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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (15 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Watson se mostró justamente sorprendido, pues había llegado a pensar que su amigo era huérfano y que carecía de cualquier familiar vivo, dado que jamás los mencionaba.

Al recordar ese pasaje, Sergio sonrió comprensivamente. Pero no era Watson a quien comprendía, sino a Holmes. Sergio sonrió porque también él tardó más de tres meses en mencionar a su hermano Marcos ante sus colegas del Círculo Sherlock en los lejanos años universitarios.

Dicen que Piccadilly recibe ese nombre porque en esa zona de la ciudad era frecuente la venta de collares (
picadills
) en el siglo
XVIII
. Es tal vez la calle más popular de Londres. Al sur de la misma se extiende St. James's; al norte, Mayfair.

Sergio llegó aquel día hasta Piccadilly caminando despreocupadamente por New Bond Street. Al llegar a Pall Mall atiesó las orejas. ¿Qué sabía de Mycroft Holmes? En su cuaderno de notas había escrito con letra abigarrada algunas informaciones por temor a que su excelente memoria le jugara una mala pasada.

Mycroft vivió en Pall Mall. Pero ¿dónde exactamente?

Los datos conocidos lo presentaban como un hombre alto, corpulento, de ojos de color gris claro y mirada acuosa. Aparentemente, ofrecía la imagen de un hombre de torpes movimientos, pero su frente señorial, sus labios firmes y lo inteligente de su mirada desmentían de inmediato esa primera impresión. Tenía siete años más que su hermano Sherlock, pues había nacido el 12 de febrero de 1847. Y aunque tuvieron un hermano mayor (dos años más que Mycroft y nueve más que Sherlock), llamado Sherrinford, fue Mycroft quien jugó un papel estelar en algunas de las aventuras del detective.

Mycroft fue clave en el momento en que su hermano debió huir de Inglaterra mientras se ultimaba el cerco sobre el malvado Moriarty
[47]
, y a él deja Sherlock todas sus posesiones en previsión de que le ocurriera una desgracia irreparable. Además, Mycroft es el narrador de la última aventura protagonizada por su hermano, «El último saludo».

Pero Sergio sabía más sobre Mycroft
[48]
. Por ejemplo, que había estudiado en Oxford y más tarde en Cambridge, y que completó los estudios de economía y política. Y aunque en un primer momento Sherlock le dice a Watson que Mycroft tiene un oscuro trabajo administrativo en el Foreign Office, posteriormente se descubre que es el verdadero cerebro del ministerio. Sherlock confiesa a Watson que su hermano carece de ambición alguna, hasta el punto de que su sueldo es de solamente cuatrocientas cincuenta libras al año, pero eso es así porque él quiere. De hecho, asegura, «de vez en cuando él es el gobierno británico», y ocupa «un puesto único, que él mismo se ha creado». El detective, en un momento de confesiones por completo inaudito en él, añade a propósito del puesto de su hermano que «nunca ha existido nada parecido antes ni volverá a haberlo». Por las manos de Mycroft pasaban a diario las informaciones más relevantes de todos los ministerios, y él analizaba los datos y ofrecía conclusiones tan valiosas como brillantes. La especialidad de Mycroft era saberlo todo.

Watson no tuvo conocimiento alguno de la existencia de tan formidable personaje hasta que un día discutió con su amigo a propósito de si la facultad de observación y la capacidad para la deducción que exhibía el detective era producto de un aprendizaje sistemático o de una virtud genética.

Ante el asombro del doctor, Sherlock le respondió que debía de tener algo que ver la herencia genética, pues tenía un hermano mayor cuyo cerebro era extremadamente privilegiado, hasta el punto de que sus dotes empequeñecían hasta el extremo, si se comparaban con las de Mycroft.

Sergio sonrió para sí mientras caminaba por Pall Mall haciendo cábalas sobre dónde podía haber estado la casa de tan extraordinario individuo. También él, Sergio, procuraba no decir nada sobre su vida privada a los demás, y mucho menos sobre su familia. Y curiosamente, su capacidad memorística, que a todo el mundo parecía extraordinaria, era muy inferior a la de su hermano Marcos.

En el Londres Victoriano, a decir de sir Arthur Conan Doyle, no lejos del Carlton estaba la sede del club más extravagante que se pueda imaginar. Se llamaba el Club Diógenes, y en él se daban cita los hombres más antisociables de toda la ciudad. En aquella extraña hermandad no se permitía que nadie hablara, y el mayor anhelo de sus peculiares miembros era disfrutar de un refugio relajante.

Sergio trató de imaginar dónde pudo haber estado ubicado semejante centro social, uno de cuyos fundadores había sido el propio Mycroft, quien permanecía en él invariablemente a diario desde las cinco menos cuarto a las ocho menos veinte de la tarde.

También sabía que Mycroft trabajaba en Whitehall, de modo que el recorrido que hacía diariamente apenas suponía cinco minutos andando. Con tan solo doblar la esquina iba de su casa al trabajo y viceversa, y como el Club Diógenes también estaba a un paso, toda su vida se fraguaba en una distancia ridícula. Por eso cuando un día de noviembre de 1895 abandonó su rutina habitual y se presentó en el 221B de Baker Street para hablar con su hermano sobre la desaparición de los planos del submarino Bruce-Partington tras haber enviado previamente un telegrama anunciando su visita, Sherlock no dudó en calificar el hecho como algo tan insólito como lo sería que un planeta se saliera de su órbita.

