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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (42 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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—Pero voy a estudiar —añadió—. En cuanto me organice.

Ella dijo amenazadora:

—Hemos de tener una casa antes de que llegue el niño. No pienso tener este hijo en ninguna tienda de campaña.

—Claro —dijo él—. En cuanto me organice —salió de la tienda y bajó la vista hacia Madre, agachada sobre la hoguera de maleza. Rose of Sharon se tumbó de espaldas y clavó la mirada en el techo de la tienda. Y entonces se metió el pulgar en la boca para ahogar el sonido y se echó a llorar silenciosamente.

Madre estaba arrodillada al lado del fuego, partiendo leña menuda para mantener la llama alta bajo la olla de estofado. El fuego llameaba y decaía, una y otra vez. Los niños, que eran quince, permanecían de pie callados y expectantes. Cuando el olor del estofado hirviendo llegó hasta ellos, sus narices se arrugaron levemente. La luz del sol relucía en los cabellos con mechas de polvo. Los niños estaban avergonzados de estar allí, pero no se iban. Madre se dirigió con voz suave a una niña que estaba en el interior del ansioso círculo. Era mayor que los demás. Estaba a la pata coja, acariciándose la pantorrilla con el empeine desnudo. Tenía los brazos enlazados a la espalda. Miró a Madre con sus firmes ojillos grises. Sugirió:

—Podría traerle alguna leña si quiere.

Madre levantó la vista de su trabajo.

—Quieres que te invite a comer, ¿verdad?

—Sí, señora —respondió, imperturbable, la niña.

Madre empujó las ramitas bajo la olla y la llama chisporroteó.

—¿No has desayunado?

—No, señora. Por aquí alrededor no hay trabajo. Padre está intentando vender algunas cosas para comprar gasolina y poder seguir.

Madre les miró.

—¿Ninguno de estos ha podido desayunar?

Los chiquillos en círculo se removieron nerviosos y apartaron los ojos de la olla burbujeante. Un niño pequeño dijo con acento jactancioso:

—Yo sí, y mi hermano, y esos dos también, que les he visto yo. Nosotros comimos bien. Esta noche nos vamos hacia el sur.

Madre sonrió.

—Entonces no tienes hambre. Aquí no hay bastante para todos.

El niñito sacó el morro.

—Comimos bien —dijo, y dio media vuelta, echó a correr y desapareció dentro de una tienda. Madre se quedó mirando detrás de él tanto rato que la niña mayor le recordó:

—La llama está baja, señora. Si quiere yo se la vigilo para que esté alta.

Ruthie y Winfield estaban dentro del círculo, comportándose con la frialdad y dignidad adecuadas. Se mostraban reservados y al propio tiempo posesivos. Ruthie fijó sus ojos fríos y airados en la niña y se puso en cuclillas para partir las ramitas para Madre.

Madre levantó la tapa de la olla y revolvió el estofado con un palo.

—Me alegro mucho de que algunos no tengáis hambre. Ese pequeño no tenía, al menos.

La niña hizo una mueca de burla.

—Ése, ¡qué va!, ese es un fardero. De marca mayor. Si no tiene cena… ¿Sabe lo que hizo? Anoche salió y dijo que tenían pollo para cenar. Pues yo me asomé mientras comían y no tenían más que masa frita como todo el mundo.

—¡Vaya! —y Madre miró hacia la tienda en la que había entrado el crío. Miró de nuevo a la niña—. ¿Cuánto tiempo llevas en California? —le preguntó.

—Unos seis meses. Vivimos un tiempo en un campamento del gobierno, luego nos fuimos hacia el norte y cuando volvimos estaba lleno. Ése es un sitio majo para vivir, se lo aseguro.

—¿Dónde queda? —preguntó Madre. Cogió los palitos de la mano de Ruthie y alimentó el fuego. Ruthie miró con odio a la otra niña.

