Herrera iba a replicar cuando todos escucharon el ruido familiar de las sirenas de la policía. Faltaba un minuto para la una de la madrugada.
La mujer estaba tendida sobre el lado izquierdo, con los ojos abiertos, aunque inútiles, orientados hacia el muro. Vestía un pantalón vaquero y una camisa azul. Le habían desabrochado los botones. En la mano izquierda llevaba algo. ¿Qué era? Luego supieron que se trataba de un paquete de caramelos. ¿Y en la derecha? ¿Qué significaba aquel racimo de uvas?
Sería mucho después cuando advirtieron que en los bolsillos del pantalón había una madeja de hilo negro y un dedal de latón.
Apenas habían transcurrido cinco minutos desde que los primeros agentes llegaron al lugar donde Adolfo Abad había tenido tan trágico encuentro, cuando el Peugeot de Diego Bedia se detuvo salpicando agua de los charcos. Llovía aún con más intensidad.
Sergio había acompañado a Diego y a los otros policías. Al ver a la mujer degollada, ahogó un grito de rabia. Diego se acercó hasta Adolfo, a quien los efectos de la borrachera parecían haber abandonado. Sin embargo, no conseguía hablar con claridad, esta vez debido a los nervios que atenazaban su lengua.
Sí, dijo, la encontró al doblar la esquina. No, no había visto a nadie. Cuando él llegó, ella ya estaba allí, degollada. ¿La había tocado? No, claro que no. Había visto suficientes películas para saber que no debía hacerlo.
Mientras respondía a las preguntas, Adolfo observaba la feria que se estaba organizando a su alrededor. Cada vez llegaban más policías. Se había acordonado el lugar. Alguien había puesto unos focos. Había tipos que, como si fueran perros, parecían olfatear la zona. Habían llamado al juez, escuchó Adolfo. Sentía que todo le daba vueltas, y entonces llegó un hombre alto, fuerte, con grandes manos, perilla y patillas largas. Sin saber por qué, Adolfo pensó que era italiano. «¿La mafia? ¿Qué coño estaba pasando allí? ¿Quién era exactamente ese tipo?». Las preguntas brotaron en su mente sorteando los últimos vapores de la borrachera.
—¿La encontró usted? —preguntó Diego al testigo.
«De modo que no es un mafioso, sino un policía», se dijo Adolfo. Y volvió a repetir todo lo que sabía, que no era mucho. Alguien hizo una fotografía. Y luego otra. De pronto, Adolfo escuchó gritos.
—¿Quién ha dejado llegar hasta aquí a ese hombre? —gritó el inspector Tomás Herrera.
Bullón, haciendo caso omiso a la mirada asesina que le dirigió el policía, hizo varias fotografías más.
Diego se preguntó cómo se las había arreglado Bullón para llegar tan pronto. Meruelo no sabía nada de aquel operativo, de manera que esta vez no había sido el policía quien le avisó. Diego se prometió a sí mismo que al día siguiente hablaría con Meruelo. En ese momento, Diego sintió que alguien le agarraba del brazo.
—Estamos perdiendo el tiempo aquí —dijo Sergio—. No podemos hacer nada por esa mujer, pero va a haber otro crimen. Un doble asesinato, recuerda.
—¿Qué propones?
—He llamado a mi hermano —dijo Sergio—. Y también a Guazo.
Un hombre alto llegó corriendo bajo la lluvia. Era Marcos Olmos.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—Degollada, solamente degollada —respondió Sergio—. Igual que Liz Stride. Mirad el paquete de caramelos, el racimo de uvas y todo lo demás.
—Sobre el racimo de uvas no hay acuerdo entre los investigadores —comentó Marcos.
—¿Y eso qué importa ahora? —dijo Bedia—. ¿Dónde puede cometer el siguiente crimen?
—Más cerca del centro de la ciudad —dijo Marcos—. Mitre Square, donde asesinó a Catherine Eddowes, estaba en la City.
