Sus pies lo condujeron hasta la plaza en la que se alzaba la iglesia de la Anunciación mientras trataba de ordenar las ideas que bullían en su cabeza. Fue entonces cuando vio a los inspectores Diego Bedia y Tomás Herrera. Por un instante, tuvo la tentación de esconderse. No tenía ninguna gana de hablar con ellos, pero ellos ya le habían visto, y tratar de ocultarse resultaría una acción infantil, además de sospechosa.
El inspector jefe Tomás Herrera estaba de un humor terrible. La polvareda que los artículos de Bullón habían levantado era enorme, y ellos, a pesar de que hacían cuanto podían, no tenían nada nuevo. Con lo único que contaban era con aquella extravagante historia sobre Sherlock Holmes. La policía científica no había aportado ningún dato al que agarrarse, y todos parecían estar caminando a ciegas. Tenía confianza en Diego. Sabía que era un policía honrado, intachable y muy meticuloso, pero era difícil caminar sin luz en medio de la oscuridad. La primera línea de investigación que había seguido, la de la violencia de género, se había desvanecido entre sus dedos a las pocas horas de haber iniciado las pesquisas. Daniela era viuda, no tenía pareja alguna y no se dedicaba a la prostitución. Hasta donde sabían, era una mujer discreta, solitaria y silenciosa cuya única debilidad era la bebida, a la que había recurrido para olvidar a su difunto esposo, según les dijo Ilusión, la prostituta uruguaya.
Meruelo y Murillo se habían puesto manos a la obra en dos líneas de investigación que, al menos hasta el momento, no habían resultado más fructíferas. Se trataba de averiguar lo que se cocía alrededor del partido de Morante, y en especial tenían controlado a Velarde, que parecía liderar la sección juvenil de aquel grupo político. La paliza que presuntos simpatizantes de Morante habían propinado a Ilusión la misma noche en la que se vio con vida por última vez a Daniela les había hecho pensar que aquella vía, tal vez, condujera a alguna parte. Pero las esperanzas seguían siendo solo esperanzas.
Y luego estaba aquel cabrón de periodista, al que también tenían controlado. Los artículos que había publicado eran incendiarios, sensacionalistas y amarillos a más no poder, pero había que reconocer que estaban bien documentados. El tipo parecía conocer hasta el último detalle del escenario del crimen. Una visita de Murillo a Salcedo, el hombre que encontró el cadáver aquella madrugada, esclareció el misterio. Murillo lo presionó lo justo, y el hombre se vino abajo. Sí, confesó, había sido él quien suministró los datos al periodista. Pero qué querían que hiciera, explicó, si le puso encima de la mesa un cheque de mil euros.
¿Qué podían hacer ahora? ¿De qué hubiera servido empapelar a Salcedo? La prensa, y en especial Bullón, se les echaría encima, y ya tenían bastante de lo que preocuparse.
Por otra parte, los artículos de Bullón guardaban relación con las insinuaciones que había hecho Sergio Olmos antes incluso de que se publicaran aquellas historias en el periódico. Las heridas del cuerpo de Daniela y los objetos que aparecieron entre sus ropas parecían alentar la delirante hipótesis de un nuevo Jack el Destripador. Y eso, increíblemente, conducía a la misma época en la que se situaba la vida de Sherlock Holmes, el personaje literario estrechamente relacionado con la puñetera carta que Olmos había recibido en Londres.
Al término de la reunión con los miembros de la brigada que investigaba el caso, y que se había prolongado durante más de una hora, todos habían salido desanimados. Tomás Herrera se fue a su despacho y repasó una vez más los informes que tenía sobre la mesa con las diferentes líneas de trabajo que hasta ahora habían seguido y que iba a enviar al juez Alonso. Media hora después fue en busca de Diego. Tenían una visita pendiente a la Oficina de Integración. Estaría bien echarle un vistazo al listado de las personas que desde allí se habían ofrecido a la parroquia para ser tenidos en cuenta como beneficiarios preferentes en el comedor social.
Encontró a Diego pegado al teléfono. Diego le hizo un gesto para que aguardara un instante. Herrera lo miró mientras esperaba a que colgara. Le pareció que Bedia había adelgazado en los últimos días, o tal vez era aquella perilla que se había dejado crecer. De pronto, Diego le pareció uno de esos seductores italianos de grandes ojos negros, muy masculinos y siempre dispuestos a ir detrás de la primera chica que cruzara por delante de su motocicleta. Sin saber por qué, se lo imaginó en Nápoles o en una ciudad costera de Italia contemplando el mar, remangado y sonriente. La idea estuvo a punto de hacer que sonriera, pero logró evitarlo.
—Era Clara Estévez —dijo Diego al colgar el teléfono.
Tomás, que seguía dentro de su particular fantasía, tardó unos segundos en caer en la cuenta de que Clara Estévez era la antigua amante de Sergio Olmos y también su exagente literaria; la misma que, según el escritor, le había robado una novela, la había publicado con su nombre y se había forrado ganando un premio literario. Pero no olvidaba lo más importante para el caso: Clara Estévez era la única persona que, según Sergio, conocía la clave de acceso a su ordenador.
