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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (11 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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¡Pues claro! A ese montón de chatarra le quedan aún cincuenta mil. Asegúrese de ponerle mucho aceite. Hasta luego. Buena suerte.

¿Busca usted un coche? ¿En qué tipo de coche estaba pensando? ¿Ve algo que le guste? Estoy seco. ¿Qué le parece si tomamos un trago de algo bueno? Venga, mientras su mujer mira ese La Salle. Le recomiendo que no se lleve el La Salle. Tiene los cojinetes gastados. Gasta demasiado aceite. Compre un Lincoln de 1924. Eso es un coche, dura eternamente y lo puede convertir en un camión.

Sol caliente sobre metal oxidado. Aceite por el suelo. La gente entra con aire de despiste, desorientada; necesitan coches.

Límpiate los pies. No te apoyes en ese coche, que está sucio. ¿Cómo se compra un coche? ¿Cuánto cuesta? Vigila a los niños. Me pregunto cuánto vale este. Vamos a preguntar. No te cobran por preguntar. Podemos preguntar, ¿no? No podemos pagar ni un centavo más de setenta y cinco dólares; si no, no nos llega para el viaje hasta California.

Ojalá pudiera conseguir cien cafeteras. Me da igual que anden o no. Neumáticos usados y deteriorados, amontonados formando altos cilindros; tubos rojos, grises, colgando como salchichas.

¿Un parche de neumático? ¿Limpiador para el radiador? ¿Reforzador del encendido? Eche esta pildorita en el depósito de gasolina y podrá hacer diez millas más por cada galón. Simplemente píntelo, por cincuenta centavos tiene el coche como nuevo. ¿Limpiaparabrisas, correas de ventilador, juntas de culata? Quizá sea la válvula. Póngale un vástago nuevo. No pierde nada, total por cinco centavos.

Bien, Joe. Trabájalos un poco y luego mándamelos. O cierro el trato o los mato. No me mandes vagos. Quiero hacer negocios.

Sí, señor, suba usted. Es una buena compra. ¡Sí, señor! Se lo doy por ochenta dólares.

No puedo pagar más de cincuenta. El tipo de ahí fuera dice que cincuenta. Cincuenta. ¿Cincuenta? Está loco. Pagué setenta y ocho cincuenta por esa monada. Joe, chalado, ¿qué quieres, llevarnos a la quiebra? Está para que le encierren. Si paga sesenta, es suyo. Mire, no puedo perder el día entero. Soy un hombre de negocios, pero no voy por ahí estafando a nadie. ¿Tiene algo para cambiar?

Tengo un par de mulas que puedo cambiar.

¡Mulas! Eh, Joe, ¿has oído eso? Este tío quiere cambiar mulas. ¿No le ha dicho nadie que esta es la era de la maquinaria? Ahora las mulas no se usan más que para hacer cola.

Son buenas mulas, grandes, de cinco y siete años. Quizá sería mejor que siguiéramos mirando.

¡Seguir mirando! Vienen cuando estamos ocupados, nos hacen perder tiempo y luego se largan. Joe, ¿sabías que estabas tratando con tacaños?

No soy un tacaño. Necesito un coche. Nos vamos a California y tengo que conseguir un coche.

Bueno, yo soy un poco primo. Joe dice que siempre hago el primo, que si no dejo de regalar hasta la camisa me voy a morir de hambre. Mire lo que vamos a hacer… puedo sacar cinco dólares por cada mula si las vendo para comida de perros.

No quisiera que acabaran así.

Bueno, o tal vez me den siete dólares o diez. Mire lo que vamos a hacer. Nos quedamos sus mulas valoradas en veinte dólares. El carro va incluido ¿no? Usted me paga cincuenta dólares y firma un contrato para pagar el resto a diez dólares por mes.

Pero si me dijo que valía ochenta.

¿No ha oído hablar de gastos de transporte y del seguro? Todo eso sube un poco el precio. Pero en cuatro o cinco meses lo habrá pagado entero. Firme aquí. Nosotros nos ocupamos de todo.

No sé, no estoy seguro.

