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Authors: John Steinbeck

Las uvas de la ira (12 page)

BOOK: Las uvas de la ira
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—Cielo santo —dijo—. Cielo santo.

Los perros se reunieron y sus pelos se erizaron, todos ellos gruñendo, cada uno esperando rígido que los demás empezaran la lucha. Uno de ellos montó a la perra y, ahora que uno lo había conseguido, los demás se apartaron y observaron con interés, las lenguas fuera y goteando. Los dos hombres siguieron adelante.

—Cielo santo —dijo Joad—. Creo que el perro que la ha montado es nuestro Flash. Pensé que ya estaría muerto. ¡Flash, ven, Flash! —volvió a reír—. Qué demonios, si alguien me llamara, yo tampoco lo oiría. Me recuerda una historia que se contaba de Willy Feeley cuando era un muchacho. Willy era tímido, terriblemente tímido. Pues bien, un día llevó una vaquilla al toro de Graves. Sólo estaba Elsie Graves, y Elsie no era tímida en absoluto. Willy se quedó parado poniéndose colorado y sin poder hablar siquiera. Elsie le dijo: «Ya sé a qué has venido; el toro está detrás del granero.» Llevaron allí la novilla, y Willy y Elsie se sentaron en la cerca para mirar. Al poco rato Willy estaba bastante agitado. Elsie le miró, como si no lo supiera: «¿Qué te pasa, Willy?». Willy estaba tan cachondo, que apenas se podía quedar quieto. «Dios», dijo, «¡Dios mío, cómo me gustaría estar haciendo eso!». Elsie replicó: «¿Por qué no, Willy? La novilla es tuya.»

El predicador rió suavemente.

—¿Sabes qué? —dijo—, está bien esto de haber dejado de ser predicador. Antes nadie me contaba historias o, si me las contaban, no me podía reír. Y no podía maldecir. Ahora maldigo todo lo que quiero, cada vez que me apetece; a un hombre le hace bien maldecir cuando tiene gana.

Un resplandor rojo se elevó desde el horizonte, por el este, y en la tierra los pájaros comenzaron a cantar con gorjeos agudos.

—¡Mire! —exclamó Joad—. Allí delante. Ese es el depósito del tío John. Aún no se puede ver el molino, pero ese es su depósito. ¿Lo ve, contra el cielo? —aceleró el paso—. Me pregunto si toda la familia estará aquí —el bulto del depósito se destacaba en un alto. Joad, apresurándose, levantó una nube de polvo a la altura de sus rodillas—. Me pregunto si Madre… —vieron las patas del depósito y la casa, una cajita cuadrada, desnuda y sin pintar, y el granero como arrinconado, con su tejado bajo. Salía humo de la chimenea de hojalata de la casa. El patio estaba en desorden, con muebles amontonados, las aspas y el motor del molino, armazones de camas, sillas, mesas.

—Santo cielo, están preparándose para marchar —dijo Joad.

Había en el patio un camión de lados altos, un camión extraño, porque mientras la parte delantera era la de un coche, habían abierto un agujero en medio del techo y habían enganchado dentro la caja del camión. Conforme se acercaban, los hombres oyeron un golpeteo procedente del patio, y cuando el cerco del sol cegador se elevó sobre el horizonte y cayó sobre el camión, pudieron distinguir un hombre y el parpadeo del martillo al subir y bajar. El sol destellaba en las ventanas de la casa. Las tablas pulidas por la intemperie estaban brillantes. En el suelo, dos pollos rojos llamearon con el reflejo de la luz.

