Las uvas de la ira (25 page)

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Authors: John Steinbeck

BOOK: Las uvas de la ira
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—¿Qué le pasa al coche? —inquirió Al, dándose importancia.

—Bueno, pues que no quiere andar. Se enciende, suelta aire y se para. Al cabo de un minuto vuelve a encender y entonces, antes de que puedas ponerlo en marcha, se agota de nuevo.

—¿Va un minuto y luego se queda muerto?

—Exacto. Y no consigo que siga en marcha por más gasolina que le pongo. Se ha ido poniendo cada vez peor y ahora no consigo ni ponerlo en marcha.

Al se sintió entonces muy orgulloso y maduro.

—Creo que se le ha obstruido un conducto del combustible. Se lo limpiaré yo.

Y Padre también se sintió orgulloso.

—Tiene buena mano para los coches —dijo.

—Le agradezco mucho la ayuda, se lo aseguro. Se siente uno… como un crío cuando no puede arreglar nada. Cuando lleguemos a California pienso comprarme un buen coche. Tal vez uno bueno no tenga averías.

—Cuando lleguemos —dijo Padre—. Llegar allí es el problema.

—Sí, pero vale la pena —dijo Wilson—. He visto los papeles que reparten pidiendo gente para recoger la fruta, y son buenos salarios. Imagínese lo bien que se va a estar cogiendo la fruta a la sombra de los árboles, comiendo una de vez en cuando. Pero si ni siquiera les importa las que nos comamos de tanta como hay. Y con un buen salario tal vez uno pueda comprarse un terreno pequeño y trabajarlo para tener algún dinero extra. Seguro que en un par de años uno puede tener su propia tierra.

—Hemos visto esos papeles —dijo Padre—. Aquí tengo uno —sacó su cartera y de ella un papel doblado de color naranja. Decía en letras negras: se requiere gente para recoger guisante en California. Buenos salarios toda la temporada. Se necesitan ochocientos trabajadores.

—Sí, ese es el que yo leí, el mismo. ¿Cree usted… que quizá tengan ya los ochocientos?

Wilson miró el papel con curiosidad.

—Ésta es solo una pequeña parte de California —dijo Padre—. Y California es el segundo estado más grande que tenemos. Aunque ya tengan los ochocientos que piden, hay muchos más sitios. De todas formas, yo prefiero recoger fruta. Como usted dice, recoger fruta bajo los árboles… vaya, si eso les gusta a los niños.

De repente Al se levantó y se acercó al turismo de los Wilson. Lo observó un momento y luego regresó y se sentó.

—No lo puedes arreglar esta noche —dijo Wilson.

—Ya lo sé. Me pondré a ello por la mañana.

Tom contemplaba a su hermano menor con atención.

—Yo también estaba pensando algo parecido —dijo.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Noah.

Tom y Al callaban, cada uno esperando que hablara el otro.

—Díselo tú —dijo Al finalmente.

—Bueno, quizá no tenga sentido o puede que no sea lo mismo que Al está pensando. Sea como sea, se me ha ocurrido esto: nosotros llevamos una carga excesiva, pero no es el caso de los Wilson. Si algunos de nosotros pudiéramos ir en el coche y llevar en el camión algo ligero de su equipaje, no se nos romperían las ballestas y subiríamos las montañas. Tanto Al como yo entendemos de coches, así que podríamos mantener ese en buen estado. Podríamos viajar juntos; sería bueno para todos.

Wilson se puso en pie de un salto.

—¡Pues claro! Para nosotros sería un honor, desde luego que sí. ¿Has oído eso, Sairy?

—Es buena idea —concedió Sairy—. ¿No seríamos una carga para ustedes?

—Por supuesto que no —replicó Padre—. Nada de ser una carga. Nosotros también nos beneficiaríamos con su ayuda.

Wilson volvió a sentarse inquieto.

—Bueno, no sé.

—¿Qué pasa? ¿No le interesa?

—Mire, no me quedan más que treinta dólares y no pienso ser una carga para nadie.

—No tiene por qué ser así —dijo Madre—. Cada uno aportará su ayuda y así llegaremos todos a California. Sairy Wilson ayudó a amortajar al abuelo —se interrumpió. La relación que había surgido de ese hecho era obvia.

