Las violetas del Círculo Sherlock (61 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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Baldomero corrió hacia ella tratando de escapar de los proyectiles de agua que caían del cielo. Cuando llegó hasta Cristina, buscó amparo bajo el paraguas. Los dos se sintieron demasiado cerca uno del otro. Cristina sonrió nerviosa, mientras que Baldomero hizo un comentario sobre el mal tiempo visiblemente azorado.

—¿Tienes tiempo para un café? —preguntó el joven cura.

Ella dijo que sí.

En la puerta de la cafetería estuvieron a punto de chocar con Jorge Peñas. Los tres se conocían, y Baldomero simpatizaba con el dirigente vecinal. Sabía que era un buen hombre a quien todo aquel asunto de los asesinatos le estaba poniendo en una difícil situación en el barrio. Peñas siempre había estado a favor de la integración de los inmigrantes y era un fiel colaborador de Baldomero en su proyecto de la Casa del Pan.

Peñas ni siquiera reparó en la pareja. Baldomero y Cristina lo vieron alejarse corriendo bajo los balcones, tratando de encontrar burladero ante la lluvia.

La barra de la cafetería estaba repleta de clientes. Cristina señaló una mesa vacía sobre la cual alguien había abandonado un periódico. La pareja se sentó y descubrió que el anterior lector de aquel diario había dejado abiertas las páginas mostrando el artículo que Tomás Bullón había firmado aquel día.

El doctor Gordon Brown fue el responsable de la autopsia que se practicó a Catherine Eddowes en el City Mortuary en la tarde de aquel día 30 de septiembre. Las heridas que presentaba su cuerpo habían impresionado a los médicos cuando la examinaron en la fría y oscura plaza Mitre. Un corte de diecisiete centímetros en su garganta había sido, sin duda, la causa de la muerte de Catherine. El arma se había llevado por delante tejido muscular, había roto la laringe y seccionado las estructuras profundas hasta llegar al hueso. El corte arrancaba unos tres centímetros por debajo de la oreja izquierda, cuyo lóbulo seccionó, y avanzaba impasible ante la vida que segaba a su paso hasta llegar a un punto situado siete centímetros por debajo del lóbulo de la oreja derecha.

La arteria carótida había sido dañada, y también la vena yugular interna había resultado desagarrada como consecuencia de la acción criminal producida por un cuchillo extremadamente afilado y puntiagudo; la misma arma se había empleado en las brutales agresiones posteriores que sufrió Catherine…

—¡Dios mío! —murmuró Cristina, al tiempo que apartaba de su vista el periódico.

El padre Baldomero, en cambio, siguió leyendo. Una extraña fascinación parecía haberse apoderado de sus ojos. A medida que avanzaba en su lectura, la expresión de su rostro varió, hasta el extremo de que Cristina no lo reconoció. ¿Era ira o miedo, lo que se dibujaba en la cara de su amigo?

La hemorragia producida por aquel corte fue mortal. Catherine debió de fallecer de inmediato, pero su cuerpo iba a ser profanado hasta extremos que hasta aquel momento Jack no había alcanzado.

El Destripador mutiló salvajemente el rostro de su víctima. El párpado inferior derecho presentaba un corte de más de medio centímetro, mientras que el párpado superior ofrecía un tétrico aspecto como consecuencia de otro corte.

Jack parecía odiar el rostro de Catherine. Su cuchillo atravesó el puente de la nariz de la prostituta, alcanzó el hueso y prosiguió desgarrando la carne hasta llegar a la mejilla derecha. A su paso, el rostro de Catherine se abrió ofreciendo un aspecto inédito.

De un tajo profundo y oblicuo, Jack cercenó casi por completo la punta de la nariz. Después, acuchilló el labio superior de su víctima hasta besar con el filo de su arma la encía superior de los incisivos. Un trocito de la aleta de la nariz salió despedido como consecuencia de los ataques de Jack, quien, no contento aún con la obra realizada, se entretuvo en rasgar las mejillas.

Pero Jack aún no había firmado su obra.

Hundió su cuchillo en el abdomen de Catherine. Un terrible corte recorría el cuerpo de la mujer desde el pubis hasta los huesos del pecho. Como consecuencia de aquella acción, el hígado resultó rasgado. Varios cortes más tuvieron el espantoso resultado de destripar a Catherine. Las puñaladas se sucedieron: en el bajo vientre, en la ingle izquierda, en el muslo…

La mujer estaba muerta, de modo que la sangre no debió de manchar demasiado a Jack, que pareció divertirse durante unos segundos mientras sacaba los intestinos de Catherine y los desenrollaba. A continuación, colocó los intestinos en el hombro derecho de la mujer. Luego, cortó parte del colon. Según algunos autores, colocó sesenta centímetros de ese órgano entre el brazo derecho y el tronco; el Daily Telegraph, en cambio, señaló que ese segmento del colon fue enrollado e introducido en la herida del lado derecho del cuello. Brown propuso que, tal vez, la disposición de los intestinos sobre el hombro de la víctima, igual que en el caso de Annie Chapman, pudiera responder a algún tipo de ritual masónico. Algunos investigadores, no obstante, creen que el criminal actuó de ese modo simplemente para ver mejor en el interior del cuerpo de su víctima.

