Diego miró con atención a Marcos y a Guazo y repasó mentalmente el informe que habían elaborado sus hombres. Marcos Olmos era un hombre peculiar. A tenor del informe que tenía sobre él, había abandonado los estudios universitarios para cuidar de su madre y velar por el negocio familiar tras el súbito fallecimiento de su padre. Saneado el negocio, había opositado a una plaza como administrativo en el ayuntamiento y había realizado el examen más espectacular que se recordaba. Nadie entendía el motivo por el cual no había mostrado jamás deseo alguno de mejorar laboralmente. Tras la muerte de su madre, vivía solo en el antiguo piso familiar. Disfrutaba de una posición económica holgada y no se le conocía pareja estable alguna.
En cuanto a Guazo, sabían que era viudo. Su mujer había fallecido en un accidente de tráfico hacía unos años. El matrimonio no tuvo hijos y el médico se entregó en cuerpo y alma a su trabajo. Al parecer, desde hacía unos meses, junto con otros dos médicos, prestaba servicios gratuitos en la parroquia de la Anunciación después de que Baldomero, el cura más joven, lo hubiera ganado para su causa.
—Señores, creo que deberán dejar su emotivo encuentro para más tarde —dijo el inspector—. Me gustaría hablar con el señor Bullón a solas.
El periodista parecía estar encantado de la vida.
—No os preocupéis. —Guiñó un ojo a sus antiguos compañeros universitarios—. Nos vemos más tarde. ¿Sabéis que Morante se presenta para alcalde? —Sin esperar la respuesta de sus amigos, añadió—: ¡Joder! ¡Joder! ¡Esto es increíble! He quedado con Morante para cenar. ¿Os apuntáis?
—Le repito que lo que tengan que hablar sobre su vida privada lo hagan fuera de aquí —intervino Diego.
—Léase esos documentos. —Sergio señaló el dossier que el inspector había dejado sobre su mesa.
Diego los miró con curiosidad. ¿Qué clase de historia sería aquella?
Murillo, Meruelo y Bedia apretaron las tuercas al periodista todo cuanto pudieron, pero resultó ser un hueso más duro de roer de lo que podría suponerse al ver su aspecto. El tipo tenía callos y escamas suficientes. Por lo que sabían de él, a Tomás Bullón lo había dejado su mujer un par de años antes. Tenía una hija menor de edad, y debía pasar una pensión a su exmujer que dejaba muy menguada su economía. Pero un par de libros transgresores sobre los movimientos neonazis y sobre las mafias de la prostitución lo habían aupado en los últimos meses a puestos nobles en las listas de libros más vendidos. Esos éxitos editoriales le habían reportado un dinero que había logrado detener la hemorragia que padecían sus finanzas. Bullón no trabajaba para ningún medio concreto, sino que vendía al mejor postor sus historias. Vivía en Barcelona y tenía ciertos problemas con la bebida, lo que le había puesto en situaciones realmente comprometidas en varias ocasiones.
Bullón se mostró sereno y rocoso durante el interrogatorio.
¿Cómo había obtenido la información que había publicado? ¿Acaso tenía algo que ver con aquel crimen? ¿Por eso sabía los detalles de las heridas que tenía la víctima? Los policías tensaron y aflojaron la soga. Lo presentaron como uno de los principales sospechosos, dada la información que manejaba. Los beneficios que le iba a reportar, sin duda, el haber sido el primer periodista en sacar a la luz aquellos detalles no hacían sino apretar más la cuerda alrededor de su cuello. Tenía un móvil para cometer el crimen, le dijeron. De hecho, todos lo habían visto en la televisión mientras lo entrevistaban en varías cadenas, seguramente después de haber percibido un buen pellizco. Pero ni las amenazas ni las lisonjas parecían afectar a Tomás Bullón lo más mínimo. Dejó a buen recaudo la identidad de su informador, se encastilló en la idea de que había ido a la comisaría en señal de buena voluntad y que podía marcharse de allí cuando le diera la gana. Añadió que esperaba que por el bien de la ciudad dejaran de perder el tiempo con él y salieran a la calle en busca del criminal que se creía Jack el Destripador.
Diego comprendió que no sacarían nada en limpio de aquel hombre de aspecto sucio y desagradable. Después de casi una hora de interrogatorio, lo dejó marchar, pero le pidió a Meruelo que no lo perdiera de vista.