Mire, fíjese bien, yo estoy dándole mi camisa y usted no hace más que malgastar mi tiempo. Podría haber cerrado tres ventas en el tiempo que llevo hablando con usted. Estoy asqueado. Si, firme aquí mismo. Todo en regla. Joe, llena el depósito para este caballero. Le vamos a dar la gasolina.

¡Dios!, Joe, este ha estado difícil. ¿Cuánto nos costó ese cacharro? ¿Treinta dólares? Creo que treinta y cinco ¿no? He sacado ese tronco de mulas y seguro que consigo que me den por él setenta y cinco dólares. Me ha dado cincuenta en metálico y ha firmado un contrato por otros cuarenta dólares. Ya sé que no todos son honrados, pero te sorprendería el número de los que siguen pagando el resto. Un tipo se presentó con cien dólares dos años después de que lo hubiera dado por perdido. Te apuesto a que este otro envía el dinero. Si pudiera disponer de quinientos cacharros… Arremángate, Joe. Sal, trabájalos, déjalos suaves y mándamelos. Te has ganado veinte dólares de la última venta. No vas mal.

Banderas desmayadas bajo el sol de la tarde. La oferta del día: una camioneta Ford de 1929; marcha bien.

¿Qué quiere por cincuenta dólares, un Zephyr?

Crin de caballo saliendo rizada de los almohadones de los asientos, parachoques abollados y vueltos a enderezar a martillazos. Guardabarros desprendidos y colgando. Un Ford dos plazas, elegante, con pilotos pequeños de colores en la guía del parachoques, en el tapón del radiador y tres en la parte trasera. Salpicaderos para el barro y un gran dado en la palanca de cambio. Una chica guapa en la cubierta de los neumáticos, pintada de colores, que se llama Cora. El sol de la tarde en los polvorientos parabrisas. ¡Dios, no he tenido ni tiempo de salir a comer! Joe, manda a un chico a por una hamburguesa.

Zumbido intermitente de motores viejos.

Hay un atontado mirando el Chrysler. Averigua si tiene algo de pasta. Algunos de estos granjerillos son escurridizos. Trabájalos un poco y pásamelos, Joe. Lo estás haciendo bien.

Sí, claro que lo vendimos nosotros. ¿Garantía? Garantizamos que era un automóvil, no que lo íbamos a criar. Óigame usted: compró un coche y ahora se pone a berrear. Me importa un comino que no efectúe los pagos. No tenemos sus documentos. Nosotros se los pasamos a la compañía financiera. Ellos se entenderán con usted, no nosotros. Nosotros no conservamos ningún documento. ¿Ah, sí? Póngase pesado y llamo a la policía. No, no le dimos el cambiazo con los neumáticos. Échale de aquí, Joe. Primero compra un coche, y ahora no está satisfecho. ¿Qué le parecería si yo comprara un filete, e intentara devolverlo después de comerme la mitad? Llevamos un negocio, no una organización de caridad. ¿Te puedes creer lo que dice ese tío, Joe? Eh, mira allí. Tiene un diente de alce. Corre para allá. Que le echen un vistazo a ese Pontiac de 1936. Sí, ese.

Morros cuadrados, redondos, herrumbrosos, de pala, y las largas curvas aerodinámicas y las superficies planas anteriores a los diseños aerodinámicos. Ofertas del día. Viejos monstruos de tapicería oscura, se pueden convertir fácilmente en camión. Remolques de dos ruedas, ejes enrobinados en el fiero sol de la tarde. Coches de segunda mano, en buen estado. Sin problemas, marcha bien. No tira el aceite.

¡Mira! Éste ha estado bien cuidado.

Cadillacs, La Salles, Buicks, Plymouths, Packards, Chevrolets, Fords, Pontiacs. Fila tras fila, con los faros destellando al sol de la tarde. Coches de segunda mano en buen estado.

Suavízales, Joe. Dios, ojalá tuviera mil cacharros. Prepáralos y yo cerraré el trato.

¿Van a California? Tengo justo lo que necesitan. Parece que está viejo, pero aún puede tirar miles de millas.

Alineados uno junto a otro. Coches de segunda mano en buen estado. Gangas. En perfecto estado, marcha muy bien.