Lo cierto es que, tras herir nuevamente el hígado y el páncreas y desprender el bazo, Jack se tomó la molestia de extirpar el riñón izquierdo de Catherine. En su informe, el doctor Brown se asombró de la destreza del Destripador y señaló que parecía como si el autor de aquella barbaridad conociese la posición exacta del riñón antes de proceder a realizar los cortes. De este modo, la hipótesis de que Jack fuera alguien con conocimientos anatómicos volvía al primer plano de la actualidad.

Autores como Sam Flynn se unen a la idea de Patricia Cornwell de negar que Jack tuviera conocimientos médicos. En su opinión, los cortes que la víctima presentaba en el rostro (más de nueve) habían sido realizados al azar y eran el resultado de la acción desenfrenada de un loco. Jack acuchilló los ojos de Catherine en un intento desesperado de cerrárselos. Sin embargo, otros autores creen advertir algún mensaje intencionado en los dos cortes en forma de «V» invertida, apuntando hacia los ojos, que presentaban las mejillas.

El asesino rasgó la membrana que recubre el útero y seccionó la matriz. Pero la vagina estaba intacta. Flynn, por su parte, minimiza la supuesta destreza quirúrgica de Jack y sostiene que la extracción del riñón izquierdo y del útero no fue tan precisa como se ha dicho. Si Jack hubiera sido tan virtuoso, asegura Flynn, no hubiera precisado tantos cortes para extraer un par de órganos.

Durante la autopsia estuvieron presentes los doctores George Phillips y William Sedgwick Saunders, los cuales tampoco eran favorables a la idea de que Jack fuera un ilustrado con conocimientos quirúrgicos.

El doctor Brown, por su parte, concluyó que las heridas habían sido producidas por un cuchillo puntiagudo, pues de otro modo sería difícil ejecutar los cortes que se advertían en el rostro de Catherine, pero el filo del arma no debía ser inferior a los quince centímetros, pues al menos se precisaba esa medida en el arma para acometer los destrozos producidos en la zona abdominal.

El corte de la garganta fue tan profundo y brutal que la víctima no pudo gritar, y mucho menos pelear por defender su vida. Jack realizó el resto de su macabra obra cuando el cuerpo sin vida de Catherine estaba en el suelo. Y, a pesar de la escasa luz que había en la plaza, demostró gran pericia en su trabajo, además de una enorme sangre fría. La plaza tenía tres accesos diferentes, de manera que podía ser sorprendido en cualquier instante, y aun así empleó no menos de cinco minutos en hacer los cortes del rostro, según los cálculos que el doctor Brown ofreció en su informe…

—¿Crees que alguien puede ser capaz de hacer algo así aquí? —dijo Cristina con un hilo de voz mientras miraba a los ojos a Baldomero.

El joven párroco la miró de un modo extraño. Resultaba evidente que la lectura del artículo le había causado una fuerte impresión. Baldomero cerró los ojos y suspiró antes de responder.

—¡Dios quiera que no, Cristina! —exclamó mientras colocaba entre sus manos la mano derecha de la muchacha—. ¡Dios quiera que no!

Testigo silencioso de los deseos del párroco fueron las últimas frases con las que Bullón había decidido concluir su sensacionalista y alarmante artículo. Se trataba de la lista de las pertenencias que Catherine Eddowes llevaba encima en el momento de su muerte, según
The Times
:

Llevaba un abrigo negro con cuello de imitación de piel y tres grandes botones de metal. Su vestido era de un verde oscuro, con margaritas y lirios dorados. También llevaba una blusa blanca, una falda de estameña y unas enaguas de alpaca verde, camisa blanca y medias de color marrón remendadas en los talones con hilo blanco. Un gorrito de paja negra, adornado con cuentas del mismo color y unas cintitas de terciopelo verde y negro.

Calzaba un par de botas de hombre, y lucía también un delantal blanco y viejo, aparte de un trozo de bufanda alrededor del cuello. También se halló en su poder un trozo de cuerda, un pañuelo barato blanco con el reborde rojo, una cajita de cerillas con algodón, un monedero de tela blanca que contenía una navajita con mango de hueso blanco, muy romo, dos pipas cortas de barro, un paquete de cigarrillos… y, en un bolsillo, cinco pastillas de jabón, una cajita de hojalata con té y azúcar, los restos de unos prismáticos, un pañuelo triangular y, en otro bolso muy grande, se le encontró un peine, un mitón colorado y un ovillo de hilo…

Pero un demonio se había llevado lo más precioso de Catherine Eddowes: su vida.

