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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (7 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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Y siguió cavilando:

—Pero cuando un hombre tiene una propiedad que no ve, que no puede tocar con los dedos porque le falta tiempo, ni pisar porque no está allí, entonces, la propiedad es el hombre. Él no puede ni hacer ni pensar lo que desea. La propiedad se apodera del hombre por ser más fuerte que él. Y él ya no es grande, sino pequeño. Tan solo sus propiedades son grandes y él se convierte en el servidor de su propiedad. Esto es lo cierto, también.

El conductor masticó el pastel marcado y arrojó la masa.

—¿No se da cuenta de que los tiempos han cambiado? Filosofando así no conseguirá alimentar a los niños. Eso solo se hace ganando tres dólares diarios. Los hijos de los demás no deberían preocuparle, ocúpese de los suyos propios. Si se hace una reputación por hablar de esa forma, nadie le pagará los tres dólares. Los que tienen la pasta no le contratarán si anda por ahí pensando en otras cosas aparte de en sus tres dólares.

—Por tus tres dólares hay cerca de cien personas en la carretera. ¿Dónde vamos a ir?

—Eso me recuerda —dijo el conductor— que más le vale irse pronto. Después de comer voy a entrar en su patio.

—Esta mañana cegaste el pozo.

—Ya lo sé. Tenía que seguir en línea recta. Pero después de comer voy a entrar en el patio. Tengo que ir siempre en línea recta. Además…, bueno, usted conoce a Joe Davis, a mi viejo, así que le voy a decir una cosa. Mis órdenes son que cuando encuentro una familia que no se ha marchado, si tengo un accidente, ya sabe, me acerco demasiado y hundo un poco la casa, me puedo sacar un par de dólares.

Y mi hijo menor no ha tenido nunca un par de zapatos… aún.

—La levanté con mis propias manos. Enderecé clavos viejos para colocar el revestimiento. Los pares del tejado están atados a los travesaños con alambre de embalar. Es mía. Yo la construí. Atrévete a chocar contra ella, yo estaré en la ventana con el rifle. Que se te ocurra siquiera acercarte de más y te dejo seco como a un conejo.

—No soy yo. Yo no puedo hacer nada. Pierdo el empleo si no sigo órdenes. Y, mire, suponga que me mata, simplemente a usted lo cuelgan, pero mucho antes de que le cuelguen habrá otro tipo en el tractor y él echará la casa abajo. Comete usted un error si me mata a mí.

—Eso es verdad —dijo el arrendatario—. ¿Quién te ha dado las órdenes? Iré a por él. Es a ese a quien debo matar.

—Se equivoca. El banco le dio a él la orden. El banco le dijo: o quitas de en medio a esa gente o te quedas sin empleo.

—Bueno, en el banco hay un presidente, están los que componen la junta directiva. Cargaré el peine del rifle e iré al banco.

El conductor arguyó:

—Un tipo me dijo que el banco recibe órdenes del este, del gobierno. Las órdenes eran: o consigues que la tierra rinda beneficios o tendrás que cerrar.

—Pero, ¿hasta dónde llega? ¿A quién le podemos disparar? A este paso me muero antes de poder matar al que me está matando a mí de hambre.

—No sé. Quizá no hay nadie a quien disparar. A lo mejor no se trata en absoluto de hombres. Como usted ha dicho, puede que la propiedad tenga la culpa. Sea como sea, yo le he explicado cuáles son mis órdenes.

—Tengo que reflexionar —respondió el arrendatario—. Todos tenemos que reflexionar. Tiene que haber un modo de poner fin a esto. No es como una tormenta o un terremoto. Esto es algo malo hecho por los hombres y te juro que eso es algo que podemos cambiar.