Diego, Sergio y Marcos Olmos montaron en el Peugeot del inspector.
José Guazo vio la llamada perdida de Sergio. También él había escuchado las sirenas de los coches patrulla.
—Sergio —dijo cuando el pequeño de los dos hermanos Olmos descolgó el teléfono—, soy Guazo. ¿Qué ha pasado?
—Una mujer ha aparecido degollada cerca de las vías —explicó Sergio—. Nos equivocamos al pensar que no actuaría al otro lado de la calle José María Pereda.
—¿Dónde estáis ahora?
—Vamos en el coche del inspector Bedia —respondió el escritor—. Marcos y yo creemos que dejará a la segunda mujer no lejos de la iglesia de la Anunciación.
—Yo estoy muy cerca. Nos vemos en unos minutos.
—Guazo va camino de la iglesia —dijo Sergio a Diego y a su hermano.
El Peugeot se detuvo en medio de una lluvia infernal frente al pórtico de entrada de la iglesia de la Anunciación.
—¿Qué hacemos? —preguntó Marcos.
—Vosotros no haréis nada sin que yo os lo diga —dijo Diego Bedia mientras desenfundaba su pistola—. Herrera, Murillo y varios agentes están a punto de llegar. Quedaos en el coche mientras yo rodeo la iglesia.
—Ni lo sueñes —replicó Sergio—. Voy a encontrar a ese hijo de puta, te guste a ti o no.
Antes de que Diego fuera capaz de responder, los dos hermanos Olmos corrían desafiando a la lluvia en dirección a la iglesia. Diego farfulló una maldición. Luego vio que los dos hermanos se separaban. Sergio rodeó la iglesia por el lado izquierdo del pórtico de entrada y se dirigió hacia la zona ajardinada aneja que estaba delimitada por una especie de claustro al aire libre. Marcos, por su parte, se adentró en las calles peatonales que conducían al centro urbano.
Diego miró su reloj. Suponía que Herrera y los demás estaban a punto de llegar. Lo más prudente era esperar a que vinieran todos, pero tal vez perdería un tiempo precioso. Estaba a punto de echar a correr detrás de Sergio cuando vio que un hombre se acercaba cobijado bajo un paraguas.
—Inspector —dijo José Guazo—, soy Guazo. ¿Dónde están los demás?
—¿Ha visto a alguien? —preguntó Diego, alzando la voz. El ruido de la lluvia era ensordecedor.
—He venido desde la calle en la que asesinaron a la segunda mujer y no me he cruzado con nadie, salvo algunos coches —respondió el doctor.
Diego miró su reloj. Las dos menos diez de la madrugada. La noche era infernal. No le extrañó que apenas se vieran peatones en las calles. Los artículos de Bullón habían contribuido a meter el miedo en el cuerpo a todo el vecindario.
De pronto, en medio del tapiz que formaba el vehemente aguacero, vieron emerger a Sergio Olmos. El escritor hacía gestos con sus brazos reclamando la atención de Bedia y de Guazo. Ambos corrieron hacia Sergio y, cuando estuvieron lo suficientemente cerca de él, vieron horrorizados su rostro desencajado y pálido. El velo de terror que había en sus ojos anunció antes que sus palabras su dramático descubrimiento.
Frente a la zona ajardinada situada al norte de la iglesia, se abría una calle peatonal y una pequeña plaza en cuyo centro se alzaba un caserón de piedra de tres plantas más un sótano que en los últimos años había tenido los más variados destinos, desde ser un centro cívico para los vecinos de la zona hasta servir de sede al Juzgado número 6 de Primera Instancia e Instrucción. El edificio estaba rodeado por una zona ajardinada. Aquella plaza, junto a todo el entorno de la iglesia, se podía considerar el mojón que separaba al distrito norte del centro urbano.