—En ese coche caben seis fácilmente —exclamó Al—. Pon que vaya yo conduciendo, Rosasharn, Connie y la abuela. Las cosas grandes y ligeras las ponemos en el camión. Y nos turnamos cada cierto tiempo —elevó el tono de voz habiéndose quitado un peso de encima.

Sonrieron con timidez y miraron al suelo. Padre manoseó la tierra polvorienta con las puntas de los dedos.

—Madre se inclina por una casa blanca rodeada de naranjos. Como la de una foto grande que vio en un calendario —dijo Padre.

—Si vuelvo a caer enferma —dijo Sairy—, habrán de continuar. No seremos una carga.

Madre miró con atención a Sairy y pareció ver por vez primera los ojos atormentados y el rostro encogido y rondado por el dolor. Y Madre dijo:

—Vamos a llegar todos hasta el final. Usted misma dijo que es un honor poder ayudar.

Sairy estudió sus manos arrugadas a la luz de la hoguera.

—Tenemos que dormir algo esta noche —se puso de pie.

—Abuelo… parece como si llevara muerto un año —dijo Madre.

Las familias se dirigieron perezosamente a sus lugares de descanso, bostezando con placer. Madre enjuagó un poco los platos de hojalata y les quitó la grasa frotándolos con un saco de harina. El fuego fue decayendo y las estrellas descendieron. Por la carretera pasaban pocos coches, pero los camiones de transporte tronaban a intervalos al pasar y ponían en la tierra pequeños terremotos. En la vaguada, los coches eran apenas visibles a la luz de las estrellas. Un perro atado aulló en la estación de servicio. Con las familias silenciosas y durmiendo, los ratones de campo recuperaron su audacia y corretearon por entre los colchones. Sólo Sairy Wilson permaneció despierta, con la mirada fija en el cielo y abrazando con firmeza su cuerpo para protegerse del dolor.

Capítulo XIV

L
a tierra del oeste, nerviosa ante el cambio que se avecina. Los estados del oeste, nerviosos igual que los caballos antes de la tormenta. Los grandes propietarios, nerviosos, sintiendo el cambio, pero sin saber nada acerca de su naturaleza. Los grandes propietarios, dirigiendo sus esfuerzos contra lo inmediato, el gobierno en expansión, la creciente unidad de los trabajadores; atacando los nuevos impuestos, los proyectos; sin darse cuenta de que estas cosas son resultados y no causas. Resultados, no causas; resultados, no causas. Las causas yacen en lo más hondo y son sencillas: las causas son el hambre en un estómago, multiplicado por un millón; el hambre de una sola alma, hambre de felicidad y un poco de seguridad, multiplicada por un millón; músculos y mente pugnando por crecer, trabajar, crear, multiplicado por un millón. La función última del hombre, clara y definitiva: músculos que buscan trabajar, mentes que pugnan por crear algo más allá de la mera necesidad: esto es el hombre. Levantar un muro, construir una casa, una presa y dejar en el muro, la casa y la presa algo de la esencia misma del hombre y tomar para esta esencia algo del muro, la casa, la presa: músculos endurecidos por el trabajo, mentes ensanchadas por la asimilación de líneas nítidas y formas que fueron parte de la concepción de la obra. Porque el hombre, a diferencia de cualquier otro ser orgánico o inorgánico del universo, crece más allá de su trabajo, sube los peldaños de sus conceptos, emerge por encima de sus logros. Se puede decir que cuando las teorías cambian, se desmoronan, cuando las escuelas y las filosofías, cuando oscuros callejones estrechos de pensamiento, nacional, religioso, económico, crecen y se desintegran, el hombre extiende una mano, avanza tambaleante, penosamente, a veces en dirección equivocada. Habiendo dado un paso adelante, puede resbalar, pero solo medio paso, nunca dará el paso entero hacia detrás. Esto se puede decir del hombre y se sabe. Es evidente cuando las bombas caen de los negros aviones en medio de la plaza del mercado, cuando se ensarta a los prisioneros como si se tratara de cerdos, cuando los cuerpos aplastados se desangran entre la suciedad y el polvo. De esta forma se puede uno dar cuenta. Si no se diera ese paso, si el dolor de avanzar a trompicones no fuera algo vivo, las bombas dejarían de caer estando vivos los que las arrojan, porque cada una de las bombas es la prueba de que el espíritu no ha muerto. Y teme el momento en que las huelgas dejen de producirse mientras los grandes propietarios siguen vivos, porque cada pequeña huelga aplastada es la prueba de que se ha dado el paso. Puedes saber esto: teme el momento en que el hombre deje de sufrir y morir por un concepto, porque esta cualidad es la base de la esencia humana, esta cualidad es el hombre mismo, y lo que le diferencia en el conjunto del universo.