El arrendatario se sentó a la puerta y el conductor hizo tronar el motor y arrancó, deshaciendo los senderos, las gradas peinando el suelo y los falos penetrando la tierra. El tractor atravesó el patio, dejó el suelo apelmazado por tantas pisadas convertido en un campo labrado y retrocedió cortando de nuevo la tierra; quedó sin arar un espacio de unos tres metros de ancho. Y vuelta a empezar. El guarda de hierro arremetió contra una esquina de la casa, hizo desmoronarse la pared y arrancó la casita de los cimientos, haciendo que cayera de lado, aplastada como un insecto. Y el conductor llevaba gafas y se cubría la nariz y la boca con una máscara de goma. El tractor dibujó una línea recta mientras el aire y la tierra vibraban con su ruido atronador. El arrendatario lo contempló, sosteniendo en la mano el rifle. Su mujer estaba junto a él, los silenciosos niños detrás. Y todos ellos mantenían la vista fija en el tractor.

Capítulo VI

E
l reverendo Casy y Tom miraron desde lo alto de la colina la propiedad de los Joad. La pequeña casa sin pintar estaba aplastada en una esquina y al estar desgajada de los cimientos, se había desplomado dibujando un ángulo, con las ventanas delanteras apuntando, ciegas, a un punto del cielo bastante por encima del horizonte. No había ni rastro de cercas y el algodón crecía en el patio, pegado a la casa y alrededor del cobertizo. El retrete descansaba sobre uno de sus lados y el algodón crecía cerca. El patio, cuya tierra habían batido hasta endurecer los pies descalzos de los niños, los cascos nerviosos de los caballos y las anchas ruedas del carro, era ahora un campo labrado, donde crecía el algodón, verde oscuro y polvoriento. Durante largo rato Tom contempló el sauce esmirriado que se encontraba junto al abrevadero de los caballos, ya seco, en el piso de cemento donde estaba la bomba.

—¡Dios! —exclamó por fin—. Está esto igual que si hubiera pasado un ciclón. Allí no hay nadie viviendo.

Al final echó a correr colina abajo, con Casy pisándole los talones. Inspeccionó el cobertizo: estaba vacío; solo vio pajas en el suelo y el pesebre en el rincón. Mientras miraba oyó un rumor en el suelo y una familia de ratones desapareció bajo las pajas. Joad se detuvo a la entrada del cobertizo de las herramientas, en el que faltaban estas. No había más que una punta rota del arado, un revoltijo de alambre para atar el heno en el rincón, una rueda de hierro de un rastrillo y una collera de mulas roída por las ratas, una lata de aceite plana de un galón, con una costra de suciedad y aceite y un mono destrozado colgando de un clavo.

—No queda nada —dijo Joad—. Teníamos buenas herramientas y no queda ninguna.

—Si yo fuera todavía predicador —comentó Casy— diría que el brazo del Señor ha golpeado. Pero ahora no sé lo que ha pasado. Yo no estaba aquí. No he oído nada.

Se dirigieron hacia la tapa de hormigón del pozo, caminando entre plantas de algodón, cuyas cápsulas se estaban formando, sobre la tierra cultivada.

—Nosotros nunca plantamos aquí —dijo Joad—. Siempre lo dejamos sin sembrar. Ahora un caballo no podría llegar sin pisotear el algodón.

Se detuvieron en el abrevadero seco, en cuya base ya no crecía la maleza que suele haber bajo un abrevadero y cuya gruesa madera vieja estaba seca y agrietada. De la tapa del pozo sobresalían los tornillos que habían sujetado la bomba, con las roscas enrobinadas; las tuercas habían desaparecido. Joad se asomó al interior del tubo del pozo, escupió y escuchó. Dejó caer un terrón y volvió a escuchar.

—Era un buen pozo —recordó—. No oigo que haya agua.

Pareció reacio a acercarse a la casa. Siguió dejando caer en el pozo un terrón tras otro.

—Puede que estén todos muertos —dijo—. Pero en ese caso alguien me lo habría dicho. De alguna forma me habría enterado.

—Quizá dejaron una carta o algo que lo explique en la casa. ¿Sabían que ibas a venir?

—No sé —contestó Joad—. No, seguramente no. Yo mismo no lo supe hasta hace una semana…

—Busquemos en la casa. Está toda destrozada. Algo le han hecho.

