Las violetas del Círculo Sherlock (5 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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En cuanto a Enrique Sigler, su comportamiento era igual de exquisito que vestido como un decimonónico lord inglés. Su cabello moreno estaba impecablemente cortado, y el color verde de sus ojos no parecía menos limpio que cuando vestía levita. Pese a ello, las prendas victorianas le hacían mayor, según el juicio de Sergio. Pero, a pesar de ello, seguramente no habría una sola mujer en el bar que no se hubiera fijado en el apuesto Sigler.

Y por último estaba Guazo. También él parecía más joven, y quizá menos robusto que dentro del apretado chaleco gris que lucía en las reuniones del estrambótico club. Sus ojos azules se mostraron en todo momento partidarios de las opiniones que expresara Sergio, y eso que estas fueron muy poco comedidas, como enseguida se comprobó.

La tempestad se originó al poco de salir a la palestra los relatos protagonizados por Holmes. Sergio no tenía ninguna gana de charlar con ellos, y aún menos de dedicar tiempo a la obra de Doyle fuera del lugar y la hora previamente pactados para debatir sobre el particular. Por ello, intentó en varias ocasiones reconducir la conversación hacia otros horizontes, pero Bada y Bullón no estaban por la labor. Antes al contrario, interpretaron por alguna razón desconocida que habían encontrado el punto débil de Olmos al proponer algunas preguntas sobre personajes secundarios, aparentemente irrelevantes, que aparecían en las aventuras holmesianas. Esa era su especialidad, afirmaban.

—¿Cuándo se menciona por vez primera a la señora Hudson? —interrogaron con un no disimulado aire de superioridad a Guazo.

El estudiante de medicina dudó. Recordaba, como todo el mundo, que la casera de Holmes y Watson era nombrada siempre en los relatos por su apellido, y que su nombre de pila solo fue conocido en «El último saludo», precisamente el último relato protagonizado por Holmes
[7]
. Sin embargo, en aquel momento era incapaz de recodar cuándo aparecía mencionada por vez primera en las memorables sesenta aventuras publicadas.

—¿Es posible que ninguno lo recuerde? —dijo Bullón, extendiendo el reto de la pregunta a Sigler y a Sergio.

Sigler se encogió de hombros en un gesto que expresaba su rendición, mientras que Sergio miró disimuladamente su reloj mostrando una calculada desconsideración hacia su interlocutor.

—¡En «La aventura de la segunda mancha»!
[8]
—exclamó triunfante Bullón—. ¿No recordáis que entra en escena llevando en la bandeja la tarjeta de una mujer?

—Al parecer, nuestro amigo Olmos no sabe tanto como aparentaba —apostilló Sebastián Bada maliciosamente.

El comentario provocó la hilaridad de Bullón, que se frotó las manos al tiempo que fabricaba en su mente una segunda pregunta sobre personajes secundarios de las aventuras que todos ellos admiraban.

—¿Cómo se llamaba el competidor al que Holmes odiaba y que vivía en la costa de Surrey? —Lanzó al aire la pregunta como si fuera un guante con el que desafiaba al resto.

Sigler era tan guapo y apuesto como poco dado a la bronca y a la polémica, de modo que, siguiendo esa manera de conducirse que le valía estar siempre a bien con todo el mundo, se rindió de inmediato.

—Reconozco que no lo sé —dijo.

—¿Y el caballero de la privilegiada memoria? —Bullón miró a Sergio con aquellos ojillos suyos escondidos tras sus generosos carrillos—. ¿También se rinde?

Sergio guardó silencio, lo que fue interpretado por Bullón y Bada como una capitulación en toda regla. Y al comprobar que habían abierto una vía de agua irreparable en el prestigio que Olmos tenía en el Círculo Sherlock, decidieron que obtendrían aquella tarde una victoria sin paliativos. No estaban dispuestos siquiera a hacer prisioneros. Era el momento, concluyeron, de humillar públicamente al estirado superdotado.

