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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (38 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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Tom dijo:

—¿Dónde está Madre? Quiero que vea esto. ¡Mira, Madre! Ven aquí —Madre bajaba despacio, con rigidez, por la tabla trasera. Tom se quedó mirándola—. Por Dios, Madre ¿estás enferma? —ella tenía el rostro tenso y gris como la masilla y sus ojos parecían haberse hundido más en la cabeza, y los bordes estaban rojos de cansancio. Sus pies tocaron el suelo y se sujetó agarrándose al costado del camión.

Su voz sonó como un graznido.

—¿Dices que lo hemos atravesado?

Tom señaló al gran valle.

—¡Mira!

Ella movió la cabeza hacia donde él indicaba y su boca se abrió ligeramente. Sus dedos volaron hacia su cuello y agarraron un pellizco de piel y lo retorcieron con suavidad.

—¡Gracias a Dios! —exclamó—. La familia está aquí —le fallaron las rodillas y se sentó en el estribo.

—¿Estás enferma, Madre?

—No, cansada solamente.

—¿No dormiste nada?

—No.

—¿Estaba mal la abuela?

Madre se contempló las manos, abandonadas juntas en el regazo como amantes cansados.

—Ojalá pudiera esperar y no tuviera que decíroslo. Ojalá todo pudiera ser… hermoso, la felicidad pudiera ser completa.

Padre dijo:

—Entonces es que la abuela está mal.

Madre levantó la vista y contempló el valle.

—La abuela está muerta.

Todos la miraron, y Padre preguntó:

—¿Cuándo?

—Antes de que nos hicieran parar anoche.

—Así que por eso no querías que registraran.

—Temía que no pudiéramos llegar al otro lado —dijo ella—. Le dije a la abuela que no podíamos hacer nada por ella, que la familia tenía que atravesar el desierto. Se lo dije, se lo dije cuando se moría. No podíamos detenernos en el desierto. Estaban los pequeños… y el hijo de Rosasharn. Se lo dije —se tapó la cara con las manos un momento—. Podemos enterrarla en algún sitio hermoso y verde —dijo Madre quedamente—. Un lugar bonito con árboles alrededor. Tiene que descansar en California.

La familia miró a Madre, un poco asustados de su fuerza.

Tom dijo:

—¡Cielo santo! Y tú allí tumbada con ella toda la noche.

—La familia tenía que cruzar el desierto —dijo Madre, sobrecogida por la pena.

Tom se aproximó y fue a ponerle una mano en el hombro.

—No me toques —pidió ella—. Resistiré si no me tocas. Eso podria conmigo.

Padre dijo:

—Ahora hemos de continuar. Hay que seguir hasta abajo.

Madre levantó los ojos hacia él.

—¿Puedo sentarme delante? No quiero volver ahí detrás… estoy cansada. Estoy terriblemente cansada.

Volvieron a trepar a la carga evitando la larga figura rígida cubierta y arropada con un edredón, la cabeza tapada también. Se fueron a sus sitios intentando mantener los ojos alejados de allí, del pequeño bulto marcado en el edredón que debía ser la nariz, y de la loma empinada en que sobresalía la barbilla. Intentaron mantener la vista apartada, pero no podían. Ruthie y Winfield, amontonados en uno de los rincones delanteros tan lejos del cuerpo como podían, miraban fijo la figura amortajada.

Y Ruthie murmuró:

—Esa es la abuela y está muerta.

Winfield asintió solemnemente.

—No respira en absoluto. Está muerta del todo.

Y Rose of Sharon le dijo a Connie en voz baja: —Se estaba muriendo justo cuando nosotros… —¿Y cómo íbamos a saberlo? —la tranquilizó él.

Al se encaramó encima de la carga para dejar sitio a Madre en el asiento. Y titubeó un poco porque se sentía triste. Se dejó caer pesadamente junto a Casy y el tío John.

—Bueno, era ya vieja. Supongo que le llegó la hora —dijo Al—. Todo el mundo tiene que morir.

