Las uvas de la ira (47 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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Y esto último era cierto, porque ¿cómo puede un hombre que no posee nada conocer la preocupación de la propiedad? Y gentes a la defensiva dijeron: Traen enfermedades, son inmundos. No podemos dejar que vayan a las escuelas. Son forasteros. ¿Acaso te gustaría que tu hermana saliera con uno de ellos?

Los oriundos se autoflagelaron hasta convertirse en hombres de temple cruel. Entonces formaron unidades, brigadas, y las armaron… las armaron con porras, con gases, con revólveres. Ésta es nuestra tierra. No podemos permitir que estos okies se nos suban a las barbas. Y los hombres que iban armados no poseían la tierra, pero ellos creían que sí. Y los dependientes que hacían guardia por las noches no tenían nada y los pequeños comerciantes solo poseían un cajón lleno de facturas sin pagar. Pero incluso una factura es algo, incluso un empleo es algo. El dependiente pensaba: yo gano quince dólares por semana. ¿Y si un okie de mierda estuviera dispuesto a trabajar por doce? Y el pequeño tendero pensaba: ¿Cómo podría yo competir con un hombre que no tenga deudas?

Y los emigrantes bullían por las carreteras, el hambre y la necesidad reflejadas en sus ojos. No tenían ningún argumento, ningún sistema, nada excepto su número y sus necesidades. Cuando había trabajo para un hombre, diez hombres luchaban por él… luchaban por un salario bajo. Si ese está dispuesto a trabajar por treinta centavos, yo trabajaré por veinticinco.

Si ese se conforma con veinticinco, yo me conformo con veinte.

No, yo, estoy hambriento. Yo trabajaré por quince centavos, por un poco de comida. Los niños. Deberías verles. Les salen como pequeños diviesos y no pueden correr por ahí. Les di una fruta que se había caído y se hincharon. Yo trabajaré por un trozo pequeño de carne.

Y esto era bueno porque los salarios seguían cayendo y los precios permanecían fijos. Los grandes propietarios estaban satisfechos y enviaron más anuncios para atraer todavía a más gente. Y los salarios disminuyeron y los precios se mantuvieron. Y dentro de muy poco tendremos siervos otra vez.

Y entonces los grandes propietarios y las compañías inventaron un método nuevo. Un gran propietario compró una fábrica de conservas. Y cuando los melocotoneros y las peras estuvieron maduros puso el precio de la fruta más bajo del coste de cultivo. Y como propietario de la conserva se pagó a sí mismo un precio bajo por la fruta y mantuvo alto el precio de los productos envasados y recogió sus beneficios. Los pequeños agricultores que no poseían industrias conserveras perdieron sus fincas, que pasaron a manos de los grandes propietarios, los bancos y las compañías que al propio tiempo eran los dueños de las fábricas de conservas. Con el paso del tiempo, el número de las fincas disminuyó. Los pequeños agricultores se trasladaron a la ciudad y estuvieron allí un tiempo mientras les duró el crédito, los amigos, los parientes. Y después ellos también se echaron a las carreteras. Y los caminos hirvieron con hombres ansiosos de trabajo, dispuestos incluso a asesinar por conseguir trabajo.

Y las compañías, los bancos fueron forjando su propia perdición sin saberlo. Los campos eran fértiles y los hombres muertos de hambre avanzaban por los caminos. Los graneros estaban repletos y los niños de los pobres crecían raquíticos, mientras en sus costados se hinchaban las pústulas de la pelagra. Las compañías poderosas no sabían que la línea entre el hambre y la ira es muy delgada. Y el dinero que podía haberse empleado en jornales se destinó a gases venenosos, armas, agentes y espías, a listas negras e instrucción militar. En las carreteras la gente se movía como hormigas en busca de trabajo, de comida. Y la ira comenzó a fermentar.

Capítulo XXII

Y
a era tarde cuando Tom Joad condujo por una carretera vecinal buscando el campamento de Weedpatch. Se veían pocas luces en el campo. Tan solo una luminosidad en el cielo a sus espaldas mostraba la situación de Bakersfield. El camión botaba lentamente en su avance y los gatos cazadores dejaban el camino delante de él. En un cruce de caminos había un pequeño grupo de edificios blancos de madera.

Madre dormía en el asiento y Padre había estado en silencio y encerrado en sí mismo durante largo tiempo. Tom dijo:

—No sé dónde estará. Quizá debamos esperar hasta que amanezca y preguntar a alguien —se detuvo junto al letrero de una avenida y otro coche frenó en el cruce. Tom se inclinó hacia afuera—. Eh, oiga, ¿sabe dónde está el campamento grande?

—Todo recto.

Tom volvió a arrancar y siguió por la carretera de enfrente, unos cuantos centenares de metros y entonces se paró. Delante de la carretera había una alta verja de alambre y a través de una entrada ancha aparecía la curva de una avenida. Un poco más allá de la entrada había una casita de cuya ventana salía luz. Tom siguió adelante. El camión entero saltó en el aire y volvió a caer con estruendo.

—¡Dios! —exclamó Tom—. Ni siquiera vi esa joroba de la carretera.

