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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (18 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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—¿Vamos a llevar el agua allí o a traer los cerdos aquí?

—Los cerdos aquí —contestó Padre—. Si se te cae un cerdo no te escaldas como si se te derrama agua hirviendo. ¿Está ya el agua?

—Está casi a punto —dijo Madre.

—Muy bien. Noah, Tom y Al, venid conmigo. Yo llevaré la luz. Vamos a matarlos allí y luego los traeremos para acá.

Noah cogió su cuchillo y Al el hacha, y los cuatro hombres se alejaron hacia la pocilga, sus piernas vibrando a la luz del farol. Ruthie y Winfield se unieron ligeros, saltando como grillos. Al llegar a la pocilga, Padre se inclinó sobre la cerca, sujetando el farol. Los soñolientos cerdos pugnaron por ponerse en pie, gruñendo como si sospecharan. El tío John y el predicador se acercaron para echar una mano.

—Bien —dijo Padre—. Matadlos y luego los llevamos a casa para desangrarlos y escaldarlos.

Noah y Tom saltaron la cerca. Los mataron deprisa y con eficacia. Tom golpeó dos veces con la cabeza sin afilar del hacha; y Noah, agachado sobre los cerdos caídos, encontró la arteria principal con su cuchillo curvo y desató ríos de sangre que aún latía. Luego se llevaron a los cerdos, que soltaban chillidos agudos. El predicador y el tío John arrastraron a uno tirando de las patas traseras, Tom y Noah llevaron el otro. Padre caminaba a su lado con el farol y la negra sangre dejaba dos regueros en el polvo. Ya en la casa, Noah deslizó el cuchillo entre el tendón y el hueso de las patas traseras; los palos afilados sujetaron las patas separadas y los cuerpos fueron colgados de las vigas que sobresalían de la casa. Entonces los hombres acarrearon el agua hirviente y la dejaron caer encima de los negros cuerpos. Noah abrió los cerdos en canal y tiró las entrañas al suelo. Padre afiló otros dos palos para mantener los cuerpos abiertos al aire, mientras Tom con un cepillo duro y Madre con un cuchillo romo raspaban la piel para arrancar las cerdas. Al acercó un cubo, metió dentro las entrañas, y lo vació en el suelo, lejos de la casa, y dos gatos le fueron siguiendo, maullando escandalosamente, y los perros siguieron a los gatos gruñendo suavemente.

Padre se sentó en el umbral y miró los cerdos colgando a la luz del farol. La piel estaba limpia y solo alguna gota de sangre caía de cuando en cuando de los cuerpos a la negra laguna que se había formado en el suelo. Padre se puso de pie, se acercó a los cerdos y los tocó con la mano, y luego se volvió a sentar. El abuelo y la abuela se fueron al granero a dormir, el abuelo con una vela en la mano. Los demás se sentaron en silencio a la entrada, Connie, Al y Tom en el suelo, con la espalda apoyada en la pared de la casa, el tío John en una caja, Padre en la puerta. Sólo Madre y Rose of Sharon continuaron en movimiento. Ruthie y Winfield luchaban ya contra el sueño, peleándose soñolientos en la oscuridad. Noah y el predicador se acuclillaron uno al lado del otro, frente a la casa. Padre se rascó nerviosamente, se quitó el sombrero y pasó los dedos entre el pelo.

—Mañana salamos el cerdo temprano, luego cargamos el camión, excepto las camas y podemos partir a la mañana siguiente. Apenas es trabajo ni para un día —dijo, inquieto.

Tom interrumpió:

—Vamos a estar todo el día dando vueltas, buscando algo que hacer —el grupo se removió con desasosiego—. Podríamos acabar de hacer lo que nos falta al amanecer y salir sin más —sugirió Tom. Padre se frotó la rodilla con la mano. La inquietud les invadió a todos.

Noah dijo:

—Seguramente a esa carne no le vendría mal que la saláramos ahora mismo. Si la cortamos se enfriará más rápido de todas maneras.