Casy y el tío John le miraron con ojos inexpresivos, como si fuera un curioso arbusto parlante.

—¿No es verdad? —exigió Al.

Y los ojos se apartaron de él, dejándole hosco y estremecido.

Casy dijo con asombro:

—La noche entera y ella estaba sola —y continuó—: John, esa mujer está tan llena de amor… que me asusta. Me asusta y me hace sentirme vil.

—¿Fue un pecado? —preguntó John—. ¿Hay alguna parte de todo ello que pudiera considerar un pecado?

Casy se volvió hacia él estupefacto.

—¿Un pecado? No, ninguna parte fue pecado.

—Yo nunca he hecho nada que no tuviera alguna parte de pecado —dijo John, y miró el largo cuerpo envuelto.

Tom y sus padres subieron al asiento delantero. Tom dejó rodar el camión y empezó en compresión. Y el pesado camión se movió colina abajo, a sacudidas, bufando y haciendo sonar pequeñas detonaciones. Tenían el sol a la espalda y enfrente el valle dorado y verde. Madre movió la cabeza lentamente a un lado y a otro.

—Es hermoso —dijo—. Ojalá lo hubieran podido ver.

—Ojalá —dijo Padre.

Tom palmeó con la mano el volante.

—Eran demasiado viejos —dijo—. No habrían visto lo que hay. El abuelo habría visto indios y la tierra de las praderas de cuando era joven. Y la abuela habría recordado y visto la primera casa en la que vivió. Eran demasiado viejos. Los que de verdad lo están viendo son Ruthie y Winfield.

Padre dijo:

—Aquí está Tommy hablando como un hombre adulto, casi como un predicador.

—Es cierto —y Madre sonrió con tristeza—. Tommy ha crecido tanto, está tan alto que a veces no acierto a entenderle.

Descendían rápidamente por la montaña, por un camino que serpenteaba lleno de curvas, perdiendo de vista el valle y volviéndolo a encontrar luego. Y el aliento cálido del valle subió hasta ellos, con aromas verdes y cálidos, con olor a salvia resinosa. El cri-cri de los grillos les acompañaba a lo largo de la carretera. Una serpiente de cascabel salió reptando y Tom la atropelló, la quebró y la dejó retorciéndose.

Tom dijo:

—Creo que tenemos que ir al forense, esté donde esté. Tenemos que darle un entierro decente. ¿Cuánto dinero queda, Padre?

—Unos cuarenta dólares —respondió Padre.

Tom rompió a reír.

—¡Dios, vamos a empezar como llegamos al mundo! No se puede decir que hayamos traído mucho con nosotros —rió entre dientes un momento y luego su rostro se volvió serio con rapidez. Se bajó la visera de la gorra sobre los ojos. Y el camión rodó montaña abajo hacia el gran valle.

Capítulo XIX

H
ubo un tiempo en que California perteneció a Méjico y su tierra a los mejicanos; y una horda de americanos harapientos la invadieron. Y su hambre de tierra era tanta, que se la apropiaron: se robaron la tierra de Sutter, la de Guerrero, se quedaron las concesiones y las dividieron y rugieron y se pelearon por ellas, aquellos hambrientos frenéticos; y protegieron con rifles la tierra que habían robado. Levantaron casas y graneros, araron la tierra y sembraron cosechas. Estos actos significaban la posesión y posesión equivalía a propiedad. Los mejicanos estaban débiles y hartos. No pudieron resistir, porque no tenían en el mundo ningún deseo tan salvaje como el que los americanos tenían de tierra. Luego, con el tiempo, los invasores dejaron de ser tales para convertirse en propietarios; y sus hijos crecieron y tuvieron sus hijos en esa tierra.