Las capacidades de uno y otro Holmes se midieron en un divertidísimo diálogo en «El intérprete griego». Por su parte, las capacidades de Marcos fueron conocidas por los miembros del Círculo Sherlock poco después de que su hermano Sergio anunciase su existencia tras aquella pelea en la cervecería.

—¿Un hermano? —Víctor Trejo estaba entusiasmado—. ¿Tienes un hermano estudiando aquí y no nos lo has dicho en todo este tiempo?

—Tampoco hace tanto que nos conocemos —se disculpó Sergio.

—No importaría tanto si no fuera porque, según dices, nadie sabe sobre Holmes más que él —dijo Víctor, acompañándose de un gesto teatral.

Los demás miraban en silencio la escena, pero estaba claro que a Guazo aquella noticia lo había llenado de estupor y de alegría, mientras que era difícil valorar qué significado tenía la expresión contenida de Bullón y de Bada. Tal vez valoraban hasta qué punto la existencia de alguien más listo que Sergio les podría venir bien para ponerlo en su sitio, pero posiblemente temieran que el nuevo Olmos fuera aún más petulante y engreído que el que ya conocían. En cuanto a Morante, su cara no permitía imaginar qué pensamientos surcaban su mente. A Sigler, por su parte, aquello solo le producía gracia.

—¿Y qué estudia?

—Ciencias políticas y economía —contestó Sergio—. Las dos carreras a la vez.

—¿Y sus notas? —quiso saber Guazo, aunque temía la respuesta.

—Aún mejores que las mías.

—¿De veras sabe tanto sobre Holmes? —se atrevió a preguntar Sigler.

—Él fue quien me aficionó a esas historias siendo yo pequeño.

—No se hable más —dijo en tono resolutivo Víctor—. Hay que invitar al señor Marcos Olmos a nuestro círculo.

—Lamento recordar que eso no es posible —intervino Morante—. No olviden, caballeros, que ya hemos cubierto el cupo de siete plazas que fijan los estatutos, y yo personalmente no estoy con ganas de variar cada dos por tres nuestras normas.

Hubo un tenso silencio que Sergio resolvió.

—Tampoco sé si mi hermano tendrá demasiado interés en asistir a nuestras reuniones.

—Un momento. —Trejo alzó los brazos pidiendo calma—. Yo propongo invitar una tarde al señor Marcos Olmos para, si lo desea, conocernos. Nadie ha hablado de que ingrese como miembro con pleno derecho en el círculo. A eso no creo que nadie pueda oponerse —añadió, mirando directamente a Morante, y este se encogió de hombros.

Contra todo pronóstico, a Marcos Olmos le pareció divertida aquella cita y se comprometió con su hermano a ir el viernes que se había fijado previamente. Y aunque Sergio le había prevenido sobre lo que allí se iba a encontrar, sin duda lo que vio en aquel garito perdido de Madrid lo debió de fascinar: tipos vestidos a la moda victoriana, ejemplares originales de
The Strand Magazine
, una reconstrucción del despacho de Holmes…

Aquella tarde todos se sentaron en mitad de la niebla producida por el humo de las pipas y los habanos y contemplaron a Marcos Olmos como un entomólogo estudiaría al insecto más sorprendente. Lo que tenían ante ellos era un joven de amplia frente, rizos negros, ojos oscuros, dos años mayor que Sergio, y también cinco centímetros más alto y diez kilos más grueso que él. Pero lo mejor de todo estaba por llegar. Y comenzó cuando Morante se atrevió a hacerle una pregunta como quien lanza una piedra al río para ver qué profundidad tienen sus aguas.

—Me preguntaba —se frotó las manos evidenciando cierto nerviosismo— si tendría la amabilidad de recordar el modo en que Holmes reveló a Watson su profesión. Nada mejor que comenzar por el principio, ¿no cree?

—Me parece un reto excelente —respondió Marcos, y se retrepó sobre el sillón que le habían ofrecido minutos antes. En ningún momento pareció advertir que bajo el guante que Morante le lanzaba había veneno.

Sergio, que conocía el carácter frío y calculador del estudiante de matemáticas, sí captó el brillo malicioso que había nacido en las pupilas de Morante.

—Watson —dijo Morante con su habitual tono monocorde y un poco afectado— conoció la profesión de Holmes de un modo accidental, al leer un artículo subrayado a lápiz en una revista en el que se afirmaba que un hombre observador podía descubrir detalles que a los demás les pasan desapercibidos, e incluso penetrar en los pensamientos de los demás con solo fijarse en la contracción de un músculo o en la mirada de quien le rodea. ¿Recuerda el título de aquel artículo, señor Olmos?

Marcos enderezó su enorme corpachón y se permitió acariciar uno de los ejemplares de
The Strand Magazine
antes de responder.

