Las uvas de la ira (4 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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El hombre miró largamente a Joad. La luz parecía penetrar en la profundidad de sus ojos marrones, y arrancaba pequeños destellos dorados en el iris. El manojo de nervios tensos del cuello sobresalió.

Joad permaneció inmóvil en la sombra moteada. Se quitó la gorra, se secó con ella la cara y la dejó caer al suelo junto con la chaqueta enrollada. El hombre bajo la sombra perfecta descruzó las piernas y enterró los dedos de los pies en la tierra.

Joad dijo:

—Hola. Hace más calor en la carretera que en el infierno.

El hombre sentado fijó en él la mirada inquisitivamente.

—Pero, bueno, ¿no eres tú el joven Tom Joad, el hijo de Tom el viejo?

—Si —respondió Joad—. Hasta el final. Voy a casa.

—No te acuerdas de mí, supongo —dijo el hombre. Sonrió y sus gruesos labios descubrieron dientes grandes de caballo—. No, no, no puedes acordarte. Estabas siempre demasiado ocupado tirando de las trenzas de las niñas cuando te hice llegar el Espíritu Santo. Estabas todo absorto en arrancar de raíz aquella trenza. Puede que tú no te acuerdes, pero yo sí. Los dos llegasteis a Jesús al mismo tiempo por tirar de las trenzas. Os bauticé a la vez en el canal de riego mientras peleabais y gritabais como un par de gatos.

Joad le miró con los párpados entrecerrados y luego se rió.

—Claro, es el predicador. El predicador. No hace ni una hora que le hablé a un tipo de usted.

—Fui predicador —dijo el hombre con seriedad—. Reverendo Jim Casy, ejercí de pastor. Solía aullar el nombre de Jesús hasta el cielo. Y solía haber tantos pecadores arrepentidos en la acequia que casi se me ahogaban la mitad. Pero ya no más —suspiró—. Ahora solo soy Jim Casy. Ya no tengo vocación. Tengo un montón de ideas pecaminosas, que, sin embargo, parecen inteligentes.

Joad dijo:

—Es inevitable que se le ocurran ideas a uno si se dedica a pensar en cosas. Claro que me acuerdo de usted. Solía celebrar buenos servicios. Recuerdo una vez que pronunció un sermón entero andando sobre las manos, de un lado para otro, gritando como un desaforado. Madre le apreciaba más que nadie. Y la abuela dice que usted estaba literalmente lleno del Espíritu Santo.

Joad exploró por su chaqueta enrollada, encontró el bolsillo y sacó la botella. La tortuga movió una pata, pero él la envolvió bien envuelta. Destapó la botella y se la ofreció.

—¿Quiere un trago?

Casy tomó la botella y la contempló pensativo.

—Ya no predico demasiado. El espíritu ya no está en la gente; y lo que es peor, ya no está tampoco en mí. De vez en cuando el espíritu se mueve dentro de mí y entonces celebro un servicio, o cuando la gente me deja comida les bendigo, pero mi corazón no está en ello. Lo hago solo porque es lo que esperan.

Joad se volvió a enjugar el rostro con la gorra.

—No es demasiado santo para tomar un trago, ¿verdad? —preguntó.

Casy pareció ver la botella por vez primera. La inclinó y bebió tres grandes tragos.

—Buen licor —declaró.

—Ya puede serlo —dijo Joad—. Es licor de fábrica; me costó un pavo.

Casy bebió otro trago antes de devolver la botella.

—Sí señor —dijo—. Si, señor.

Joad cogió la botella y por cortesía no limpió el cuello con la manga antes de beber. Se puso en cuclillas y asentó la botella contra la chaqueta enrollada. Sus dedos encontraron una ramita con la que dibujar sus ideas en el polvo. Y pintó ángulos y circulitos.

—No le había visto en mucho tiempo —dijo.