Se aproximaron lentamente a la casa hundida. Dos de los pilares del tejado del porche estaban desencajados y un extremo del tejado estaba caído. Una esquina de la casa estaba aplastada y hundida hacia adentro. A través de un laberinto de madera astillada se podía ver la habitación de la esquina. La puerta delantera, descolgada, se abría hacia el interior y una verja, fuerte y baja, delante de la puerta, abierta hacia afuera, colgaba de los goznes de cuero.

Joad paró en el escalón, una viga de doce por doce.

—Aquí estaba la entrada —dijo—. Pero ya no es… o Madre está muerta.

Señaló la verja baja ante la puerta.

—Si Madre estuviera por aquí, esa verja estaría cerrada y enganchada. Eso era algo que siempre hacía, asegurarse de que la verja estuviera cerrada.

Sentía los ojos calientes.

—Desde que un cerdo se metió en casa de Jacobs y se comió al bebé. Milly Jacobs había salido un momento al granero. Volvió cuando el cerdo aún se lo estaba comiendo. La señora Jacobs estaba embarazada y cayó en un delirio. Nunca se recuperó. Desde entonces estuvo algo sonada. Pero Madre aprendió la lección. Nunca dejó la verja abierta a menos que ella misma estuviera en casa. Jamás lo olvidó. No… se han ido, o están muertos.

Se encaramó al porche rajado y miró en la cocina. Las ventanas estaban rotas, había piedras por el suelo, el suelo y las paredes se hundían desde la puerta formando un ángulo muy inclinado y el polvo asentado cubría las tablas. Joad señaló los cristales rotos y las piedras.

—Chicos —dijo—. Pueden recorrer veinte millas con tal de romper una ventana. Yo también solía hacerlo. Saben cuándo una casa se queda vacía, se enteran. Es lo primero que los chicos hacen cuando una familia se marcha.

La cocina estaba vacía, y el agujero redondo por el que salía el tubo del fogón al exterior dejaba entrar la luz. En la tabla del fregadero había quedado un viejo abrelatas y un tenedor roto al que le faltaba el mango de madera. Joad se deslizó cauteloso en la habitación y el suelo crujió bajo su peso. Había una copia atrasada del Ledger de Filadelfia en el suelo, junto a la pared, con las hojas amarillas y los bordes rizados. Joad echó una ojeada en el dormitorio: ni cama, ni sillas… nada. En la pared había pegada una foto en color de una muchacha india, con un letrero que indicaba su nombre: Ala Roja; apoyado contra la pared había un listón perteneciente a una cama, y en un rincón un botín de mujer, roto por el empeine, se curvaba hacia arriba en la punta. Joad lo cogió y lo observó.

—Recuerdo este zapato —dijo—. Era de Madre. Ahora está muy desgastado, pero a Madre le gustaban. Los tuvo muchos años. No… se han ido y lo han llevado todo con ellos.

El sol había descendido tanto que entraba ahora por el ángulo de las ventanas y brillaba en los bordes de los vidrios rotos. Joad se volvió al fin, salió y cruzó el porche. Se sentó en el canto del mismo y apoyó los pies descalzos en el escalón. La luz del atardecer caía sobre el campo y el sauce desmadejado proyectaba una larga sombra.

Casy se sentó junto a Joad y preguntó:

—¿Nunca te escribieron contándote nada?

—No. Ya le dije antes que no son gente de escribir. Padre podría haber escrito, pero no lo hizo. No le gustaba. Escribir le da escalofríos. Cuando quería pedir alguna cosa por catálogo se las arreglaba tan bien como cualquiera pero, ¿escribir por escribir?…, eso no.

Contemplaron la distancia sentados uno junto a otro. Joad dejó su chaqueta enrollada en el porche, junto a él. Sus manos, moviéndose independientes liaron un cigarrillo, lo alisaron y prendieron, y él aspiró profundamente y echó el humo por la nariz.

—Hay algo extraño en todo esto —dijo—. Pero no doy con ello. Tengo la sensación de que algo marcha muy mal. Esto de que la casa esté destrozada y mi familia se haya ido.

