Las trompetas de Jericó (11 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

BOOK: Las trompetas de Jericó
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Ahora hubiera necesitado a su padre, del que tanto se distanció en los últimos años. El anciano Moshé Gerlem no comprendía que su hijo y discípulo encontrara mayor placer en la filosofía pagana que en la Cábala a la que él había consagrado su vida, a la que la familia venía dedicándose desde hacía dos siglos. Desde que comenzó el cautiverio, Zumel se había alegrado de que su padre no viviera y no tuviera que presenciar el calvario de los judíos alemanes. Lo echaba de menos. Seguramente, él hubiera sabido cómo despertar a los
tabotat,
una empresa en la que se consideraba fracasado de antemano. A ratos se dejaba ganar por el desánimo. En la cantera de Auschwitz quizá hubiera sobrevivido, confundido entre la masa anónima de los esclavos, hasta el final de la guerra. Pero bajo la lupa de los jerarcas nazis, su supervivencia era más problemática, especialmente si no conseguía despertar aquellas piedras dormidas, que era lo más probable.

La rutina de Berlín se regía por el horario inflexible que caracterizaba el esfuerzo de guerra alemán. Cada día, después de desayunar, Von Kessler buscaba al prisionero exactamente a las 8.20 y lo conducía a una sala alta en la que había una gran mesa de roble cubierta por un tapete de paño verde sobre el que descansaban las dos enigmáticas piedras, los
tabotat.
La sala estaba recubierta de estanterías, en parte vacías, en las que cada mañana aparecían los libros que Zumel necesitaba, casi todos estudios judíos que milagrosamente se habían salvado de las quemas de libros de los años precedentes.

No adelantaba mucho, pero tampoco sus carceleros esperaban que resolviera el enigma en dos días. Después de todo, los investigadores más perspicaces del
Ahnenerbe
habían cortejado los
tabotat
durante meses sin avanzar un ápice en su interpretación.

A media mañana le traían una taza de té de la cocina y Zumel se concedía un respiro. En uno de estos descansos, Von Kessler lo sorprendió curioseando una de las litografías coloreadas que decoraban la sala. Se acercó a leer el pie: «Batalla de Verdún.»

—Una ocasión heroica —murmuró Zumel, señalando el cuadro con un gesto.

—¿Qué puede saber un judío de ocasiones heroicas? —preguntó Von Kessler, despreciativo.

Zumel se volvió hacia su interlocutor con una sonrisa triste.

—¿Puedo preguntarle dónde ganó su Cruz de Hierro, Herr Kessler?

—En Mozhaisk, cerca de Vladivostock.

—Pues yo gané la mía en Verdún. Una Cruz de Hierro tan honrosa como la suya.

—¿Tú estuviste en Verdún? —preguntó Von Kessler, incrédulo.

—Me temo que sí —respondió Zumel, mirándolo al ojo cíclope—. Estuve en Verdún dando mi sangre judía por Alemania.

Aquella noche Von Kessler le estuvo dando vueltas a su conversación con el judío. Tenía una vaga idea de la existencia de judíos condecorados en la Gran Guerra, a pesar de la cobardía intrínseca de la raza, e incluso en alguna parte había oído comentar que las autoridades del Reich estuvieron considerando, durante un tiempo, la posibilidad de establecer una excepción con ellos y respetarles la ciudadanía alemana. Al final prevaleció la opinión contraria y los héroes judíos siguieron la suerte del resto.

Así que Zumel Gerlem era uno de ellos.

Por otra parte, le parecía un hombre apocado y débil, y, aun descontándole los veintitantos años transcurridos desde Verdún, no lograba imaginárselo como un guerrero.

Von Kessler conocía a un teniente destinado en el archivo nacional del ejército. Le telefoneó a la mañana siguiente:

—Oye, necesito que me hagas un favor. Indaga si un tal Zumel Gerlem, de Berlín, fue condecorado con la Cruz de Hierro en Verdún.

—¿Sabes la fecha?

—Lo que te he dicho es lo único que sé.

El archivero le devolvió la llamada una hora más tarde.

—Estás en lo cierto. Zumel Gerlem fue condecorado por el propio kaiser Guillermo el 22 de agosto de 1917 por su heroica actitud al frente de un pelotón, durante la ofensiva de primavera, en un momento especialmente delicado porque la presión francesa amenazaba con romper las líneas. El cabo Gerlem, en un contraataque, condujo a sus hombres hasta un blocao enemigo, donde destruyeron dos piezas de artillería y capturaron a siete prisioneros, entre ellos un comandante. Recibió dos heridas y sólo se replegó cuando el último de sus hombres se había puesto a salvo.

Von Kessler dio las gracias y colgó. Se quedó pensativo mientras miraba pasar las nubes. Los textos de instrucción de las SS prevenían contra el típico error de creer que un judío inerme no es peligroso: «El judío siempre lleva en la sangre armamento social económico y político —había escrito el Führer—; hay que endurecerse porque es un enemigo más poderoso que el armado, amparado por una biología de traiciones y de corrupción.»

