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Authors: Nicholas Wilcox

Las trompetas de Jericó (32 page)

BOOK: Las trompetas de Jericó
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Kessler permaneció unos instantes con el auricular en la mano después de que se interrumpiera la comunicación. De algún modo misterioso el judío había insistido en permanecer en vela junto al Arca precisamente aquella noche, en lugar de irse a dormir entre los brazos de su camarera. Quizá realmente existía la magia del Arca y el cabalista había tenido la premonición del desembarco. ¿Qué estaría diciendo la BBC? Mientras Burrho traía del hotel un receptor de radio, Von Kessler se puso la guerrera negra del uniforme y se calzó la gorra para una visita formal al judío. No estaba del todo seguro de si estaba asistiendo desde una privilegiada posición a la escritura de una gran página de aquella guerra, o quizá de la historia, o simplemente a una estafa basada en una superchería judía que Himmler, el antiguo criador de pollos, se había tragado. En cualquier caso, él estaba dispuesto a cumplir estrictamente con su deber. Ascendió lentamente por la negra escalinata de altos peldaños. En el pasillo del primer piso hacía más calor que de costumbre.

—¡Mire, capitán! —Müller señalaba la puerta de la sala donde operaba el judío. Un tenue resplandor se filtraba por debajo e iluminaba las carcomidas maderas del suelo.

Von Kessler se plantó delante de la puerta y gritó:

—¡Zumel Gerlem!

La puerta irradiaba calor.

—Gerlem, ¿está usted bien? —gritó, después de una breve pausa—. Responda.

No hubo respuesta. Aparte de un débil zumbido parecido al que produce un enjambre de abejas, no se oía nada.

—¡Gerlem!

En aquel momento regresó Burrho con la radio y con la noticia.

—¡Los aliados han desembarcado! —lo oyó anunciar desde el vestíbulo—. ¡En el hotel no se habla de otra cosa!

—Suban ustedes inmediatamente —ordenó Von Kessler.

La luz se espesó hasta formar una niebla azul levemente fosforescente que flotaba hasta cierta altura y después se apagaba fundiéndose en las tinieblas.

—¡Gerlem, abra inmediatamente esta puerta! —gritó Von Kessler, golpeándola con su puño de madera.

Los hombres de la Gestapo se aproximaron dispuestos a actuar. Burrho propinó una palmada a la puerta y retiró la mano dolorida.

—¡La puerta quema,
Hauptsturmführer
! —se alarmó.

El destello azul envolvía al hombre cuyos labios ardientes habían pronunciado la Palabra y su rostro luminoso tenía los ojos blancos, catalépticos. De la superficie incandescente del Arca se desprendía un chisporroteo de minúsculas descargas eléctricas que se escapaban, en culebrillas luminosas, a lo largo de las aristas. Las alas extendidas de los querubines intercambiaban chispas. El zumbido de abejas invisibles se hacía más persistente. El Arca irradiaba un fuego sin llamas que abrasaba las piedras. Por el orificio de la cerradura, un chorro de luz roja atravesaba el corredor como una lanza incandescente y se estrellaba contra el muro de la escalera.

Müller y Burrho, desconcertados, se volvieron hacia Von Kessler:

—¡Parece que está ardiendo,
Hauptsturmführer
! —dijo Burrho.

—¡Derribad la puerta! —ordenó Von Kessler.

—¡Quema,
Hauptsturmführer
! —objetó Müller, mirándola aprensivamente.

—¡Con eso, recua de asnos! —gritó Von Kessler, señalando un banco del pasillo.

Usando el mueble como ariete, los esbirros de la Gestapo arremetieron contra la sólida puerta de roble. A la tercera embestida la puerta cedió y se abrió de par en par. La luz interior los deslumbró, dejándolos momentáneamente ciegos. A tientas se apartaron unos pasos, resguardándose a uno y otro lado de la puerta. Cuando lograron sobreponerse pudieron contemplar el Arca con todo su poder. De ella brotaba un vivo resplandor que se adensaba en la estancia y envolvía a Zumel como una helada llamarada. El cabalista estaba de pie, vestido con los ropones de lino, la cabeza hundida entre los hombros, enajenado o muerto.

—¡Sacad de ahí a ese hombre! —gritó Von Kessler.

Cuando los agentes de la Gestapo intentaron penetrar en la luz azul, el zumbido de las abejas aumentó y las alas de los querubines emitieron una descarga. Se escuchó un chasquido similar al que produce un hierro al rojo vivo cuando penetra en el agua. Los intrusos chisporrotearon un segundo, carne quemada y paño chamuscado, como el insecto que se acerca demasiado a la lámpara, y se desplomaron. Muertos. Von Kessler comprendió, con horror, que estaban carbonizados. Recordó las palabras del Levítico 10, «Entonces salió de la presencia de Yahveh un fuego que devoró a Nadab y Abihú, y murieron delante de Yahveh».

52

Berghof, Berchtesgaden, Alemania, 11.00 horas

Lucía el sol sobre las cumbres nevadas y una brisa estival agitaba las copas de los árboles en el Kehlstein. Hitler, en bata, escuchó cómo llamaban a la puerta de su dormitorio. Eva ya se había marchado a sus habitaciones.

