aparecía en las revistas como prototipo de la raza aria. Aquella mañana, al pasar frente a los escaparates de la confitería Hauptner, en Unter den Linden, no había podido evitar mirarse fugazmente. Le había parecido que era otro, un anciano renqueante vestido con el uniforme de un joven. Se armó de valor para mirarse en el espejo de la alcoba. El parche negro en el ojo no era tan horrible como las mejillas asimétricas y las profundas cicatrices de la mandíbula recompuesta. Se miró de perfil, por la derecha era casi normal, un apuesto ario envejecido por el esfuerzo y la tensión de la guerra para sus veintiocho años. El lado de la izquierda era horrible. El ojo vacío, el parche y el rostro torturado y deforme. Dr. Jekyll y Mr. Hyde conviviendo en sus dos perfiles. Y, además, la mano y la pierna.