De ordinario, Zumel almorzaba solo en su celda una ración de sopa que el agente Buhrro le bajaba de las cocinas. Aquel día, Von Kessler lo invitó a comer en un restaurante cercano frecuentado por funcionarios del barrio nazi.

—He indagado acerca de lo que me contó ayer, lo de su Cruz de Hierro, en Verdún —dijo Von Kessler, mientras removía la sopa con la cuchara—. Le presento mis disculpas.

Era la primera vez que lo trataba de usted.

—Le agradezco que me las presente —respondió Zumel—. No las esperaba.

—Soy un caballero alemán.

Zumel lo miró con interés.

—Hace tiempo que no me encontraba con caballeros alemanes, desde que decidieron arrebatarme la nacionalidad y declararme proscrito.

—Los judíos son los enemigos de Alemania. Ustedes pervierten la raza aria, enturbian la sangre pura alemana. Supongo que no tienen culpa de eso, pero es un hecho.

—¿Puedo serle sincero?

—Por supuesto.

—Los judíos éramos ciudadanos alemanes. Durante siglos hemos contribuido a la prosperidad de esta tierra. No existe raza superior. La superioridad de un pueblo reside en su sentido moral, en el trabajo y en la compasión. Eso es lo que nos hace superiores, no a otros pueblos sino a nosotros mismos. Por el contrario, la agresividad, la holgazanería y la maldad nos equiparan a las bestias y nos hacen inferiores.

Von Kessler levantó lentamente su copa y la apuró de un sorbo. Miró al judío como si lo viera por vez primera.

—Creo que debe proseguir su trabajo.

17

Madrid, 13 de julio de 1943

El trimotor Ju-52 de la Lufthansa, con el característico fuselaje de chapa corrugada, aterrizó en la pista llena de baches y zigzagueó hasta detenerse al resguardo de un hangar de la terminal militar del aeropuerto de Barajas. En cuanto las hélices dejaron de girar, un Mercedes negro de la embajada alemana, con el banderín de la cruz gamada tapado con una funda, se aproximó al aparato. La portezuela de la aeronave se abrió, un mecánico con mono azul y gorrilla cuartelera saltó a tierra y encajó una escalerilla de aluminio por la que descendieron cinco hombres de paisano y con sombrero de fieltro, dos de ellos corpulentos y con largos abrigos de cuero negro; los otros tres con trajes cruzados. El que parecía el jefe del grupo era alto, tuerto y cojeaba visiblemente al caminar; su compañero era tan delgado que el traje le colgaba de los hombros y le hacía pliegues por todas partes.

Hacía un calor de infierno y la pista estaba barrida por un viento cálido como la vaharada de un horno. Los viajeros no pasaron los trámites aduaneros ni el control de pasaportes. El oficial de aduanas español, oportunamente advertido por sus superiores, los invitó a salir por una puerta lateral, les selló los pasaportes sobre el tricornio charolado y los despidió con un saludo exageradamente marcial, con el que procuraba probarles el arrojo que gastan los españoles, como ya han demostrado sobradamente los camaradas de la División Azul. El capitán Otto Kuhlenthal, agregado militar de la embajada del Reich en Madrid, se presentó al
Hauptsturmführer
Von Kessler y lo invitó a compartir su coche. El hombre del traje holgado se acomodó en un taxi, entre los dos gorilas de los abrigos de cuero. Se dirigieron a la embajada alemana, un palacete de la avenida del Generalísimo con la bandera roja y negra de la cruz gamada ondeando en el balcón principal. El agregado militar le ordenó al centinela que abriera el portón de chapa, los automóviles traspasaron la verja, entraron en el patio interior, recorrieron una pista circular adoquinada alrededor de un jardinillo y se detuvieron a la sombra de un plátano, junto a la fachada del edificio. El agregado militar despidió al taxista. Cuando el guardia de la puerta volvió a cerrar el portón, Kuhlenthal se volvió hacia los recién llegados.

—Hay un calabozo en el sótano —dijo, mirando al judío.

—El señor Zumel es un caballero de la Cruz de Hierro y dormirá en una habitación de invitados —repuso Von Kessler. Ante el gesto de sorpresa de Kuhlenthal, añadió—: Son órdenes directas del
Reichsführer.
Dada la naturaleza de su misión, debemos tratarlo con la mayor deferencia.

—Tendré que comunicárselo al embajador.

—Comuníqueselo a quien le parezca.

El secretario de la embajada había pedido un coche alemán y la agencia de alquiler le envió el más representativo de su parque, un Opel negro modelo 1927 con nueve asientos, que conservaba, sobre el guardabarros derecho, la aguadera para el botijo que le instaló el herrero de Navalcarnero cuando el automóvil pertenecía al torero José Zarco. Otro recuerdo de los tiempos taurinos era el asiento trasero derecho, hundido a causa de la voluminosa humanidad del picador Paquito Perellón
el Cachalote de Antequera.
La cuadrilla usaba el Opel para ir de plaza en plaza.

—Se llevan ustedes al mejor chófer que tengo —dijo el empresario—, que además sabe algo de alemán porque ha trabajado en la Gran Alemania.

