Guazo lo miró con indiferencia. Y luego paseó la mirada por los rostros de los demás comensales.
—Digamos que soy el soldado de la piel descolorida
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, pero más fatigado aún —respondió, pintando una sonrisa amarga en su boca.
En ese momento se sirvieron los postres, y llegó el instante que todos esperaban. El doctor Heriberto Rojas hizo una seña solo perceptible para el hombre que debía ejecutar la orden. De pronto, comenzó a sonar una música solemne, las luces de la sala disminuyeron su intensidad y un invisible foco descargó un chorro de luz exclusivamente sobre la figura alta y desgarbada de Jaime Morante.
El profesor y candidato a la alcaldía se levantó de su asiento con estudiada parsimonia. Sus acostumbradas ojeras habían sido maquilladas hábilmente, y sus cada vez más escasos cabellos se habían peinado hacia atrás con brillantina. Su habitual mirada fría, que le concedía cierto aspecto de reptil, había sido sustituida de un modo inexplicable por una expresión cálida, falsamente acogedora. Y, finalmente, se escuchó su voz susurrante y untuosa.
—Todo lo que tengo que decir ya ha pasado por su pensamiento —dijo Morante en el comienzo de su discurso.
Los miembros de la mesa destinada al Círculo Sherlock se miraron entre sí. Todos conocían esa frase. No dejaba de ser significativo que el homenajeado hubiera elegido precisamente las palabras que James Moriarty dijo a Holmes en la aventura titulada «El problema final».
—Y todo lo que tengo que decir lo han visto ustedes en mis actos y, si Dios quiere, lo verán en mi trabajo diario al frente de la alcaldía de esta ciudad —añadió Morante, haciendo una estudiada pausa.
La sala prorrumpió en una cerradísima ovación. Se escucharon gritos desde las filas políticas de Morante exigiendo de inmediato la alcaldía para su líder.
El homenajeado alzó sus manos como si fuera un Mesías y solicitó silencio.
—El libro que mi estimado amigo el doctor Rojas ha coordinado —continuó, dedicando una mirada al médico extremeño, el cual asintió visiblemente emocionado— retrata perfectamente los cambios que mi pueblo ha conocido estos años, y también los míos propios. Sin embargo, el avance, el progreso, no se detiene. Aún podemos cambiar más, y yo quiero estar a la cabeza de ese cambio. Quiero ser el motor de ese cambio. Un cambio que, a pesar de todo, no puede olvidar el pasado. No quiero olvidar el pasado de esta ciudad, porque ese pasado es nuestra raíz, la misma que ahora parece desdibujarse. El aroma y el color de nuestra ciudad se confunden y se diluyen entre costumbres y colores de piel que no son los nuestros.
Un espeso silencio se adueñó del local. Morante estaba pulsando las teclas que hacían sonar la sinfonía de su ambiguo discurso político, sustentado únicamente por la llamada visceral a las costumbres y a un pasado local que jamás regresaría.
—Algunos me han acusado de racista —dijo Morante de un modo solemne—. Pero no lo soy. Solo soy un hijo de esta ciudad. Y un hijo ama a su madre por encima de todas las cosas. Y, como hijo, defiendo a mi madre y a su pasado sin que me tiemble el pulso.
Los aplausos estallaron de un modo tímido hasta convertirse en una atronadora ovación. El público se había puesto en pie, y los miembros del Círculo Sherlock, anonadados, se vieron en la obligación de imitar a los doscientos comensales. De modo que, levantados ante sus sillas, aplaudieron de un modo comedido. Pero la sangre de todos ellos se heló al escuchar las palabras finales del discurso de Morante.
—A quienes esperen verme un día en el banquillo de los acusados por defender a mi ciudad, les digo que nunca me verán. Si esperaban vencerme, yo les digo que nunca lo harán. Y, si cuentan con la suficiente inteligencia como para acarrearme la destrucción, estén seguros que yo no me quedaré atrás. —Morante paseó su mirada por la sala y dejó que sus palabras hicieran el efecto deseado.
Entonces estalló el griterío. Se escucharon propuestas de llevar directamente al candidato Morante a la casa consistorial aquella misma noche. No les parecía necesario celebrar elecciones, puesto que aquel hombre superaba ampliamente a sus adversarios políticos en garra, en inteligencia y especialmente en amor a aquella ciudad.
Nadie reparó en que Morante dedicó su última mirada durante el discurso a la mesa donde estaban acomodados los miembros del Círculo Sherlock. Solo ellos sabían que aquellas últimas palabras las había pronunciado James Moriarty anunciando a Holmes que lo mataría si intentaba detenerlo.
Eran las doce de la noche cuando Graciela se despertó sobresaltada y empapada en sudor. Había tenido un mal sueño. Un sueño en el que se veía a sí misma echando las cartas en un lugar que le resultaba vagamente familiar. Estaba rodeada de hombres y mujeres que comían en silencio. Los comensales parecían proceder de diferentes países, y ninguno le prestaba la menor atención. Todos sorbían la sopa que degustaban como si ella y sus cartas fueran invisibles.
