También aquel tablón de corcho era la ventana desde la cual la fotografía de Clara Estévez lo contemplaba sonriente, mientras Enrique Sigler la abrazaba por la cintura.
—¡Hay que joderse! —exclamó Sergio—. ¿Quién lo iba a decir? ¡El cabrón de Sigler y Clara juntos otra vez!
Otras personas aparecían en la fotografía. Se veía reír a un hombre entrado en carnes que sostenía un vaso largo lleno de una bebida oscura. Sergio presumió que sería whisky. Conocía lo suficiente a Tomás Bullón, el periodista del Círculo Sherlock, como para saber qué le gustaba beber. Bullón parecía ajeno al premio que recibía Clara y miraba divertido hacia el fondo de la sala, donde Sergio reconoció sin dificultad a Víctor Trejo, que contemplaba a todos los asistentes a la fiesta con evidente desdén.
Otras personas aparecían en el paisaje de la fotografía, pero ninguna interesaba a Sergio, aunque lamentaba que no se viera la cara del hombre que estaba de espaldas junto a Bullón. Parecía quedarle demasiado holgada la americana, observó. ¿Habrían acudido los demás miembros del círculo al gran día de Clara?, se preguntó.
Una caprichosa cordillera de documentos situada a la izquierda del ordenador contenía toda la información que había ido recopilando en las últimas semanas durante los viajes que había realizado a diversos lugares de Inglaterra. Seguramente, ninguno de aquellos destinos resultaría especialmente atractivo para los turistas, pero para Sergio eran extremadamente evocadores e imprescindibles para su propósito.
Si mirásemos por encima de su hombro, encontraríamos anotaciones sobre North Riding, en el viejo, extenso y otrora mucho más famoso condado de Yorkshire, al norte de Inglaterra. Allí fue donde el 6 de enero de 1854 nació Holmes. También podríamos tropezar con información sobre la naturaleza indómita de los páramos de Dartmoor, en Devon, escenario de impagables aventuras como la del sabueso de los Barskerville
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o la del caballo llamado Estrella de Plata
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Incluso, en alguna parte de aquella informe mole de papeles, descubriríamos apuntes valiosísimos sobre la bahía de Poldhu, en el extremo más apartado de la península de Cornualles, donde Sherlock estuvo a punto de morir en
La aventura del pie del diablo
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, por solo mencionar algunos de los tesoros allí apilados.
Sin embargo, a pesar del gran interés que todos aquellos papeles tenían para su futura empresa literaria, había uno que nada tenía que ver con su trabajo y que había ganado toda su atención en los últimos días. Se trataba de la extraña carta que aquel muchacho que dijo llamarse Wiggins le entregó en Baker Street.
Había leído una y otra vez el contenido del mensaje, pero era incapaz de comprenderlo. ¿Por qué y quién pretendía gastarle semejante broma? ¿Y los cinco pétalos de violeta? ¿Qué significado podían tener?
Mirando al mar, que bailaba su danza de espuma y azul al otro lado del cristal de su ventana, el escritor volvió a leer por enésima vez el mensaje:
En soledad, en el más sombrío Mortuorio, el silencio aparecerá por sorpresa. La única y primera vida está degollada. Mientras tanto, hasta se pudrirá la alegre y más frágil. La pequeña y humilde violeta cae y se desangra y marchita, lánguida, muerta, entre ellos y tus otras dos manos, mi querido Holmes.
Se sirvió un brandi. Después de lo de Clara bebía más de lo debido, y lo sabía. Durante los veinte años que vivieron juntos jamás se había excedido con la bebida, pero ahora poco importaban esos veinte años. Para huir de ella se había refugiado en sus sueños de juventud, los que siempre tenían por protagonista al más grande detective consultor de todos los tiempos.
—¿Por qué, Clara? —la pregunta brotó de sus labios, húmedos por el brandi, casi sin querer.
¡Clara!
¿Cuándo ocurrió todo? ¿En qué día las miradas de ambos se enredaron hasta el punto de provocar un beso? ¿En qué hora maldita sus manos buscaron ansiosas por debajo de su ropa mientras ella se aferraba a su espalda?
No recordaba la fecha, pero a Sergio le parecía que todo sucedió cuando llevaba poco más de un año como miembro activo del Círculo Sherlock. Y aunque jamás celebraron un aniversario durante los veinte años que estuvieron juntos, sí hubo durante todo ese tiempo una pasión desmedida que ninguno cesó de alimentar desde el primer instante en que sus cuerpos se fundieron, traicionando ambos al amigo y al novio, respectivamente. Y cuando Víctor Trejo, el ingenuo hijo de un millonario andaluz que se había convertido en el mecenas del Círculo Sherlock, descubrió el engaño de la que entonces era su novia, el garito holmesiano se cerró para siempre. Una mujer («la mujer», como habría escrito el bueno de Watson) acabó con aquella fantasía.
