Las violetas del Círculo Sherlock (50 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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«Al fin, un soplo de aire fresco», pensó Sergio.

—Así es —respondió, volviéndose hacia Palacios.

Ante la sorpresa del propio Higinio Palacios y de Sergio, Estrada rompió a reír. Tenía una risa desagradable, de hiena. Y, cuando quedó satisfecho de tanta risa, tuvo la ocurrencia de hablar.

—¿Y usted pretende que yo me crea todo ese cuento? ¿Me va a decir que alguien sale de su pasado para escribir una carta siguiendo no sé qué código de novela barata y luego se dedica a asesinar mujeres imitando a Jack el Destripador? ¿Tan importante se cree usted como para que alguien se tome esas molestias solo para ridiculizar su inteligencia?


Wir sind gewohnt, dass die Menschen verhöhnen, was sie nicht verstehen
[89]
—respondió Sergio.

—¿Qué ha dicho? —preguntó irritado Estrada. Le molestaba esa gente que habla idiomas para darse importancia.

—¡Cuánta razón tenía Goethe! —respondió Sergio, citando a Holmes con sus mismas palabras.

—Le advierto que…

La amenaza de Estrada quedó silenciada por el portazo que Diego Bedia acababa de dar al entrar en la sala.

—¿Qué coño está pasando aquí? —preguntó.

Estrada recompuso el gesto y carraspeó.

—Estamos repasando algunos detalles de la historia del señor Olmos —dijo—, a quien yo no tenía el placer de conocer. Me estaba contando cosas muy interesantes sobre Sherlock Holmes y todo lo demás.

«Y todo lo demás». Otra vez, pensó Sergio.

—Ya solo falta que me diga quién le está pasando información sobre la investigación —añadió Estrada, mirando alternativamente a Diego y a Sergio—. La información que luego ese amigo suyo periodista saca en los periódicos.

—¿Pero de qué habla? —preguntó Sergio asombrado.

Diego sí creyó comprender por dónde caminaba la retorcida mente de Estrada.

—Eres un estúpido engreído —le dijo. Luego miró a Palacios—. Y usted es un buen policía, pero espero que no se deje contaminar por el veneno de este tipo.

—Inspector Bedia —Estrada escupió sus palabras. Se había puesto de pie y estaba rígido como un tablón—, lamento que no sepa diferenciar la vida privada de la profesional.

—¡Qué hijo de puta eres, Estrada! —contestó Diego.

Sergio se preparó para la batalla. Estaba convencido de que los dos policías iban a dirimir sus diferencias con los puños, pero la irrupción del inspector jefe Tomás Herrera logró reconducir la situación.

La reunión se saldó sin heridos, pero el equipo que Herrera pretendía coordinar se había fragmentado definitivamente. Incluso él rezó porque Serguei Vorobiov fuera el asesino que buscaban. Prefería que Estrada se colgara una medalla a tener a su propio Delantal de Cuero.

LAS VIOLETAS DEL CÍRCULO SHERLOCK

PARTE

4

1

15 de septiembre de 2009

J
osé Guazo parecía más frágil que de costumbre. Removió el café con la cucharilla y miró con expresión ausente a su amigo Sergio y al inspector Diego Bedia. En ese momento, el policía estaba confesando al escritor su preocupación por el giro que habían dado los acontecimientos después de que Gustavo Estrada hubiera detenido a Serguei, el músico ruso.

—Estrada y Palacios están investigando a la mujer de ese músico —explicó—. Se llama Raisa, y han descubierto que había mantenido algunas discusiones con Daniela Obando, la primera víctima. Además, parece ser que odia a las prostitutas. Estrada cree que Raisa está involucrada en los crímenes.

Sergio movió la cabeza.

—No me parece que sean asesinatos cometidos por una mujer —contestó.

—A mí tampoco me lo parece —intervino Guazo—. Fíjese en la segunda víctima. Era fuerte y alta. No es fácil someter a una mujer así. Por otro lado, para realizar esa evisceración se necesita fuerza y una manera de ser que no me parece propia de una mujer.

—Esa mujer, Raisa —explicó Bedia—, es bastante alta y fuerte. Una auténtica atleta.

Sergio guardó silencio. Durante unos instantes estuvo dándole vueltas a una idea. Después se volvió hacia su amigo Guazo.

—¿Jill the Ripper? —preguntó al médico.

Guazo se encogió de hombros.

—¿Qué significa eso? —quiso saber el inspector.

—Digamos que Jill es la versión femenina de Jack —contestó Sergio—. No es la primera vez que se plantea la posibilidad de que Jack hubiera sido en realidad una mujer. El propio Abberline llegó a sopesar esa perspectiva después de las declaraciones de Caroline Maxwell, una vecina de la última víctima de Jack, Mary Jane Kelly.

—A Mary Kelly la asesinaron entre las tres y media y las cuatro de la madrugada, según el análisis forense —intervino Guazo—, pero Caroline Maxwell dijo haberla visto con vida a la mañana siguiente.

