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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (50 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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—¿Cómo ha entrado aquí? —preguntó con aspereza.

Madre tragó saliva y sintió el agua escurriéndole por la barbilla y empapando su vestido.

—No lo sabía —se disculpó—. Pensé que los servicios eran para que los usara la gente.

El hombre le dedicó una mirada de desaprobación.

—Es para hombres —dijo muy serio. Fue hasta la puerta y señaló un letrero que había en ella: CABALLEROS—. ¿Lo ve? —dijo—. Eso lo demuestra. ¿Es que no lo ha visto?

—No —dijo Madre avergonzada—, no lo vi. ¿No hay otro lugar donde yo pueda ir?

El enfado del hombre se desvaneció.

—¿Acaba usted de llegar? —le preguntó ya más amable.

—A media noche llegamos —respondió Madre.

—Entonces no habrá hablado aún con el Comité.

—¿Qué Comité?

—¿Cuál va a ser? El Comité de las señoras.

—No, no he hablado con nadie.

Él le explicó orgulloso:

—El Comité le hará una visita bien pronto y la pondrá al corriente de todo. Nos ocupamos de la gente recién llegada. Ahora, si quiere el servicio de las mujeres no tiene más que dar la vuelta al edificio. Aquel lado es el suyo.

Madre preguntó inquieta:

—¿Y dice usted que un comité de señoras va a venir a mi tienda?

El asintió.

—Supongo que dentro de nada.

—Gracias —dijo Madre. Salió a toda prisa y medio corrió hasta la tienda—. ¡Padre —llamó—. John, levántate!, Tú, Al. Levántate y ve a lavarte —ojos sobresaltados y soñolientos la miraron—. Todos —gritó Madre—, arriba y a lavarse la cara. Y peinaros también.

El tío John estaba pálido y desencajado. Tenía en la barbilla la señal roja de una contusión.

—¿Qué pasa? —preguntó Padre impaciente.

—El Comité —gritó Madre—. Hay un comité… de señoras, que va a venir a visitarnos. Levantaos e id a lavaros. Y mientras nosotros dormíamos roncando, Tom salió y consiguió trabajo. Arriba todos, venga.

Fueron saliendo medio dormidos de la tienda. El tío John se tambaleó un poco y su rostro mostró una expresión de dolor.

—Ve a ese edificio y lávate —le ordenó Madre—. Tenemos que desayunar y estar preparados para recibir al Comité —ella se dirigió hacia un montón pequeño de leña partida que había dentro de su plaza de camping. Encendió una fogata y colocó sus utensilios de cocinar—. Pan de maíz —dijo para sí—. Pan de maíz y salsa. Eso es rápido. Tenemos poco tiempo —siguió hablando para sí mientras Ruthie y Winfield la contemplaban con perplejidad.

El humo de las fogatas de la mañana se elevaba por todo el campamento y el murmullo de voces se oía por todas partes.

Rose of Sharon, desaliñada y con ojos adormilados, reptó fuera de la tienda. Madre se volvió olvidando un momento el maíz que estaba midiendo a puñados. Miró el vestido arrugado y sucio de su hija y su cabello alborotado y sin peinar.

—Tienes que arreglarte —dijo enérgicamente—. Ve ahora mismo y lávate. Tienes un vestido limpio. Te lo he lavado. Cepíllate el pelo y quítate las legañas de los ojos —Madre rebosaba nerviosismo.

Rose of Sharon respondió malhumorada.

—No me encuentro bien. Ojalá viniera Connie. No me apetece hacer nada estando sin Connie.

Madre se volvió en redondo para encararse con ella. El maíz amarillo se adhería a sus manos y muñecas.

—Rosasharn —dijo seriamente—, tienes que serenarte. Ya has estado lamentándote bastante. Va a venir un comité de señoras y no estoy dispuesta a que mi familia esté impresentable cuando lleguen.

—Pero es que no me encuentro bien.

Madre se acercó a ella con las manos pringosas extendidas.