Cuando se quedó solo, reparó en la carpeta que Sergio Olmos le había entregado. Al abrirla, descubrió que contenía un amplio dossier dedicado a los crímenes de Jack el Destripador. Picado por la curiosidad, abrió el capítulo dedicado a la muerte de Mary Ann Nichols.
31 de agosto de 1888. Buck's Row.
Mary Ann (Polly) Nichols nació el 26 de agosto de 1845 (tenía cuarenta y cuatro años en el momento de su muerte) en Shoe Lane. Su padre era Edward Walker, un cerrajero-herrero, y su madre se llamó Carolina. Contrajo matrimonio con William Nichols el 16 de enero de 1864. Parece ser que ofició la ceremonia el vicario Charles Marshall, en Saint Bride's Church.
Fruto de aquel matrimonio nacieron cinco hijos: John Edward, Percy George, Alicia Esther, Eliza Sarah y Harry Alfred.
William y Mary se separaron en 1881 debido a que ella tenía adicción a la bebida y ejercía como prostituta. Él dejó de pasarle la pensión de cinco chelines en 1882. No obstante, el padre de Polly declaró en su momento que la separación se debió a que William había tenido una relación extramatrimonial con una enfermera que cuidaba de Mary Ann durante su último parto, extremo este que William no negó, pero aseguró que no fue el motivo de su separación, sino el hecho de que su esposa ejerciera como prostituta. La última vez que ambos se vieron fue en 1886, con motivo del entierro de uno de sus hijos.
Tras su separación, Mary Ann vivió un tiempo con su padre, pero su afición al alcohol los separó para siempre. Polly mantuvo después una relación con un herrero llamado Thomas Dew, quien también la abandonó alrededor del mes de octubre de 1887. Desde entonces, malvivió en asilos y casas de hospedaje como Lambeth Workhouse, asilo del número 18 de Thrawl Street (Spitalfields), un callejón miserable que unía de este a oeste Commercial Road y Brick Lane. Allí convivió con otra prostituta llamada Emilly Holland.
En mayo de 1888, Mary entró a trabajar como criada en la casa del matrimonio formado por Samuel y Sara Cowdry, en Ingleside, Rose Hill Rd, Wandsworth. Por aquellos días escribió a su padre dándole la buena nueva y mostrándose muy orgullosa de su nuevo empleo. Pero dos meses después los señores la despidieron al descubrir que había robado ropa valorada en tres libras y diez chelines.
El 24 de agosto estuvo en la casa de huéspedes White House, en el 56 de Flower Street, una de las zonas consideradas más peligrosas de la ciudad.
Mary Ann Nichols era una mujer de físico poco agraciado. Medía apenas un metro sesenta, era obesa, tenía los ojos marrones, la tez oscura y el pelo entre marrón y gris debido a las canas. Tenía los dientes decolorados y le faltaban cinco piezas. Presentaba una cicatriz pequeña en la frente desde su infancia.
En la noche del jueves 30 de agosto al viernes 31, el tiempo fue desapacible en Londres. Hubo lluvia, truenos y relámpagos. Jamás se había visto un verano tan terrible como aquel. La oscuridad del cielo se veía tiznada de rojo debido a un incendio que se había declarado en los muelles próximos, en Shadwell.
A las once, Polly Nichols fue vista por Whitechapel Road. A las doce y media regresó al hospedaje del 18 de Thrawl Street, de donde la expulsaron de la cocina alrededor de la una y veinte o dos menos veinte, porque no tenía dinero para pagar. A pesar de ello, pidió que le guardasen una cama y prometió regresar con dinero, al tiempo que se mostró orgullosa de su nuevo sombrero de paja forrado de terciopelo negro.
Al leer aquella referencia al famoso sombrero de paja, Diego no pudo evitar estremecerse. ¿De verdad había un loco en su ciudad que pretendía emular a un asesino en serie de finales del siglo
XIX
? ¿Hasta dónde sería capaz de llevar su delirio aquel perturbado?
A las dos y media, su amiga Emilly Holland la encontró en la esquina entre Osborn Street y Whitechapel Road. El reloj de la iglesia marcó la hora, razón por la cual después Emilly pudo ofrecer ese valioso dato. Mary estaba borracha y se apoyaba en la pared para sostenerse en pie. Confesó a Emilly que había conseguido tres veces dinero, pero se lo había gastado en bebida. Emilly se ofreció a llevarla al albergue, pero Mary se negó y dijo que iba a buscar dinero de nuevo. La conversación duró alrededor de ocho minutos. Polly se marchó por Whitechapel Road dando tumbos. Fue la última vez que se la vio con vida.
