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Authors: Nicholas Wilcox

Las trompetas de Jericó (13 page)

BOOK: Las trompetas de Jericó
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Tardaron todo un día en atravesar Despeñaperros. Tuvieron que esperar más de dos horas a que una cuadrilla retirara de la carretera un camión sobrecargado de cebollas al que se le había roto el eje. Cuando le aligeraron la carga aparecieron dos grandes bidones de quinientos litros de aceite de estraperlo. Los guardias civiles condujeron al cuartelillo al conductor y al mecánico.

—¿Los fusilarán? —preguntó Von Kessler.

—No creo que los fusilen —respondió Kuhlenthal—, pero tampoco les van a reír la gracia.

El chófer miró a Zumel. No habían cambiado una palabra desde que salieron de Madrid, pero se entendían con la mirada. Ya se había percatado el conductor de que el tipejo insignificante con el traje a rayas y las gafitas miopes era un prisionero escoltado por los dos armarios.

Ascendieron por una carretera estrecha y tortuosa, formando una lenta caravana tras viejos camiones que jadeaban cuesta arriba entre negras humaredas de motores exhaustos, En Alemania haría tiempo que habrían ido a parar al chatarrero, pero en España los reparaban una y otra vez, adaptando las piezas de unos a otros y los utilizaban, sobrecargados, por infames carreteras abiertas entre altos farallones de roca gris con pinceladas amarillas de musgo.

Zumel, pensativo, contemplaba el paisaje. Aquí y allá, un quejigo o una carrasca acertaba a crecer entre las piedras o en las escarpadas laderas de los cerros entre la profusión de monte bajo.

—Es un lugar pintoresco —comentó Von Kessler como para sí.

Por el retrovisor miró a los del asiento trasero. El judío contemplaba la belleza del paisaje con una mirada agradecida; los de la Gestapo tenían la mirada opaca e indiferente. «Quizá no les vendría mal un toque de sensibilidad judía —se dijo Von Kessler, y contempló abiertamente su mano de madera—. Comienzo a no creer en nada —reflexionó amargamente—. Tampoco creo en esta misión, es absurdo pensar que lo que andamos buscando esté escrito en una piedra en un lugar perdido de un país perdido y que nosotros la vamos a encontrar».

La premonición del fracaso lo atormentó durante el resto del viaje. Hicieron una parada para que se enfriara el coche al salir de Despeñaperros, en un lugar llamado Santa Elena. El ventero sólo tenía el consabido cocido de garbanzos con pescuezos y alas de gallina, pero en cuanto Kuhlenthal le refrescó la memoria con un billete de cinco duros se acordó de repente de una morcilla de carne de monte en aceite que reservaba para huéspedes tan significados como aquellos.

Mientras servía la fuente de adobo humeante y otra de patatas a lo pobre con huevos, el camarero preguntó:

—¿A qué vienen ustedes, a medir cabezas?

—No, somos turistas —dijo Kuhlenthal.

—Lo digo porque si quieren medir cabezas yo tengo varios primos de apellido alemán.

—¡Menudos granujas! —dijo Kuhlenthal en alemán—. Hace unos años, una misión científica del Reich estuvo examinando en estas tierras la evolución racial de un núcleo de colonos alemanes, que se establecieron aquí a finales del siglo XVIII. Después de varios meses de arduas investigaciones, resultó que el trabajo no servía para nada, porque los nativos nos habían engañado.
[1]

—¿De qué modo? —quiso saber Von Kessler.

—Dábamos una peseta a los de apellido alemán que se dejaban medir el cráneo. Los sacristanes de los pueblos se dedicaron a expedir falsas partidas de nacimiento para todo el que las requería, por unos céntimos. Comenzamos a sospechar cuando vimos la extraordinaria abundancia de mellizos y trillizos, porque un mismo individuo se presentaba hasta tres veces bajo nombres distintos, el colmo del cinismo y de la codicia. ¡Verdaderamente, no se puede uno fiar de las razas inferiores!

—¿Y qué pasó con la sangre alemana?

—Perdida. Después de diez generaciones se mezcló con la española, que a su vez es un cóctel de moros, gitanos, griegos, romanos, fenicios e indígenas prerromanos. Y, lo que es más grave, de judíos. Zumel podría pasar fácilmente por uno de ellos.

Von Kessler observó al judío y sólo vio una mirada levemente melancólica, en la que a veces se percibía un brillo de burlona insolencia.

Habían comido bien. Salieron del cobijo del fresco emparrado, en la puerta de la venta y el chófer sacó el coche aparcado a la sombra de un pino, junto a la carretera, para proseguir el viaje entre suaves colinas pardas y despobladas. De vez en cuando se atisbaba la chimenea de una mina y el montón oscuro de las escombreras resultado de la explotación ininterrumpida desde los tiempos de los fenicios.

—Son minas de plomo y de galena argentífera. Parte del plomo del Reich procede de aquí —comentó Kuhlenthal—. Y más al norte hay una mina de mercurio cuya producción íntegra mantiene en funcionamiento los submarinos del Reich.