—Muévete —dijo Madre—. Hay veces en que aunque te encuentres mal tienes que guardártelo para ti misma.

—Voy a vomitar —gimoteó Rose of Sharon.

—Bueno, pues ve a vomitar. Claro que tienes náuseas. Como todo el mundo. Vomita, y luego te aseas, te lavas las piernas y te pones los zapatos —le dio la espalda—. Y trénzate el pelo —añadió.

La grasa de la sartén borboteó sobre el fuego y salpicó y silbó cuando Madre dejó caer una cucharada de masa de pan de maíz. Luego ella mezcló harina con grasa en una cazuela y añadió agua y sal y removió la salsa. El café empezó a hervir en la lata de galón y de ella surgió su aroma.

Padre volvió calmoso de la unidad sanitaria y Madre levantó la vista con ánimo crítico. Padre dijo:

—¿Dices que Tom ha encontrado trabajo?

—Sí, señor. Salió mientras dormíamos. Busca en esa caja y coge un mono limpio y una camisa. Y, Padre, estoy de lo más ocupada. Ocúpate de las orejas de Ruthie y Winfield. Hay agua caliente. ¿Me harías ese favor? Límpiales bien las orejas y el cuello. Que queden rojos y brillantes.

—Nunca te he visto tan excitada —comentó Padre.

—Ahora es el momento en que la familia debe tener un aspecto decente —gritó Madre—. Durante el viaje no hubo oportunidad. Pero ahora sí podemos. Tira el mono sucio dentro de la tienda y ya te lo lavaré.

Padre entró en la tienda y al cabo de un momento emergió con un mono azul pálido, descolorido y una camisa. Y condujo a los niños tristes
y
anonadados hacia la unidad sanitaria.

—Ráscales bien alrededor de las orejas —gritó Madre cuando ya se alejaban.

El tío John se asomó por la puerta de los hombres y luego se volvió dentro y estuvo largo rato sentado en el retrete sujetándose la dolorida cabeza entre las manos.

Madre había sacado ya una bandeja de pan de maíz dorado y estaba metiendo más masa en la sartén para una segunda bandeja cuando una sombra cayó en la tierra a su lado. Miró por encima del hombro. Había un hombrecillo todo vestido de blanco detrás de ella, un hombre con el rostro delgado, moreno y lleno de líneas y unos ojos alegres. Era tan delgado como una estaca. Sus blancas ropas limpias estaban deshilachadas por las costuras. Le sonrió a Madre.

—Buenos días —saludó.

Madre miró las ropas blancas y su semblante se endureció con suspicacia.

—Buenos días —respondió.

—¿Es usted la señora Joad?

—Sí.

—Yo soy Jim Rawley. Soy el director del campamento. Quise pasar solo un momento para ver si todo estaba en orden. ¿Tienen todo lo que necesitan?

Madre le estudió aún sospechando.

—Sí —dijo.

Rawley siguió:

—Estaba dormido cuando llegaron ustedes anoche. Fue una suerte que hubiera una plaza libre —su voz era cálida.

Madre dijo simplemente:

—Esto está bien. Sobre todo los lavaderos.

—Espere a que las mujeres empiecen a lavar. Dentro de poco ya. Arman un alboroto tremendo. Como si fuera una asamblea. ¿Sabe lo que hicieron ayer, señora Joad? Organizaron un coro. Cantaban un himno al tiempo que restregaban la ropa. Le aseguro que fue algo digno de oírse.

La suspicacia iba desapareciendo de la expresión de Madre.

—Debe haber sido hermoso. ¿Es usted el jefe?

—No —dijo él—. La gente de aquí me quitó el empleo con su propio trabajo. Ellos limpian el campamento, mantienen el orden, hacen todo. Nunca había visto gente semejante. Están haciendo ropa en el salón de reuniones. Y están fabricando juguetes. Nunca había visto gente como esta.

Madre bajó los ojos a su sucio vestido.