—Adelante.

Entró el mariscal Keitel seguido del asistente Otto Günsche, que llevaba un gran mapa con el resumen de la situación en Francia. Hitler escuchó en silencio el informe de Keitel: miles de paracaidistas enemigos lanzados en la retaguardia y un desembarco con decenas de blindados y vehículos anfibios en cinco playas normandas. Levantó la cabeza y se quedó mirando un momento la arboleda del Kehlstein que el viento agitaba. Keitel esperaba una explosión de ira. Le sorprendió mucho descubrir una sonrisa mefistofélica en el rostro habitualmente severo y ceñudo del Führer.

—¡Las noticias son inmejorables, mariscal! —exclamó con expresión triunfante—. Durante meses esas tropas han estado fuera de nuestro alcance, con el mar por medio, pero ahora los tenemos en la ratonera y los vamos a exterminar como a ratas.

Keitel, confundido, miró a Günsche, cuyo rostro era tan impenetrable como el de una esfinge. Comprendió que nadie iba a compartir sus reservas sobre la idoneidad de la situación e hizo lo que solía hacer en estos casos, apoyar la opinión del amo.

Hitler se duchó y tomó un desayuno ligero. En cuanto salió de sus habitaciones, la secretaria Traudl Junge le comunicó que Goering lo aguardaba en la línea dos.

Hitler descolgó el teléfono.

—¿Conoces las noticias, no? —preguntó, exultante—. Los tenemos en Normandía, exactamente donde yo predije que desembarcarían. Por cierto, que contra la opinión de Rommel y de Von Rundstedt.

Goering comprendió. En algún momento, el estratega de salón había sugerido un desembarco en Normandía, como lo había sugerido en otros cien lugares, en una de sus discusiones de diletante frente a los mapas. Ahora lo recordaba y estaba encantado, sin comprender lo apurado de la situación. Ante la casa ardiendo, aquel loco se paraba a contemplar la belleza de las llamas. Él, como jefe de la destruida Luftwaffe, sabía que la guerra estaba perdida. No obstante, dijo:

—¡Es un día glorioso,
mein
Führer! Yo y mis pilotos estamos a tus órdenes.

Aquel día la reunión rutinaria del Estado Mayor de Hitler se celebró en el castillo Klessheim, a una hora de coche del Berghof, donde el Führer ofrecía una comida oficial al primer ministro húngaro Dome Szojoay. A la delegación húngara, que se había enterado del desembarco aliado por la BBC, le sorprendió agradablemente encontrar al Führer tan risueño y despreocupado.

—Churchill y los vaqueros han desembarcado en Normandía —comentaba, encantado—. Esta vez no cometeremos el error de Dunkerque. Esta vez no se escapará ni uno. Cogeremos cientos de miles de prisioneros y se los cambiaremos por camiones y equipo pesado. No le pienso dar de comer a tanto holgazán el tiempo que dure la guerra. —Arremetió con denuedo sus coles con guisantes guarnecidas de hierbas medicinales, mientras el húngaro a su derecha se enfrentaba a un gigantesco entrecot, equivalente a cinco raciones de carne semanales en la maltrecha economía racionada del Reich—. Hace un rato he hablado con Von Rundstedt. El prusiano parecía menos altivo que de costumbre. Casi me ha suplicado que entregue las reservas
panzer
para contraatacar y expulsar al enemigo de las playas. El general Friedrich Dollmann, que está al frente del Séptimo Ejército, no cesa de lloriquear porque los aliados están ensanchando su cabeza de playa al oeste del río Orne. ¡Qué ciegos pueden estar ciertos generales! No advierten que lo que nos interesa es precisamente que el enemigo comprometa más hombres y más material, que ensanche esas cabezas de puente. Cuantas más tropas lleguen, mayor será nuestra victoria. No me van a distraer con una operación del tres al cuarto. Sé lo que traman. Cuando crean que estamos comprometidos en Normandía desembarcarán en Calais. Ése será el verdadero desembarco.

Keitel, que daba cuenta de su entrecot al otro lado de la mesa, se sorprendió. Hacía un par de horas, el Führer se ufanaba de haber pronosticado que el desembarco se produciría en Normandia, en contra de la opinión de sus generales. Ahora parecía adherirse a la opinión general sobre un desembarco principal en Calais. Desde el desastre de Stalingrado había perdido la fe en su intuición o quizá, ofuscado por su orgullo, se negaba a admitir que su intuición le había fallado, o aún peor, que sus enemigos lo habían engañado.

Keitel cruzó los cubiertos sobre el plato. La carne estaba estupenda, pero él había perdido todo el apetito. ¿Qué futuro le esperaban a él y a su mujer, a sus hijos y a sus nietos después de la derrota? ¿Qué futuro le esperaba a Alemania?