—Cerca de Weedpatch. Hay aseos y baños, se puede lavar la ropa en pilas y hay agua al alcance de la mano, agua potable muy buena; por las noches la gente toca música y el sábado por la noche hay baile. Es el sitio más bonito que haya visto. Hay una parte para que jueguen los niños, y papel en los servicios. Se tira de un chismito y el agua cae directamente al water, y los policías no pueden venir a curiosear a la tienda cuando les apetece, y el tipo que dirige el campamento es muy educado, va a visitar a la gente, a hablar con ella y no va por ahí creyéndose un dios. Ojalá pudiéramos volver a vivir allí.

Madre dijo:

—Nunca había oído hablar de ese sitio. Me vendría pero que muy bien una pila para lavar ropa, te lo aseguro.

La niña continuó excitada:

—Pero si hay hasta agua caliente en las cañerías, y te puedes dar una ducha con el agua que sale caliente. Seguro que nunca ha visto un sitio tan bonito.

—¿Y dices que ahora está lleno? —dijo Madre.

—Sí. La última vez que preguntamos estaba lleno.

—Debe de ser muy caro —siguió Madre.

—Bueno, sí que cuesta, pero si no tienes dinero, te dejan que lo pagues con trabajo, un par de horas por semana, limpiando, ocupándose de la basura y cosas así. Por la noche hay música y la gente se reúne a hablar y el agua caliente corre por las cañerías. Seguro que nunca ha visto un sitio tan bonito.

—Me encantaría poder ir allí —dijo Madre.

Ruthie no pudo aguantar más. Estalló agresivamente:

—La abuela murió en el mismo camión —la niña la miró con expresión interrogante—. Sí, se murió —dijo Ruthie—. Y el forense se la quedó —apretó los labios y se puso a partir los palos con los que había formado un pequeño montón.

Winfield parpadeó ante la osadía del ataque.

—En el camión mismo —repitió como un eco—. El forense la metió en una cesta grande.

Madre avisó:

—Callaos los dos ahora mismo si no queréis que os obligue a iros —y empujó más ramitas dentro del fuego.

Al se alejó paseando hacia el campamento del hombre que esmerilaba las válvulas.

—Ya casi has terminado —comentó.

—Dos más.

—¿Hay alguna chica en este campamento?

—Yo tengo mujer —dijo el hombre joven—. No tengo tiempo para chicas.

—Yo siempre tengo tiempo para chicas —dijo Al. Es para lo único que tengo tiempo.

—Espera a tener hambre y verás cómo cambias.

Al se echó a reír.

—Puede ser. Pero todavía no he cambiado nunca ese principio.

—Ese con el que hablé hace un rato está con vosotros, ¿verdad?

—Sí. Es mi hermano Tom. Más vale no tontear con él. Mató a un tipo.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—En una pelea. El tío le sacó una navaja. Tom se lo cargó con una pala.

—Vaya, eso hizo, ¿eh? ¿Y la justicia qué hizo?

—Le dejaron libre porque había sido una pelea —dijo Al.

—No tiene pinta de pendenciero.

—No, si no lo es. Pero Tom no deja que nadie le avasalle —la voz de Al reflejaba un timbre de orgullo—. Tom es muy tranquilo. Pero, ¡ándate con ojo!

—Estuve hablando con él. No me pareció mala persona.

—No es mala persona. Es suave como un gato hasta que se excita, y entonces ya puedes llevar cuidado —el hombre esmeriló la última válvula—. ¿Quieres que te ayude a colocar las válvulas y poner la cabeza?

—Claro… si no tienes ninguna otra cosa que hacer.

—Debería dormir un poco —dijo Al—. Pero, mierda, es que no puedo apartar las manos de un cohe medio destripado. Simplemente tengo que meter las manos.

—Te lo agradecería mucho —dijo el hombre—. Me llamo Floyd Knowles.

—Yo soy Al Joad.

—Encantado de conocerte.

—Igualmente —dijo Al—. ¿Vas a usar la misma junta?

—No me queda más remedio —respondió Floyd.