—Nadie me ha visto —replicó el predicador—. Me fui solo, me senté a pensar y reflexioné. El espíritu es fuerte en mi interior, pero ya no es lo mismo. No estoy tan seguro de un montón de cosas —se sentó derecho apoyado contra el árbol. Su mano huesuda encontró el camino como una ardilla, hasta llegar al bolsillo de su mono y sacó un taco negro y mordido de tabaco. Cuidadosamente sacudió las pajitas y la pelusa gris del bolsillo antes de morder una esquina y acomodar la mascada en el interior de la mejilla. Joad negó con el palito cuando le ofreció el taco. La tortuga se revolvió bajo la chaqueta. Casy observó la prenda en movimiento.

—¿Qué tienes ahí, un pollo? Lo vas a asfixiar.

Joad aseguró la chaqueta enrollada.

—Una vieja tortuga —dijo—. La recogí en la carretera. Igual que una vieja excavadora. Pensé llevársela a mi hermano pequeño. A los niños les gustan las tortugas.

El predicador asintió despacio con la cabeza.

—Todos los niños tienen una tortuga en algún momento. Pero nadie la puede conservar. A fuerza de intentarlo sin parar finalmente un día escapan y se van… lejos, a algún lugar. Igual que yo. No pude conformarme con el Evangelio que estaba ahí, al alcance de la mano. Tuve que hurgar en él y sobarlo hasta que al final lo hice pedazos. Aquí estoy, a veces tengo el espíritu y nada sobre lo que predicar. Tengo vocación para conducir a la gente y ningún lugar a donde conducirla.

—Condúzcalos en círculos —dijo Joad—. Sumérjalos en el canal de riego. Dígales que se asarán en el infierno si no piensan igual que usted. ¿Para qué demonios los quiere llevar a ningún sitio? Condúzcalos, simplemente.

La sombra recta del tronco se había alargado sobre el suelo. Joad se movió agradecido hasta estar dentro, se acuclilló y alisó un nuevo trozo en el que dibujar sus ideas con el palo. Un perro pastor amarillo, de pelo espeso, se acercó trotando por la carretera, la cabeza baja, la lengua colgando babeante, la cola relajada y curva. Jadeaba ruidosamente. Joad le silbó, pero el perro agachó la cabeza un par de centímetros y trotó rápido hacia un destino determinado.

—Va a alguna parte —explicó Joad, un poco picado—. A lo mejor va a casa.

El predicador no se dejaba alejar de su idea.

—Va a alguna parte —repitió—. Eso es, va a algún sitio. Yo… yo no sé a dónde voy. Déjame que te cuente: yo solía tener a la gente dando saltos y hablando otras lenguas, y gritando ¡Gloria! hasta caer desmayados. A algunos los bautizaba para que volvieran en sí. Y luego, ¿sabes qué hacía? Me llevaba a una de las chicas y me acostaba con ella en la hierba. Lo hacía cada vez. Y después me sentía mal y rezaba y rezaba, pero no servía de nada. La vez siguiente, ellos y yo llenos del espíritu, lo volvía a hacer. Me imaginé que simplemente yo no tenía arreglo y que era un maldito viejo hipócrita. Pero yo no quería serlo.

Joad sonrió, separó los grandes dientes y se chupó los labios.

—No hay nada como un buen servicio para llevarlas donde uno quiere —dijo—. Yo también lo he hecho.

Casy se inclinó hacia él excitado.

—¿Lo ves? —gritó—. Yo me di cuenta de que pasaba eso y empecé a darle vueltas —movió arriba y abajo la mano huesuda de nudillos grandes en un gesto de caricia—. Yo pensaba así: aquí estoy predicando la gracia, y la gente recibiendo tanta gracia que se ponen a saltar y a gritar. Por otro lado, se dice que acostarse con una chica es cosa del diablo. Pero cuanta más gracia tiene una chica en su interior más deprisa quiere acostarse en la hierba. Y pensé cómo diablos, con perdón, cómo puede el diablo introducirse en una chavala cuando el Espíritu Santo se le sale por las orejas, de tan llena de él como está. Lo lógico sería pensar que ese es un momento en el que el diablo no tiene nada que hacer. Y, sin embargo, allí estaba —la excitación hacía brillar sus ojos. Rumió un poco con las mejillas y escupió en el polvo, y el escupitajo rodó y rodó, recogiendo polvo hasta ser una bolita redonda y seca. El predicador estiró la mano y contempló la palma como si estuviera leyendo un libro—. Y aquí estoy yo —continuó con suavidad—. Yo con las almas de toda esa gente en mi mano, responsable y sintiendo mi responsabilidad y cada vez tenía que acostarme con una de las chavalas —miró a Joad con una expresión de desamparo en el rostro, como pidiendo ayuda.

