Las uvas de la ira (40 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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Tom les miró de soslayo.

—¿Del condado? —preguntó.

—Sí —padre movió la cabeza rápidamente, como para volver a la realidad en alguna medida—. No teníamos suficiente. No podríamos haberlo pagado —se volvió hacia Madre—. No debes sentirte mal. No podíamos por más que hubiéramos intentado, por más que hubiéramos hecho. Simplemente, no nos llegaba; el embalsamamiento, y un ataúd y un pastor y una tumba en el cementerio. Habría costado diez veces lo que tenemos. Hemos hecho todo lo que hemos podido.

—Lo sé —dijo Madre—. Pero no puedo quitarme de la cabeza la ilusión que tenía por un buen funeral. Tengo que olvidarlo —dejó escapar un suspiro y se frotó a un lado de la boca—. Era muy buena persona ese que estaba dentro. Muy mandón, pero la mar de amable.

—Sí —reconoció Padre—. Y nos dijo las cosas tal como son.

Madre se echó el pelo hacia atrás con la mano y apretó la mandíbula.

—Tenemos que seguir —dijo—. Hay que encontrar un sitio donde quedarnos, conseguir trabajo e instalarnos. No tiene sentido dejar que los pequeños pasen hambre. Ésa nunca fue la filosofía de la abuela. Ella siempre se ponía bien de comer en un funeral.

—¿A dónde vamos? —preguntó Tom.

Padre se apartó el sombrero y se rascó entre el cabello.

—Vamos a acampar —decidió—. No vamos a gastar lo poco que nos queda hasta que no encontremos trabajo. Sal hacia el campo.

Tom puso en marcha el coche y salieron dejando atrás las calles hacia el campo. Cerca del puente vieron un grupo de tiendas y chabolas. Tom dijo:

—Este es un sitio tan bueno como cualquiera. Podremos averiguar cómo va la cosa y dónde hay trabajo —bajó por un declive muy empinado de tierra y aparcó al borde del campamento.

No se habia seguido ningún orden a la hora de acampar; pequeñas tiendas grises, chabolas, coches, estaban desparramados al azar. La primera casa era indescriptible. La pared sur estaba formada por tres láminas de hierro galvanizado, herrumbroso; la del este era un cuadrado de alfombra mohosa enganchada entre dos tablas; la fachada norte la formaban una tira de papel de techar y otra de lona hecha jirones, y la que daba a poniente era seis trozos de tela de saco. Sobre el marco cuadrado, encima de ramas de sauce sin desbastar, habían amontonado hierba formando un montículo bajo, pero sin haber intentado construir un techado. La entrada, en el lado de arpillera, estaba atestada de utensilios en desorden. Una lata de queroseno de cinco galones hacía las veces de fogón. Estaba apoyada en uno de sus lados, con una sección oxidada de tubo de estufa metida por un extremo. Un caldero de lavar descansaba sobre un lateral, apoyado en la pared; había también una colección de cajas desparramadas, cajas para sentarse, cajas para comer. Había un Ford modelo T y un remolque de dos ruedas aparcados al lado de la chabola, y sobre el campamento flotaba un aire de descuidada desesperación.

Después de la chabola venía una tienda pequeña, que la intemperie había pintado de gris, pero que estaba montada correctamente y con pulcridad; las cajas que había delante estaban pegadas a la pared de la tienda. El tubo de una estufa sobresalía por la puerta de lona y la tierra de delante de la tienda estaba barrida y salpicada con agua. Encima de una caja había un cubo lleno de ropa chorreante. Este campamento tenía un aire ordenado y vigoroso. Junto a la tienda había un turismo modelo A y un remolque pequeño de fabricación casera. Y junto a él había una tienda enorme, andrajosa, hecha jirones, con los desgarrones remendados con trozos de alambre. Las solapas estaban abiertas y en el interior eran visibles cuatro colchones anchos tirados en el suelo. De un tendedero instalado en uno de los lados colgaban vestidos rosa de algodón y varios pares de monos. Había cuarenta entre tiendas y chabolas, y alguna clase de vehículo junto a cada uno. Un poco más allá unos cuantos niños contemplaron el camión recién llegado y se acercaron, crios pequeños vestidos con petos y descalzos, con el pelo gris de polvo.

