Jorge Peñas, el presidente de la asociación de vecinos del barrio, no pudo seguir leyendo. Levantó los ojos del periódico y miró a su esposa mientras ella hacía el desayuno a los niños. Él tenía planeado llevarlos al colegio aprovechando que aquel jueves su turno en la fábrica comenzaba a las dos de la tarde. Peñas disfrutaba los días en los que podía llevar a los niños a clase. Era un paseo de poco más de trescientos metros, pero para él significaba mucho.
No se dio cuenta de que le temblaba el pulso hasta que cogió la taza del café e intentó dar un sorbo. Se lo había advertido su esposa:
—Se te va a quedar frío.
Le había pedido que dejara el periódico para más tarde, pero se había sentido tan fascinado por la historia que contaba aquel periodista que no hizo caso de la recomendación de su mujer.
Siempre había creído que Jack el Destripador asesinó a prostitutas, pero ahora resultaba que no todas aquellas mujeres ejercían esa profesión habitualmente. Ahí estaba el caso de Catherine Eddowes, se dijo Peñas, que vendía baratijas e incluso era jornalera en el campo en ocasiones.
Sin poder evitarlo, pensó en las dos mujeres que habían sido asesinadas en su barrio. La primera, según parecía, no era prostituta; la segunda, en cambio, sí. ¿Qué tenían en común? ¿Simplemente ser inmigrantes? ¿O el motivo era ser mujeres? ¿Quién podía saber qué lógica guiaba la mano que empuñaba el cuchillo que las degolló?
En el mismo instante en el que Jorge Peñas y Jaime Morante leían el artículo firmado por Tomás Bullón, el comisario Gonzalo Barredo mantenía la reunión más tensa que se recordaba en la historia de la comisaría. Diego Bedia y Tomás Herrera recibieron en silencio la monumental catilinaria que les dedicó su superior. Ambos sabían que Barredo tenía motivos para ello, pero les resultaba insoportable ver la sonrisa de suficiencia en el rostro de Estrada, quien, además, tenía guardada una bala en la recámara.
El comisario gritó su disgusto porque se habían desobedecido sus órdenes y exigió que se averiguara quién estaba filtrando la información a la prensa. Cuando Barredo terminó su regañina, nadie se atrevió siquiera a respirar. Fue un silencio denso y tan insoportable que, cuando Estrada decidió romperlo, incluso Diego lo agradeció.
—Creo que ya sé por qué el ruso se ha declarado culpable —anunció.
25 de septiembre de 2009
A
primera hora de la mañana, Raisa Vorobiov fue detenida en el piso en el que vivía la familia. La mujer gritó desesperada al ver el llanto en los ojos de sus hijos y ofreció toda la resistencia que pudo, que se resumió en una patada en la entrepierna a Higinio Palacios y un soberbio gancho de derecha que se estrelló en el ojo izquierdo del inspector Estrada. Finalmente, dos agentes la redujeron y se la llevaron. A los niños los metieron en otro coche patrulla.
La zona más sensible del cuerpo del inspector Palacios conoció los momentos más dolorosos de su vida, pero lentamente el tormento fue amainando. Si quedó alguna huella del puntapié, solo él lo supo. En cambio, el tremendo moratón que lucía en su ojo izquierdo el inspector Estrada iba a provocar más de una burla en la comisaría, y eso a pesar de haberse convertido en el héroe que, por fin, había arrestado a la asesina que buscaban.
Las indagaciones de los últimos días habían puesto a Estrada tras una pista inesperada. Había sido tan minucioso que volvió a interrogar a todas las personas a las que se había investigado desde el primer día. Hizo que Gregorio Salcedo, el vecino que encontró el cadáver de Daniela Obando, repitiera punto por punto su declaración. Después, exigió un nuevo esfuerzo a la anciana Socorro Sisniega para que recordara el momento en el que descubrió en el patio trasero de la manzana de viviendas en la que vivía el cuerpo sin vida de Yumilca Acosta. Más tarde, interrogó a los vecinos, a los taxistas que estaban de servicio aquellas noches, revisó de nuevo las cámaras de seguridad de las oficinas bancarias y también interrogó a los operarios de la limpieza que madrugaban para comenzar su actividad. Y precisamente dos de esos hombres hicieron un comentario que resultó trascendental.