El chófer, Custodio Lapera, bajito y cetrino, con el pelo peinado hacia atrás, se llevó dos dedos a la visera de hule de la gorra y sin despegarse la colilla del cigarro liado de la comisura murmuró:

—Para servir a ustedes.

—¡Ah, sí! —sonrió altivamente el prusiano—. Diga algo en alemán.


Kartoffen!
—pronunció el chófer.

Los alemanes intercambiaron rápidos comentarios.

—¿Qué les has dicho? —sonrió encantado el industrial.

—Patatas.

Todavía de noche, a la hora en que los señoritos tarambanas desayunaban churros con anís en el mercado de la Cebada antes de irse a dormir, el Opel negro enfiló la avenida del Generalísimo, y con las primeras luces del alba salió por la carretera de Andalucía dejando atrás los camiones de la leche y los carros de hortalizas que hacían cola frente al fielato del puente de Legazpi. Von Kessler observaba con disgusto la carretera, estrecha, mal asfaltada y llena de baches. La perspectiva de botar por aquella pista infernal durante otros trescientos kilómetros le parecía desalentadora. El chófer sorteaba los hoyos con bruscos volantazos sin ningún miramiento por sus pasajeros.

—Este tipo nos trata como si fuéramos sacos de patatas —murmuró Von Kessler, molesto.

—Lo siento —se excusó Kuhlenthal—, no hemos encontrado otro medio de transporte más adecuado. Los otros coches disponibles eran de gasógeno, que nos hubieran obligado a apearnos en todas las cuestas e incluso a empujar en algunas.

—Lamentable país —observó Von Kessler.

Kuhlenthal se encogió de hombros.

—Pero el Caudillo es un fiel aliado de Alemania que le ha prometido al Führer entrar en guerra en un breve plazo.

—Viendo el país y la gente, no sé si nos traerá cuenta —murmuró Von Kessler, mientras miraba despreciativamente los desmontes del ferrocarril, donde hombres y mujeres harapientos buscaban trozos de carbón entre las vías.

Pasaron frente al cerro de los Ángeles.

—Ése es el centro geográfico de España —indicó Kuhlenthal—. Lo que se ve arriba son los restos de un monumento a Jesucristo, que los comunistas dinamitaron antes de la guerra civil.

Zumel observó que el chófer despegó una mano del volante y se rascó debajo de la gorra. Quizá entendía la conversación.

Bajaron dando tumbos al hondón del arroyo de la Culebra y al pasar entre Pinto y Valdemoro se les pinchó un neumático. Mientras el chófer lo cambiaba con ayuda de Zumel, el cabo Kolb y los dos gorilas, Von Kessler y Kuhlenthal tomaron asiento a la sombra de un plátano.

—¿Toda la carretera está así? —inquirió Von Kessler mientras se espantaba las moscas.

—Toda no. A partir de Aranjuez, empeora.

Las dos horas siguientes transcurrieron en silencio. El judío dormitaba atrás, entre sus dos carceleros, que en una parada mingitoria se habían despojado de los abrigos de cuero que los hacían sudar como pollos. Así, resoplando, sudorosos y colorados, con las corbatas flojas, parecían mejores personas. En Seseña se detuvieron a almorzar en casa Lucilio, una docena de mesas de distintas hechuras con manteles heterogéneos, algunos de ellos fabricados con cortinas. Von Kessler y Kuhlenthal ocuparon la mesa situada en el lugar más fresco, los de la Gestapo, Kolb, el prisionero y el chófer se sentaron en el extremo opuesto de la sala. Encima de cada mesa pendía del techo una tira de papel peguntoso pespunteada de moscas muertas o agonizantes. Von Kessler se quedó mirando la que tenían encima.

—No tenga usted cuidado, que todavía no se ha dado el caso de que caigan en la sopera, aparte de que lo que no mata engorda —advirtió con sorna el posadero, un gordo, a pesar de las privaciones del racionamiento, que constituía la mejor publicidad del establecimiento.

Repartió con destreza profesional los cubiertos y las servilletas y señaló la pizarra que exhibía el menú del día: «Plato patriótico: cocido español. Postre: macedonia imperial. Puede trocarse por vaso de vino.»

—¿Qué van a comer los señores?

—¿Hay otra cosa?

—No, señor, pero el cocido se lo puedo servir con tocino blanco o con tocino añejo.

Kuhlenthal le tradujo a Von Kessler.

—¿Cuál es mejor? —inquirió el prusiano.

—Eso va en gustos, mister, pero donde se ponga el añejo...

Kuhlenthal tradujo.

—Póngame un poco de cada uno.

El mesonero dispuso los platos, una rebanada de pan por cabeza y sirvió el cocido, un caldo claro en el que sobrenadaban unos taquitos de tocino rancio y un puñado de garbanzos.

—¿Y esto? —preguntó Von Kessler, tomando uno con la cuchara.

—Una especie de guisantes españoles —respondió Kuhlenthal—. Ordinariamente tienen la consistencia de una piedra, pero se ablandan a fuerza de cocerlos. Con el tiempo, uno se acostumbra a ellos.

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