En aquellos días y en aquel barrio terrible, la tarifa de una prostituta oscilaba entre los tres y los cuatro peniques, o incluso era posible comprar sus servicios a cambio de un trozo de pan. Tres peniques era el precio de un vaso de ginebra.
La zona de Spitalfields y Whitechapel se extiende entre Commercial Road y Brick Lane, con la ronda Whitechapel como línea sur, y concurrían en ella los peores albergues y tugurios de Londres. Irónicamente, su epicentro era la iglesia de Cristo, construida en 1729 por sir Nicholas Hawksmoor, uno de los más famosos arquitectos ingleses de su época, y del que se cuentan leyendas que lo vinculan a la masonería o a cultos paganos.
Buck's Row era un callejón empedrado y oscuro en el que había un matadero de caballos. Desde el lugar donde Emilly vio a su amiga hasta aquel callejón la distancia no era mucha. Apenas setecientos metros separaban el recuerdo de Mary Ann viva de su nuevo estado. Buck's Row no era un lugar agradable debido al frecuente olor a sangre y vísceras de animales. Tanto de noche como de día se podían ver matarifes con sus delantales ensangrentados, lo que algunos autores estiman que fue una ventaja para Jack, que pudo pasar desapercibido a pesar de que sus ropas, inevitablemente, debían estar empapadas de sangre. Después del crimen la calle cambió su nombre por el de Durward Street.
Diego se levantó de su sillón y se dirigió a la máquina de café. Murillo y Meruelo habían salido a la calle y de pronto se sintió terriblemente solo. Estuvo tentado de llamar a Marja, pero al final cambió de idea. No quería preocuparla aún más. Volvió a su asiento, tomó un sorbo de café y siguió leyendo.
En el número 22 de Doveton Street, Bethnal Green, vivía por aquel entonces un cochero llamado Charles Cross, quien trabajaba para la firma Pickford's. Los almacenes y cocheras de su empresa estaban en Broad Street, no lejos de Liverpool Street, de manera que cada mañana atravesaba Whitechapel camino de su empleo. Comoquiera que su jornada comenzaba a las cuatro de la mañana, aquel 31 de agosto de 1888 llegó a Buck's Row caminando por Brady Street entre las cuatro menos veinte y las cuatro menos cuarto. Hacía frío a aquella hora y se arrebujaba dentro de su chaquetón mientras se adentraba en el sucio y maloliente callejón. De pronto, un bulto extraño apareció ante sus ojos.
No se había repuesto aún de su sorpresa cuando otro cochero, llamado Robert Paul, entró en Buck's Row procedente también de Brady Street. No hubo necesidad de cruzar muchas palabras. Era evidente lo que tenían ante sus ojos. El cuerpo de una mujer se había cruzado en su camino. Estaba tendida en la acera izquierda, junto a una cuadra. Alguien había levantado su falda y la había dejado allí exhibiendo su intimidad, puesto que no llevaba ropa interior. Cross de inmediato supuso que estaba muerta, pero Paul prefirió agacharse y tocarla para comprobarlo. La desdichada tenía las manos frías y no respiraba.
Los cocheros se dijeron que lo mejor era ir en busca de algún policía. Caminaron por Old Montague y por Brick Lane, y vieron al agente Constable Mizen (número 55 de la División H, de Whitechapel) en el lado oeste del cementerio judío, cerca de Hanbury Street. Los tres regresaron a Buck's Row y, para su sorpresa, descubrieron a dos hombres junto al cadáver. La débil luz de la linterna de Mizen rasgó las tinieblas cuanto pudo, que no era mucho, y descubrieron que los intrusos eran los agentes John Neil (número 97 de la División J) y John Thain (96 de la misma División J), quienes en su ronda se habían tropezado con el cuerpo de Mary Ann. Los dos policías patrullaban en soledad, pero aquel callejón era un punto en el que sus respectivas áreas de vigilancia convergían. Al parecer, Neil había llegado a las cuatro menos cuarto y alumbraba con su lámpara de ojo de buey el cuerpo de la mujer. Lo extraordinario era que la ronda de Neil lo había hecho pasar junto a aquel establo a las tres y cuarto, y entonces no había visto ni oído nada extraño.
Sonó el teléfono y Diego Bedia se sobresaltó. Sintió como si alguien lo agitara y lo sacara de un sueño extraño. Por unos instantes aquel relato lo había transportado a la noche del 31 de agosto de 1888. Le había parecido sentir la fría caricia de la niebla que brotaba del río Támesis, y en su boca se mezcló la saliva con la ceniza procedente de las chimeneas y del incendio de los muelles que se mencionaba en el relato. A Diego incluso le sorprendió que a su alrededor hubiera tanta luz después de haberse transportado a unas calles lóbregas y malolientes.