Y el hambre, aquella hambre salvaje, que les corroía y les desgarraba, el hambre de tierra, de agua y campo y buen cielo cubriendo todo, acabó por dejarles, hambre de hierba verde en continuo empuje hacia arriba, de raíces engrosadas. Poseían estas cosas tan completamente, que ya no pensaban en ellas. Ya no tenían ese deseo vehemente, que les desgarraba el estómago, de tener un acre fértil y una reja brillante para ararlo, simiente y un molino agitando sus aspas en el aire. Ya no se levantaban en la oscuridad para oír el primer piar de los pajarillos adormilados, y el viento de la mañana alrededor de la casa, a la espera de la llegada de la primera luz que cayera sobre los preciosos acres. Estas cosas se perdieron, las cosechas se calcularon en dólares y la tierra se valoraba en capital más interés, las cosechas eran compradas y vendidas antes de estar plantadas. Entonces, la pérdida de la cosecha, la sequía y la inundación dejaron de ser pequeñas muertes en vida y se convirtieron sencillamente en pérdidas monetarias. El dinero fue mermando el amor de aquellas gentes y su carácter indómito se disolvió gota a gota en los intereses hasta que de ser granjeros pasaron a ser pequeños tenderos de cosechas, pequeños fabricantes que debían vender antes de hacer. Entonces los agricultores que no eran buenos comerciantes perdieron su tierra, que fue a parar a manos de comerciantes competentes. Por más inteligente que fuera un hombre, por más ternura que sintiera por la tierra y los cultivos, si además no era buen comerciante, no podía sobrevivir. Y conforme pasó el tiempo, los hombres de negocios se fueron quedando las fincas y estas se hicieron más extensas, pero al propio tiempo hubo un menor número de ellas.

La explotación de una finca pasó a ser industrial y los propietarios imitaron a Roma, aunque sin ser conscientes. Importaron esclavos, aunque no les dieron ese nombre: chinos, japoneses, mejicanos, filipinos. Se alimentan de arroz y judías, dijeron los hombres de negocios. No necesitan demasiado. No sabrían qué hacer cobrando buenos salarios. Si no hay más que ver cómo viven, lo que comen. Y si empiezan a espabilar, se les deporta.

Las fincas se hicieron cada vez más extensas y el número de propietarios disminuyó. Y los granjeros eran tan pocos que daba lástima. Y los siervos de importación fueron golpeados, amedrentados y muertos de hambre hasta que algunos regresaron a sus lugares de origen y otros se volvieron feroces y les mataron o les expulsaron de la región. Las fincas siguieron extendiéndose y los propietarios fueron cada vez menos.

Los cultivos cambiaron. Los árboles frutales ocuparon el lugar de los campos de gramíneas y el cultivo de verduras y hortalizas que habían de alimentar al mundo proliferó en las vaguadas: lechuga, coliflor, alcachofas, patatas… cultivos para encorvarse. Un hombre puede estar derecho manejando una guadaña, un arado o una horca: pero debe arrastrarse como un insecto entre las hileras de lechugas, debe doblar la espalda y arrastrar el saco largo entre las hileras de algodón, debe arodillarse como un penitente en un bancal de coliflores.

Y llegó el día en que los propietarios dejaron de trabajar sus fincas; cultivaron sobre el papel, olvidaron la tierra, su olor y su tacto, y solo recordaron que era de su propiedad, solo recordaron lo que les suponía en ganancias y pérdidas. Algunas de las fincas llegaron a ser tan extensas que no cabían en la imaginación, tan enormes que se hizo necesaria una compañía de contables para poder llevar la cuenta de intereses, ganancias y pérdidas; químicos que analizaran el suelo, que repusieran las sustancias que se habían agotado; jefes de paja para asegurar que los hombres encorvados se movieran a lo largo de las hileras tan rápidamente como la materia de sus cuerpos pudiera resistir. Entonces, un granjero tal se convertía en tendero y se ocupaba de una tienda. Pagaba a los hombres y les vendía comida y recuperaba el dinero. Y después dejó de pagarles en absoluto y se ahorró contabilidad. En las fincas se daba la comida a crédito. Un hombre podía trabajar y alimentarse; y se daba el caso de que, al acabar el trabajo, este hombre debía dinero a la compañía. Y los propietarios no solo no trabajaban las fincas, sino que muchos de ellos ni siquiera las habían visto.