—Todavía no estamos limpios —dijo—. Mientras estás viajando es sencillamente imposible estar limpio.

—Dígamelo a mí —dijo él. Olfateó el aire—. Oiga… ¿ese café que huele tan bien es el suyo?

Madre sonrió.

—Huele bien, ¿verdad? Al aire libre siempre huele bien —y añadió con orgullo—: Sería un honor para nosotros si quisiera usted compartir nuestro desayuno.

Él se aproximó al fuego y se acuclilló, y el último resto de reticencia de Madre se vino abajo.

—Nos encantaría que nos acompañara —dijo ella—. No tenemos nada del otro mundo, pero es usted bienvenido.

El hombrecillo hizo una mueca.

—Ya he desayunado. Pero le aceptaría con gusto una taza de ese café que huele tan bien.

—Pues claro, no faltaría más.

—No tenga prisa.

Madre sirvió el café en una taza de hojalata de la cafetera de galón. Dijo:

—Aún no tenemos azúcar, quizá compremos hoy. Sí está acostumbrado al azúcar no le sabrá bien.

—Nunca le pongo azúcar —dijo él—. Echa a perder el sabor del buen café.

—Bueno, a mí me gusta con un poquito de azúcar —dijo Madre. Le miró de pronto con atención, para ver cómo había intimado tanto tan deprisa. Buscó un motivo en el rostro del hombre y no encontró nada más que cordialidad. Luego se fijó en las costuras deshilachadas de su chaqueta blanca y se convenció.

Tomó un sorbo de café.

—Supongo que las señoras vendrán a verla esta mañana.

—No estamos limpios —dijo Madre—. No deberían venir hasta que no nos aseáramos un poco.

—Pero ellas saben lo que pasa —dijo el director—. Ellas llegaron igual. No, señor. Los comités de este campamento son buenos porque han tenido la misma experiencia —terminó de beber el café y se puso en pie—. Bueno, he de irme. Para cualquier cosa que quiera, pásese por la oficina. Yo estoy siempre allí. Un café estupendo. Muchas gracias —puso la taza en la caja con las otras, saludó con la mano y se alejó siguiendo la línea de tiendas. Madre le oyó hablando con la gente conforme pasaba.

Madre bajó la cabeza y luchó contra el deseo de llorar.

Padre volvió seguido de los niños, que tenían aún los ojos húmedos del dolor del lavado de orejas. Venían sumisos y relucientes. La piel quemada de la nariz de Winfield estaba despellejada.

—Aquí los tienes —dijo Padre—. Tenían porquería en dos capas de piel. Casi los tuve que amarrar para que se estuvieran quietos.

Madre los examinó con atención.

—Están muy guapos —dijo—. Servíos vosotros mismos pan de maíz y salsa. Tenemos que quitar trastos de enmedio y poner la tienda en orden.

Padre sirvió los platos para los niños y para él mismo.

—Me pregunto dónde ha encontrado Tom trabajo.

—No sé.

—Bueno, si él puede, nosotros también.

Al llegó a la tienda muy excitado.

—¡Menudo sitio! —exclamó. Se sirvió comida y una taza de café—. ¿Sabéis lo que está haciendo un tipo? Está construyendo una casa rodante. Allí mismo, detrás de esas tiendas. Tiene camas y un fogón… de todo. Viven ahí. ¡Dios!, así es como hay que vivir. Justo donde te pares, ahí está tu casa.

Madre dijo:

—Yo prefiero una casa pequeña. Tan pronto como podamos, quiero una casita.

Padre dijo:

—Al, cuando hayamos comido, tú y yo y el tío John saldremos en el camión a buscar trabajo.

—Muy bien —respondió Al—. Me gustaría encontrar un empleo en un garaje, si es que hay trabajo. Eso es lo que de verdad me gustaría. Y comprarme un viejo Ford puesto a punto. Lo pinto de amarillo para fardar por ahí. He visto una chica guapa un poco más allá. Y le dediqué un buen guiño. Era preciosa.

