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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (43 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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Padre se puso en pie y salió de la tienda sin contestar. El predicador sonrió para sí y se tumbó en el suelo con las manos juntas debajo de la cabeza. Al se levantó.

—Tengo que echarle una mano a uno con el coche.

Madre recogió los platos y los sacó para lavarlos.

—Ruthie —llamó—, Winfield. Id a llenarme un cubo de agua ahora mismo —les alcanzó el cubo y ellos se encaminaron hacia el río.

Una mujer fuerte y ancha se aproximó. Llevaba el vestido lleno de polvo y con manchas de aceite de coche. Mantenía la barbilla alta en un gesto orgulloso. Se detuvo a corta distancia y midió beligerante a Madre. Al final se acercó.

—Buenas tardes —saludó con frialdad.

—Buenas tardes —contestó Madre, y se puso en pie y le ofreció una caja—. ¿Quiere sentarse?

La mujer se llegó junto a Madre.

—No, no quiero sentarme.

Madre le dirigió una mirada interrogante.

—¿Le puedo ayudar en alguna cosa?

La mujer se colocó las manos en las caderas.

—Me puede ayudar ocupándose de sus propios hijos y dejando en paz a los míos.

Madre abrió unos ojos como platos.

—Yo no he hecho nada… —empezó.

La mujer la miró con el ceño fruncido.

—Mi pequeño ha vuelto oliendo a estofado. Usted se lo dio, me lo ha dicho. No vaya usted jactándose y presumiendo de tener estofado. No se le ocurra. Ya tengo bastantes problemas para que usted me cause más. Me viene y dice: ¿Por qué no tenemos estofado nosotros? —su voz temblaba de furia.

Madre se le acercó.

—Siéntese —dijo—. Siéntese y hablemos un poco.

—No pienso sentarme. Estoy intentando dar de comer a mi familia y va y aparece usted con su estofado…

—Siéntese —dijo Madre—. Ése era el último estofado que vamos a comer hasta que encontremos trabajo. Imagínese que está usted guisando y aparecen un puñado de chiquillos dando vueltas a su alrededor. ¿Qué haría usted? Nosotros no comimos lo suficiente, pero no puedes dejar de darles un poco cuando te están mirando así —las manos de la mujer dejaron las caderas y quedaron colgando. Sus ojos se clavaron inquisitivos en Madre, un momento, y después la mujer se volvió y se alejó presurosa, entró en una tienda y cerró la lona detrás de ella. Madre se quedó mirándola y luego volvió a arrodillarse junto a la pila de platos de hojalata.

Al llegó presuroso.

—Tom —llamó—, ¿Tom está dentro?

Tom sacó la cabeza.

—¿Qué quieres?

—Ven conmigo —le conminó Al excitado.

Se alejaron caminando juntos.

—¿Qué es lo que te pasa? —le preguntó Tom.

—Ya te enterarás. Espera un momento —precedió a Tom en dirección al coche destripado—. Este es Floyd Knowles —dijo.

—Sí, ya he hablado con él. ¿Cómo estás?

—Poniéndolo a punto —replicó Floyd.

Tom pasó el dedo por encima del bloque del motor.

—¿Qué clase de mosca te ha picado, Al?

—Floyd me acaba de decir algo. Diselo, Floyd.

Floyd dijo:

—No sé si debería, pero… sí, te lo voy a decir. Ha venido uno que dice que va a haber trabajo más al norte.

—¿Al norte?

—Sí, un lugar llamado el valle de Santa Clara, en el quinto pino y todo hacia el norte.

—¿Sí? ¿Qué tipo de trabajo?

—Recogida de ciruelas y peras y trabajo para las conserveras. Dice que está casi a punto.

—¿A qué distancia? —preguntó Tom.

—Dios sabrá. Tal vez unas doscientas millas.

—Eso son muchas millas —dijo Tom—. ¿Cómo sabemos que vamos a tener trabajo cuando lleguemos?