—No grite —dijo Tom—. Vamos a sorprenderles —y echó a andar tan deprisa que el polvo subió hasta su cintura. Llegó al límite del campo de algodón. Se encontraron en lo que era el patio propiamente dicho, de tierra batida, apelmazada hasta relucir, con unas cuantas matas polvorientas por el suelo. Joad aminoró la marcha como si temiera seguir. El predicador, observándole, redujo su paso hasta igualarlo al de Tom, que se acercó lentamente al camión, furtivo y avergonzado. Era un Hudson super seis, cuyo techo había sido cortado en dos con un cortafrío. El viejo Tom Joad estaba en la caja del camión clavando las tablas de arriba de los lados. Su rostro, con la barba canosa, se inclinaba sobre su trabajo y de su boca sobresalían un puñado de clavos. Colocó uno de ellos y el martillo cayó sobre él con estruendo. De la casa salió el ruido metálico de la tapadera del fogón al cerrarse, y el llanto de un niño. Joad llegó hasta la caja del camión y se apoyó en ella. Su padre le miró, pero no le vio. Puso otro clavo y lo empujó con el martillo. Una bandada de palomas echó a volar desde el techo del depósito, dieron unas vueltas, regresaron al mismo sitio y se asomaron desde el borde; palomas blancas, azules y grises, de alas irisadas.

Joad enganchó los dedos en la tabla más baja del lado del camión. Miró al hombre del camión, vio que se iba haciendo viejo y estaba canoso. Humedeció sus gruesos labios con la lengua y dijo en voz baja: Padre.

—¿Qué quieres? —masculló el viejo Tom con la boca llena de clavos. Llevaba un sombrero negro y sucio, echado hacia adelante y una camisa de trabajo azul; sobre ella un chaleco sin botones; sujetaba los pantalones vaqueros un cinturón ancho de cuero de arnés, con una gran hebilla cuadrada de latón, cuero y metal pulidos por años de uso; los zapatos estaban agrietados, las suelas hinchadas y deformadas por el sol, la lluvia y el polvo de años. Las mangas de la camisa apretaban los antebrazos y se mantenían tirantes sobre los músculos abultados y poderosos. El estómago y las caderas eran planos y las piernas cortas, pesadas y fuertes. Su rostro, enmarcado por la barba erizada y entrecana, acababa en la enérgica barbilla, resaltaba, dándole firmeza y peso. La piel de los pómulos, sin pelo, estaba tostada, del color de espuma de mar y arrugada alrededor de los ojos, de tanto entrecerrarlos. Los ojos eran marrones, como el café, y cuando fijaba la vista en algo echaba toda la cabeza hacia adelante porque los brillantes ojos marrones empezaban a fallarle. Los labios, de los que sobresalían largos clavos, eran finos y rojos.

Mantuvo el martillo suspendido en el aire, a punto de golpear un clavo, y miró por encima del lado del camión a Tom, con expresión de haberse molestado por la interrupción. Entonces adelantó la barbilla y sus ojos se fijaron en el rostro de Tom y, poco a poco, su cerebro empezó a registrar lo que estaba viendo. El martillo bajó lentamente y, con la mano izquierda, sacó los clavos de la boca. Como si se lo dijera a él mismo, musitó perplejo: Es Tommy… Y luego, aún informándose a sí mismo: Es Tommy que ha vuelto a casa.

Abrió la boca de nuevo y sus ojos mostraron miedo.

—Tommy —dijo quedamente—, ¿no te habrás escapado? ¿Te tienes que esconder? —esperó tenso la respuesta.

—No —contestó Tom—. Tengo libertad bajo palabra, soy libre. Tengo los papeles —asió con fuerza los listones más bajos del camión y levantó la vista.

Su padre puso con cuidado el martillo en el suelo y metió los clavos en el bolsillo. Pasó la pierna por encima del camión y saltó ágilmente a tierra, pero una vez al lado de su hijo se sintió avergonzado y extraño.

—Tommy —dijo—, nos vamos a California. Pero íbamos a escribirte una carta para que lo supieras —dijo con acento de incredulidad—: Pero has vuelto, puedes venir con nosotros. ¡Puedes venir!

En la casa la tapa de una cafetera se cerró con ruido. El viejo Tom miró por encima de su hombro.

—Vamos a darles una sorpresa —dijo, con los ojos brillando de excitación—. Tu madre tenía el presentimiento de que no te iba a volver a ver. Mostraba la mirada tranquila que se le pone cuando alguien muere. Casi no quería ni ir a California, por miedo a no volver a verte —la tapa del fogón volvió a resonar dentro de la casa.