Fue el tío John el que estalló, sin poder soportar más la tensión.

—¿Y a qué esperamos? Quiero acabar con esto cuanto antes. Si estamos a punto de irnos, ¿por qué no nos vamos ya?

La reacción se extendió al resto de la familia.

—¿Por qué no nos vamos? Podemos dormir en el camino —un sentimiento de urgencia les invadió.

Padre dijo:

—Dicen que son dos mil millas. Eso es un montón de carretera. Debemos partir. Noah, tú y yo podemos cortar esa carne y poner todos los trastos en el camión.

Madre asomó la cabeza por la puerta.

—¿Y si nos olvidamos algo que no veamos en esta oscuridad?

—Podemos echar una última ojeada en cuanto amanezca —dijo Noah. Permanecieron sentados e inmóviles, pensando en ello. Pero al momento Noah se puso en pie y comenzó a afilar el cuchillo de hoja curva en la piedra pequeña y gastada.

—Madre —llamó—, despeja la mesa —se acercó a un cerdo, hizo un corte hacia abajo a un lado del espinazo y empezó a despegar carne hacia adelante, separándola de las costillas.

Padre se levantó excitado.

—Hemos de poner toda la carga junta —dijo—. Venga, vamos a movernos.

Ahora que se habían decidido a marchar, se sentían invadidos de esa sensación de premura. Noah llevaba las tajadas de carne a la cocina y la cortaba en tacos pequeños para salarla. Madre los cubría de sal gorda y los colocaba pieza a pieza en los barriles, con cuidado de que una pieza no tocara a ninguna otra. Colocaba las tajadas como si fueran ladrillos y llenaba de sal los huecos entre una y otra. Noah cortó la carne de los lados y de las patas. Madre cuidó que el fuego siguiera ardiendo y, mientras Noah limpiaba las costillas, el espinazo y los huesos de las patas de carne, ella los metió en el horno para que se asaran y comerlos.

En el patio y en el granero, los círculos de luz de los faroles se movían de aquí para allá, mientras los hombres ponían juntas todas las cosas que pensaban llevar y las apilaban junto al camión. Rose of Sharon sacó toda la ropa de la familia, los monos, zapatos de suela gruesa, botas de goma, gastados vestidos de domingo, jerseys y pellizas.

Empaquetó todo bien apretado en una caja de madera, se subió encima de ella y apisonó todo con fuerza. Entonces sacó los vestidos estampados y chales, las medías negras de algodón y la ropa de los niños —pequeños petos y vestidos estampados baratos—, metió todo en la caja y la volvió a apisonar.

Tom se dirigió al cobertizo de herramientas y volvió con las que quedaban, una sierra manual, un juego de llaves inglesas, un martillo, una caja de clavos de distintos tamaños, un par de alicates, una lima plana y un juego de limas de cola de rata.

Y Rose of Sharon sacó la gran pieza de tela encerada y la extendió en el suelo, detrás del camión. Luchó con los colchones para sacarlos por la puerta, tres colchones dobles y uno pequeño. Los amontonó sobre la tela y luego trajo montones de raídas mantas, dobladas, y las puso encima.

Madre y Noah estaban muy atareados con los cadáveres; de la cocina salía el olor a huesos de cerdo asándose. Los niños habían sucumbido al sueño. Winfileld yacía encogido sobre el polvo a la puerta de la casa; y Ruthie, sentada en una caja en la cocina, donde había ido a observar la carnicería, apoyaba la cabeza en la pared. Respiraba con tranquilidad en el sueño y sus labios se abrían sobre los dientes. Tom terminó con las herramientas y entró en la cocina con el farol, seguido del predicador.

—¡Santo Cielo! —dijo Tom—. ¡Cómo huele esa carne! Y hay que ver cómo cruje.