—En cambio, Holmes admira el trabajo de un policía de provincias, e incluso lo ensalza por su minuciosidad ante el atónito Watson, acostumbrado como estaba a las pullas que Sherlock dedicaba al inspector Lestrade y al resto de Scotland Yard. —Bada dio un sorbo a su tercera pinta antes de preguntar—: ¿Cómo se llamaba aquel detective?

Guazo, Sigler y Sergio permanecieron en silencio, pero por causas diferentes, a pesar de lo que creyó Bada. A él le pareció evidente que ninguno sabía la respuesta y que solo él y Bullón habían prestado atención a los personajes secundarios de esas aventuras.

—¿Y cómo se llamaba el hombre que hacía de topo en la organización de Moriarty enviando información a Holmes ocasionalmente? —preguntó Bullón, mirando directamente a Sergio.

A esas alturas, era evidente que Bada y Bullón no tenían en cuenta en modo alguno a Guazo y a Sigler. Todo su afán era humillar públicamente a Sergio, que hasta ese momento había sido casi invulnerable al debatir sobre los más variados aspectos de las aventuras del detective afincado en Baker Street.

Sergio tuvo la tentación de guardar de nuevo silencio, como había hecho hasta ese momento, porque en su estricta división del tiempo no estaba incluida en modo alguno la conversación sobre Holmes en un día y en una hora ajenos a la rutina establecida. No obstante, al mirar la expresión maliciosa de Bullón le pareció que contemplaba al hombre más antipático del mundo. Sus ojos escrutaron minuciosamente la cara del futuro periodista y centró su atención, sin poder evitarlo, en la mofletuda cara roja, donde se advertían venillas desagradables. De pronto, le pareció que la prometedora calva de aquel joven era cada vez más grande, y al fijarse en sus dientes le desagradó advertir que estaban rodeados de un sarro amarillento. Presumió que Bullón debía padecer de halitosis.

Luego volvió sus ojos hacia Bada, en cuyo cuello musculoso latía con fuerza una vena excitada por el juego que se traían entre manos. Vio reflejada su ansiedad esperando que él, Sergio, fuera incapaz de responder a la cuestión que le había planteado Bullón. Bada era más agraciado físicamente que Bullón, pero en aquel momento toda la atención de Olmos estaba centrada en los latidos de aquella vena del cuello, como si fuera víctima de algún aojamiento que le impidiera mirar hacia otro lado.

—¿Lo sabes o no? —La pregunta reiterada de Bada lo sacó de su embeleso y lo devolvió a la realidad.

Entonces fue cuando decidió que aquellos dos fanfarrones merecían una lección.

—Sí, creo que lo sé —respondió, arrastrando las palabras. Luego tomó un sorbo de cerveza mientras miraba con calculada lentitud a sus dos adversarios. Guazo y Sigler asistían a la escena sin perder detalle—. El informante de Holmes en la organización de Moriarty se llamaba Fred Porlock, aunque en realidad ese nombre era un
nom de plume
, un seudónimo. A ese personaje se le menciona en
El valle del terror
.

A Guazo y a Sigler el final de la respuesta les sorprendió con la boca abierta, mientras que Bada y Bullón trataron de mostrar una indiferencia que no era tal.

—Al menos sabe alguna cosa de las que le preguntamos —dijo Bullón a Bada, buscando el apoyo de su compinche para proseguir la burla.

—No, no, disculpen, caballeros. —Sergio empleó a propósito el tono Victoriano que acostumbraba a usar el grupo en sus reuniones—. En realidad, sabía las demás respuestas también, pero no quise contestar simplemente porque no me apetecía.

—¡Vaya, vaya! —Bullón se mofó—. ¡Qué excusa más poco creíble!

—¿De veras lo cree así? —Sergio puso sus ojos verdes a unos centímetros de los ojos grises del mofletudo estudiante.

—Así lo creo —respondió el otro, picado.