En un rincón de aquella zona ajardinada el inspector Diego Bedia descubrió la causa del terror que se había adueñado de los ojos de Sergio Olmos. Junto a una pequeña construcción que imaginó que era un transformador eléctrico y bajo la atenta mirada de una soberbia conífera, descubrió el cadáver de una mujer, o más bien lo que quedaba de ella.
El cuerpo estaba tumbado sobre la espalda, con la cabeza levemente ladeada hacia la izquierda. Las palmas de ambas manos miraban hacia el cielo que, inmisericorde, seguía arrojando lluvia. Vestía una falda y una blusa. La falda estaba subida por encima del abdomen. La pierna derecha, doblada. Alguien la había degollado. La desconocida mostraba diversos cortes en los párpados y en las mejillas, y su abdomen ofrecía su contenido de forma obscena. Varias vísceras aparecían fuera del cuerpo. Sobre el hombro derecho, el mismísimo demonio había colocado parte de los intestinos de aquella mujer.
La víctima era una mujer de color, gruesa y robusta. Diego se obligó a mirarla de nuevo a la cara. La habían acuchillado con extrema violencia el rostro. El puente de la nariz mostraba un tajo brutal que llegaba hasta la mandíbula izquierda. El hueso de la cara, al descubierto, miraba al inspector exigiendo justicia. Un demente le había cortado la punta de la nariz y se había llevado por delante el lóbulo de la oreja izquierda. Los párpados mostraban heridas de arma blanca, y lo mismo sucedía en las mejillas, en el abdomen y en el muslo derecho.
Diego Bedia contuvo el vómito y logró reunir fuerzas para solicitar refuerzos. Antes de colgar el teléfono advirtió el brillo de un dedal de cobre muy cerca del dedo anular de la víctima. Al girarse descubrió detrás de él a Sergio Olmos, sobre cuyas mejillas se mezclaban las gotas de lluvia y las lágrimas.
—No he podido impedirlo —se lamentó Sergio—. No he sabido cómo hacerlo.
PARTE
5
27 de septiembre de 2009
L
a lluvia había amainado. La madrugada, fría y sangrienta, asistió imperturbable a la llegada de más policías al lugar del segundo asesinato. Mientras el inspector jefe Tomás Herrera se había quedado al frente de la investigación en la calle Ansar, Diego Bedia había logrado hacerse con las riendas de lo que sucedía en aquella pequeña plaza a la que, como en Mitre Square, se podía acceder desde más de una calle. En este caso, desde General Ceballos y Juan XXIII.
Cuando el comisario Gonzalo Barredo llegó, la zona estaba acordonada y el dispositivo habitual se había puesto en marcha. El comisario barrió con la mirada el escenario del crimen y luego posó sus ojos enrojecidos e hinchados sobre Diego Bedia.
—Cuénteme lo que sabe —pidió con voz ronca.
Diego relató todo lo que había sucedido aquella noche, sin omitir ni un solo detalle. No importaba que hubiera desobedecido las órdenes del comisario montando aquel ridículo operativo integrado solo por tres personas para tratar de cubrir un área de más de veinte mil habitantes. ¿Qué le podía reprochar Barredo? ¿Acaso le podía recriminar por haber sido mucho más intuitivo que él?
—¿Y Herrera? —preguntó el comisario.
—En el otro escenario —respondió lacónico Diego. Pero lo mejor para Diego Bedia estaba por llegar. Sucedió alrededor de veinte minutos después de la llegada del comisario.
Eran las tres de la mañana cuando llegó el inspector Gustavo Estrada. Tenía el pelo revuelto, estaba sin afeitar y llevaba la ropa arrugada. «¿Estaría en la cama con Bea cuando lo han despertado?», se preguntó Diego. Siguiendo los pasos de Estrada hizo su aparición el silencioso Higinio Palacios. Caminaba con parsimonia y no pudo evitar que se le escapara un enorme bostezo.