Pasaron frente a las ruinas del castillo de las Navas de Tolosa y tras atravesar las calles ortogonales de La Carolina tomaron una carretera infame de piedra suelta, sólo a ratos parcheada de alquitrán que conducía a Vilches.

Atravesaron el río Dañador por un puente provisional, temblequeante, y fueron a dormir a Castellar de Santisteban.

Después de cenar, Zumel intentó irse a la cama, pero Von Kessler tenía algunas preguntas que hacerle y le sugirió que dieran un paseo por la plaza, donde la gente se congregaba para tomar el fresco y conversar. Se unieron a los paseantes como dos amigos más, con la pareja de la Gestapo detrás, a unos pasos de distancia. Von Kessler había estudiado en la academia de las SS el valor mágico de las runas arias, pero nunca creyó demasiado en ello. Quería saber más acerca del
Shem Shemaforash.

—No está escrito en caracteres alfabéticos, porque es anterior a cualquier alfabeto —le informó Zumel—. Está escrito en forma de
shekinah,
es decir, en forma de figura geométrica a partir de la cual hay que deducir sus valores fónicos.

—¿Cómo puede deducirse un sonido a partir de un dibujo? ¿Una especie de partitura musical?

—Algo más complejo. La geometría armónica tiene que ver con la organización espacial. Las formas u ondas sonoras están estrechamente relacionadas. La naturaleza se supedita a la aritmética y a la geometría. Todo depende de frecuencias vibratorias, ondas armónicas de energía, formas melódicas que brotan de la proporción geométrica. La geometría es ordenación de la materia, a la relación espacial le corresponde una formulación sonora. Esta ciencia tuvo en la antigüedad tres formulaciones: los llamados
trimurti,
los tres semblantes: la Cábala hebrea, el hermetismo egipcio y la gnosis griega. Solamente la Cábala hebrea ha resistido al paso del tiempo, en ocasiones trasformada en Cábala cristiana.

—¿Cábala cristiana?

—Sí, algunos cristianos la practicaron. Incluso cristianos nada sospechosos. San Bernardo de Claraval, el verdadero inspirador de los templarios, definió a Dios como «longitud, anchura, altura y profundidad».

—O sea, que Dios es geometría.

—Algo así. Existe una correspondencia de las veintidós letras del alfabeto hebreo con los veintidós polígonos regulares de la geometría común. Considere la división de la circunferencia en 360 grados sexagesimales: solamente hay veintidós divisores enteros por 360. A cada uno de ellos le corresponde un polígono regular inscrito en una circunferencia. Contando las tres figuras madre, el triángulo equilátero, el cuadrado y el pentágono que se corresponden con las tres letras madre, Alef, Mem y Shin. Si las duplicamos, tendremos siete polígonos regulares inscritos, o sea, siete polígonos dobles correspondientes a las siete letras dobles del hebreo. Quedan doce polígonos simples que corresponden a las doce letras simples del hebreo.

—La circunferencia también tiene cuatrocientos grados centesimales —objetó Von Kessler.

—Que igualmente se adaptan al hebreo —prosiguió Zumel—. Si el valor de la primera letra, el Alep, es uno, el de la última, la Tav, es cuatrocientos. Los logaritmos tienen su expresión en hebreo.

18

Al día siguiente, después de un desayuno serrano a base de migas con torreznos y melón, prosiguieron el camino, por pésimas carreteras, entre dehesas de alcornoque y carrasca, con berruecos de granito esparcidos entre el verdor de la jara, el lentisco y el monte bajo. Poco antes del mediodía alcanzaron la meta del viaje, Chiclana de Segura, un pueblo de casas humildes y blancas, con las calles empedradas y limpias. Aparcaron a la sombra, en la bocacalle de una plaza con una fuente en el centro, en la que las caballerías abrevaban mientras las mujeres llenaban sus cántaros. El ayuntamiento era un edificio de dos pisos con la fachada de ladrillo. Del balcón principal colgaban yertas las banderas española y de la Falange.

Von Kessler, seguido de Kuhlenthal, entró en el zaguán consistorial, sorteó un botijo que colgaba de un gancho y se dirigió a un alguacil moreno que, tras un mostrador de madera, extendía laboriosamente el permiso de venta a un melero ambulante. El alguacil levantó la cabeza y al ver al tipo alto y rubio con un parche en el ojo inquirió:

—¿Qué se le ofrece?

Von Kessler le tendió un sobre. El alguacil se descompuso cuando vio el membrete de la Jefatura Nacional de Falange.

—¿Los alemanes? ¡A sus órdenes, excelencia! Haga usted el favor de acompañarme, que el señor alcalde lo espera desde hace dos días y está el pobre que no vive.

Dejaron al melero esperando y subieron por una escalera de baldosas sueltas y partidas, aunque muy limpias.

—Aquí oímos el parte diario de guerra de las victorias alemanas en Radio Nacional —explicó el alguacil, volviéndose—. ¡Hay que ver la zurra que les estamos dando a los comunistas, ¿eh?; los estamos dejando que da pena verlos... —Reparó en la mano de madera, en la cojera y en el ojo perdido y balbució—: En fin, como dice el Caudillo, cualquier sacrificio personal es poco para la victoria.