—La verdad es que no lo sabemos —replicó Floyd—. Pero aquí si que no hay nada y este tío dice que se lo dice su hermano en una carta y él se ha puesto en marcha. Me dijo que no se lo dijera a nadie o habrá demasiada gente. Hemos de salir por la noche. Hay que llegar allí y conseguir algo de trabajo.

Tom le miró con suspicacia.

—¿Por qué tenemos que irnos a escondidas?

—Porque si todo el mundo va para allá no va a haber trabajo para nadie.

—Está muy lejos —dijo Tom.

Floyd pareció dolido.

—Yo me limito a darte la información. Haz con ella lo que quieras. Tu hermano Al me ha ayudado y yo te digo esa información.

—¿Estás seguro de que aquí no hay trabajo?

—Mira, llevo tres semanas recorriendo los alrededores hasta bien lejos y no he encontrado ni una muestra de trabajo, ni lo más mínimo. Si quieres echar una ojeada por aquí y quemar gasolina mientras tanto, adelante. No te estoy suplicando. Cuantos más vayan, menos posibilidades tengo yo.

Tom dijo:

—No me estoy quejando. Es solo que se trata de mucha distancia. Y teníamos la esperanza de encontrar trabajo por aquí y alquilar una casa.

—Ya sé que acabáis de llegar —dijo Floyd con paciencia—. Hay cosas que tenéis que aprender. Si me dejaras decírtelas, te ahorrarías disgustos. Si no me dejas, tendrás que aprenderlas por la fuerza. No os vais a instalar definitivamente porque no hay trabajo que os lo permita. Y el estómago tampoco os va a dejar. Eso es lo que hay.

—Me gustaría poder echar un vistazo primero —dijo Tom incómodo.

Un coche atravesó el campamento y se detuvo en la tienda de al lado. Se apeó un hombre vestido con un mono y una camisa azul. Floyd se dirigió a él:

—¿Has tenido suerte?

—En toda la maldita región no hay trabajo en absoluto hasta la recogida del algodón —y se metió en la andrajosa tienda.

—¿Lo ves? —dijo Floyd.

—Sí, ya lo veo. Pero, por Dios, doscientas millas.

—Bueno, podéis contar con que no os vais a instalar en ningún sitio en una temporada. Más valdría que os fuerais haciendo a la idea.

—Deberíamos irnos —dijo Al.

—¿Cuándo habrá trabajo por esta zona? —preguntó Tom.

—Dentro de un mes empieza el algodón. Si andáis bien de dinero podéis esperar al algodón.

—Madre no querrá que volvamos a marcharnos —dijo Tom—. Está muy cansada.

Floyd se encogió de hombros.

—Yo no intento obligaros a ir al norte. Haced lo que os parezca. Yo solo te he dicho lo que he oído —cogió la junta grasienta del estribo, la ajustó cuidadosamente sobre el bloque y apretó hacia abajo.

—Si quieres —le dijo a Al—, me puedes ayudar ahora con la cabeza del motor.

Tom los contempló mientras colocaban la pesada cabeza suavemente sobre los tornillos y la dejaban caer de una vez.

—Tendremos que hablarlo —dijo.

—No quiero que se entere nadie más que vosotros —dijo Floyd—. Sólo vosotros. Y no os lo habría contado si tu hermano no me hubiera ayudado.

—Bueno, te agradezco mucho que nos lo hayas dicho —dijo Tom—. Tenemos que pensarlo. Quizá vayamos.

—Dios mío, yo creo que iré tanto si van los demás como si no. Iré a dedo.

—¿Dejarías a la familia? —preguntó Tom.

—Desde luego. Y volvería con los vaqueros repletos de pasta. ¿Por qué no?

—A Madre no le gustaría semejante cosa —replicó Tom—. Y a Padre tampoco.

Floyd metió las tuercas y las apretó todo lo que pudo con los dedos.