Desde luego que durante todos aquellos años unos y otros volvieron a verse. Con quien más relación tuvo Sergio en los años posteriores fue precisamente con Enrique Sigler, quien, irónicamente, ya había perdido a Clara una vez a favor de Víctor Trejo, y ahora, a juzgar por la fotografía sostenida por cuatro chinchetas en el corcho, la había vuelto a recuperar.
Al poco de iniciar su relación, Clara se convirtió en un apoyo innegable para la carrera literaria de Sergio. La americana, la madre de Clara, tenía un peso de tal magnitud dentro del mundo editorial que cuando ella tosía se constipaba buena parte del mundillo del libro. Su agencia literaria era tan exclusiva que cualquier autor moriría por ser representado por ella. Y lo que otros escritores jamás consiguieron, Sergio lo logró con su segundo manuscrito.
El éxito fue tremendo. Tal vez sería bueno poder diferenciar en aquel borrador hasta dónde llegaba el ingenio del autor y dónde comenzaba la habilidad de la agente literaria para corregirlo y venderlo, pero habían pasado ya tantos años que eso sería imposible de determinar.
En la tercera novela de Sergio, Clara ya era su agente literaria. Podría pensarse que su madre le había enseñado todo cuanto había que conocer en la profesión, pero sería un error. Si su madre infundía respeto en el mundo editorial, la inteligencia de Clara provocaba terror. De modo que la cartilla de ahorros de Sergio engordó hasta extremos indecentes por algo aparentemente tan poco útil para la sociedad como escribir novelas. Por su parte, Clara vendía libros tan fácilmente como los cuadros que pintaba, pues jamás olvidó su licenciatura en bellas artes.
Eran la pareja modelo. Madrid abría para ellos las puertas más selectas. Pero todo había cambiado seis meses antes.
Un día de invierno, Sergio encontró pegada una fotografía de Clara en la pantalla de su ordenador. «Espero que te sientas pagado con esta fotografía», decía la nota que acompañaba la imagen de una Clara especialmente bella, vestida con una blusa blanca.
La habitación de ella estaba vacía. No había trajes ni zapatos; ni un beso de carmín en el espejo del lavabo o el cálido susurro de su perfume sobre las sábanas. Nada.
Cuando regresó al estudio, Sergio comprendió la magnitud de la traición: ¡alguien había borrado el disco duro de su ordenador y se había llevado las copias de seguridad de la novela en la que trabajaba! Meses después, aquella novela ganaba el Premio Otoño firmada por Clara Estévez.
Ni por un instante Sergio pensó en demandarla. No tenía pruebas que sostuvieran su acusación ni tampoco tenía ganas de entrar en aquella batalla. Cualquiera podría haber robado aquellas copias. Sí, seguramente se encontrarían huellas dactilares de Clara y todo eso, pero ¿cómo no iban a encontrarlas si ella había vivido allí? Pero lo peor no era eso; lo peor era que aún la quería.
Y ahora, cuando creía que la vida no podría ofrecerle ninguna sorpresa tan mayúscula como la traición de una mujer que era su amante y agente literaria, resultaba que aparecía un chico desconocido llamado Wiggins y le entregaba la carta más extraña que nunca hubiera imaginado.
¡Wiggins!
Aquello tenía su gracia.
—Estudio en escarlata
—murmuró Sergio.
Su mente viajó hasta las páginas del primer relato en el que Watson y Holmes colaboran para esclarecer un crimen ocurrido en el número 3 de los jardines de Lauriston.
Corría el año 1881. Desde el mes de enero, los dos personajes vivían juntos en Baker Street, pero Watson no sabía a qué diablos se dedicaba su compañero de piso. Las costumbres de Holmes eran regulares, pero extrañas, confesaba Watson en su relato. Rara vez se acostaba más tarde de las diez de la noche y, cuando el médico se levantaba por la mañana, Holmes ya solía haber desayunado. Cuenta Watson que Sherlock a veces se pasaba horas enteras durmiendo en el sofá sin apenas hablar, pero en otros momentos su actividad era febril. Tan notable era lo que Holmes parecía saber como lo que ignoraba, confiesa el médico. Su compañero de piso era por completo impredecible, pues si bien parecía ser experto en cosas tan absurdas como los crímenes cometidos durante todo un siglo, se mostraba en cambio por completo ignorante en temáticas como la literatura, la filosofía o la astronomía.
Holmes era, eso sí, un hábil boxeador y un consumado esgrimista. Tocaba el violín magníficamente, y tenía conocimientos desiguales pero extraordinarios sobre botánica y química. Pero para Watson era un enigma por qué permanecía horas enteras en un sillón con la mirada perdida, y no conocía la identidad de un hombrecillo que de vez en cuando venía a consultar a su amigo.
Fue el día 4 de marzo de aquel año de 1881, poco después del desayuno, cuando Holmes confesó al doctor su profesión.