Un vigilante se levantó desde el porche y caminó hacia el coche. Se apoyó en el costado.

—Ibas demasiado deprisa —dijo—. La próxima vez entrarás más despacio.

—¿Qué es eso, por el amor de Dios?

El vigilante se echó a reír.

—Bueno, por aquí juegan muchos chiquillos. Si le dices a la gente que conduzca despacio, es probable que lo olvide. Pero si se dan contra esa joroba una vez no se vuelven a olvidar.

—Ah, sí. Espero no haber roto nada. Dígame… ¿tendrían algún espacio aquí para nosotros?

—Hay una plaza para acampar. ¿Cuántos son?

Tom fue contando con los dedos.

—Yo, Padre, Madre, Al, Rosasharn, el tío John, Ruthie y Winfield. Los últimos son críos.

—Bueno, creo que les podré acomodar. ¿Tienen material para acampar?

—Tenemos una lona grande y camas.

El vigilante se montó en el estribo.

—Sigue hasta el final de esa línea y gira a la derecha. Estarán en la Unidad Sanitaria número cuatro.

—¿Qué es eso?

—Servicios y duchas y pilas de lavar.

Madre quiso saber:

—¿Hay pilas de lavar… agua corriente?

—Claro que sí.

—¡Ay! Alabado sea Dios —dijo Madre.

Tom condujo siguiendo la larga y oscura hilera de tiendas. En el edificio de los servicios ardía una luz baja.

—Pare aquí —indicó el vigilante—. Es una buena plaza. Los que la ocupaban acababan de marcharse.

Tom detuvo el coche.

—¿Aquí mismo?

—Sí. Ahora, mientras los demás descargan, ven conmigo a que te inscriba. Luego a dormir. El comité del campamento les visitará por la mañana y les dejarán organizados.

Tom bajó los ojos.

—¿Policías? —preguntó.

El vigilante se echó a reír.

—Nada de policías. Aquí tenemos nuestra propia policía, elegida por la misma gente. Ven conmigo.

Al saltó del camión y fue hacia la parte delantera.

—¿Vamos a quedarnos aquí?

—Sí —dijo Tom—. Tú y Padre podéis ir descargando mientras yo voy a la oficina.

—Procuren no hacer ruido —dijo el vigilante—. Hay mucha gente durmiendo.

Tom le siguió a través de la oscuridad y subió los peldaños de la oficina y entró en una habitación diminuta amueblada con un viejo escritorio y una silla. El guarda se sentó a la mesa y sacó un formulario.

—¿Nombre?

—Tom Joad.

—¿Ése era tu padre?

—Sí.

—¿Cómo se llama?

—Tom Joad también.

Las preguntas se sucedieron. De dónde venían, cuánto tiempo llevaban en el estado, qué trabajo habían conseguido. El vigilante levantó la mirada.

—No soy un entrometido. Tenemos que tener esta información.

—Sí, claro —dijo Tom.

—Sigamos… ¿tienen dinero?

—Un poco.

—¿No están en la miseria?

—Tenemos un poco. ¿Por qué?

—Bueno, la plaza para acampar cuesta un dólar por semana, pero se puede pagar con trabajo, recogiendo la basura, manteniendo limpio el campamento… cosas así.

—Pagaremos con trabajo —respondió Tom.

—Verán al comité mañana. Les enseñarán cómo usar el campamento y les informarán de las normas.

—Oiga… ¿qué es esto? —dijo Tom—. ¿Qué es eso de comité?

El vigilante se echó hacia detrás.

—Funciona muy bien. Hay cinco unidades sanitarias. Cada una elige un hombre para que forme parte del Comité Central. Y ese comité hace las leyes. Lo que ellos dicen debe acatarse.

—¿Y si se ponen puñeteros? —dijo Tom.

—Bueno, se les puede echar igual que se les elige, por votación. Han hecho un buen trabajo. Te diré lo que hicieron… conocéis a los predicadores que llaman Santos Rodantes, que van siguiendo a la gente, predicando y haciendo colectas. Bueno, pues quisieron predicar en este campamento. Y entre la gente mayor muchos querían que lo hiciesen. Era cuestión de que decidiera el Comité Central, que se reunió y llegó a esta conclusión: dijeron «Cualquier predicador puede predicar en este campamento. Nadie puede hacer una colecta en este campamento». Y fue un poco triste para los ancianos, porque, desde entonces no ha parado por aquí ni un solo predicador.

Tom se rio y después preguntó:

—¿Me está diciendo que los que dirigen el campamento son simples personas que están aquí acampadas?

—Exacto. Y da resultado.

—Habló usted de policías…

—El Comité Central mantiene el orden y elabora las normas. Luego están las señoras. Le harán una visita a tu madre. Cuidan de los niños y se ocupan de las unidades sanitarias. Si tu madre no está trabajando, cuidará a los niños de las que trabajan, y cuando tenga un empleo… bueno, ya habrá otras. Ellas cosen y hay una enfermera que viene a enseñarles. Toda clase de cosas así.

—¿Quiere decir que no hay policías?

—No, señor. Aquí no puede entrar ningún policía sin una orden judicial.