—Démosle una sorpresa —repitió—. Entremos como si nunca hubieras estado fuera. Vamos a ver qué dice tu madre —por fin tocó a Tom, pero le tocó en el hombro, tímidamente y retiró la mano con rapidez. Miró a Jim Casy.

—¿Recuerdas al predicador, Padre? —dijo Tom—. Ha venido conmigo.

—¿También ha estado en prisión?

—No, le he encontrado de camino. Ha estado fuera.

Padre le dio la mano con seriedad.

—Aquí es usted bienvenido.

Casy respondió:

—Me alegro de estar aquí. Vale la pena ver la llegada de un hijo a casa. Vale la pena.

—A casa —dijo Padre.

—A su familia —se corrigió el predicador rápidamente—. Nosotros estuvimos anoche en las otras tierras.

Padre adelantó la barbilla y volvió a mirar un momento el camino. Luego se volvió hacia Tom.

—¿Cómo lo hacemos? —empezó excitado—. Podría entrar y decir: «Hay aquí una gente que querría desayunar», o ¿Qué tal quedaría si entraras tú y te quedaras ahí de pie hasta que ella te viera? ¿Qué te parece? —su rostro brillaba de excitación.

—No vayamos a asustarla —dijo Tom—. No quiero que le demos un susto.

Dos esbeltos perros pastores se acercaron trotando tranquilamente hasta que percibieron el olor de gente extraña y, entonces, volvieron atrás, con cautela, vigilantes, sus colas moviéndose en el aire lenta y tentativamente, pero con los ojos y la nariz vivos para adivinar hostilidad o peligro. Uno de ellos, con el cuello estirado, se movió con cautela, listo para echar a correr, y poco a poco se acercó a las piernas de Tom y las olfateó ruidosamente. Luego se apartó hacia detrás y miró a Padre esperando alguna señal. El otro cachorro no se mostraba tan valiente. Miró a su alrededor buscando algo que le permitiera desviar su atención con dignidad, vio un pollo rojo que pasaba con andares remilgados y corrió hacia él. Se oyó el chillido indignado de una gallina y esta salió corriendo con una explosión de plumas rojas, batiendo las cortas alas para darse velocidad. El cachorro, orgulloso, volvió la vista a los hombres y después se dejó caer sobre el polvo y golpeó el suelo con el rabo con satisfacción.

—Venga —dijo Padre—, entra ya. Tiene que verte. Quiero ver su cara cuando te vea. Venga. Dentro de un minuto nos llamará a desayunar. Oí hace ya un buen rato cómo echaba el tocino en la sartén —echó a andar sobre la tierra cubierta de polvo fino. Esta casa no tenía porche, solo un escalón seguido de la puerta y junto a ella un tajo de cortar leña con la superficie apelmazada y suave por años de uso. La fibra de la madera que formaba el revestimiento de la casa sobresalía porque el polvo había ido desmenuzando la madera más blanda. En el aire flotaba el olor a sauce quemado, al que se añadieron, conforme los hombres se aproximaban a la puerta, los olores del tocino frito, de galletas doradas y el aroma intenso del café hirviendo en la cafetera. Padre se adelantó y cubrió el umbral de la puerta con su cuerpo ancho y corto. Dijo:

—Madre, aquí hay dos personas que acaban de llegar y dicen si no habría algo de comer que podamos darles.

Tom oyó la voz de su madre, ese hablar tranquilo, lento y calmoso que recordaba, el tono amistoso y humilde.

—Que pasen —respondió—. Hay de sobra. Diles que han de lavarse las manos. El pan está a punto. Ahora mismo voy a retirar el tocino —y el chisporroteo airado de la grasa salió del fogón. Padre entró dejando libre la puerta y Tom miró a su madre en el interior, mientras sacaba las lonchas rizadas de tocino de la sartén. La puerta del horno estaba abierta y dejaba ver una gran bandeja de galletas doradas. Ella miró hacia la puerta, pero el sol estaba detrás de Tom y solo vio una figura oscura perfilada por la brillante luz amarilla del sol. Saludó amablemente con la cabeza.