—Justo aquí en esta acequia —dijo Casy—, fue donde te bauticé. No eras un mocoso cruel, pero eras fuerte. Te colgaste de las trenzas de aquella chiquilla como un bulldog. Os bautizamos a los dos en nombre del Espíritu Santo y aun así no la soltabas. Tu Padre dijo «Empújale bajo el agua». Así que te metí la cabeza y hasta que no empezaste a echar burbujas no dejaste libre la trenza. No eras cruel, sino fuerte. A veces un niño fuerte crece con un buen ramalazo del espíritu dentro de él.

Un flaco gato gris salió furtivamente del cobertizo y se deslizó entre las plantas de algodón hasta acercarse al extremo del porche. Saltó silenciosamente al porche y se aproximó, andando con el vientre bajo, a los hombres. Llegó a un punto situado entre los dos, detrás de ellos y entonces se sentó y estiró la cola recta y pegada al suelo y la punta se agitó levemente. El gato sentado contempló la distancia, igual que los hombres. Joad se volvió a mirar al gato.

—¡Vaya, hombre! Mira quién está aquí. Alguien se ha quedado.

Acercó la mano, pero el gato brincó fuera de su alcance, se volvió a sentar y lamió la almohadilla de su garra alzada. Joad le miró y su rostro expresó desconcierto.

—Ya sé lo que ha pasado —exclamó—. Este gato me acaba de aclarar lo que pasa.

—A mí me parece que han pasado muchas cosas —replicó Casy.

—No, no es solo esta granja. ¿Por qué no se va el gato con otros vecinos, con los Ranee? ¿Cómo es que nadie se ha llevado madera de esta casa? Lleva tres meses vacía y nadie ha robado madera. Hay buenas tablas en el cobertizo, un montón de ellas en la casa, los marcos de las ventanas, y aquí están. No es normal. Eso era lo que me daba vueltas en la cabeza. Y no atinaba con ello.

—Bueno, y ¿qué significa todo esto según tú?

Casy se agachó, se descalzó y estiró los largos dedos en el escalón.

—No sé. No parece quedar ningún vecino. Si hubiera alguno, ¿estaría toda esta buena madera aquí? ¡Pues claro que no! Albert Ranee llevó a su familia, los críos, los perros y todo a Oklahoma City una Navidad. Fueron a visitar al primo de Albert. Pues bien, la gente de los alrededores pensó que Albert se había marchado sin decir nada, pensaron que a lo mejor tenía deudas o alguna cuenta pendiente con una mujer. Una semana después, cuando Albert regresó, no quedaba absolutamente nada en esa casa: el fogón había desaparecido, al igual que las camas, los marcos de las ventanas y una buena parte del entablado de la fachada sur de la casa. Se veía el interior perfectamente. Llegó justo cuando Muley Graves se llevaba las puertas y la bomba del pozo. Albert pasó dos semanas haciendo viajes por el vecindario hasta que pudo recuperar todas sus cosas.

Casy se rascó los dedos de los pies voluptuosamente.

—¿Nadie discutió con él? ¿Le devolvieron sus cosas sin más?

—Claro. No estaban robando. Pensaron que lo había dejado y simplemente se lo cogieron. Albert recuperó todo; todo menos un almohadón del sofá, de terciopelo y con un dibujo de un indio. Albert afirmó que lo tenía el abuelo, que el abuelo tenía sangre india en las venas y que por eso quería aquel dibujo. La verdad es que el abuelo lo tenía, pero el dibujo no le importaba un comino. Simplemente, le gustaba el almohadón. Solía llevarlo con él a todas partes y ponerlo allí donde fuera a sentarse. Nunca se lo devolvió. Solía decir, «Si Albert tiene tanto interés en su almohadón, que venga a por él. Pero será mejor que venga disparando, porque si se atreve a acercarse a mi almohadón, le vuelo la maldita cabeza». Así que al final Albert desistió y le regaló el almohadón al abuelo. Sin embargo, el cojín le dio al abuelo una idea: se dedicó a coleccionar plumas de gallina para hacerse un colchón entero de plumas. Pero no lo llegó a conseguir. Una vez Padre se enfadó con una mofeta que había debajo de la casa. Le atizó buenos estacazos y olía tan mal que Madre tuvo que quemar todas las plumas del abuelo para que se pudiera estar en la casa.

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