Tom se detuvo y miró a Padre.

—No es demasiado bonito —dijo—. ¿Vamos a otro sitio?

—No podemos ir a ningún otro sitio hasta no saber dónde estamos —replicó Padre—. Tenemos que preguntar lo del trabajo.

Tom abrió la puerta y se apeó. Los otros bajaron del camión y observaron el campamento con curiosidad. Ruthie y Winfield, con el hábito de la carretera, bajaron el cubo y se dirigieron hacia los sauces en busca de agua; la fila de chiquillos se abrió para que pasaran y se cerró tras ellos. Las solapas de la primera chabola se separaron y se asomó una mujer. Llevaba trenzado el cabello gris, y vestía una bata suelta, sucia, de flores. Tenía el rostro apergaminado y mortecino, grandes bolsas bajo ojos inexpresivos y una boca floja e insegura.

Padre preguntó:

—¿Podemos parar y acampar en cualquier lado?

La cabeza se retiró al interior de la chabola. Después de un momento de silencio las solapas se abrieron a los lados y salió un hombre con barba en mangas de camisa. La mujer volvió a mirar afuera detrás de él, pero no llegó a salir.

El hombre barbudo les saludó:

—¿Cómo están? —y sus inquietos ojos oscuros saltaron de un miembro a otro de la familia y de ellos al camión y los bártulos.

—Le acababa de preguntar a su mujer si podemos instalarnos en cualquier parte —dijo Padre.

El hombre miró a Padre atentamente, como si hubiera dicho algo muy inteligente que exigiera reflexión.

—¿Instalarse en cualquier lado, aquí, en este sitio? —inquirió.

—Sí. ¿Hay alguien que sea el dueño, a quien haya que ver antes de acampar?

El hombre guiñó un ojo hasta casi cerrarlo y examinó a Padre.

—¿Quiere acampar aquí?

La irritación de Padre afloró. La mujer gris se asomó desde la chabola de arpillera.

—¿No es lo que estoy diciendo? —preguntó Padre.

—Bueno, pues si quiere acampar aquí, ¿por qué no se pone a ello? Yo no pienso impedírselo.

—Ya se ha enterado —se echó a reír Tom.

Padre recuperó la calma.

—Sólo quería saber si es propiedad de alguien, si hay que pagar.

El hombre de la barba adelantó la mandíbula.

—¿De quién es? —exigió saber.

Padre dio media vuelta.

—Al cuerno —dijo—. La cabeza de la mujer desapareció una vez más en el interior de la tienda.

El hombre avanzó unos pasos con aire amenazador.

—¿De quién es? —volvió a preguntar—. ¿Quién va a echarnos de aquí a patadas? Dígamelo usted.

Tom se puso delante de Padre.

—Será mejor que vaya usted a dormir un buen rato —aconsejó. El barbudo abrió la boca y apretó un dedo sucio contra las encías inferiores. Continuó un momento más mirando a Tom con prudencia, como especulando, y luego giró sobre los talones y se metió en la chabola detrás de la mujer gris.

Tom se volvió hacia Padre.

—¿Qué coño ha sido eso? —preguntó.

Padre se encogió de hombros. Estaba mirando enfrente, al otro lado del campamento. Delante de una tienda estaba estacionado un viejo Buick con el capó quitado. Un hombre joven limaba las válvulas y mientras se torcía a un lado y a otro sobre la herramienta, levantó la vista al camión de los Joad. Éstos pudieron ver cómo el hombre se reía para sí. Cuando el barbudo hubo desaparecido, el joven dejó su trabajo y se acercó con tranquilidad.