—Es una pregunta inteligente —concedió—, y pocos son los que caen en la cuenta de la importancia de aquel incidente. Pero sí, sí que lo recuerdo, naturalmente. El artículo se titulaba «El libro de la vida», y fue un día 4 de marzo cuando Watson lo leyó en Baker Street. Luego cometió la torpeza —miró a Guazo y le sonrió a modo de disculpa— de decirle a Holmes que el autor de aquel artículo debía de ser un charlatán. Fue entonces cuando Sherlock le confesó que el autor del artículo era él, y que había planteado en el texto la base de sus métodos profesionales, puesto que era detective consultor.

El resto de la tarde fue tan inolvidable para quienes no conocían a Marcos que el tiempo se detuvo para ellos.

Habían pasado muchos años y muchas cosas desde entonces, pensó Sergio, justo en el momento en el que llamaron a los pasajeros de su vuelo para embarcar. Apenas había tenido contacto con su hermano en los últimos años, a pesar de que siempre lo había querido. Sin embargo, aquella frialdad suya, aquel maldito orgullo, había impedido que se lo dijera todas las veces que lo había merecido.

Cuando entregó su tarjeta de embarque a la joven sonriente que controlaba el acceso a la puerta de embarque, se prometió que eso iba a cambiar, que lo primero que haría cuando lo viera sería decirle a su hermano todo cuanto le debía. Para el amor, se dijo, nunca es tarde.

3

Barcelona

4 de septiembre de 2009

L
as motas de polvo flotaban, visibles y despreocupadas, en el estrecho río de luz que se filtraba a través del agujero que tenía la persiana. Aquella esquirla de luz era lo único que impedía no pensar que el mundo seguía sumido en la más profunda de las noches. Pero, en realidad, eran más de las once de la mañana, y el teléfono volvió a sonar. La musiquilla era insoportable, chabacana, y dejaba en evidencia el pésimo gusto de quien la había seleccionado. Y quien la había seleccionado era el dueño de aquel apartamento repleto de cacharros sin fregar, botellas vacías que se apilaban en la mesa del salón y en el fregadero, y en el cual, si hubiéramos abierto su frigorífico, hubiéramos descubierto que no había nada de comer que no fuera hielo.

El hombre que vivía en aquel caos creyó escuchar algo desde la profunda bruma que envolvía sus sentidos. En realidad, lo que había oído era la última llamada del teléfono, pero tardó tanto en incorporarse como lo habría hecho un perezoso en completar una vuelta a un estadio olímpico.

La cama en la que Tomás Bullón yacía víctima de una monumental borrachera estaba revuelta y sucia. En el laborioso proceso que siguió al instante en el que logró abrir su ojo derecho e iniciar su camino hacia la conciencia, tropezó con unas bragas y un sujetador que alguien había olvidado, pero no recordaba quién los había llevado puestos alguna vez ni cómo era posible que ahora los tuviera a su alcance.

Bullón se frotó los ojos antes de tratar de enfocar su mirada hacia alguna parte. Pero cuando los abrió, no vio nada que no fuera el hilillo de luz filtrándose por la persiana rota; todo lo demás era oscuridad. De modo que encendió la luz. Y nada más hacerlo comprendió que había cometido un terrible error, porque la claridad que nacía de la mesilla de noche le propinó una violenta bofetada que le obligó a cerrar los ojos de nuevo. Por último, se rascó la barriga y luego los testículos, comprobando con regocijo que nada había cambiado en esa zona y que todo seguía en su sitio. Y, realizado ese test, se irguió como si fuera realmente un
Homo sapiens
.

Dando tumbos, llegó hasta el cuarto de baño y se metió en la ducha sin más preámbulos. El inmisericorde chorro de agua bendita lo catapultó milagrosamente desde la otra vida a esta, la misma en la que él era un periodista de fortuna que firmaba los reportajes más arriesgados, además de ser el autor de algunos de los libros más vendidos después de haberse infiltrado entre las mafias de la prostitución o entre los grupos de neonazis más violentos.

Después de un cuarto de hora con el chorro de agua golpeando su nuca, probó a hablar.

—¡Joder! —logró articular.

Una vez que hubo comprobado que sus testículos estaban donde solían y que incluso aún hablaba, Bullón se tranquilizó. Caminaba por terreno conocido, aunque debía reconocer que no lograba aún tener claro qué había sucedido la noche anterior. Lo último que recordaba era un bar de carretera, adonde le había conducido la pista que seguía tratando de resolver el crimen de una chica de dieciséis años cuyo cuerpo la policía intentaba localizar desde hacía más de un mes sin éxito. Ahora bien, le resultaba imposible enlazar los acontecimientos que, sin duda, tuvieron lugar desde que entró en aquel bar de carretera hasta que llegó a su cama. Por no hablar del enigma de las bragas y el sujetador, aunque lentamente se abría paso una tesis en su cabeza a propósito de eso: ¿no había creído ver durante la noche a una mulata roncando en su cama? Su vida sexual se había convertido en un caos después de que su esposa solicitara el divorcio y se hubiera llevado a la hija que tenían en común. Aquella niña era lo mejor, tal vez lo único bueno que había construido Bullón en esta vida.

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