—Bueno, imagínese que hay algún tipo que sea una mala persona, o un borracho buscando bronca. ¿Qué pasa entonces?

El vigilante dejó caer varias veces el lápiz sobre el papel secante.

—Pues la primera vez el Comité Central le da un aviso. La segunda le advierten seriamente. A la tercera le expulsan del campamento.

—¡Dios Todopoderoso!, apenas puedo creerlo. Esta noche los ayudantes del sheriff y los otros tíos de las gorritas hicieron arder el campamento que había a la orilla del río.

—Aquí no pueden entrar —le informó el vigilante. Algunas noches los muchachos montan guardia por las verjas, sobre todo las noches que hay baile.

—¿Noches de baile? ¡Cielo Santo!

—Tenemos los mejores bailes de todo el condado los sábados por la noche.

—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no hay más lugares como este?

La expresión del vigilante se tornó sombría.

—Tendrás que averiguarlo tú mismo. Vete ahora a dormir.

—Buenas noches —dijo Tom—. A Madre le va a gustar esto. Hace mucho que no se la trata con decencia.

—Buenas noches —dijo el vigilante—. Vayan a dormir. El campamento despierta temprano.

Tom recorrió la calle entre las filas de tiendas. Sus ojos se acostumbraron a la luz de las estrellas y pudo ver que las hileras eran rectas y que no había basura entre las tiendas. La tierra de la calle había sido barrida y regada. De las tiendas surgían los ronquidos de la gente dormida. El campamento entero zumbaba y resoplaba. Tom caminó lentamente. Al aproximarse a la Unidad Sanitaria número cuatro la contempló con curiosidad, un edificio sin pintar, bajo y tosco. Bajo techado, pero abiertas a los lados, las filas de lavaderos. Vio su camión allí cerca y se dirigió silenciosamente hacia él. La tienda estaba montada y el campamento en silencio. Al acercarse, una figura salió de la sombra del camión y caminó hacia él.

—¿Eres tú, Tom? —preguntó Madre quedamente.

—Sí.

—¡Sh! —dijo—. Están todos durmiendo. Estaban agotados.

—Tú también deberías estar durmiendo —dijo Tom.

—Ya, pero quería verte. ¿Está todo bien?

—Muy bien —replicó Tom—. No te lo voy a contar ahora. Te lo dirán por la mañana. Te va a gustar.

—He oído que hay agua caliente —susurró Madre.

—Sí. Ahora ve a dormir. No sé cuándo fue la última vez que dormiste.

—¿Por qué no me lo cuentas? —suplicó Madre.

—No. Vete a dormir.

De pronto pareció una niña.

—¿Cómo puedo dormir si tengo que pensar en lo que no me quieres decir?

—No —dijo Tom—. Mañana a primera hora te pones el otro vestido y entonces te enterarás de todo.

—No puedo dormir estando pendiente de eso.

—Tendrás que hacerlo —rio Tom alegremente—. Has de conformarte.

—Buenas noches —dijo ella en voz baja; y se agachó y se deslizó bajo la oscura lona.

Tom trepó por la trasera del camión. Se tumbó de espaldas en el suelo de madera y apoyó la cabeza sobre sus manos cruzadas, sus antebrazos apretados contra las orejas. La noche iba refrescando. Tom se abotonó la chaqueta y volvió a echarse. Las estrellas brillaban nítidamente sobre su cabeza.

Aún era oscuro cuando despertó. Un leve ruido metálico le sacó del sueño. Tom escuchó y volvió a oír el chirriar del hierro contra hierro. Se movió rígido y tembló en el aire de la mañana. El campamento aún dormía. Tom se incorporó y se asomó por un lado del camión. Las montañas del este tenían un color negro azulado, y mientras las contemplaba, la luz emergió débilmente tras ellas, coloreó el filo de las montañas de un rojo desvaído, volviéndose más fría, gris y oscura conforme se acercaba a él hasta que en un punto cercano al horizonte en el oeste se fundió con la pura noche. Abajo, en el valle, la tierra tenia el color gris-lavanda de la aurora.

El ruido de hierro volvió a oírse. Tom miró la hilera de tiendas, de un gris apenas más claro que la tierra. Al lado de una tienda vio el parpadeo del fuego anaranjado que se filtraba a través de las grietas de un viejo fogón de hierro. Un humo gris ascendía por una chimenea achatada.

Tom se encaramó por el lado del camión y saltó al suelo. Se acercó despacio al fogón. Vio a una muchacha trajinando por allí, vio que sostenía en el brazo doblado un bebé que mamaba, su cabeza debajo de la blusa de la chica. Y esta se movía, atizando el fuego, ajustando las oxidadas tapas del fogón para conseguir que tirara mejor al abrir la puerta del horno; mientras tanto el bebé mamaba sin cesar y la madre lo cambiaba hábilmente de un brazo al otro. El bebé no dificultaba su trabajo ni entorpecía sus movimientos rápidos y airosos. Y el fuego anaranjado sacaba sus lenguas por las grietas del fogón y arrojaba reflejos intermientes sobre la tienda.

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