Uno de aquellos operarios ya había sido interrogado en su momento, y declaró entonces lo mismo que le dijo a Estrada. No había visto a ningún hombre rondando las calles donde aparecieron los cadáveres. Sí, reconoció, algún vehículo había pasado mientras iba de camino a su trabajo. Pero no había visto a ningún hombre, tan solo se había cruzado con una mujer la noche del primer crimen.
—Era una noche de tormenta —recordó—. Llovía a cántaros. Me suelo cruzar con esa mujer con frecuencia los fines de semana —añadió.
En la noche en que fue asesinada Yumilca, otro operario de la limpieza había visto a una mujer alta y rubia, arrebujada bajo un chaquetón negro, caminando apresuradamente por la acera de una calle colindante al lugar del crimen. Pero, como todo el mundo buscaba a un hombre, no le dio importancia alguna a aquella mujer.
Raisa Vorobiov limpiaba los fines de semana los salones de una sala de bingo que existía en el barrio, a unos quinientos metros de donde vivía. Su trabajo la obligaba a madrugar para que, por la mañana, todo estuviera impecable. La parroquia del local era abundante en las noches del viernes, del sábado y del domingo. Raisa limpiaba durante la madrugada del sábado, del domingo y del lunes.
Estrada miró el calendario. Comprobó que el crimen de Daniela tuvo lugar en la madrugada del lunes; el de Yumilca, cuando estaba a punto de amanecer el sábado. La descripción que los dos operarios le dieron lo condujo directamente hasta Raisa. Y entonces supo la razón por la cual Serguei Vorobiov se había declarado culpable: sabía que la verdadera asesina era su esposa. Indagaciones posteriores le convencieron de que estaba en lo cierto. Raisa había discutido en ocasiones con Daniela Obando, con quien compartían piso, y se mostraba especialmente belicosa con las prostitutas del barrio.
Cuando le apretaron las clavijas a Serguei diciéndole que su esposa había sido detenida y que los niños iban a necesitar un padre para no terminar en manos de las instituciones públicas, el músico se vino abajo. Entre lágrimas, declaró que él no había hecho nada, y que no sabía si su esposa tenía algo que ver con aquellas muertes, pero temía que así fuera.
—¿Por qué temía usted tal cosa? —preguntó Higinio Palacios.
Los labios de Serguei temblaban. No sabía si debía contar aquella historia o no, pero pensó en sus hijos. Sus hijos lo eran todo para él. De manera que acabó por contar la vieja historia de la joven Raisa disparando a las dos prostitutas con las que su padre engañaba a su madre.
—Ella odia a las prostitutas —gritó—. ¿Lo entienden? Por eso pensé que tal vez ella… —Rompió a llorar.
De modo que una Raisa de diecisiete años —no alcanzó la mayoría de edad hasta unas horas más tarde —había matado a dos prostitutas en Moscú con la pistola de su padre, un pez gordo del Partido Comunista. El cerebro de Estrada procesó los datos. Aquella mujer odiaba a las mujeres que se dedicaban a la prostitución, y ahora sabía el motivo. Aun así, en todos los interrogatorios Raisa negó las acusaciones que se vertían contra ella.
El inspector Estrada convenció al comisario Barredo de que todo estaba controlado. El misterio se había aclarado y era cuestión de tiempo que la rusa cantara, además de tocar el violín. Estrada rio su propia ocurrencia.
Sergio había pasado toda la noche estudiando el doble crimen de Jack el Destripador la noche del 30 de septiembre de 1888. Los hechos planteaban tal cúmulo de preguntas que en los viejos tiempos del Círculo Sherlock se habían establecido acalorados debates entre sus miembros a propósito de los diferentes agujeros negros que el relato oficial mostraba.
Si sus cálculos eran correctos, Sergio temía que dos días más tarde algo parecido pudiera ocurrir en el barrio norte, y se había propuesto evitarlo, si era posible.
Repasó una vez más las últimas horas de la vida de Elisabeth Stride.
Entre las diez y las once horas del día 29 de septiembre, Liz estuvo en la cocina de su pensión charlando con una amiga, Catherine Lane. Antes de marcharse, dejó en custodia a Lane un trozo de terciopelo verde. Después, salió a la calle. El guardia de la pensión, Thomas Bates, declaró posteriormente que la sueca parecía contenta.