—Soy detective consultor —le dijo.
Así fue como Watson supo que aquel hombrecillo que con tanta frecuencia aparecía en la casa era un inspector de Scotland Yard llamado Lestrade, y en ese mismo relato aparecen en escena media docena de muchachos vagabundos y harapientos cuyo líder se llamaba ¡Wiggins!
—Es la división de Baker Street del cuerpo de detectives de la policía —dijo Holmes a su atónito amigo.
Al parecer, Holmes confiaba más en aquellos jóvenes mendigos para obtener información de todo cuanto ocurría en los bajos fondos de Londres que en la mismísima policía metropolitana.
—Son como linces; lo único que les falta es tener organización —aseguró.
—
Estudio en escarlata
—repitió Sergio.
¿Quién quería gastarle semejante broma? ¿Quién podía tener el ingenio de entregarle aquel documento por mano de un moderno Wiggins?
Su mirada se perdió de nuevo en el enigmático mensaje, pero tampoco entonces tuvo éxito.
Cansado, abrió el ordenador y se conectó a Internet.
Todas las tardes leía las ediciones digitales de la prensa española. Así fue como tropezó con la noticia de la fiesta de entrega del premio literario a Clara.
Sus ojos se pasearon por las páginas de política, de cultura y de deportes sin que nada le pareciera especialmente interesante. Apuró su vaso de brandi y volvió a llenarlo hasta el borde.
A pesar de que hacía más de diez años que no iba a su ciudad natal, muy de vez en cuando leía lo que decían los periódicos locales. Sin saber por qué, aquella tarde de septiembre también lo hizo, y lo que leyó en la portada del periódico de más tirada de la región hizo que el vaso de brandi cayera sobre la mesa manchando un puñado de papeles.
Leyó de nuevo la noticia y luego miró con una mezcla de terror y avidez la misteriosa nota que Wiggins le había entregado. De pronto, una luz se abrió paso en su mente. A continuación, cogió el teléfono móvil.
—Deseo comprar un billete de avión —dijo en un perfecto inglés.
PARTE
2
En una ciudad del norte de España
3 de septiembre de 2009
D
iego Bedia estaba desconcertado. Había repasado todos los detalles del escenario mil veces. Creía haber memorizado cada uno de los ángulos ofrecidos por las fotografías que tenía esparcidas sobre la mesa y se había mostrado aún más puntilloso que de costumbre, si es que eso era posible, en el escrutinio de todos los datos. Pero de nada le había servido pasarse dos noches en blanco y haber anulado una cena que había prometido a Marja. Y, aunque ella era consciente de qué tipo de trabajo era el de Diego, a él no le había resultado difícil advertir una sombra de reproche en la voz de la joven cuando le dijo que lo sentía, que tenía trabajo y que la compensaría.
Removió con sus grandes manos una vez más las fotografías.
—¿Quién puede haber hecho algo así? —se preguntó en voz alta.
Pero nadie que no fuera Daniela Obando podía ofrecerle la respuesta que deseaba el inspector de la Brigada de la Policía Judicial, Diego Bedia, sobre cuyos anchos hombros el inspector jefe, Tomás Herrera, había confiado la resolución de aquel pavoroso crimen del que todo el mundo hablaba en la ciudad desde hacía dos días, y sobre el cual las televisiones y la prensa habían caído manoseándolo todo con ese estilo zafio y apresurado con el que tantas veces adoban sus noticias.
Todo eran especulaciones. Al principio, casi todos abrazaron la idea de que se trataba de un nuevo caso de violencia de género, y de hecho esa había sido la línea de investigación que Diego puso en marcha. Pero luego llegó la información que trajo una amiga de Marja, y ahora ya no sabían qué pensar.
Durante más de veinticuatro horas nadie fue capaz de poner nombre a aquella desdichada, hasta que Marja se presentó en la comisaría con una joven rubia, de mirada azul, tez clara y pecas que dijo llamarse Cristina Pardo. Marja conocía a Cristina de la Oficina de Integración de los Inmigrantes. Cristina estaba muy nerviosa. Se sentó y Diego se apresuró a traerle un vaso de agua. La chica dio dos sorbos, miró al policía y a Marja, y finalmente trató de explicar lo que sabía.
—La mujer de las fotografías se llama Daniela Obando —anunció—. La conozco porque es —se interrumpió—, quiero decir, porque era asidua a la oficina en la que trabajo, donde también conocí a Marja —añadió, mirando a la guapa pelirroja que la había acompañado—. Daniela también solía ir a comer a la Casa del Pan. —Se detuvo y miró a los policías como para cerciorarse de que ellos sabían de lo que les estaba hablando. Diego asintió y la animó a proseguir—. Daniela estaba viuda, no era prostituta ni se metía en líos. Trabajaba cuidando a ancianos y fregando suelos en casas y portales. Esos trabajos se los conseguía yo, como a otros inmigrantes, desde la oficina.