—Adelante —insistió—. Es una suerte que esta mañana haya hecho pan en cantidad.

Tom permaneció de pie, mirando. Madre era pesada, pero no gorda; ancha a fuerza de trabajo y de partos. Llevaba un vestido suelto, sin cinturón, de tela gris, que en un tiempo tuvo un estampado de flores de colores. Ahora, el estampado de flores, a fuerza de lavadas, era solo de un gris algo más claro que el fondo. El vestido le llegaba a los tobillos y sus pies descalzos, anchos y fuertes se movían por el suelo ágilmente y con rapidez. Llevaba el pelo, fino y de color acero, recogido en un moño escaso y ralo en la nuca. Los brazos, fuertes y pecosos, estaban desnudos hasta el codo y sus manos eran rechonchas y delicadas, como las de una niña rolliza. Miró fuera a la luz del sol. Su rostro lleno no era blando; era un rostro controlado, bondadoso. Sus ojos de avellana parecían haber sufrido todas las tragedias posibles y haber remontado el dolor y el sufrimiento como si se tratara de peldaños, hasta alcanzar una calma superior y una comprensión sobrehumana. Parecía conocer, aceptar y agradecer su posición, la ciudadela de la familia, el lugar fuerte que no podría ser tomado. Y puesto que el viejo Tom y los niños no sabían del dolor o el miedo a menos que ella los reconociese, había intentado negar en ella misma el dolor y el miedo. Y ya que ellos la miraban, cuando pasaba algo jubiloso, para ver si mostraba alegría, se había acostumbrado a poder reír sin tener las condiciones adecuadas. Pero la calma era mejor que la alegría. En la imperturbabilidad se podía confiar. Y desde su posición importante y humilde en la familia había obtenido dignidad y una belleza clara y serena. De su posición de sanadora sus manos habían adquirido seguridad, firmeza y calma; desde su posición de árbitro, había llegado a ser tan remota e infalible en sus decisiones como una diosa. Parecía ser consciente de que si ella titubeara, la familia temblaría, y si ella alguna vez verdaderamente vacilara o desesperara, la familia se vendría abajo, privada de la voluntad de funcionar.

Miró hacia el patio soleado, a la oscura silueta de un hombre. Padre estaba cerca, temblando de excitación.

—Pase —exclamó—. Adelante, entre —y Tom cruzó el umbral tímidamente.

Ella levantó la vista de la sartén con expresión afable. Y entonces su mano bajó despacio y el tenedor hizo ruido al caer al suelo de madera.

Sus ojos se abrieron al máximo y las pupilas se dilataron. Respiró con esfuerzo con la boca abierta. Cerró los ojos.

—Gracias a Dios —dijo—. ¡Gracias a Dios!

De pronto la preocupación cubrió su rostro.

—Tommy, no te buscarán; no te escaparías.

—No, Madre. Libertad bajo palabra. Aquí tengo los papeles —se palpó el pecho.

Se acercó a él ligera, sin hacer ruido con los pies descalzos, con la cara llena de asombro. Con una mano pequeña le tocó el brazo, sintiendo la firmeza de los músculos. Y después sus dedos subieron hasta las mejillas de su hijo como lo harían los dedos de un ciego. Su alegría era casi dolorosa. Tom se cogió el labio inferior con los dientes y mordió. Los ojos de la madre se fijaron perplejos en el labio mordido y vieron la fina línea de sangre contra los dientes y el hilo de sangre goteando por el labio. Entonces ella reaccionó, recuperó el control y dejó caer la mano. Su respiración escapó con una explosión.

—¡Bueno! —exclamó—. Hemos estado a punto de irnos sin ti. Y nos preguntábamos cómo nos podrías llegar a encontrar alguna vez —recogió el tenedor, lo pasó como un rastrillo por la grasa hirviendo y sacó una loncha oscura y rizada de tocino crujiente. Retiró la cafetera burbujeante y la puso en la parte de atrás del fogón.

BOOK: Las uvas de la ira
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