Capítulo VIII

E
n el cielo, gris entre las estrellas, brillaba una pálida luna tardía en cuarto creciente, etérea y fina. Tom Joad y el predicador caminaban rápidamente por un camino abierto por las huellas de ruedas y de tractores a través de un campo de algodón. Solamente el desigual cielo mostraba la llegada de la aurora, marcando el horizonte en el este con una línea inexistente en el oeste. Los dos hombres avanzaron en silencio oliendo el polvo que sus pasos levantaban en el aire.

—Espero que estés completamente seguro del camino —dijo Jim Casy—. Me haría poca gracia que al amanecer nos encontráramos perdidos y yendo en dirección equivocada.

El campo de algodón vibraba con la vida que despertaba, con el veloz aleteo de pájaros mañaneros buscando alimento en la tierra y el correteo sobre los terrones de conejos a los que alborotaban a su paso. El golpeteo sordo de los pies de los hombres en el polvo, el crujido de la tierra bajo sus zapatos resonaban entre los ruidos secretos del alba.

Tom dijo:

—Podría llegar con los ojos cerrados. La única forma de que me equivoque es si me pongo a pensar demasiado en el camino. Deje de pensar en él y llegaremos sin problemas. Hombre, por Dios, yo nací aquí y corrí por aquí de pequeño. Allí hay un árbol, mire, ya se distingue. Una vez mi padre colgó de ese árbol un coyote muerto. Estuvo colgando hasta que se fundió, o algo así, y cayó al suelo. Se quedó como seco. Espero que Madre esté cocinando algo. Tengo el estómago encogido.

—Yo también —afirmó Casy—. ¿Quieres mascar un poco de tabaco? Ayuda a engañar algo el hambre. Habría sido mejor no salir tan temprano. Se hace mejor si hay luz —se interrumpió para morder un trozo de tabaco—. Estaba bien a gusto durmiendo.

—Ha sido culpa del chiflado de Muley —se disculpó Tom—. Me ha puesto nervioso. Me despierta y me dice: «Adiós, Tom. Yo ya me voy. Tengo que ir a varios sitios. Mejor será que vosotros os pongáis también en camino; así estaréis lejos de esta tierra cuando amanezca.» Se está volviendo más loco que una cabra, viviendo de esa manera. Cualquiera diría que le persiguieran los indios. ¿Cree que está loco?

—La verdad es que no lo sé. Ya viste venir aquel coche cuando estábamos en la hoguera, anoche, y lo destrozada que está la casa. Aquí está pasando algo muy desagradable. Pero, desde luego, Muley está loco: arrastrándose por ahí como un coyote es imposible que no le dé la chaladura. Seguro que dentro de poco mata a alguien y le echan los perros. Lo estoy viendo igual que una profecía. Cada vez va a estar peor. ¿Dices que no quiso acompañarnos?

—No —dijo Joad—. Creo que ahora le asusta ver gente. Me extraña que se acercara a nosotros. Estaremos en casa del tío John a la salida del sol —caminaron un rato en silencio mientras los últimos búhos rezagados volaban hacia los graneros, los árboles huecos y los depósitos de agua para esconderse de la luz del día. El cielo aclaró por el este y las plantas de algodón y la tierra gris se hicieron visibles.

—No logro imaginarme cómo pueden estar todos durmiendo en casa del tío John. No había más que una habitación, un cobertizo que hacía de cocina y un granero diminuto. Ahora deben ser una multitud.

El predicador dijo:

—No recuerdo que John tuviera familia. Está solo, ¿no? No recuerdo gran cosa de él.

—Es el hombre más solitario del mundo —respondió Joad—. También está bastante chiflado, algo así como Muley, solo que en algunas cosas peor. Se le veía por todas partes: en Shawnee, borracho, o visitando a una viuda que vivía a veinte millas de distancia, o trabajando en su tierra a la luz de un farol. Como una cabra. Todo el mundo pensaba que no viviría mucho tiempo. Un hombre así, tan solo, no dura demasiado. Pero el tío John es mayor que Padre. Lo único es que cada año está más flaco y es más retorcido. Es peor que el abuelo.