—Señor, soy Meruelo. —La voz del policía le pareció irreal—. He seguido al periodista y le he visto entrar en el local donde se reúne esa gente de la Cofradía de la Historia. El dueño de la cafetería se llama Antonio Pedraja. —Meruelo pasó las hojas de su bloc de notas y Bedia sonrió ante la meticulosidad de su compañero—. El tipo lleva toda su vida trabajando en cafeterías y parece que ha hecho algo de dinero en los últimos años. Aquí tiene trabajando para él a cuatro personas, y es propietario desde hace tres años. Antes pagaba un alquiler. Por lo que sé, arriba están algunos de los que componen esa cofradía, entre ellos Marcos Olmos y el doctor Guazo, además de otro médico —Meruelo volvió a pasar las hojas de su bloc—, Heriberto Rojas. Y acaba de llegar el político de marras, Morante. ¿Quiere que me quede por aquí?
—Sí, vamos a ver qué hace después Bullón.
—¿Sabe algo de Murillo?
—Aún no, pero espero que averigüe si fue Salcedo el que nos ha traicionado contándole todo lo que sabe al periodista.
Los ojos de Diego se enredaron de nuevo en el segundo artículo que Bullón había dedicado al asunto y se preguntó qué nuevas sorpresas lo aguardaban en los próximos días. Luego, regresó a la lectura del informe.
El cuerpo sin vida de Mary Ann Nichols estaba junto a los establos propiedad del señor Brown, y casi debajo de la ventana de la casa de Emma Green, una viuda que vivía en compañía de sus dos hijos y de su hija. La señora Green declaró no haber escuchado nada anormal aquella noche. Dormía junto con su hija en la parte delantera de la vivienda y se acostó alrededor de las once. Sus dos hijos se habían ido a dormir antes que ella. Otros vecinos de la calle que fueron interrogados declararon también que nada extraño había perturbado su sueño aquella infausta noche.
Sin embargo, lo cierto era que Polly Nichols yacía muerta en la acera. Su cabeza miraba al este. Junto a ella, a su derecha, había quedado el sombrero de paja del que tan orgullosa se había mostrado horas antes en el albergue. Las faldas estaban subidas por encima de sus caderas. Las palmas de las manos se mostraban abiertas, hacia arriba, y los brazos estaban extendidos a lo largo del cuerpo. Los intestinos de la mujer miraban llenos de curiosidad a los dos cocheros y a los tres policías a través de la terrible herida abdominal.
El policía Neil creyó advertir aún cierta temperatura en la víctima, y ordenó a Thain que fuera a casa del doctor Rees Ralph Llewellyn, que vivía en el número 152 de Whitechapel Road. En aquella época, los médicos hacían la función de forenses e incluso tomaban la decisión, que hoy corresponde a un juez previo certificado médico, de trasladar el cadáver. Llewellyn no era un especialista, sino un médico de medicina privada que no formaba parte del grupo de galenos que habitualmente trabajaban para Scotland Yard y que atendían a los agentes en caso de necesidad y acudían a los lugares de los crímenes cobrando por ello una o dos libras por autopsia efectuada. En aquella ocasión se acudió a Llewellyn, simplemente, porque vivía a solo unos trescientos metros de Buck's Row.
Mientras Thain iba en busca del doctor Llewellyn, el agente Mizen fue enviado a por refuerzos a la comisaría de Bethnal Green. Por su parte, el agente Neil inspeccionó la zona. La puerta del establo o almacén junto a la que yacía el cadáver tenía unos dos metros de altura y estaba cerrada. En la acera de enfrente estaba situado el almacén Essex Wharf. Neil llamó a la puerta y salió un hombre llamado Walter Purkins, quien declaró no haber escuchado ruido alguno. Tampoco su mujer ni sus hijos. Se habían acostado alrededor de las once y media.
Para entonces había llegado también el sargento Kirby, que fue el encargado de interrogar a la señora Green, quien vivía en el número 2 de Buck's Row y bajo cuya ventana estaba el cadáver.
Los policías repararon en algunos datos singulares. No se vieron huellas de carro, y les pareció que había poca sangre para el tipo de lesiones que presentaba la mujer. ¿La habían matado allí o la había dejado allí después de asesinarla en otro lugar?, se preguntaron.