«El Führer se comportaba como si estuviera embrujado, como si algún maleficio limitara su capacidad de razonar —escribió en un largo memorial, días antes de su ejecución tras los procesos de Nuremberg—. Durante el tiempo que estuve a su lado nunca lo vi adoptar medidas tan insensatas y contraproducentes, ni siquiera cuando lo de Stalingrado. Solamente a primera hora de la tarde cayó en la cuenta del mayúsculo error que estaba cometiendo y concedió permiso a Von Rundstedt para disponer de las divisiones
panzer
de la reserva OKW, pero para entonces era demasiado tarde. El sol lucía sobre Francia y hubiera sido suicida exponer aquellos preciosos tanques y vehículos acorazados a los ataques de los aviones enemigos que señoreaban el aire. Las divisiones
panzer
tuvieron que aplazar la salida hasta la noche siguiente, y esas horas perdidas pesaron decisivamente en el resultado de la batalla.»

A las doce de la noche, el almirante Dönitz, en una cena con altos cargos de la Marina, reconoció que la invasión había triunfado: «Caballeros: ya tenemos el segundo frente —dijo—. ¡Que Dios se apiade de Alemania!»

En el Berghof, la euforia de la mañana se transformó en lúgubre silencio. Los grandes jerarcas nazis comenzaron a llegar para velar cada uno por su persona en el momento en que comenzaran a rodar cabezas. El hotel Türkenhof, en Berchtesgaden, se quedó sin habitaciones. Los grandes del partido celebraban conciliábulos con los altos cargos del Ejército. Solicitaban audiencias con el Führer, preparaban defensas. Comenzaron los amargos reproches: Goering a la Armada por haber asegurado que el enemigo no arriesgaría sus grandes unidades en la invasión; Dönitz al Ejército por no haber organizado una defensa más elástica; el Ejército a Goering por no haberle dispensado cobertura aérea.

Hitler, enfurecido, ordenó lanzar sobre Londres todas las bombas volantes disponibles, pero una confusión en los trenes que transportaban las rampas de lanzamiento envió casi todo el material a lugares inadecuados. Algunos componentes vitales desaparecieron misteriosamente.

Hitler ordenó la formación de una comisión investigadora que depurara responsabilidades y estudiara la causa por la que todo había salido tan rematadamente mal.

—¿Por qué se ignoraron los mensajes de la BBC que avisaban de la invasión? —le dictó a la taquimecanógrafa Gertrude Junge—. ¿Por qué tantos oficiales de alta graduación estaban ausentes de sus puestos de mando en la noche del 5 al 6 de junio? Y una pregunta específica para el
Reichsführer
Himmler: ¿Por qué aquello que me había prometido, la Operación Jericó, falló tan estrepitosamente?

También Himmler quería saberlo. A media tarde, cuando las noticias de Normandía permitían adivinar que las orgullosas murallas de la
Festung Europa
se habían desmoronado, volvió a telefonear a Von Kessler:

—¡Capitán: confié en usted y todo ha salido rematadamente mal! ¿Qué ha ocurrido?

Von Kessler no respondió. Colgó y se quedó mirando el teléfono. Comprendió que el judío no había fracasado. Al contrario, había hecho sonar las trompetas de Israel para desmoronar las murallas de la
Festung Europa
que defendían al Reich. Ahora Alemania, como la Jericó de la Biblia, estaba a merced de sus enemigos. Con el segundo frente abierto en Europa, a dos pasos del Ruhr alemán, las hordas asiáticas de mongoles y siberianos, los infrahombres de docenas de razas podridas penetrarían en el Reich a sangre y fuego, arrasándolo todo a su paso, violando y matando, mancillando la sangre alemana. Imaginó a las chicas arias de los
Lebensborn,
a Inga Lindharsen, concibiendo hijos de aquellos bárbaros morenos de ojos oblicuos, grandes dientes amarillos y piernas arqueadas.

El sonido de una puerta del piso superior atrajo su atención. Zumel.

Von Kessler empuñó su pistola Luger y la amartilló sobre la pinza que formaban el índice y el pulgar de su mano de madera. La luz azul y el zumbido de las abejas habían desaparecido.

El Arca había hecho su obra.

Zumel estaba en lo alto de la escalinata.

—Usted ha destruido el Reich —le espetó Von Kessler.

Zumel no respondió. Con torpeza automática, descendió por la escalera y se detuvo frente a su carcelero. Estaba cubierto de sudor, el rostro hinchado y enrojecido por el calor, las manos trémulas, la frente extrañamente contraída con las venas dibujando una ípsilon azul, la mirada indiferente, los hombros hundidos, la expresión de una gran fatiga.

Von Kessler apoyó la boca del cañón de su arma en la sien del judío.

—Arrodíllate.

Zumel obedeció. Escuchó el muelle del gatillo al contraerse bajo la presión del dedo. Cerró los ojos.
Shemá Israel...

Transcurrieron unos segundos eternos.

Von Kessler aflojó la presión del dedo sobre el gatillo. Contempló la cabeza del prisionero.

—Todos hemos perdido mucho... —murmuró.

Zumel no entendió las palabras. Iba a levantar la vista hacia su carcelero cuando escuchó el ensordecedor estampido del disparo.

Otto Von Kessler, caballero de la Cruz de Hierro, se desplomó ante su prisionero, manando sangre por el orificio de la sien. Se había suicidado.

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