—Yo y mi mujer salimos con unos parientes —dijo—. Antes nunca hubiéramos pensado en separarnos. Ni pensarlo siquiera. Pero, ya ves, estuvimos todos una temporada más al norte, y yo me vine para acá y ellos siguieron y Dios sabe por dónde andarán. Desde entonces estamos buscándoles y preguntando por ellos —ajustó la llave inglesa a los tornillos de la cabeza del motor y la fue apretando a la vez, un giro a cada tuerca, siempre en el mismo orden.

Tom se acuclilló junto al coche y levantó los ojos entornados a la hilera de tiendas. Un poco de hierba latia en la tierra entre las tiendas.

—No, señor —dijo—. A Madre no le va a gustar que te largues.

—Bueno, a mí me parece que uno solo tiene más posibilidades de encontrar trabajo.

—Quizá sí, pero a Madre no le gustará nada.

Llegaron al campamento dos coches cargados con hombres desconsolados. Floyd levantó la mirada, pero no les preguntó cómo les había ido. Sus semblantes polvorientos mostraban tristeza y disposición a resistir. El sol empezaba a hundirse y su luz amarilla cayó sobre el Hooverville y los sauces que había detrás. Los niños comenzaron a salir de las tiendas, a vagabundear por el campamento. Y de las tiendas emergieron las mujeres para encender pequeñas hogueras. Los hombres se reunieron en grupos y hablaron entre ellos, en cuclillas todos. Un Chevrolet coupé nuevo dejó la carretera y se dirigió al campamento. Se detuvo en el mismo centro. Tom dijo:

—¿Quienes son estos? No son de aquí.

—No sé —replicó Floyd—, policías, a lo mejor.

La puerta del coche se abrió y de él salió un hombre que se quedó de pie, quieto al lado del coche. Su acompañante permaneció sentado. Los hombres acuclillados observaron a los recién llegados y la conversación se interrumpió.

Las mujeres, que encendían hogueras, miraron a hurtadillas el coche reluciente. Los niños se fueron acercando siguiendo elaborados circuitos, avanzando hacia el centro describiendo largas curvas.

Floyd dejó descansar su llave inglesa. Tom se puso en pie. Al se limpió las manos en los pantalones. Los tres se acercaron calmosos al Chevrolet. El hombre que había salido del coche llevaba unos pantalones de color caqui y una camisa de franela. Se cubría la cabeza con un sombrero Stetson de ala plana. Una pequeña cerca formada por plumas y lápices amarillos contenía un fajo de papeles en el bolsillo de su camisa; y del bolsillo del pantalón sobresalía una libreta con tapas de metal. Se movió hacia uno de los grupos de hombres acuclillados, que levantaron los ojos hacia él, suspicaces y tranquilos. Le miraron sin moverse, sin levantar la cabeza y el blanco de los ojos era visible debajo del iris. Tom, y Al y Floyd se acercaron con aire distraído.

El hombre dijo:

—¿Quieren trabajar? —siguieron mirándole en silencio, con suspicacia. Y los hombres se fueron aproximando desde todos los puntos del campamento.

Uno de los hombres agachados se decidió por fin a hablar.

—Pues claro que queremos trabajar. ¿Dónde hay trabajo?

—En el condado de Tulare. La fruta está madurando. Hacen falta muchas manos para recogerla.

—¿Usted se encarga de contratar personal? —dijo Floyd.

—Bueno, yo tengo el contrato del terreno.

Los hombres habían formado un grupo compacto. Un hombre vestido con un mono se quitó el sombrero negro y echó hacia atrás su largo cabello negro con los dedos.

—¿Cuánto van a pagar? —preguntó.

—Pues aún no lo sé exactamente. Supongo que unos treinta centavos.

—¿Por qué no lo sabe? Usted tiene el contrato, ¿no es eso?

—Es cierto —dijo el hombre de caqui—. Pero está ligado al precio. Podría ser algo más o algo menos.

Floyd dio un paso adelante. Dijo quedamente:

—Yo voy. Usted es contratista y tiene licencia. No tiene más que enseñar su licencia y luego nos hace una oferta de trabajo que diga dónde, cuándo y cuánto cobramos, lo firma e iremos todos.