—¿Cómo es posible? —preguntó Diego.

—Pues porque tal vez la había asesinado una mujer que luego se puso las ropas de Mary Kelly —contestó Sergio—. Y así comenzó a circular la tesis de una mujer como asesina de esas prostitutas. Se pensó en que quizá fuera una partera. Nadie sospecharía de una partera cuyas ropas estuvieran ensangrentadas, porque eso formaba parte de su oficio; las mujeres confiarían en ella, porque todo el mundo estaba buscando a un hombre, y su profesión le concedía ciertos conocimientos anatómicos que explicarían su destreza en las evisceraciones. Incluso podía estar cerca del cadáver cuando llegara la policía y nadie sospecharía de ella. El escritor William Stewart escribió sobre esa posibilidad
[90]
. Decía que el famoso sombrero de Mary Ann Nichols podía ser el regalo de una partera. A Chapman tal vez la mató temiendo que supiera quién era la asesina, y supuso que guardaría en la bolsa que Annie llevaba oculta entre sus ropas alguna prueba inculpatoria. Tras matarla, vació el contenido de la bolsa y luego distribuyó sus pertenencias por el suelo para desviar la atención de la policía. Además, tal vez robó los anillos de latón que Chapman había lucido en sus dedos.

—Según esa idea, Kelly estaba embarazada y deseaba abortar —dijo Guazo tomando el relevo en el relato—. Por eso se encontraron luego sus ropas dobladas cuidadosamente en la habitación. La asesina se llevó puesto después su chal, y eso confundió a Caroline Maxwell. La asesina mataba a las mujeres en un lugar privado y luego las dejaba en la calle.

—¿Creéis posible esa teoría? —preguntó Diego.

—No lo sé —respondió Sergio—. En el caso de Kelly, también pudo haber sido asesinada por una amante femenina, puesto que tenía tendencias lesbianas. Pero también hay una solución intermedia, y eso sí tiene que ver con Sherlock Holmes. —Sergio hizo un alto, como si estuviera valorando en silencio aquella posibilidad antes de compartirla con los demás—. Arthur Conan Doyle perteneció a un curioso club, el Club de los Crímenes. El club estaba integrado por profesionales liberales que trataban de resolver los delitos más diversos. Pues bien, en 1892, Conan Doyle visitó el Black Museum
[91]
, prestando especial atención a una fotografía del escenario del crimen de Mary Kelly, y también a alguna de las cartas que se supone que Jack envió a la policía. Más tarde, examinó el escenario de los crímenes, y llegó a la conclusión de que Jack se disfrazaba de mujer para huir de aquellos callejones y patios sin que nadie sospechara de él. Incluso el hijo de Doyle, Adrián, se lo confesó por carta a Tom Cullen, uno de los mejores especialistas en los crímenes de Jack
[92]
.

¿Realmente podía ser Raisa la asesina? ¿O tal vez se disfrazaría de mujer el criminal que Diego Bedia perseguía? ¿O era quizá otra mujer de la que ninguno había sospechado hasta entonces la verdadera culpable?

Diego estaba realmente desesperado. A pesar de lo que Gustavo Estrada pudiera creer, deseaba que realmente hubieran encontrado al auténtico asesino. No le importaba que su crédito como inspector se viera deteriorado después de que Estrada hubiera capturado al criminal en apenas veinticuatro horas mientras él llevaba semanas dando palos de ciego. Lo que realmente le quitaba el sueño a Diego era que la teoría del músico ruso fuera errónea, y que cuando quisieran reaccionar fuera demasiado tarde y se hubiera cometido un nuevo crimen.

La cafetería en la que estaban sentados era un local céntrico, muy próximo al piso en el que Guazo vivía, y alejado del maldito barrio que tantos quebraderos de cabeza estaba provocando al inspector.

Aquellos encuentros con Sergio se habían convertido casi en una necesidad para Diego. Creía haber encontrado a un amigo en el escritor, además de una buena fuente de información sobre aquel asunto. Los tres aguardaban a Marcos, que había comprometido su presencia en aquella tertulia vespertina.

A través de la cristalera de la cafetería se veían volar las hojas de los árboles. El otoño se anunciaba con ráfagas de viento que arrancaban a jirones el poco calor que aquel extraño verano había dejado. Abriéndose paso entre aquellos golpes de viento, hizo su aparición Marcos Olmos unos minutos más tarde. Su imponente figura destacó entre los clientes que estaban apostados en la barra del local.

Marcos se sentó a la mesa y pidió un café con leche. Los demás no tardaron en ponerle al corriente de los derroteros por los que había circulado la conversación hasta ese momento. Al cabo de un rato, Diego rompió el silencio.

—¿De veras creéis que las notas que recibió Sergio tienen que ver con Sherlock Holmes?

—Sin la menor duda —respondió Marcos de inmediato—. ¿A qué viene eso ahora?

—A que no sé ya qué pensar —contestó Diego—. Estrada está convencido de tener al culpable, y a lo mejor está en lo cierto.