Como era costumbre entre aquellas pobres mujeres, Liz llevaba puesta aquella noche toda la ropa que poseía: dos enaguas, una camiseta blanca, medias de algodón blancas, un corpiño negro, una falda y una chaqueta del mismo color, y un pañuelo de colores anudado al cuello.
A las doce menos cuarto, William Marshall, un obrero que vivía en Dorset Street, la vio besarse con un hombre cuya cara no pudo ver porque se encontraba de espaldas. El tipo vestía un abrigo corto de color negro, sus pantalones eran oscuros y lucía una gorra de marinero. Según declaró posteriormente Marshall, el desconocido, que estaba afeitado, le dijo a Liz: «Dirás cualquier cosa menos tus oraciones». Liz rio la ocurrencia de su acompañante.
A las doce treinta y cinco de la noche, Liz aún estaba viva. Así lo confirmó el agente número 452 de la División H, William Smith, que solía pasear en su ronda por Dorset Street. El agente se mostró muy seguro de que la mujer que había visto en compañía de un hombre a esa hora era Liz Stride. Cuando le mostraron el cadáver, no tuvo la menor duda. Aseguró que el desconocido que acompañaba a la sueca tenía alrededor de veintiocho años, vestía un abrigo negro, pantalones oscuros y gorra de cazador. Su altura rondaba el metro setenta y tres, añadió el agente. Le pareció un hombre respetable y advirtió que llevaba un paquete de unos cuarenta centímetros por veinte de ancho envuelto en papel de periódico.
A la mañana siguiente el sargento detective White obtuvo un dato que luego resultó desconcertante y sirvió para aliñar una de las leyendas que han circulado alrededor de los crímenes de Jack. El sargento interrogó a Matthew Packer, dueño de un puesto de fruta y verdura en el número 44 de la Berner Street. Packer afirmó que la noche anterior había visto a Liz Stride en compañía de un hombre robusto, de mediana edad, vestido con un sombrero de ala ancha y ropa oscura. El sujeto medía alrededor de un metro setenta y entró en su tienda alrededor de las doce menos cuarto, la misma hora en la que William Marshall afirmó haber visto a Liz besarse con un hombre.
De creer el relato de Packer, el acompañante de la sueca preguntó por el precio de las uvas, a lo que el comerciante respondió que las negras costaban seis peniques, mientras que las verdes solo valían cuatro. El desconocido, según la declaración de Packer publicada en Evening News el 4 de octubre, compró media libra de uvas negras. A Packer le pareció un oficinista, y aseguró que su voz era ronca.
Si Packer no mintió, Liz y su acompañante permanecieron alrededor de media hora junto al escaparate de la tienda de frutas, hasta que finalmente se encaminaron hacia el patio donde estaba el club de los obreros socialistas. Según calculó Packer, serían las doce y cuarto cuando los perdió de vista.
De admitir la declaración de Packer, veinte minutos después sería cuando el agente Smith la vio con un hombre que llevaba una gorra de cazador y un misterioso paquete envuelto en papel de periódico. La gorra de cazador no coincidía con el sombrero de ala ancha del que habló Packer. Sin embargo, el supuesto racimo de uvas que tal vez Jack compró a Packer se convirtió en una leyenda.
Según algunos investigadores, un racimo de uvas apareció junto al cadáver de Liz. The Times publicó que el racimo estaba en la mano derecha de la mujer, pero algunos investigadores, como Patricia Cornwell, aseguran que lo que tenía en su mano era un ramillete de culantrillos. Por su parte, la señora Rosenfield, que vivía en el número 14 de Berner Street, afirmó, según el escritor Tom Cullen, haber visto a la mañana siguiente un racimo de uvas tirado en el suelo en el mismo lugar donde fue encontrada Elisabeth Stride; un hecho que corroboró su hermana, Eva Harstein.
Sergio leía los datos que tenía sobre la muerte de Elisabeth Stride fascinado y sobrecogido a la vez. Conocía la historia de memoria, pero cuanto más la repasaba, más lagunas advertía en el relato. ¿Cómo era posible que a las doce treinta y cinco el agente William Smith la viera con vida, más allá del romántico detalle del racimo de uvas, y que veinticinco minutos después apareciera degollada sin que nadie viera al asesino?