—Más te vale tener trabajo antes de dedicarte a hacer la cabra y perseguir chicas —dijo Padre con seriedad.

El tío John salió del servicio y se fue acercando con lentitud. Madre frunció el ceño al verle.

—No te has lavado… —empezó, y entonces vio lo enfermo que parecía y lo débil y triste—. Entra en la tienda y échate —dijo—. No estás bien.

Él meneó la cabeza.

—No —rechazó—. He pecado y debo aceptar mi castigo—. Se acuclilló con aire desconsolado y se sirvió una taza de café.

Madre sacó de la sartén los últimos trozos de pan de maíz. Dijo como si tal cosa:

—El director del campamento vino y se sentó a tomar una taza de café.

—¿Sí? —Padre la miró despacio—. ¿Qué es lo que quería? Empezamos pronto.

—Sólo vino a pasar un rato —dijo Madre delicadamente—. Se sentó y tomó un café. Dijo que no tomaba buen café muy a menudo y olió el nuestro.

—¿Qué quería? —preguntó Padre otra vez.

—No quería nada. Vino a ver cómo nos iba.

—No lo creo —replicó Padre—. Seguramente va por ahí presumiendo y husmeando.

—¡No era eso lo que hacía! —gritó Madre enfadada—. Yo sé cuándo va uno presumiendo tan bien como cualquiera.

Padre arrojó los posos del café fuera de la taza.

—Tienes que dejar de pensar así —dijo Madre—. Este es un sitio decente.

—Lleva cuidado de que no se vuelva tan decente que no pueda uno ni vivir en él —dijo Padre, celoso—. Date prisa, Al. Nos vamos a buscar trabajo.

Al se limpió la boca con la mano.

—Yo ya estoy —dijo.

Padre se volvió hacia el tío John.

—¿Tú te vienes?

—Sí. Voy.

—No tienes muy buen aspecto.

—No me encuentro muy bien, pero quiero ir.

Al subió al camión.

—Hay que poner gasolina —decidió. Puso en marcha el motor. Padre y el tío John montaron a su lado y el camión se alejó calle abajo.

Madre los vio irse. Luego cogió un cubo y se dirigió hacia las pilas que había bajo la parte descubierta de la unidad sanitaria. Llenó el cubo de agua caliente y lo acarreó hasta su campamento de nuevo. Y estaba lavando los platos en el cubo cuando Rose of Sharon regresó.

—Te dejé desayuno en un plato —dijo Madre. Y luego miró a la joven con atención. Llevaba el pelo chorreante y peinado y la piel brillante estaba sonrosada. Se había puesto el vestido azul estampado de florecillas blancas. En los pies calzaba los zapatos de tacón de su boda. Se ruborizó bajo el escrutinio de Madre—. Te has bañado —dijo Madre.

Rose of Sharon habló con voz ronca.

—Yo estaba allí cuando llegó una señora y se bañó. ¿Sabes cómo se hace? Te metes en una especie de caseta, giras las palancas y el agua empieza a caerte encima… agua caliente o fría, como quieras… y me he duchado.

—Yo también me voy a duchar —gritó Madre—. En cuanto acabe con esto. Tú me puedes enseñar.

—Me voy a duchar todos los días —dijo la muchacha—. Y esa señora… me ha visto, y que estoy esperando y ¿sabes lo que me ha dicho? Dice que hay una enfermera que viene todas las semanas. Que debo ir a verla y ella me dirá exactamente lo que debo hacer para que el niño sea fuerte. Dice que aquí todas las mujeres hacen eso. Y yo voy a hacerlo —las palabras salían a borbotones—. Y ¿sabes qué? La semana pasada nació un niño y el campamento entero hizo una fiesta y hubo ropas y se dieron cosas para el bebé, incluso un cochecito, de mimbre. No era nuevo, pero le dieron una mano de pintura rosa y quedó como nuevo. Y le pusieron nombre al bebé y comieron pastel. ¡Oh, Señor! —se fue calmando, respirando con agitación.

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