Madre metió los ladrillos de carne en un barril, puso sal alrededor y por encima de ellos y cubrió toda la capa con sal apelmazada. Levantó la vista hacia Tom y le dedicó una ligera sonrisa, pero sus ojos estaban serios y cansados.

—Os gustará tener huesos de cerdo para desayunar —dijo.

El predicador se puso a su lado.

—Déjeme salar esta carne —dijo—. Yo sé hacerlo. Usted tiene otras cosas que hacer.

Ella interrumpió su trabajo y le inspeccionó con extrañeza, como si le hubiera sugerido algo raro. Sus manos estaban cubiertas con una costra de sal, y de color rosa, teñidas por el fluido del cerdo fresco.

—Es trabajo de mujeres —replicó finalmente.

—Es trabajo —arguyó el predicador—. Hay demasiado trabajo como para dividirlo en trabajo para mujeres y para hombres. Usted tiene mucho que hacer. Deje que yo sale la carne.

Aún le volvió a mirar un momento y luego pasó agua de un cubo a la jofaina de hojalata y se lavó las manos. El predicador cogió lonchas de carne y las saló mientras ella le observaba. Las colocó en el barril igual que ella había hecho. Solamente cuando hubo acabado una capa y la hubo cubierto cuidadosamente de sal, se dio ella por satisfecha. Se secó las manos descoloridas e hinchadas.

Tom dijo:

—Madre, ¿qué nos vamos a llevar de aquí?

Ella miró con rapidez por la cocina.

—El cubo —respondió—. Todo lo que sirve para comer: platos, tazas, cucharas, tenedores y cuchillos. Mételos todos en ese cajón y llévatelo. La sartén y la olla grandes, la cafetera. Cuando se enfríe, coge la parrilla del horno. Es útil para una hoguera. Me gustaría llevar el cubo grande de lavar, pero no creo que haya sitio. Lavaré la ropa en un cubo normal. Los cacharros pequeños no son útiles. Se puede cocinar poca cantidad en una olla grande, pero no al revés. Coge las bandejas de hacer el pan, todas. Se meten unas dentro de las otras —volvió a mirar por la cocina—. Llévate esas cosas que te he dicho, Tom. Yo prepararé lo demás, la lata grande de pimienta, la sal, la nuez moscada y el rallador. Esas cosas no las sacaré hasta el último momento —cogió un farol y caminó pesadamente hacia el dormitorio y sus pies descalzos no hicieron ningún ruido en el suelo.

El predicador comentó:

—Parece cansada.

—Las mujeres están siempre cansadas —dijo Tom—. Las mujeres son así, excepto alguna vez que hay reunión.

—Ya, pero quiero decir más cansada de lo normal. Cansada de verdad, como si estuviera enferma de cansancio.

Madre acababa de llegar a la puerta y oyó sus palabras. Lentamente, las líneas desaparecieron y su rostro musculoso y tenso se relajó y recuperó su expresión habitual de serenidad. Los ojos volvieron a brillar y los hombros se enderezaron. Echó un vistazo a la habitación desnuda, en la que no quedaba sino basura. Los colchones que habían ocupado el piso ya no estaban. Las cómodas se habían vendido. En el piso yacían un peine roto, un bote vacío de polvos de talco y unas pocas pelusas. Madre dejó el farol en el suelo. Alargó la mano por detrás de una de las cajas que habían servido de silla y sacó una caja de cartas, vieja, sucia y estropeada por las esquinas. Se sentó y la abrió. Dentro había cartas, recortes, fotografías, unos pendientes, un anillo de sello, de oro, y una cadena de reloj de cabello trenzado con eslabones de oro. Rozó las cartas con los dedos, delicadamente, y alisó un recorte de periódico que contenía la información sobre el juicio de Tom. Durante largo rato sostuvo la caja, mirando más allá de ella, desordenando las cartas con los dedos y volviéndolas a amontonar con esmero. Se mordía el labio inferior mientras pensaba y recordaba. Al final tomó una decisión. Sacó el anillo, la cadena del reloj, los pendientes, escarbó bajo el montón y encontró un gemelo de oro. Sacó una carta de su sobre y guardó en él las baratijas. Luego dobló el sobre y se lo metió en el bolsillo del vestido. Entonces, con mucho cuidado, tiernamente, cerró la caja y alisó la tapa con los dedos. Abrió un poco los labios. Después se levantó, agarró el farol y volvió a la cocina. Levantó la tapa del fogón y dejó la caja con delicadeza entre las brasas. El calor tiñó el papel de color marrón en un instante. Una llama creció y cubrió la caja. Dejó caer la tapa y al momento el fuego suspiró y envolvió la caja con su aliento.