Entonces el oeste atrajo a los desposeídos, de Kansas, Oklahoma, Tejas, Nuevo Méjico; de Nevada y Arkansas, familias, tribus, expulsadas por el polvo y los tractores. Cargas, remolques, gentes hambrientas sin hogar; veinte mil, cincuenta mil y cien mil y doscientos mil. Fluyeron por las montañas, hambrientos e inquietos… inquietos igual que hormigas, buscando a toda prisa trabajo: levantar, empujar, arrastrar, recolectar, cortar, cualquier cosa, cualquir peso que aguantar, por comida. Los niños tienen hambre. No tenemos dónde vivir. Como hormigas corriendo a por trabajo, a por comida y sobre todo a por tierra.

No somos extranjeros. Siete generaciones americanas y antes de eso irlandeses, escoceses, ingleses, alemanes. Uno de nuestros antepasados luchó en la Revolución y muchos de ellos en la Guerra Civil, en ambos bandos. Americanos.

Tenían hambre y eran fieros. Esperaban encontrar un hogar y solo encontraron odio. Okies… los propietarios los detestaban porque sabían que ellos eran débiles y los okies fuertes, que ellos estaban tan satisfechos como los okies hambrientos; y tal vez los propietarios habían oído contar a sus abuelos lo fácil que es robarle la tierra a un hombre débil si posees fiereza, y estás hambriento y armado. Los propietarios los detestaban. Los tenderos de las ciudades no los podían ver porque no tenían dinero que gastar. No hay camino más corto para encontrarse con el desprecio de un comerciante, al tiempo que su admiración se dirige exactamente en dirección contraria. Los hombres importantes de los pueblos, pequeños banqueros, no resistían a los okies porque de ellos no podían sacar ganancia alguna. No tenían nada. Y los trabajadores detestaban a los okies porque un hombre hambriento debe trabajar, y si debe trabajar, si tiene que trabajar, automáticamente se le paga un salario más bajo; y entonces nadie puede ganar más.

Y los desposeídos, los emigrantes, se dirigieron a California, doscientos cincuenta mil, trescientos mil. Detrás de ellos, los tractores invadían más tierras y echaban a los arrendatarios. Y nuevas olas se ponían en camino, olas de desposeídos y de gentes sin hogar, endurecidos, resueltos y peligrosos.

Y mientras que los californianos querían muchas cosas, acumulación, éxito social, entretenimiento, lujo y una curiosa seguridad bancaria, los nuevos bárbaros no tenían más que dos deseos: tierra y comida; y para ellos, los dos eran solo uno. Y mientras que los deseos de los californianos eran nebulosos y poco definidos, los de los okies estaban al lado de las carreteras, allí quietos, visibles y codiciados: los campos fértiles con agua que se podía sacar de la tierra, los campos verdes y feraces, tierra para desmigar experimentalmente en la mano, hierba para oler, tallos de avena que mascar hasta que el dulzor penetrante llenara la garganta. Un hombre miraba un campo en barbecho y podía ver con la imaginación cómo su propia espalda doblada y sus brazos fuertes hacían crecer los repollos, el maíz dorado, los nabos y las zanahorias.

Y un hombre hambriento y sin hogar, recorriendo las carreteras con su mujer a su lado y los delgados hijos en el asiento trasero, miraba los campos en barbecho que podían producir comida, pero no beneficios, y ese hombre sabía que un campo en barbecho es un pecado y la tierra sin explotar un crimen contra esos niños flacos. Y un hombre tal avanzaba por las carreteras y sentía la tentación en cada campo, y el deseo vehemente de apropiarse de los campos y hacerlos producir energía para sus hijos y algunas comodidades para su mujer. La tentación estaba siempre delante de él. Los campos le aguijoneaban y las acequias de la compañía llenas de buen agua fluyente eran una provocación para él.

BOOK: Las uvas de la ira
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