—¿Cómo están? —dijo, y sus ojos azules brillaban divertidos—. He visto que ya han conocido al alcalde.

—¿Qué rayos pasa con él? —exigió Tom.

El joven se rió entre dientes.

—Sólo que está chiflado, como usted y como yo. Quizá esté un poco más chiflado que yo, no lo sé.

—Sólo le pregunté si podíamos acampar aquí —explicó Padre.

El hombre joven se limpió las manos grasientas en los pantalones.

—Claro que pueden. ¿Por qué no? ¿Acaban ustedes de atravesar el desierto?

—Sí —contestó Tom—. Esta misma mañana.

—¿Nunca han estado antes en un Hooverville?

—¿Dónde está el Hooverville?

—Esto es un Hooverville.

—¡Ah! —dijo Tom—. Acabamos de llegar.

Winfield y Ruthie regresaron, acarreando un cubo de agua entre los dos.

Madre sugirió:

—Vamos a montar el campamento. Estoy agotada. A ver si podemos descansar todos —Padre y el tío John subieron al camión para descargar la lona y las camas.

Tom caminó con calma hacia el joven y fueron juntos hacia el coche en el que había estado trabajando. El tirante de esmerilar válvulas yacía sobre el bloque descubierto y una latita amarilla de compuesto de esmeril estaba enganchada en la parte superior del depósito. Tom preguntó:

—¿Qué rayos le pasa al viejo de la barba?

El joven cogió el tirante y se puso a trabajar, retorciendo a uno y otro lado, limando la válvula contra la base de la misma.

—¿Al alcalde? Sabe Dios. Supongo que simplemente está sonado.

—¿Qué es eso?

—Creo que los policías le han ido echando de tantos sitios que ya no se aclara.

Tom preguntó:

—¿Qué sentido tiene perseguir así a la gente?

El joven interrumpió su trabajo y miró a Tom a los ojos.

—Dios sabrá —dijo—. Tú acabas de llegar. Quizá puedas descubrir la razón. Unos dicen una cosa y otros dicen otra. Pero si acampas en un sitio durante un tiempo ya verás lo pronto que aparece un ayudante del sheriff y te obliga a trasladarte —levantó una válvula y extendió el compuesto en la base.

—Pero, ¿para qué coño lo hacen?

—Ya te digo que no lo sé. Algunos dicen que no quieren que votemos; que nos obligan a movernos continuamente para que no podamos votar. Otros dicen que es para que no podamos reclamar los subsidios ni las ayudas. Y otros que si nos estableciéramos en un sitio llegaríamos a organizamos. Yo no lo sé, lo único que sé es que hay que estar siempre en movimiento. Espera un poco y ya lo verás.

—No somos vagabundos —insistió Tom—. Buscamos trabajo y cogeremos cualquier cosa que haya.

El hombre interrumpió su actividad de ajustar el tirante a la ranura de la válvula. Miró con asombro a Tom.

—¿Buscáis trabajo? —repitió—. De modo que buscáis trabajo. ¿Qué te crees que buscamos todos los demás? ¿Diamantes? ¿Qué te crees que buscaba yo mientras me dejaba el culo? —movió el tirante arriba y abajo. Tom echó una ojeada a su alrededor, a las tiendas mugrientas, los utensilios que eran pura chatarra, los viejos coches, los colchones abultados tendidos al sol, las latas ennegrecidas sobre agujeros ennegrecidos por el fuego donde la gente cocinaba. Preguntó suavemente:

—¿No hay trabajo?

—No sé. Debe de haber. Aquí no hay ninguna cosecha en este momento. Hay uva y algodón, pero se recogen más adelante. Nosotros nos vamos tan pronto como tenga las válvulas esmeriladas. Yo, mi mujer y mis hijos. Hemos oído que al norte hay trabajo. Nos vamos hacia el norte, para la zona de Salinas.