Afuera, en el patio oscuro, trabajando a la luz del farol, Padre y Al cargaban el camión. Las herramientas al fondo, pero fáciles de encontrar en caso de avería. Seguidamente las cajas de ropa y los utensilios de cocina dentro de un saco de arpillera; los cubiertos y los platos en su caja. Despues el cubo de galón atado detrás. Dispusieron el fondo de la carga tan regularmente como les fue posible y rellenaron los huecos entre las cajas con mantas enrolladas. Luego colocaron los colchones encima, cargando el camión en capas. Por último extendieron la tela encerada sobre la carga y Al practicó pequeños agujeros en el borde, separados unos sesenta centímetros, insertó cuerdas y las ató a los listones laterales del camión.

—Y si llueve —dijo—, la atamos a la barra más alta y los que vayan detrás se pueden refugiar debajo, y no mojarse. Los que vayamos delante no tendremos problema de todas formas.

Padre aplaudió:

—Qué buena idea.

—Pues eso no es todo —continuó Al—. En cuanto encuentre una planta alta, voy a hacer una especie de viga y a colocar la lona por encima, de forma que quede cubierto y los de detrás también puedan protegerse del sol.

—Es buena idea —asintió Padre—. ¿Por qué no lo pensaste antes?

—No he tenido tiempo —replicó Al.

—¿Que no has tenido tiempo? Pues sí lo tuviste para ir por ahí como un coyote en celo. Sabe Dios dónde habrás estado las dos últimas semanas.

—Ocupado en cosas que uno debe hacer antes de marchar —respondió Al. Y entonces perdió parte de su aplomo—. Padre —preguntó—, ¿te alegras de que nos vayamos?

—¿Eh? Bueno… sí, claro. Por lo menos… sí. Aquí lo hemos pasado mal. Por supuesto que en California va a ser otra cosa: trabajo abundante, todo cubierto de verde y casitas blancas rodeadas de naranjos.

—¿Hay naranjos por todas partes?

—Quizá no haya por todas partes, pero sí en muchos lugares.

El primer brillo gris del amanecer apareció en el cielo. Todo estaba listo: los barriles de carne preparados, el gallinero listo para colocarlo encima de todo. Madre abrió el horno y sacó el montón de huesos asados, crujientes y de color marrón, con bastante carne adherida para mascar. Ruthie despertó a medias, resbaló de la caja y volvió a dormir. Pero los adultos, de pie en la puerta y temblando levemente, royeron la carne crujiente.

—Creo que deberíamos despertar a los abuelos —dijo Tom—. Falta poco para que se haga de día.

—Mejor esperar al último momento —dijo Madre—. Necesitan descansar. Ruthie y Winfield apenas han dormido como es debido tampoco.

—Bueno, pueden dormir todos encima de la carga —sugirió Padre—. Seguro que están cómodos ahí.

De pronto los perros se incorporaron y escucharon atentos; y luego, con un rugido, echaron a correr ladrando en la oscuridad.

—¿Qué demonios pasa ahora? —dijo Padre. Al cabo de un momento pudieron oír una voz hablando tranquilizadora a los perros que ladraban y los ladridos perdieron fiereza. Luego oyeron pasos y un hombre acercándose. Era Muley Graves, con el sombrero calado hondo.

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