Al sacó su navaja y raspó el bloque del motor.

—¡Dios! —exclamó—. No hay nada que me guste tanto como las tripas de un motor.

—¿Qué hay de las chicas?

—Sí, las chicas también. Me encantaría deshacer un Rolls y volverlo a montar. Una vez vi el motor de un Cadillac 16; ¡Dios Todopoderoso!, era lo más dulce que he visto en mi vida. Fue en Sallisaw, allí estaba el Cadillac 16 estacionado delante de un restaurante, y yo fui y levanté el capó. Enseguida salió uno y me dijo: «¿Qué diablos haces?» Y yo le dije: «Sólo estoy mirando. Es magnífico, ¿verdad?» Y el otro se quedó ahí parado. No creo que nunca hubiera mirado el motor antes. Era un tío rico con un sombrero de paja y una camisa de rayas, y llevaba gafas. No decíamos nada, solo mirábamos. Al poco va y me dice: «¿Quieres conducir un poco?»

—¡La leche! —dijo Floyd.

—Pues sí… «¿Quieres conducir un poco?» Yo llevaba los vaqueros, bastante sucios. Le dije: «Se lo mancharía.» «Venga ya», dijo. «Date una vuelta a la manzana.» Sí, señor, me senté al volante y di ocho vueltas a la manzana, y ¡qué maravilla!

—¿Te gustó? —preguntó Floyd.

—¡Dios! —exclamó Al—. Habría dado cualquier cosa por poder desmontarlo.

Floyd aflojó el ritmo de los movimientos de su brazo.

Levantó la última válvula de su base y la examinó.

—Más te vale acostumbrarte a estos cacharros —dijo—, porque no vas a conducir ningún Cadillac 16 —dejó el tirante en el estribo y cogió un cincel para rascar la costra del bloque del motor. Dos mujeres robustas, con la cabeza descubierta y descalzas, pasaron acarreando un cubo de agua lechosa entre las dos. Cojeaban por el peso del cubo y ninguna de las dos levantó los ojos del suelo. El sol estaba a medio camino en el cielo.

Al dijo:

—No te entusiasmas por nada, tú.

Floyd rascó con más energía con el cincel.

—Llevo aquí seis meses —dijo—. He recorrido este estado de arriba a abajo tratando de trabajar lo suficiente y de moverme con la rapidez necesaria para conseguir carne y patatas para mí, mi mujer y mis hijos. He corrido como una liebre y… no lo he logrado. Nunca tenemos bastante de comer haga lo que haga. Me estoy cansando, eso es todo. He sobrepasado el punto del cansancio cuando el sueño aún te descansa. Sencillamente no sé qué hacer.

—¿No hay manera de que uno encuentre trabajo fijo? —preguntó Al.

—No, no hay trabajo fijo —separó con el cincel la costra del bloque y frotó el metal apagado con un trapo grasiento.

Un turismo herrumbroso entró en el campamento. En él iban cuatro hombres de rostros morenos y duros. El coche disminuyó mientras cruzaba por el campamento.

Floyd les llamó:

—¿Habéis tenido suerte?

El coche se detuvo. El conductor dijo:

—Hemos cubierto una buena cantidad de terreno. No hay trabajo ni para un alma en estas tierras. Hay que marchar.

—¿A dónde? —preguntó Al.

—Dios sabe. Pero aquí ya no queda nada por hacer —soltó el embrague y se alejó lentamente.

Al miró cómo se alejaban.

—¿No sería mejor que fuera cada uno por su lado? Si hay para uno, uno trabajaría.

Floyd dejó de mover el cincel y sonrió agriamente.

—No entiendes el asunto —explicó—. Para recorrer la zona hace falta gasolina, que cuesta quince centavos por galón. Esos cuatro no pueden ir en cuatro coches. Cada uno pone diez centavos y compran gasolina. Tienes que aprender.

—¡Al!

Al bajó la mirada hacia Winfield, que se había puesto a su lado dándose importancia.