Después de todo, cumpliría en buena medida aquella teoría sobre que el asesino debía vivir en la zona donde actúa, o sea, la tesis del círculo y todo aquello.

—Eso es cierto —intervino Guazo—. Y parece reforzar esa idea el hecho de que ese hombre es diestro en el manejo del cuchillo, pero ¿dónde cometió los asesinatos? No parece que la policía haya encontrado nada en el piso donde vive que lo demuestre, ¿no es así? Al menos la prensa no lo ha recogido.

—De momento, no. Los cuchillos encontrados no tienen restos de la sangre de las víctimas —reconoció Diego—. Simplemente, los emplea para tallar las figuras de madera que luego vende.

—Las notas que me han enviado nos conducen claramente a Sherlock Holmes —aseguró Sergio—. Ese ruso no me conoce de nada, de modo que cómo se las iba a arreglar para que me entregaran una carta en Baker Street anunciándome el primer crimen. ¿Y qué me dices del mensaje cifrado siguiendo la pauta de «El Gloria Scott»?

—El autor de las cartas conoce a mi hermano y sabe bien cómo comenzaban las aventuras de Holmes —añadió Marcos—. Era frecuente que los casos empezaran o incluyeran mensajes cifrados o cartas enigmáticas. No solo sucede en «El Gloria Scott» o en «El ritual Musgrave» —recordó el mayor de los hermanos Olmos, dando una muestra de su portentosa memoria—. Por ejemplo, en «Los hacendados de Reigate» se produce un asesinato y se descubre que el muerto sujetaba entre sus dedos índice y pulgar un trozo de papel con un texto aparentemente indescifrable
[93]
. Se trataba de la esquina de una hoja de papel. El resto de la hoja donde estaba escrito el mensaje había desaparecido. Pero esa minúscula pista fue suficiente para que Holmes descubriera lo que había ocurrido.

—Y, en
El valle del terror
—apuntó Sergio—, Porlock, un agente que Holmes tiene infiltrado en la organización de Moriarty, le envía un mensaje en clave empleando un código. Sherlock, tras una brillante deducción, acertó al pensar que los números y las letras que aparecían en el mensaje conducían a las páginas del
Almanaque Whitaker
, y así descifró la información.

—Eso por no hablar de la clara alusión a «Las cinco semillas de naranja» y a «La aventura del Círculo Rojo» que contienen las cartas que Sergio ha recibido —apuntó Guazo.

—Y no son los únicos misterios a los que Sherlock se enfrentó en los que había un código secreto que conducía a la verdad. —Marcos estaba en su salsa—. No olvidéis «La aventura de los monigotes»
[94]
. —Marcos dedujo por la expresión de incredulidad de Diego que el inspector no tenía ni idea de lo que le estaba hablando—. La clave en esa historia era un dibujo con una serie de monigotes que parecía que bailaban. Cualquiera hubiera pensado que se trataba del dibujo de un niño, pero las cartas con los dibujos de los monigotes se fueron sucediendo durante toda la aventura, hasta que Holmes comprendió que los dibujos ocultaban un mensaje. El monigote más repetido, dedujo, representaba a la letra E, la más corriente en el alfabeto inglés. Luego, con mayor dificultad, fue identificando las letras que simbolizaban los demás dibujos.

—A pesar de que Holmes suele burlarse de Auguste Dupin, está claro que Arthur Conan Doyle debe a Edgar Allan Poe mucho más de lo que quiere admitir —reflexionó Sergio.

—¿Auguste Dupin? —preguntó Diego.

—Tiene usted que leer más novelas de misterio —bromeó Guazo—. Dupin fue un detective que protagonizó algunas de las historias escritas por Edgar Allan Poe.

—Por ejemplo, la historia de los monigotes está en deuda con «El escarabajo de oro» —comentó Marcos Olmos.

Diego miró a los tres hombres con atención. Uno era un médico viudo con una precaria salud; otro, un funcionario solterón y casi cincuentón, y el tercero, un escritor de éxito. El paso de los años había ajado sus caras, se había llevado parte de sus cabellos y les había dejado el legado de unas arrugas indelebles. Pero un rincón de sus mentes seguía siendo tan ingenuo como en su adolescencia. Aquellas aventuras de Sherlock Holmes formaban parte de su vida de un modo tan extraordinario que a Diego le pareció que aquel trío había escapado de alguna de aquellas páginas que Arthur Conan Doyle escribió. La duda que tenía el inspector era saber hasta qué punto él y aquellos tres hombres no estaban siendo monigotes en manos de un asesino implacable y calculador.

Tomás Bullón necesitaba un milagro. O, más bien, otro milagro. Ahora bien, ¿cuántos milagros puede el destino llegar a poner en el camino de una persona a lo largo de su vida? Bullón temía que haber encontrado el filón periodístico que suponían aquellos crímenes hubiera completado su personal cupo de milagros. Lo más probable, dedujo, era que a lo largo de su vida cada persona tenga derecho a un milagro, o tal vez a dos, salvo que se sea un perfecto sinvergüenza, como le sucedía a él.

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