Tom vio cómo el tío John, Padre y el predicador alzaban la lona sobre los palos de la tienda, y Madre, arrodillada en el interior, sacudía los colchones puestos en el suelo. Un círculo de chiquillos silenciosos observaba cómo se instalaba la nueva familia, críos callados, descalzos y con la cara sucia. Tom dijo:

—En nuestro pueblo distribuyeron unos papeles… de color naranja, que decían que hacía falta mucha gente para trabajar en la cosecha.

El joven se echó a reír.

—Dicen que estamos aquí trescientos mil y apuesto a que todas las familias han visto esos papeles.

—Sí, pero si no necesitaran gente, ¿para qué se iban a molestar en distribuirlos?

—¿Por qué no usas la cabeza?

—Sí, pero quiero saberlo.

—Mira —dijo el joven—. Suponte que tú ofreces un empleo y solo hay un tío que quiera trabajar. Tienes que pagarle lo que pida. Pero pon que haya cien hombres —dejó descansar la herramienta. Sus ojos se endurecieron y su voz se volvió más penetrante—. Supón que haya cien hombres interesados en el empleo; que tengan hijos y estén hambrientos. Que por diez miserables centavos se pueda comprar una caja de gachas para los niños. Imagínate que con cinco centavos, al menos, se pueda comprar algo para los críos. Y tienes cien hombres. Ofréceles cinco centavos y se matarán unos a otros por el trabajo. ¿Sabes lo que pagaban en el último empleo que tuve? Quince centavos la hora. Diez horas por un dólar y medio y no puedes quedarte allí. Tienes que quemar gasolina para llegar —jadeaba de furia y sus ojos llameaban llenos de odio—. Por eso repartieron los papeles. Se pueden imprimir una burrada de papeles con lo que se ahorra pagando quince centavos a la hora por trabajo en el campo.

—Es asqueroso, apesta —dijo Tom.

—Quédate un tiempo y si hueles alguna vez rosas, avísame para que pueda olerlas yo también —el hombre se rio ásperamente.

—Pero tiene que haber trabajo —insistió Tom—. Santo Cielo, con la cantidad de cultivos que hay: huertos, uvas, hortalizas… lo he visto. Necesitarán hombres. Yo he visto todos esos cultivos.

Un niño lloró dentro de la tienda que había al lado del coche. El hombre entró en la tienda y se oyó su voz quedamente a través de la lona. Tom cogió el tirante, lo metió en la ranura de la válvula y empezó a esmerilarla, moviendo la mano de arriba abajo. El llanto del niño cesó. El joven salió y contempló a Tom.

—Lo haces muy bien —dijo—. Es buena cosa. Te hará falta.

—¿Qué hay de lo que dije? —insistió Tom—. Hay cantidad de cultivos.

El otro se acomodó en cuclillas.

—Te lo voy a explicar —dijo con calma—. Yo he trabajado en una huerta de melocotones, una gigantesca putada. Allí trabajan nueve hombres todo el año —hizo una pausa para crear tensión—. Pero cuando los melocotones están maduros hacen falta tres mil hombres durante dos semanas. Son necesarios para evitar que se pudran los melocotones. Entonces, ¿qué hacen? Mandan esos papeles hasta al infierno. Necesitan tres mil hombres y se presentan seis mil. Contratan a los hombres por lo que quieran pagarles. Si no te interesa el salario, maldita sea, hay mil hombres que quieren tu empleo. Así que recoges y recoges y entonces se acaba. Toda la zona es de melocotón y todo madura al mismo tiempo. Cuando acabas de recoger, ya no queda ni uno. Y no hay ninguna otra cosa que hacer en esa puñetera zona. Y entonces los propietarios ya no te quieren allí y estáis tres mil. El trabajo está acabado. Podríais robar, emborracharos, simplemente montar bronca. Y además, no tenéis buena pinta, viviendo en tiendas viejas; es una bonita región, pero vosotros la apestáis. No os quieren por allí. Os echan a patadas, os obligan a marchar. Así funciona la cosa.

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