—Usted y yo tenemos que hablar —dijo el comisario a Estrada a modo de saludo.
—No lo entiendo —fue lo único que acertó a decir Estrada.
—Pues está muy claro —gruñó el comisario—. Sus puñeteros rusos no han destripado a esta mujer ni han degollado a la otra.
Diego contempló la escena sin el menor disimulo. Una sonrisa se dibujó en su cara.
—A cada gorrín le llega su San Martín —dijo Murillo, mirando a Estrada por encima del hombro de Diego.
Diego se volvió y cruzó una mirada cómplice con aquel policía musculoso y noble.
—Diego, ¿por qué no ha venido Meruelo esta noche con nosotros? —preguntó Murillo.
—Confía en mí —respondió Bedia—. Ya te lo explicaré.
Diego recordó que tenía una conversación pendiente con Meruelo. Estaba seguro de que había sido él quien había filtrado a Bullón datos de la investigación. ¿Por qué lo había hecho?, se preguntó. Sin embargo, pensó mirando al periodista que estaba hablando en ese momento con Sergio y con Marcos Olmos, ¿cómo se las había ingeniado esta vez para llegar el primero?
—¿Qué haces tú aquí a estas horas? —preguntó Sergio a Bullón.
—Mi trabajo —respondió el periodista.
—¿No te fuiste con los demás después de la cena? —quiso saber Marcos.
—¿Bromeas? —dijo Bullón mientras se sonaba la nariz con un pañuelo verde que parecía bastante sucio—. Hoy es el último domingo de septiembre. Estaba convencido de que hoy iba a ser una noche histórica. Ya lo dije en la cena.
En ese momento, Guazo se unió a los tres amigos. Había llegado a tiempo de escuchar las palabras de Bullón.
—Eso es cierto —comentó el doctor—. Lo dijiste, pero ¿cómo llegaste a esa conclusión?
—Supongo que igual que vosotros tres —replicó Bullón—. El nuevo Jack juega con los días del mes y con los días de la semana. Si conseguía matar a alguna mujer esta noche tendría más repercusión que si lo hacía el próximo miércoles, que es el día 30, el día del mes del doble suceso en 1888. Si se inclinaba por el último domingo de septiembre, como así ha sido, su hazaña competirá como primera noticia del día con las elecciones municipales.
—Y, de paso, favorecerá a Morante —comentó Sergio, mirando al periodista a los ojos.
—¿Qué insinúas? —preguntó el orondo reportero.
Sergio iba a responder cuando los cuatro amigos advirtieron un revuelo entre los policías.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Marcos.
Los cuatro se dirigieron hacia la calle Juan XXIII.
El lugar en el que había aparecido la segunda víctima aquella noche estaba situado junto a un viejo hospital que había pertenecido a la Cruz Roja años antes. Posteriormente, había servido de centro de acogida a inmigrantes. Algo había reclamado la atención de los policías cerca de aquel viejo hospital.
Mientras corrían en aquella dirección, Sergio no pudo evitar recordar que también en los sucesos de Whitechapel un viejo hospital jugó un papel destacado. En el London Hospital estaba ingresado en los días en los que Jack cometió sus crímenes Joseph Carey Merrick, el llamado Hombre Elefante. Merrick padecía una extraña y cruel enfermedad que había deformado su cabeza hasta alcanzar un perímetro de noventa y dos centímetros, al tiempo que el rostro se veía desfigurado por enormes pliegues de piel, y su brazo derecho también se inflamó hasta el punto de quedar inutilizado.
Cuando tenía veintidós años, un hombre sin escrúpulos llamado Tom Norman comenzó a exhibir a Merrick en Whitechapel Road presentándolo con el sobrenombre de Hombre Elefante. En aquel barracón fue donde lo descubrió el doctor Frederick Treves, cirujano del London Hospital. Gracias a él, fue trasladado a una de las habitaciones del centro médico y se diagnosticó su enfermedad: elefantiasis.