—Mira qué luz sale —dijo el predicador—. Luz plateada. ¿John nunca ha tenido familia?

—Sí, sí que tuvo. Lo que le pasó demuestra la clase de hombre que es: convencido de que tiene razón e incapaz de escuchar a nadie. Padre suele contarlo. El tío John llevaba cuatro meses casado. Su mujer era joven y estaba embarazada. Una noche le dio un dolor en el estómago y le dijo: «Tienes que ir a por un médico.» Pero John permaneció sentado y contestó: «No es más que un dolor de estómago. Has comido demasiado. Toma un poco de medicina calmante. A uno le duele el estómago cuando come en exceso», dijo. Al mediodía siguiente ella empezó a delirar y hacia las cuatro de la tarde murió.

—¿De qué? —preguntó Casy—. ¿Comió algo en mal estado?

—No, algo se le reventó por dentro. Ap… apéndice o algo parecido. Bueno, el caso es que el tío John siempre había sido una persona amable, de buen trato y se lo tomó muy mal. Se creyó que era el castigo por algún pecado suyo. Estuvo un montón de tiempo sin hablar con nadie. Iba por ahí como si no viera nada a su alrededor y a veces rezaba. Tardó dos años en salir de aquello y luego ya no fue el mismo. Se volvió algo estrafalario y se puso de lo más pesado. Cada vez que uno de los niños teníamos lombrices o dolor de tripa, el tío John iba a por un médico. Al final Padre le dijo que ya estaba bien. Los niños tienen a menudo dolor de tripa. Cree que fue culpa suya que su mujer muriera. Es un tipo curioso. Está siempre haciendo regalos, les da cosas a los niños, deja una bolsa de comida en el porche de alguien. Da todo lo que tiene
y
aun así no está demasiado contento. Algunas veces le da por vagar por ahí, él solo. Sea como fuere, es un buen granjero. Cuida bien su tierra.

—Pobre hombre —dijo el predicador—. Pobre hombre solitario. ¿Fue a la iglesia cuando su mujer murió?

—No. Nunca quiso acercarse demasiado a la gente. Prefería estar solo. Todos los críos le adoran. A veces venía a casa por la noche y sabíamos que había venido porque siempre dejaba un paquete de chicles en la cama junto a cada uno de nosotros. Creíamos que era Jesuscrito Todopoderoso.

El predicador siguió caminando con la cabeza gacha. No contestó. La luz de la mañana naciente hacía brillar su frente, y las manos, balanceándose a los lados, recibían intermitentemente la claridad.

Tom también callaba, como si hubiera dicho algo demasiado íntimo y estuviera avergonzado. Aligeró el paso y el predicador se acomodó al nuevo ritmo. Ahora veían un poco en la distancia gris frente a ellos. Una serpiente se deslizó lentamente por la carretera tras salir de entre una hilera de algodón. Tom se detuvo a poca distancia de ella y la observó.

—Una serpiente ardilla —dijo—. Déjela seguir.

Caminaron alrededor de la serpiente y continuaron. Por el este un poco de color tiñó el cielo y casi inmediatamente la solitaria luz de la aurora se extendió sobre la tierra. El verde apareció en el algodón y la tierra fue gris y marrón. Los rostros de los hombres perdieron el brillo grisáceo. La cara de Joad pareció oscurecerse bajo la luz creciente.

—Este es el mejor momento —dijo con suavidad—. Cuando era pequeño solía levantarme y pasear, yo solo, a esta hora. ¿Qué es aquello de delante?

Un comité de perros se había reunido en la carretera en honor a una perra. Cinco machos, pastores alemanes y collies escoceses mestizos, perros de raza indefinida como resultado de la libertad de su vida social, se dedicaban a requebrar a la perra. Pues cada perro olfateaba con delicadeza, luego caminaba con paso majestuoso y las piernas rígidas hacia una planta de algodón, levantaba una pata trasera ceremoniosamente, meaba y después volvía para olfatear de nuevo. Joad y el predicador se detuvieron a mirar y de pronto Joad se echó a reír alegremente.

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