Además, había otras declaraciones que ajustaban aún más los tiempos en los que todo ocurrió:
A la una menos cuarto, Israel Schwartz tuvo un encuentro que le heló la sangre. Al día siguiente narró en la comisaría de Leman Street lo que había visto aquella noche. Afirmó que vio a Liz Stride desde la esquina de Commercial Road con Berner Street. Estaba con un hombre a la entrada del patio donde se encuentra el club obrero. El hombre la empujó para que entrara en el oscuro patio, pero ella se resistió. Cuando Israel estaba a punto de intervenir, advirtió que había otro hombre en la acera de enfrente. El segundo hombre encendió una pipa y miró en dirección a Israel desde la oscuridad. El que golpeaba a Liz llamó al de la pipa.
—Lipski —dijo.
Israel vio que el hombre de la pipa se dirigía hacia él y se alejó de allí, pero su perseguidor lo siguió durante un trecho. En la comisaría, Israel aseguró que aquel hombre era fuerte, ancho de hombros, medía alrededor de un metro sesenta y cinco centímetros, tenía bigote, pelo castaño, y vestía abrigo negro y sombrero.
De manera que Liz aún estaba viva a la una menos cuarto, pensó Sergio.
Los interrogatorios que la policía realizó al día siguiente ajustaron aún más la franja horaria en que se cometió el crimen. Un impresor socialista llamado William West, vecino del número 40 de Berner Street, afirmó haber permanecido en la reunión del club hasta las doce y media. En ese momento, dijo, en el patio no había nadie. A la una menos cuarto pasó por allí Morris Eagle, también miembro del club, y no vio nada extraño. Y lo mismo dijo Joseph Lave.
Pero cuando el reloj de la iglesia de Santa María de Whitechapel anunció la una de la madrugada, Liz Stride estaba muerta. Lo sabemos porque justo en ese momento su cadáver espantó al poni que tiraba del carro donde Louis Diemschutz llevaba sus mercancías.
Louis regresaba a su casa después de que aquella noche fría, oscura y lluviosa se hubiera saldado para él de la peor manera posible. Había colocado su tenderete lleno de bisutería junto al Cristal Palace a la espera de que, tras el espectáculo, los espectadores compraran algo. Pero la lluvia los espantó.
Por esa razón, Louis decidió recoger su tenderete y regresar a casa. El club solía estar abierto los sábados hasta bien entrada la noche. El programa consistía en una conferencia y su posterior debate —aquella noche versó sobre los motivos por los cuales los judíos debían ser socialistas—, y a continuación había espectáculos musicales.
El club estaba situado en uno de los costados del patio de Berner Street. Al otro lado se dibujaba una fila de casitas en las que vivían sastres y cigarreros, los cuales declararon no haber escuchado nada extraño aquella noche. Pero tal vez fueron las canciones que sonaban en el club lo que impidió que oyeran los gritos de Liz Stride.
Posiblemente, el traqueteo del carrito hizo que Jack tuviera que interrumpir su tarea. O al menos eso piensa la mayoría de los investigadores. Louis, al ver el cuerpo, entró en el club y pidió ayuda. Después se avisó a la policía. Se impidió salir a nadie del club hasta las cinco de la madrugada. Todos los presentes fueron interrogados y se examinaron sus ropas y manos en busca de restos de sangre, pero no se encontró nada sospechoso. El asesino había huido, increíblemente, sin ser visto por nadie. O tal vez sí, porque Cornwell menciona en su investigación que una mujer que vivía en el número 36 de Berner Street declaró haber visto a un hombre joven caminando a paso ligero en dirección a Commercial Road. Afirmó que, gracias a la luz que salía de las ventanas del club obrero, advirtió que el desconocido llevaba una cartera Gladstone, frecuentemente usada en la época por los médicos.
Sea como fuere, Jack huyó. Tras él quedaba el cuerpo sin vida de Liz: desangrada, con la tráquea seccionada, el sombrero de crepé negro abandonado y desorientado, con un racimo de uvas (o un ramillete de culantrillos) en la mano derecha, un paquetito de caramelos en la mano izquierda, el abrigo y el vestido desabrochados, y en los bolsillos restos de su humilde vida (dos pañuelos, un dedal de latón y una madeja de hilo negro).