El contratista se volvió, frunciendo el ceño.

—¿Intenta decirme cómo debo llevar mis asuntos?

—Si vamos a trabajar para usted, también es asunto nuestro —replicó Floyd.

—Bueno, pues no me va usted a decir cómo lo tengo que hacer. Ya le he dicho que necesito hombres.

—No ha dicho cuántos hombres —dijo Floyd colérico—, ni cuánto va a pagar.

—Maldita sea, aún no lo sé.

—Si no lo sabe no tiene derecho a contratar a los hombres.

—Tengo derecho a llevar mis asuntos como me plazca. Si quieren quedarse aquí sentados, muy bien, me voy a buscar hombres que quieran ir al condado de Tulare. Van a hacer falta muchos hombres.

Floyd se volvió hacia los hombres. Estaban ya de pie, mirando en silencio de un interlocutor al otro. Floyd dijo:

—Dos veces he caído ya en lo mismo. Quizá este hombre necesite mil hombres. Reunirá allí a cinco mil y pagará a quince centavos la hora. Y vosotros, pobres desgraciados, lo tendréis que tomar porque tenéis hambre. Si quiere contratarnos, que lo haga por escrito y diga lo que va a pagar. Que nos muestre su licencia. No está permitido contratar personal sin tener licencia.

El contratista se volvió hacia el Chevrolet y gritó:

—¡Joe! —su acompañante miró hacia afuera y luego abrió la puerta y salió. Llevaba pantalones de montar y botas de cordones. Una funda pesada de revólver colgaba de una cartuchera abrochada a su cintura. Sobre su camisa marrón había prendida una estrella de ayudante del sheriff. Caminó hacia la multitud pesadamente. Su rostro llevaba impresa una sonrisa desteñida.

—¿Qué quieres? —la funda se balanceaba adelante y atrás sobre la cadera.

—¿Has visto alguna vez a este tipo, Joe?

—¿Cuál de ellos? —preguntó el ayudante.

—Ése —el contratista señaló a Floyd.

—¿Qué ha hecho? —el ayudante del sheriff sonrió a Floyd.

—Habla como un rojo, causando agitación.

—Mmm —el ayudante se dio la vuelta despacio para ver el perfil de Floyd, y al rostro de este afloró el color lentamente.

—¿Veis? —gritó Floyd—. Si este tío fuera honrado, ¿vendría acompañado de un policía?

—¿Le has visto alguna vez? —insistió el contratista.

—Mmm, me parece que sí. La semana pasada, cuando dieron aquel golpe en el almacén de coches de segunda mano. Me parece haber visto a este hombre por allí dando vueltas. Sí. Juraría que es el mismo —la sonrisa abandonó su rostro abruptamente—. Sube al coche —dijo, y desenganchó la tira que cubría la culata de la pistola automática.

Tom dijo:

—No tienen ningún motivo para llevárselo.

El ayudante se dio la vuelta y se encaró con él.

—Si quieres acompañarle no tienes más que abrir el pico una vez más. Había dos tipos merodeando por aquel almacén.

—La semana pasada ni siquiera estaba en este estado —dijo Tom.

—Bueno, puede que estés reclamado en algún otro sitio. Mantén la boca cerrada.

El contratista se volvió hacia los hombres.

—No les conviene a ustedes hacer caso de estos rojos de mierda. Son unos agitadores y les meterán en lios. Hay trabajo para todos ustedes en el condado de Tulare.

Los hombres no contestaron.

El ayudante los miró.

—Podría ser una buena idea que fuerais —dijo. La sonrisa desteñida se dibujaba una vez más en su cara—. La Junta de Sanidad dice que hay que despejar este campamento. Y si se corre la voz de que tenéis rojos entre vosotros… alguien podría resultar herido. Seria una buena idea que fuerais hacia Tulare. Por aquí no hay absolutamente nada que hacer. Esto es una forma amistosa de informaros. Si no os vais vendrán unos cuantos hombres por aquí, con picos a lo mejor.

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