10

26 de septiembre de 2009

A
Víctor Trejo la ciudad de sus antiguos compañeros de universidad le parecía triste, melancólica y decadente. La parte más antigua se diría que había sido pintada con colores decimonónicos. Trejo no se la podía imaginar sin aquella envoltura de lluvia fina o una niebla algodonosa que nacía en el río. A él, que tanto amaba los relatos de Charles Dickens o de Robert Louis Stevenson, algunos rincones de aquella ciudad le parecían escenarios salidos de las páginas de aquellos escritores a quienes veneraba.

Eran casi las dos de la tarde. Víctor sacó de un bolsillo de la americana de su impecable traje gris un papel doblado. Lo abrió y leyó una vez más el nombre y la dirección del restaurante en el que se había citado con Sergio Olmos. La lluvia arreciaba.

Víctor Trejo aún necesitó cinco minutos más para llegar a su destino. El restaurante resultó ser un local acogedor, con vidrieras, maderas nobles, suelos de gres de gran calidad, cubertería excelente y un menú, según pudo comprobar minutos más tarde, de exquisita calidad.

Sentado ante una mesa situada al fondo del restaurante, Víctor descubrió a su viejo amigo. Sergio alzó la mano derecha y lo saludó efusivamente. Al verlo, Trejo no pudo evitar buscar en aquel hombre alto, con entradas, pero cuyo cabello era ligeramente largo, al joven de extraordinaria memoria que conoció en la universidad. Hasta que le presentaron a Marcos Olmos, Trejo jamás había hablado con nadie que supiera más sobre Sherlock Holmes que aquel hombre. Aunque el paso del tiempo se había cobrado sus deudas. Sergio seguía siendo alto, pero en su cara había arrugas que Víctor no conocía, y en sus ojos verdes le pareció advertir una honda preocupación. Instantes después, los dos amigos se fundieron en un abrazo.

Sergio había llegado al restaurante diez minutos antes de la hora convenida. Hacía un par de años que no veía a Trejo. La última imagen suya que tenía era la de un hombre despechado que miraba con una mezcla de ironía y desprecio a Enrique Sigler y a Clara Estévez en la fiesta en la que ella recibió el Premio Otoño de Novela. Sergio había mirado cientos de veces aquella fotografía del periódico que había colocado en el tablón de corcho de su refugio de Sussex: la sonrisa encantadora de Clara, el brazo de Sigler alrededor de la cintura de ella, el vaso de whisky en la mano temblorosa de Bullón, los hombros caídos del hombre que aparecía de espaldas —cuya identidad había descubierto días atrás, cuando Guazo le dijo que había asistido a aquella fiesta —y la mirada maliciosa que Trejo dedicaba a la pareja que ocupaba el primer plano de la fotografía.

En ese momento, Sergio lo vio entrar en el restaurante. Vestía un elegante traje gris, y el cabello rubio y ondulado le recordó al muchacho que conoció en la universidad. Casi parecía el mismo joven que empleaba la fortuna familiar en pagar a un viejo sastre para que cortara y cosiera trajes decimonónicos para los miembros del Círculo Sherlock.

Sergio alzó su mano derecha y llamó a Víctor. Cuando lo tuvo a su alcance, se fundió con él en un abrazo.

Los siguientes diez minutos los consumieron riendo, eligiendo el menú y observándose de reojo. Los dos amigos habían cambiado, pero cualquier observador entrenado no tendría dificultad alguna en advertir que bajo el disfraz de cuarentones seguían ocultándose los dos jóvenes de mirada apasionada que se encontraron veinticinco años atrás. Ambos seguían manteniendo intacta aquella ingenuidad que los llevó a devorar las sesenta aventuras publicadas sobre Sherlock Holmes y a hacer de aquel personaje de ficción su mejor amigo.

—¿Aún crees que está enterrado en el cementerio Père-Lachaise? —preguntó Sergio mientras llenaba la copa de su amigo con un vino blanco que habían elegido para acompañar el pescado.

Víctor levantó la copa llena de vino, aspiró el aroma que exhalaba y cerró los ojos. Después, brindó con Sergio, se llevó la copa a los labios y cató el caldo, frío y seco, antes de responder.

—He estado en París, Sergio, y he visto la tumba. Es de mármol negro, con las letras S. H. grabadas sobre la lápida.

—Pero eso no prueba nada —replicó Sergio—. Su necrológica jamás fue publicada ni en
The Times
ni en ninguna parte.

—¿Y desde cuándo lo que los demás creen que es la realidad ha detenido nuestra imaginación? —Víctor sonrió. Después, su semblante se oscureció—. La policía me ha interrogado —comentó—. Parece ser que me han estado buscando en las últimas semanas, pero he estado de viaje y no me gusta que nadie sepa adónde voy y a qué me dedico.

—De modo que ya sabes lo que está ocurriendo —dijo Sergio.

—Me parece una locura —reconoció Trejo—. Pero no te quepa duda alguna de que esos rusos que tienen encerrados no tienen nada que ver con ese asunto. El asesino te ha retado a ti, Sergio. Te odia por alguna razón. Es alguien que te conoce bien, que domina las historias de Holmes, y que parece demostrar un excelente conocimiento sobre los crímenes de Jack.

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