Los estados del oeste, nerviosos ante el cambio que comienza. Tejas y Oklahoma, Kansas y Arkansas, Nuevo Méjico, Arizona, California. Una familia expulsada de su tierra. Padre pidió el dinero prestado al banco y ahora el banco reclama la tierra. La compañía de tierras —es decir, el banco cuando posee tierra— no quiere familias para trabajarlas, quiere tractores. ¿Es algo malo un tractor? ¿No es buena la energía que abre los largos surcos? Si el tractor fuera nuestro, sería algo bueno, no mío, sino nuestro. Si nuestro tractor abriera los surcos de nuestra tierra, sería bueno. No de mi tierra, sino de nuestra tierra. Entonces podríamos amar ese tractor igual que amamos esta tierra cuando era nuestra. Pero el tractor hace dos cosas: remueve la tierra y nos expulsa de ella. Apenas hay diferencia entre el tractor y un tanque. Los dos empujan a la gente, la intimidan y la hieren. Hemos de pensar en esto.

Un hombre, una familia, obligados a abandonar su tierra; este coche oxidado que cruje por la carretera hacia el oeste. Perdí mis tierras, me las quitó un solo tractor. Estoy solo y perplejo. Y por la noche una familia acampa en una vaguada y otra familia se acerca y aparecen las tiendas. Los dos hombres conferencian en cuclillas y las mujeres y los niños escuchan. Este es el núcleo, tú que odias el cambio y temes la revolución. Mantén separados a estos dos hombres acuclillados; haz que se odien, se teman, recelen uno del otro. Aquí está el principio vital de lo que más temes. Este es el cigoto. Porque aquí «he perdido mi tierra» empieza a cambiar; una célula se divide y de esa división crece el objeto de tu odio: «nosotros hemos perdido nuestra tierra». El peligro está aquí, porque dos hombres no están tan solos ni tan perplejos como pueda estarlo uno. Y de este primer «nosotros», surge algo aún más peligroso: «tengo un poco de comida» más «yo no tengo ninguna». Si de este problema el resultado es «nosotros tenemos algo de comida», entonces el proceso está en marcha, el movimiento sigue una dirección. Ahora basta con una pequeña multiplicación para que esta tierra, este tractor, sean nuestros. Los dos hombres acuclillados en la vaguada, la pequeña fogata, la carne de cerdo hirviendo en una sola olla, las mujeres silenciosas, de ojos pétreos; detrás, los niños escuchando con el alma las palabras que sus mentes no entienden. La noche cae. El pequeño está resfriado. Toma, coge esta manta. Es de lana. Era la manta de mi madre, cógela para el bebé. Esto es lo que hay que bombardear. Éste es el principio: del «yo» al «nosotros».

Si tú, que posees las cosas que la gente debe tener, pudieras entenderlo, te podrías proteger. Si fueras capaz de separar causas de resultados, si pudieras entender que Paine, Marx, Jefferson, Lenin, fueron resultados, no causas, podrías sobrevivir. Pero no lo puedes saber. Porque el ser propietario te deja congelado para siempre en el «yo» y te separa para siempre del «nosotros».

Los estados del oeste se muestran nerviosos ante el cambio inminente. La necesidad sirve de estímulo al concepto, el concepto estimula la acción. Medio millón de personas moviéndose ya por el país; un millón más impaciente, dispuestas a partir; y otros diez millones de personas empezando a sentir el nerviosismo.

Y los tractores abriendo múltiples surcos en la tierra vacía.