Joad dibujó con esmero el torso de una mujer en el polvo, senos, caderas, pelvis. —Yo nunca fui predicador —dijo—. Nunca dejé escapar nada que estuviera a mi alcance. Y nunca se me ocurrió pensar nada, excepto la maldita suerte que tenía cuando conseguía algo.

—Pero tú no eras predicador —insistió Casy—. Una chica no era más que una chica para ti. No eran nada tuyo. Pero para mí eran vasos sagrados. Yo salvaba sus almas. Y con toda esa responsabilidad, las tenía ya tan llenas del Espíritu Santo que echaban espuma y entonces me las llevaba al prado.

—Tal vez yo debería haber sido predicador —dijo Joad. Sacó el tabaco y los papeles y lió un cigarrillo. Lo prendió y miró al predicador guiñando a través del humo—. Llevo mucho tiempo sin una chica —dijo—. Voy a tener que recuperar el tiempo perdido.

Casy siguió:

—Me preocupaba hasta quitarme el sueño. Iba a predicar y me decía: por Dios que esta vez no lo voy a hacer. E incluso mientras lo decía, sabía que volvería a hacerlo.

—Debería haberse casado —dijo Joad—. Un predicador y su mujer estuvieron una vez en casa. Eran jehovitas. Dormían en el piso de arriba y celebraban servicios en nuestro granero. Los niños escuchábamos. Le aseguro que la señora de aquel predicador se llevaba una buena soba las noches que había servicio.

—Me alegro de que me lo hayas dicho —dijo Casy—. Solía pensar que yo era el único. Al final me hizo sufrir tanto que lo dejé y me fui solo a pensar las cosas despacio —dobló las piernas y rascó entre los dedos secos y polvorientos—. Me digo a mí mismo: ¿Qué es lo que te está royendo? ¿Joder? Y me contesto: no, el pecado. Y sigo: ¿Cómo es que precisamente cuando un hombre debería estar protegido a toda prueba contra el pecado, cuando está todo lleno de Jesucristo, es cuando no puede dejar quietos los botones del pantalón? —posó dos dedos en la palma de la mano siguiendo el ritmo como si pusiera allí con suavidad cada palabra una al lado de otra. Yo pienso: Quizá no sea un pecado. Puede que sea solamente que los hombres son así. A lo mejor nos hemos estado castigando como locos por nada. Pensé cómo algunas hermanas se azotaban a sí mismas con un trozo de alambre. Y pensé que a lo mejor les gustaba hacerse daño y a lo mejor a mí también me gustaba hacerme daño. Pues bien, estaba tumbado bajo un árbol cuando llegué a esa conclusión y me quedé dormido. Se hizo de noche, estaba oscuro cuando desperté. Cerca aullaba un coyote. Antes de que me diera cuenta estaba diciendo en voz alta: ¡Y una mierda! No existe el pecado y no existe la virtud. Sólo hay lo que la gente hace. Todo es parte de lo mismo. Algunas cosas que los hombres hacen son bonitas y otras no, pero eso es todo lo que un hombre tiene derecho a decir —hizo una pausa y levantó la mirada de la palma de la mano, donde había ido poniendo las palabras.

Joad le sonreía, pero sus agudos ojos también mostraban interés.

—Le dio una buena reflexión —dijo—. Llegó a una conclusión.

Casy habló de nuevo y su voz expresaba dolor y confusión.