—Está bien. —Olmos carraspeó—. El odiado competidor de Holmes en la costa de Surrey se llamaba Barker, y la referencia al mismo aparece en «La aventura del fabricante de colores retirado»
[9]
. En cuanto al detective que mencionaron y al que Holmes dedica inesperadas loas, no es otro que el inspector Baynes, quien, por cierto —añadió mirando a Bullón—, debía de tener algún parecido con usted, pues se le describe en «La aventura de Wisteria Lodge»
[10]
como mofletudo y coloradote.

Naturalmente, aquel insulto sacó de sus casillas a Bullón. Sergio no solo lo había derrotado, sino que incluso lo insultaba públicamente a sabiendas de que cuando alguien mencionaba sus regordetes carrillos en términos despectivos se sentía mortalmente herido. Y de no ser por Guazo, quien a partir de aquel momento se hizo irremediablemente admirador de Sergio —irremediablemente, a pesar de que Sergio trató de evitarlo en múltiples ocasiones, dado que no era aficionado a estrechar lazos con nadie—, aquel lance hubiera terminado en pelea.

Sigler pidió calma y la obtuvo, no sin trabajo. Pero Sergio no parecía aún satisfecho y fue el primero en hablar después de estirar con esmero su vieja americana y su camisa, las cuales Bullón había arrugado.

—Bien, si quieren jugar a los personajes secundarios, les puedo hacer yo un par de preguntas. ¿Aceptan con
fairplay
? —Sonrió burlonamente.

Bada y Bullón se miraron con recelo. ¿Qué podían hacer? Si rehusaban, quedarían como cobardes, pero si fracasaban en el reto perderían la condición de expertos en la materia que ellos mismos se habían otorgado.

—Veamos qué puede preguntar —dijo al fin orgulloso Bada.

—Está bien —aceptó Sergio—. Por ejemplo, se me ocurre, mirándole a usted, que podría preguntarle cómo se llama el detective de Scotland Yard que aparece en «El tratado naval»
[11]
.

La mente de Bada se puso a trabajar velozmente, pero de pronto se detuvo y comenzó a dividir sus pensamientos en dos direcciones. ¿Qué era lo más llamativo de aquella pregunta? ¿Importaba más el nombre del detective o el hecho de que la pregunta hubiera surgido al mirarle a él, según había dicho aquel impertinente?

Dividida la mente en dos, los segundos transcurrieron con extraordinaria rapidez. Sergio miraba impertérrito su reloj, hasta que decidió que el plazo era suficientemente holgado como para que el interpelado hubiera respondido.

—¿Debo entender que el caballero Bada desconoce las respuestas?

—¿Por qué dices respuestas? —Bada le tuteó adrede.

—Porque imagino que habrá pensado usted en el nombre del detective y en el motivo por el cual lo elegí, ¿no es así? —replicó Sergio, obviando el tuteo que había utilizado el estudiante de derecho.

Sebastián Bada hizo un silencio elocuente.

—Se lo diré. El nombre del detective es Forbes, y se me ocurrió al recordar el modo en el que Doyle describe su comportamiento en esa historia.

Sergio tomó su pinta y se echó al coleto un generoso sorbo prologando magistralmente el silencio. Todos estaban deseando que contestara a la segunda parte de la cuestión.

—¿Y? —Fue todo lo que acertó a preguntar Bada.

—Y ¿qué? —dijo distraídamente Sergio, decidido a dilatar la incertidumbre en su adversario.

—Que qué quiere decir con eso de cómo describe Doyle a ese inspector.

—¡Ah! ¿Eso? —exclamó burlón Sergio—. Verán, caballeros, a lo largo del relato la actitud de ese inspector es la propia de un patán, de un idiota que cree saber lo que no conoce.