—¿Y qué dice?
—Que no tiene ningún problema en venir y colaborar en lo que pueda —respondió Diego—. Ni siquiera hizo falta que le recordara que podría ser citada por el juez si fuera preciso.
—¿Qué te pareció?
—Sorprendida. Dijo que no tenía ni idea de todo este asunto y que hace tiempo que ella y Sergio Olmos no se ven. Afirma que no sabía que Sergio estuviera en Inglaterra.
—¿Cuándo vendrá?
—Tratará de estar aquí mañana.
Salieron de la comisaría y caminaron hasta la iglesia de la Anunciación. Diego miró hacia el cielo.
—Panza de burra —dijo.
Herrera gruñó y meneó afirmativamente la cabeza. Otro día gris en la recta final del verano más desconcertante que recordaban en la ciudad, y no solo por la climatología.
Una de las ventajas de vivir en una ciudad de poco más de cien mil habitantes era que se podía prescindir del coche muchas veces. Las distancias no eran largas, y a veces era más rápido ir a pie que en un vehículo. Muchas calles eran estrechas, existían graves problemas de aparcamiento y había momentos del día en que se organizaba un pequeño caos en varios puntos de la ciudad al mismo tiempo. Además, desde la comisaría hasta la Oficina de Integración no había más de dos kilómetros de distancia.
Alrededor de la iglesia de la Anunciación había una zona ajardinada donde solían apostarse emigrantes que trapicheaban con droga, buscadores de fortuna y paseantes con sus perros. Los dos policías barrieron la plaza con la mirada, enfocaron con ojos de experto a los camellos y drogadictos, pero pronto todo su interés se centró en un hombre alto, vestido con un impecable traje de color negro y una impoluta camisa blanca. Los dos se dieron cuenta de que Sergio dudó por un instante al verlos. Tal vez, incluso, pensó en fingir que no los había visto, pero le fue imposible.
—¡Caramba, el escritor! —bromeó Tomás Herrera.
—¿Qué hace por aquí? —quiso saber Diego.
Sergio dudó. Podía responder cualquier cosa, pero comenzaba a estar cansado de tener que dar explicaciones por cada paso que daba o sobre las cosas que sabía o intuía. No era culpable de nada y nada tenía que ocultar.
—Si no les importa, preferiría que me tutearan. —Su tono era educado y trató de que pareciera también sereno—. Ya que, supongo, vamos a tener que hablar con frecuencia, sería más cómodo dejar las formalidades.
Los dos policías guardaron silencio y Sergio interpretó que no se oponían a su propuesta.
—He estado dando una vuelta por el barrio —confesó— y he visitado el lugar donde apareció muerta esa mujer.
—¿Ha descubierto algo, Sherlock Holmes?
Sergio se sintió molesto con la nueva pulla de Tomás Herrera, pero trató de no aparentarlo.
—Me temo que no. Además —dijo, fijando su mirada en Herrera—, tienes que saber que no creo tener ningún don especial para la deducción. No soy Holmes. Solo soy un lector apasionado de sus historias y con buena memoria.
—Y también tienes que ser alguien con enemigos muy peligrosos —dijo Diego, empleando el tuteo por vez primera—. ¿Quién te puede odiar tanto como para retarte en un duelo como el que se plantea en la carta que te entregaron?
—No lo sé —admitió Sergio.
—Tal vez te convendría —Tomás Herrera se corrigió—, nos convendría a todos, que hicieras memoria para ver a quién has podido ofender tanto como para que plantee un juego tan macabro como este.
Por primera vez, Sergio sintió que el inspector jefe no se burlaba de él, sino que le hablaba en confianza, como si no dudara de su palabra ni lo viera ya como un sospechoso. Quizás, pensó, lo había juzgado mal.
—¿Puedo preguntar qué hacéis por aquí? —Sergio no sabía si era prudente ir más allá en la recién adquirida camaradería con los dos inspectores—. Espero que no se haya producido un nuevo crimen.
Los dos inspectores lo miraron asombrados.
—¿Por qué preguntas eso? —quiso saber Diego.
—Es 8 de septiembre —recordó Sergio—. El segundo crimen de Jack, el de la prostituta llamada Annie Chapman, tuvo lugar un día como este. No olvidéis que la muerte de Daniela ocurrió el 31 de agosto, el mismo día en que Jack asesinó a Mary Ann Nichols.
Diego lamentó no haber seguido leyendo el resto del voluminoso informe que le habían entregado sobre los crímenes de Jack.
—Pues no —respondió Herrera—. No hay más crímenes, de modo que siento estropear tu fantasía sobre un criminal en serie.
—Ojalá estés en lo cierto —dijo Sergio—. De haber sucedido, el crimen habría tenido lugar de madrugada.