—Yo me digo: ¿Qué es esta llamada, este espíritu? Es amor. Amo tanto a la gente que a veces estoy a punto de estallar. Y pienso: ¿No amas a Jesucristo? Le di vueltas y más vueltas y al final me dije: No, no conozco a nadie llamado Jesús. Sé un puñado de historias, pero solo amo a la gente. A veces tanto que casi estallo y quiero hacerles felices, así que predico algo que pienso que les hará felices. Y entonces… he hablado muchísimo. Quizá te asombres de que diga tacos. Bueno, para mí ya no son malos. No son más que palabras que la gente usa y no significan nada malo. Bueno, sea como sea, te diré una cosa más que se me ocurrió; y viniendo de un predicador es la cosa menos religiosa posible y ya no puedo ser predicador porque llegué a esa conclusión y creo en ella.

—¿De qué se trata? —preguntó Joad.

Casy le miró tímidamente.

—Si te parece mal, no te ofendas, ¿de acuerdo?

—Yo no me ofendo más que cuando me dan un puñetazo en la nariz —dijo Joad—. ¿Qué fue lo que pensó?

—Pensé en esa historia del Espíritu Santo y Jesucristo. Me dije: ¿Por qué tenemos que atribuirlo a Dios o a Jesús? Quizá, pensé, quizá son los hombres y las mujeres a los que amamos; quizá eso es el Espíritu Santo, el espíritu humano, esa es toda la historia. Tal vez hay una gran alma de la que todo el mundo forma parte. Estaba allí sentado pensándolo y de pronto… lo supe. Sabía desde lo más hondo que era verdad y aún lo sé.

Joad dejó caer la mirada al suelo como si no fuera capaz de sostener la sinceridad desnuda que reflejaban los ojos del predicador.

—No puede celebrar servicios con semejantes ideas —dijo—. Con ideas de esas la gente le haría salir del pueblo. Lo que a la gente le gusta es saltar y gritar. Les hace sentir fenomenal. Cuando la abuela empezaba a hablar en otras lenguas no había quien la pudiera sujetar. Podía tumbar a un diácono hecho y derecho de un puñetazo.

Casy le observó pensativo.

—Me gustaría preguntarte una cosa —dijo—. Hay algo que me ha estado carcomiendo.

—Adelante; algunas veces hablo.

—Bueno —empezó el predicador despacio—, a ti te bauticé justo cuando estaba en el umbral de la gloria. Aquel día me salían pedacitos de Jesús por la boca. No te acordarás porque estabas ocupado tirando de las trenzas.

—Me acuerdo —dijo Joad—. Estaba con Susy Little. Me reventó el dedo un año después.

—Bueno… ¿sacaste algo bueno de aquel bautizo? ¿Te hiciste mejor en algún sentido?

Joad pensó en ello.

—No, no puedo decir que sintiera nada.

—Bueno, ¿sacaste algo malo? Piénsalo bien.

Joad levantó la botella y bebió un trago.

—No saqué nada, ni bueno ni malo. Sólo pasé un buen rato.

Le pasó la botella al predicador.

Él suspiró, bebió, miró el bajo nivel de whisky y le dio otro trago pequeño.

—Eso es bueno —dijo—. Me empezaba a preocupar si quizá enredando, no le habría hecho daño a alguien.

Joad miró hacia su chaqueta y vio a la tortuga libre y alejándose deprisa en la misma dirección que llevaba cuando él la encontró. Joad la observó un momento y luego se puso en pie. La volvió a coger y la envolvió de nuevo en la chaqueta.

—No tengo ningún regalo para los chicos —dijo—. Nada más que esta tortuga vieja.

—Es curioso —dijo el predicador—. Estaba pensando en el viejo Tom Joad cuando llegaste. Pensando que iría a hacerle una visita. Solía pensar que era un hombre descreído. ¿Cómo está Tom?

—No sé cómo está. No he estado en casa en cuatro años.

—¿No te escribió?

Tom estaba avergonzado.

—Bueno, Padre nunca fue bueno para escribir. Podía firmar tan bien como cualquiera y chupar el lápiz. Pero nunca escribió cartas. Dice siempre que lo que no pueda decirle a uno de viva voz no vale la pena escribirlo.

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