El alcalde tendría unos cuarenta años. Había recibido un telegrama de la Jefatura Nacional de Falange anunciándole la visita de una comisión alemana y llevaba dos días pasando calor, embutido en el uniforme de gala falangista, chaqueta blanca, camisa azul, corbata y correaje negros, pistola al cinto, los emblemas con el yugo y las flechas y la medalla de Sufrimientos por la Patria.

—¡Don Raimundo, los alemanes! —anunció el municipal, asomando la cabeza.

—¡Adelante, adelante! —respondió el alcalde.

Entraron en un despacho sucintamente amueblado con un armario archivador de madera tallada, un sofá y una mesa escritorio. En la pared había dos grandes fotografías enmarcadas. Una representaba a José Antonio Primo de Rivera en mangas de camisa, remangado, el pelo empapado de brillantina y peinado para atrás; la otra, al Caudillo con el uniforme de general, con un tabardo dotado de un enorme cuello de piel vuelta que acrecentaba su exigua estatura.

Don Raimundo salió de detrás de su severa mesa escritorio y disparó un brazo en impecable y ensayado saludo fascista, cuidando mantener la mano un poco angulada, con ortodoxia falangista, y no extendida como prolongación del brazo, al estilo nazi, como hacían algunos obispos españoles que saludaban de esta guisa en el «NO-DO».

—¡Arriba España y
Heil
Hitler! —exclamó.

—¡
Heil
Hitler! —respondieron los del abrigo de cuero.

—¿Señor Domínguez? —dijo Von Kessler, ofreciendo su mano sana y entrechocando los tacones.

—El camarada Domínguez para servirlo —corrigió el alcalde, sonriendo bajo el bigote—. ¿Usted debe de ser el camarada Von Kessler?

—En efecto, camarada alcalde —respondió Kuhlenthal—. Y yo soy el intérprete de la embajada alemana.

—Es un honor recibir en mi pueblo a esta embajada del bravo y teutón pueblo alemán —dijo el alcalde—. ¿Han tenido un viaje agradable? ¿El Führer anda bien de salud?

Kuhlenthal tradujo.

—El viaje ha sido muy agradable —mintió Von Kessler—. ¿Conoce usted el motivo de nuestra visita?

Kuhlenthal volvió a traducir.

—No, camarada—respondió el alcalde—. La superioridad me la comunicó mediante telegrama. Mi pueblo y un servidor estamos a su entera disposición para lo que se le ofrezca.

Intervino Kuhlenthal:

—El profesor Zumel, aquí presente, es arqueólogo y quiere estudiar las ruinas de un antiguo monasterio llamado Montesión, en un lugar que llaman la Piedra del Letrero.

El alcalde palideció. Se pasó un dedo por el bigotito recortado, semejante a una carrera de hormigas negras.

—¿La Piedra del Letrero, dice? —Se sonrojó y cruzó una mirada con el alguacil, que se encogió de hombros.

—Sí, ya veo que conoce el lugar. Queremos visitarlo lo antes posible.

—Cuando ustedes quieran —dijo el alcalde—. El pueblo y un servidor estamos a sus órdenes.

—Ahora mismo, entonces.

—¡Barragán, avisa a la Guardia Civil! —ordenó el alcalde.

—¡Eso está hecho! —dijo el alguacil al tiempo que descolgaba el teléfono y giraba enérgicamente la manivela.

—¿La Guardia Civil? —se extrañó Kuhlenthal.

—Sí, camarada. Lamentablemente, quedan todavía algunos bandoleros en el campo, prófugos del ejército comunista que viven ocultos en la sierra. En cuestión de meses, quizá de días, serán capturados y fusilados, pero mientras tanto es mejor salir escoltados, no sea que tengamos un disgusto por mano del diablo.

A los pocos minutos llegó la pareja de la Guardia Civil, dos hombres hoscos que se cuadraron ante el alcalde y no mostraron el menor interés por los visitantes. Von Kessler admiró los tricornios charolados, las capas verdes y los fusiles Mauser algo destartalados, que olían a grasa. La expedición se repartió entre el Opel y el taxi del pueblo, un Studebaker antediluviano, cada uno con un guardia civil en el estribo oteando el campo.

Después de pasarse por la casa del alcalde para que se cambiara el uniforme falangista por ropa de campo más fresquita, salieron del pueblo por el carril agrícola de la Venta de los Santos. A los siete kilómetros de baches, polvo y moscas divisaron una humilde casa abandonada sin puertas, tejas ni ventanas.

—Ahí está la Piedra del Letrero, detrás de la casa —señaló el alguacil.

Aparcaron a la sombra de un emparrado caído y rodearon la casa. Detrás había una plataforma de piedra medio invadida por los yerbajos. El alguacil empuñó una azada y despojó la superficie. La irregular superficie de la piedra estaba cubierta de letras, cruces, signos y grafitos. Hacia el centro había un espacio cuadrado minuciosamente picado.

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