Por su parte, los arcanos miraban indiferentes a Graciela anunciando la muerte de dos de aquellas personas. De pronto, Graciela reconoció el lugar en el que se encontraba durante el sueño: la Casa del Pan. La imagen del sueño se desvaneció y fue sustituida por otra en la que dos cuchillos cayeron sin piedad sobre el cuerpo de dos mujeres. Entonces, Graciela se despertó.
¿Qué podía hacer? ¿Qué debía hacer?
Pasaban diez minutos de la medianoche cuando Graciela salió a la calle. Llovía intensamente y hacía frío.
26 de septiembre de 2009
L
legáis tarde —dijo Sergio.
Hacía veinte minutos que se había superado la medianoche. Su hermano Marcos y José Guazo se refugiaban de la intensa lluvia bajo sendos paraguas negros. A pesar de todo, sus zapatos estaban empapados cuando llegaron a las puertas de la Casa del Pan.
—Lo siento —se disculpó Marcos—. La cena se alargó más de lo que esperábamos.
—¿Ya con Morante como alcalde? —preguntó Sergio con ironía—. ¿O al final ha tenido la decencia de esperar a que se celebren las elecciones?
—Deberías haberlo visto —respondió Guazo—. Tenía organizados a los suyos para que lo aclamaran. Me pareció vergonzoso. Parecía un cesar que ha olvidado que es mortal.
—Sí, pero incluso nosotros nos pusimos en pie y aplaudimos —se lamentó Marcos.
—¿Qué otra cosa podíamos hacer? —replicó Guazo.
—Por ejemplo, no haber ido a esa pantomima —repuso Sergio secamente.
Los tres amigos se quedaron callados. Tal vez Sergio tenía razón, pensaron Marcos y Guazo. Tal vez no deberían haberse prestado a formar parte de aquella burda representación. Después de todo, ninguno de los dos había querido involucrarse en el libro editado por la Cofradía de la Historia.
—Dejemos eso ahora —dijo Sergio, mirando al cielo oscuro. Una cortina de agua caía delante de sus narices—. Nos repartiremos como habíamos planeado, ¿de acuerdo?
Cuando estaban a punto de separarse, el trío entrevió bajo el chaparrón la figura de una mujer de baja estatura que se acercaba hasta el lugar que ellos ocupaban. La desconocida se detuvo al ver a los tres hombres. Parecía indecisa, o tal vez atemorizada.
Graciela se preguntaba si no estaría cometiendo una estupidez. ¿Qué hacía ella a esas horas caminando a solas bajo aquella lluvia por unas calles en las que reinaba un demonio que asesinaba a mujeres? Además, ¿qué podía hacer ella? Ni siquiera había visto la cara del asesino en sus sueños ni tampoco los arcanos le habían revelado su identidad. Sin embargo, dos mujeres estaban a punto de morir, si es que no habían sido asesinadas ya, y se sentía en la obligación de hacer algo.
La única referencia clara que sus sueños le habían proporcionado era la Casa del Pan. Dos de las mujeres que comían allí eran acuchilladas. Eso era todo lo que sabía. ¿Debía llamar a la policía? ¿Quién la iba a creer?, se dijo. De modo que se le ocurrió que quizá pudiera avisar al cura que dirigía el comedor social.
No vio a los tres hombres hasta que estuvo a menos de cincuenta metros de ellos. Graciela se detuvo como si se hubiera convertido en estatua de sal. ¿Y si aquellos hombres eran los asesinos? Cuando estaba a punto de correr, la echadora de cartas escuchó una voz a sus espaldas.
—Graciela —gritó Sergio.
El escritor había reconocido en aquella figura menuda y semioculta por un enorme paraguas a la tarotista que le presentó Cristina Pardo. Sergio se felicitó por su excelente memoria al recordar el nombre de la mujer.
Graciela se detuvo al escuchar su nombre. Sergio cruzó la calle desafiando a la lluvia, que descargaba sin piedad su artillería más pesada.
—¡Hola! —saludó—. Soy Sergio Olmos, el amigo de Cristina Pardo, de la Oficina de Integración.
Graciela dudó durante unos segundos. Trató de hacer memoria, y pronto recordó a aquel hombre alto, de mirada verde y cabello ligeramente largo, aunque con entradas. Sergio invitó a la mujer a ir hasta la puerta de la Casa del Pan. Allí estarían protegidos de la lluvia.
Graciela miró con recelo a los dos desconocidos que aguardaban cobijados en la puerta.
—Son mi hermano Marcos y un buen amigo, el doctor Guazo —explicó Sergio—. No debe temer nada.
Graciela accedió a acompañar a Sergio. Instantes después, Olmos presentó a la mujer a sus dos compañeros. Por su parte, ya más tranquila, Graciela explicó a los tres hombres qué hacía ella por allí a esas horas. Los tres escucharon con atención a la mujer.
—Precisamente estamos aquí para tratar de impedir que eso ocurra —explicó Sergio. A continuación miró a Marcos—. Y creo que estamos perdiendo el tiempo, ¿no os parece?