Al escuchar aquel insulto envuelto en análisis literario, Bada estalló, y lo que no pudo hacer Bullón antes lo hizo él. Su puño de hierro se estrelló con ira en el pómulo derecho de Sergio, quien cayó al suelo entre el estrépito de las pintas derramadas. Toda la clientela del local se volvió hacia ellos. Desde el suelo, el agredido los miró con aire socarrón mientras Guazo sujetaba a Bada y Sigler hacía lo propio con Bullón.

6

En una ciudad del norte de España

24 de agosto de 2009

T
enéis datos fiables?

—Tenemos datos, pero yo no me atrevo a decir qué grado de fiabilidad tienen.

—Entonces, ¿para qué te necesito a ti y a todos esos? —Jaime Morante gritó por encima de la mesa al tiempo que miraba con desprecio a un grupo de personas que llevaban chapitas de metal clavadas en sus ropas en las que se veía el rostro de un Morante que exhibía una sonrisa seductora.

—Las encuestas nunca son del todo fiables, señor —se atrevió a responder el interpelado, un tipo bajito, con poco pelo y que padecía estrabismo—, y mucho menos en un barrio como ese, donde ni Dios sabe quién está empadronado y quién no. Además, muchos de los encuestados no saben ni hablar español.

—¿Y qué coño me importan a mí los que no son españoles? ¡Quiero la opinión de los que son como yo, de aquí de toda la vida! ¡Los negros y todos los demás ni me votan ni me votarán! Si por mí fuera, no quedaría uno en estas calles. ¿Es tan difícil de entender eso?

Esta vez no dio opción a que el hombrecillo que dirigía al grupo de encuestadores pudiera responder. Hizo un gesto con la mano pidiendo que lo dejaran solo. Inspiró profundamente, se levantó, ajustó su corbata y contempló en silencio una réplica del cuadro de Jean-Baptiste Greuze titulado
La jeune filie à l'agneau
que decoraba la pared principal de su despacho.

Al mirar aquella obra, imágenes de un tiempo lejano salieron a su encuentro. Se recordó a sí mismo como el brillante estudiante que siempre fue. La imagen que desempolvó su memoria era la de un joven alto, delgado, con cara de enterrador de película del Oeste, como solía decir alguno de los miembros del Círculo Sherlock. Aunque el paso del tiempo le había hecho engordar algo, su inteligencia no había menguado, y seguía conservando sus ojos fríos y retadores.

En los tiempos del Círculo Sherlock, Jaime Morante vivía en Madrid porque su padre, que era funcionario, había sido destinado allí. Al principio, el buen hombre se había prometido regresar a casa en cuanto tuviera la menor oportunidad de traslado, pero el paso del tiempo lo fue acostumbrando a la vida en la gran ciudad y el terruño le tiraba menos. Y, aunque cada verano la familia regresaba a casa, esta, lentamente, fue considerada como tal únicamente por Jaime. De modo que, cuando ganó la plaza de profesor de matemáticas para un instituto, no dudó en pedir como destino su ciudad de origen. Y así fue como alcanzó la primera de las metas que se había trazado para sí mismo: ser profesor en su ciudad y gozar del prestigio social anhelado.

De su segundo gran sueño no le habló a nadie en toda su vida. Durante todos aquellos años como profesor fue labrándose una espesa red de contactos, de relaciones a los más altos y a los más bajos niveles, que le permitieran, llegado el momento, maniobrar según su deseo. Y, mientras llegaba su ocasión, analizaba con su privilegiada mente todo cuanto sucedía en la ciudad. Contrajo matrimonio con Elisa, una mujer insulsa y sumisa, con la que tuvo dos hijos, pero nada de aquello colmaba sus aspiraciones. Lentamente, Morante conoció a casi todos los que tenía que conocer y fue conocido por todos los que tenían que conocerlo, según su meticuloso plan. Y cuando creyó que el tiempo de la cosecha había llegado, anunció su propósito de presentarse a las elecciones municipales para ser el futuro alcalde. Para ello, creó un partido propio. Ninguna de las formaciones políticas existentes le servía.

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