—Al, Madre está sirviendo el estofado. Dice que vengas a por él.

Al se limpió las manos en los pantalones.

—Hoy no hemos comido —le dijo a Floyd—. Cuando coma vengo a echarte una mano.

—Si no te apetece, no es necesario.

—Claro que me apetece —siguió a Winfield camino del campamento de los Joad. Había mucha gente allí. Estaban aquellos niños extraños cerca de la olla del estofado, tan cerca que Madre les rozaba con los codos mientras trajinaba. Tom y el tío John estaban a su lado.

Madre dijo indecisa:

—No sé qué hacer. Tengo que dar de comer a la familia. ¿Qué voy a hacer con todos estos? —los niños seguían mirándola, rígidos, con rostros inexpresivos y tiesos, mientras sus ojos iban mecánicamente de la olla al plato de hojalata que ella sujetaba. Seguían con los ojos a la cuchara de la olla al plato y cuando ella le pasó el plato humeante al tío John, los ojos subieron tras él. El tío John hundió la cuchara en el estofado y los ojos en bloque subieron con la cuchara. John se llevó un trozo de patata a la boca, y los ojos, todos juntos, se clavaron en su rostro, esperando su reacción. ¿Estaría rico? ¿Le gustaría?

Entonces el tío John pareció verles por primera vez. Masticó despacio.

—Toma tú este plato —le dijo a Tom—. Yo no tengo hambre.

—No has comido nada hoy —dijo Tom.

—Ya, pero me duele el estómago. No tengo hambre.

—Llévate el plato a la tienda y cómetelo allí —dijo Tom en voz baja.

—No tengo hambre —insistió John—. Aunque entre en la tienda, los seguiré viendo.

Tom se volvió hacia los chiquillos.

—Largo —dijo—. Venga, marchaos —la fila de ojos dejó el estofado y descansó en Tom con expresión de perplejidad—. Venga, largo. No os va a servir de nada. No hay bastante para vosotros.

Madre sirvió el estofado en platos de hojalata, en pequeñas cantidades, y puso los platos en el suelo.

—No puedo echarles —dijo—. No sé qué hacer. Coged los platos y meteos en la tienda. Les daré lo que queda. Toma, llévale un plato a Rosasharn —sonrió desde el suelo a los niños—. Mirad, pequeños —dijo—, id a por un palo plano cada uno y os daré lo que queda. Pero no quiero ninguna pelea —el grupo se deshizo con una rapidez mortal y en silencio. Los niños corrieron a buscar palos o a sus propias tiendas a por cucharas. Antes de que Madre hubiera acabado de servir los platos ya estaban de regreso, callados y con expresión lobuna. Madre meneó la cabeza—. No sé qué hacer. No puedo robarle a la familia. Primero tengo que alimentar a mi propia familia. Ruthie, Winfield, Al —gritó fieramente—, coged vuestros platos. Deprisa. Meteos rápido en la tienda —miró a los niños que aguardaban como pidiéndoles disculpas—. No hay suficiente —dijo con humildad—. Voy a dejaros aquí fuera la olla para que todos lo probéis, pero no os va a servir de nada —vaciló— No puedo remediarlo. No os puedo privar de lo poco que haya —levantó la olla y la dejó en el suelo—. Esperad un poco. Está demasiado caliente —dijo, y entró rápidamente en la tienda para no ver. Su familia estaba sentada en el suelo, cada uno con su plato; podían oír a los niños metiendo en la olla sus palos, cucharas y trozos de hojalata oxidada. Un montón de niños ocultaba la olla de la vista. No hablaban, no peleaban ni discutían; pero todos ellos tenían una callada resolución, una fiereza inflexible. Madre les dio la espalda para no ver—. No podemos volver a hacer eso —decidió—. Tenemos que comer solos —se oyó cómo rebañaban la olla y luego el montón de críos se disolvió y los niños se fueron, dejando la olla rebañada en el suelo. Madre miró los platos vacíos—. Ninguno de vosotros ha comido bastante.

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