Capítulo XV

A
lo largo de la carretera 66 proliferan las hamburgueserías: Al and Susy's Place, Carl's Lunch, Joe and Minnie, Will's Eats. Barracas de madera. Dos surtidores de gasolina delante, una puerta de tela metálica, una larga barra, taburetes y una barra para los pies a lo largo del mostrador. Cerca de la puerta tres máquinas tragaperras, mostrando a través del cristal la riqueza en monedas de cinco centavos que prometen las tres barras. Y junto a ellas el fonógrafo que funciona con cinco centavos, con los discos amontonados como pasteles, dispuestos a caer sobre el plato y hacer sonar música bailable. «Ti-pi-ti-pi-tin», «Gracias por el recuerdo», Bing Crosby, Benny Goodman. En un extremo del mostrador un recipiente tapado; pastillas dulces para la tos, sulfato de cafeína llamado «sin sueño», «Para no dormir»; caramelos, cigarrillos, cuchillas de afeitar, aspirinas, bromoseltzer, Alkaseltzer. Las paredes decoradas con posters, chicas en bañador, rubias de grandes pechos y caderas esbeltas y rostros de cera, con trajes de baño blancos, que sujetan una botella de Coca-Cola al tiempo que sonríen: vea lo que puede tener con una Coca-Cola. En la larga barra saleros, pimenteros, botes de mostaza y servilletas de papel. Grifos de cerveza tras la barra y detrás, las máquinas de café, relucientes y humeantes, sus indicadores de cristal señalando el nivel del café. Pasteles en recipientes de alambre y naranjas dispuestas en pirámides de a cuatro. Montones pequeños de Post Toasties,
corn-flakes
apilados formando figuras. Los carteles escritos en tarjetas con mica brillante: Pasteles como los que solía hacer Madre; el crédito hace enemigos, seamos amigos; las señoras pueden fumar, pero cuidado con las colillas; coma aquí y mime a su mujer. En un extremo las cazuelas, las ollas de estofado, patatas, asado, carne al horno, cerdo asado, de color gris, listo para hacer lonchas.

Minnie o Susy o Mae, alcanzando una edad madura tras la barra, el pelo rizado, colorete y polvos sobre el rostro sudoroso. Preguntando qué va a ser en voz baja y suave, pasándole luego el encargo al cocinero con un chillido de pavo real. Limpiando la barra con movimientos circulares, sacando brillo a las grandes máquinas de café relucientes. El cocinero se llama Joe o Cari o Al, está acalorado con la chaqueta blanca y el delantal, las gotas de sudor brillan en la frente blanca, bajo el blanco gorro de cocinero; su humor es inestable, habla rara vez, levanta la vista un segundo cada vez que entra alguien. Limpia la parrilla, aplasta una hamburguesa contra ella. Repite suavemente lo que le dice Mae, rasca la parrilla, la limpia con un trozo de arpillera. Cambiante y silencioso.

Mae es el contacto, sonriendo, irritada, cercana a la explosión, sonriendo, pero con los ojos ausentes, a menos que se trate de camioneros. Ellos son la espina dorsal del establecimiento. Los clientes van a los sitios donde paran los camiones. A los camioneros no se les puede tomar el pelo, ya se sabe. Ellos traen la clientela, saben lo que hacen. Dales una taza de café amargo y no volverán a parar ahí. Trátalos bien y regresarán. Mae sonríe realmente a los camioneros con toda su alma. Levanta la cabeza coqueta, se arregla el pelo de la nuca para que sus pechos suban al levantar los brazos, charla para pasar el rato, hace referencia a grandes cosas, grandes tiempos, grandes bromas. Al nunca habla. El no es ningún contacto. A veces sonríe un poco al oír un chiste, pero nunca se ríe. Alguna vez levanta la vista ante la vivacidad plasmada en la voz de Mae, y luego rasca la parrilla con una espátula, rasca la grasa y la deja en el borde de hierro de una fuente. Aplasta una hamburguesa silbante con la espátula. Coloca el bollo abierto sobre la fuente para que se tueste y se caliente. Recoge unas rodajas de cebolla y las amontona encima de la carne y las plancha con la espátula. Pone la mitad del bollo encima de la carne, unta la otra mirad con mantequilla derretida, con un insulso aderezo de vinagre. Sujetando el bollo sobre la hamburguesa, desliza la espátula bajo el fino trozo de carne, le da la vuelta, coloca encima la mitad que lleva mantequilla y deja caer la hamburguesa en un plato pequeño. Un cuarto de pepinillo en vinagre y dos olivas negras junto al bocadillo. Al lanza el plato por la barra como si fuera un tejo. Y rasca la parrilla con la espátula y observa taciturno la olla del estofado.

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