Eran casi las doce y media de la noche cuando Marcos y Guazo se dirigieron a las zonas que previamente habían determinado como áreas de vigilancia. Sergio se quedó en compañía de Graciela.
—De modo que en su sueño se vio en este comedor —dijo, señalando al local que tenía a su espalda.
—Así es —contestó Graciela—. Dos mujeres que estaban comiendo en él van a ser asesinadas.
Sergio permitió que su mirada se perdiera contemplando las gotas de lluvia que se deslizaban por el paraguas de Graciela mientras le daba vueltas una vez más a una idea ya manoseada: existía alguna relación entre las mujeres asesinadas, más allá de que todas ellas, en un momento u otro, hubieran frecuentado la Casa del Pan. Sin embargo, no alcanzaba a descubrir qué hilo invisible las unía entre sí.
Adolfo Abad había bebido algo más de la cuenta aquella noche. En realidad, para que la descripción de su estado se ajustara con mayor precisión al aspecto que tenía en ese instante, habría que decir que Adolfo Abad estaba bastante borracho cuando aparcó su Seat Ibiza de segunda mano junto a las vías del ferrocarril, en la calle Alcalde del Río. Había sido un verdadero milagro que no hubiera sufrido un accidente en aquel estado. Sus compañeros de estudios deberían haber sido más severos con él. Resultaba inexplicable que lo hubieran dejado conducir en aquellas condiciones después de la cena en la que habían celebrado que Abad hubiera aprobado unas oposiciones de funcionario del gobierno regional.
Adolfo Abad tenía veintiséis años, estaba soltero, evidenciaba un claro sobrepeso y había perdido más cabello del que a él le gustaba reconocer.
Se apeó del coche y miró su reloj. Tardó bastante en enfocar la mirada. La una menos cinco. Llovía cada vez más fuerte. Tal vez la lluvia aclarase algo su mente. Adolfo deseó con todas sus fuerzas que sus padres, con quienes vivía, estuvieran ya dormidos y no lo vieran llegar en semejante estado.
La calle donde Adolfo había aparcado su coche confluía con la calle Ansar, donde estaba el domicilio familiar. A un paso de su portal se encontraba la sede del sindicato Comisiones Obreras. El entorno de la calle había experimentado unas recientes y notables mejoras: zonas peatonales, bancos anclados sobre un pavimento bermejo…
Adolfo intentó correr para evitar mojarse más de lo necesario, pero el esfuerzo estuvo a punto de hacerle vomitar. Decidió entonces avanzar pegado a la pared hasta doblar la esquina de la calle Alcalde del Río. Aquella zona estaba poco iluminada, y sentir la pared a su derecha le concedía cierta seguridad. Caminó con paso titubeante algo más de veinte metros y, al doblar la esquina, fue cuando la vio.
«Salida de coches», se leía en la puerta del garaje. A los pies de aquel portón, en un pequeño recodo oscuro que formaba el edificio en el que vivía su familia, había una mujer tendida en el suelo. Adolfo se frotó los ojos para convencerse de que aquello no era producto de la portentosa borrachera que llevaba. Se acercó a la mujer tendida en el suelo y entonces trastabilló. Un sudor frío recorrió la espalda de Adolfo Abad al descubrir que aquella mujer, rubia, delgada y de piel clara, tenía la garganta seccionada por un terrible corte.
—¡Joder! —exclamó.
Sentado en el suelo mojado, y dejándose empapar por la lluvia, buscó su teléfono móvil y llamó a la policía.
Sergio trataba de explicar a Graciela que lo más sensato era que se marchara a su casa. Al día siguiente, le prometió, hablaría con el inspector Diego Bedia, uno de los policías que investigaba aquel caso, y le contaría lo de sus sueños.
Graciela refunfuñó. Sentía que debía hacer algo, argumentó, y marcharse a casa no le parecía un comportamiento especialmente valeroso. Sergio trataba de buscar algún argumento con el que rebatir el ímpetu heroico de Graciela, cuando vio que un coche se acercaba a gran velocidad. Cuando estuvo más cerca, comprobó que se trataba de un Peugeot 207. Creyó ver a tres hombres en su interior. El vehículo frenó bruscamente, y los tres desconocidos salieron del interior y comenzaron a correr en dirección a Sergio.
Cuando estaban a unos metros de distancia, unos y otros se miraron sorprendidos.
El conductor del vehículo no era otro que el inspector Diego Bedia, y sus acompañantes eran el inspector jefe Tomás Herrera y Santiago Murillo.
—¿Se puede saber qué haces tú aquí? —preguntó Diego mientras paseaba su mirada desde Sergio hasta Graciela.
De un modo atropellado, Olmos explicó a los policías el motivo de su presencia en el barrio y luego ofreció a Graciela la posibilidad de contar su historia.
—Tú y tu hermano estáis locos —bramó Tomás Herrera—. ¿Os creéis que vivís en una historia de detectives? ¡Esto es real, coño!
—Ya sé que es real —respondió Sergio, mirando a los ojos de Herrera—. Es a mí a quien envían esas cartas.