—Evidentemente, esto no es Whitechapel ni estamos en el siglo
XIX
—aseguró Diego—. Nadie en su sano juicio puede pretender emular a un criminal como aquel en nuestros días. Este barrio no tiene nada que ver con el East End del Londres victoriano ni nosotros somos tan incompetentes como demostraron serlo los policías entonces.
—Tenían menos medios —recordó Sergio.
—Desde luego que sí —concedió Diego—, pero parece que la teoría del asesino en serie inspirado en Jack se desvanece, ¿no?
Sergio debía reconocer que eso era cierto, salvo que el primer asesinato se hubiera cometido el día 31 de agosto por pura casualidad, aunque, sin saber por qué, no lo creía posible.
—¿Y qué os trae por aquí?
—Vamos a la Oficina de Integración que el ayuntamiento tiene en el barrio para atender a los inmigrantes. —Diego miró a Tomás Herrera para ver qué cara había puesto al escuchar la confidencia que acababa de hacer a Sergio. Le pareció que el gesto de su superior no era desaprobatorio, de modo que se atrevió a ir más lejos—. ¿Quieres venir con nosotros?
Tomás Herrera miró a Diego como si no hubiera comprendido bien lo que había dicho, y Sergio se mostró a la par aturdido y agradecido por la confianza que le otorgaba Diego. Y antes de que Herrera pudiera abrir la boca, aceptó acompañar a los dos policías.
Cristina Pardo estaba cansada, no había dormido bien en los últimos días y, cada vez que cerraba los ojos, la imagen de Daniela Obando aparecía en su mente. El día anterior, María había sido la primera en llegar a la oficina y se había encontrado con pintadas en las que se arremetía contra los inmigrantes y también contra ellas. Las llamaban putas y antiespañolas. El ambiente en el barrio se iba enrareciendo cada vez más.
Sin embargo, quien había muerto no era un español, sino una pobre viuda hondureña cuyo marido había fallecido en un accidente laboral cuyo único culpable era su jefe, puesto que sus empleados se veían obligados a trabajar sin las normas de seguridad exigidas en una empresa de trabajos Verticales. Y el jefe del difunto esposo de Daniela era español, no inmigrante.
Resultaba extraordinario el modo en el que se interpretaban los acontecimientos: las víctimas eran consideradas culpables. Por lo que ella sabía, la policía no tenía aún prueba alguna que concluyese que aquel crimen era obra de un extranjero.
—¿Conoces a esos?
La pregunta de María sacó a Cristina de sus cavilaciones. Habían entrado tres hombres en la oficina. De inmediato reconoció al inspector Diego Bedia, el novio de Marja. Había hablado con él en la comisaría el día en el que acompañó a Ilusión a declarar sobre lo que había visto la noche en que Daniela desapareció. Los otros dos hombres le resultaban totalmente desconocidos. Uno de ellos tenía el pelo gris cortado al estilo militar, parecía algo mayor que Diego, era alto, de cara angulosa y porte atlético. Pero toda su atención se centró en el tercer hombre. Era más alto que Bedia y un poco menos que el hombre del pelo gris. Vestía de un modo elegante, con traje negro y camisa blanca. Ropa de marca, pensó. Tenía el cabello castaño, un poco largo para el gusto de Cristina. Las entradas hacían que su frente pareciera más amplia.
—Somos los inspectores Bedia y Herrera —dijo el hombre del cabello gris—. ¿Podemos hablar con la persona responsable de la oficina?
María se había adelantado a Cristina y saludó a los recién llegados. Al saber que se trataba de policías, María se mostró menos locuaz que de costumbre, pero aun así Cristina se percató del modo en que su amiga miraba al inspector Herrera. Trató de no enrojecer, como siempre le ocurría en situaciones como aquella.
Sergio se quedó en un prudente segundo plano cuando los dos policías se presentaron. Mientras Herrera saludaba a una joven morena, de amplia sonrisa y caderas generosas, su mirada se posó sobre una chica que estaba sentada en un escritorio al fondo de la sala. Era rubia, media melena, ojos claros y expresión dulce.
A pesar de sus esfuerzos por evitarlo, la cara de Cristina se encendió. Y roja como estaba, sostuvo cuanto pudo la mirada del hombre del traje negro. Cuando comprendió que no le quedaba más remedio que salir al encuentro de los recién llegados, dado que ella era la responsable de la oficina, salió de detrás de su escritorio y trató de parecer lo más serena posible.
—Señor Bedia —dijo, extendiendo la mano en dirección a Diego—, nos conocimos hace unos días en la comisaría, cuando acompañé a Ilusión y a Marja.
Diego la reconoció de inmediato. ¿Quién podría olvidar a aquella chica? Era alta, de cuerpo bien proporcionado y mirada limpia. Marja le había hablado de ella después de su encuentro. Por lo que sabía, sentía su trabajo como una pasión. Aquel puesto parecía irle como anillo al dedo, y se había convertido en uno de los apoyos básicos de Baldomero, el cura joven, para dar vida y sostener el comedor social. Marja le había dicho que había nacido en aquel barrio, que su familia era modesta y que (eso se lo dijo entre risas, por si estaba interesado) Cristina era soltera.