Las violetas del Círculo Sherlock (33 page)

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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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—¿Qué quieres saber?

—No lo sé —respondió Diego—. Nada en concreto y todo a la vez. Creo que quien está detrás de todo esto es alguien que o pertenecía a vuestro grupo u os conocía a todos muy bien.

Sergio se alegró de que fuera Diego quien pusiera en voz alta aquella sospecha. Él también había llegado a esa conclusión, pero le costaba poner voz a sus pensamientos. Le resultaba especialmente doloroso decir aquello, porque suponía enfrentarse a sombras de su pasado.

—No es preciso ser Sherlock Holmes para sospecharlo —añadió Diego—. Hasta ahora tenemos dos cartas escritas por una persona desconocida en tu propio ordenador y usando tus propios folios. Quienquiera que sea te conoce bien, sabía dónde estabas y parece ser un erudito de las aventuras de Holmes, como tú. Los mensajes tienen que ver con esas historias de detectives, y el asesinato de Daniela fue anticipado en la primera carta. E igualmente en el crimen se simuló uno de los cometidos por Jack el Destripador, al que parece ser que vosotros dedicasteis tiempo mientras existió el círculo, ¿no es así?

Sergio asintió con la cabeza, luego suspiró profundamente.

—Está bien, ¿qué quieres que te cuente?

—Para empezar, háblame de cómo eran tus relaciones con los demás.

Sergio reflexionó durante unos segundos antes de responder. ¿Sus relaciones con los otros miembros del círculo? Pues, para ser sinceros, no habían sido demasiado buenas, al menos con una parte de ellos. Y ahora, veinticinco años más tarde, debía reconocer que en gran medida eso había sido así por su arrogancia y su soberbia.

—Verás —carraspeó—, no quiero ocultarte que mi carácter me pierde en muchas ocasiones. Reconozco que soy bastante soberbio y distante, y en los tiempos de estudiante creo que lo era aún más. Supongo que la edad, como a Holmes, me ha dulcificado. —Su boca trazó una sonrisa amarga—. Y al final me las han dado todas en el mismo papo, como ya sabes.

Diego sonrió. Suponía que Sergio se refería a la jugada que le había hecho Clara Estévez. Sin poder evitarlo, su pensamiento se desplazó hacia aquella enigmática mujer a la que vería seguramente tan solo dentro de unas horas. Ella había prometido responder a las preguntas que fueran necesarias.

—Como ya has observado —prosiguió Sergio, ajeno a la dirección que habían tomado los pensamientos del policía—, mi hermano y yo tenemos una memoria bastante mejor que la de la media de la gente. En nuestros tiempos de estudiantes eso era una bendición. Apenas teníamos que dedicar unas horas de estudio para memorizar lo que los demás tardaban días en aprender. Teníamos mucho tiempo libre y lo llenábamos leyendo o aprendiendo idiomas. Yo hablo varios bastante bien. —Sergio se interrumpió cuando llegó el camarero con los dos cafés. Esperó a que el camarero se fuera para proseguir—: Esa misma facilidad para memorizar las cosas permitía a mi orgullo engordar más y más. Nadie parecía estar a mi altura, salvo Marcos, cuya capacidad es bastante mayor que la mía. Pero, al contrario que yo, Marcos es un tipo humilde, no le importan más que sus libros y la historia de esta puta ciudad. Yo, en cambio, siempre he sido tremendamente vanidoso.

—¿Quieres decir que no eras muy popular en el círculo?

—No, no es eso —negó Sergio—. Claro que era popular, solo que precisamente por eso tuve serios problemas en alguna ocasión.

—¿Qué tipo de problemas?

—Discusiones, e incluso peleas con algunos otros a los que humillaba burlándome de sus conocimientos sobre Holmes.

—Explícate.

—Está bien, pero tal vez sea tarde para que te cuente todo esto. —Miró de reojo su carísimo reloj.

—No tengo prisa, ¿y tú?

—Ninguna.

Al mirar hacia su pasado con absoluta sinceridad, Sergio comprendió que, con la excepción de su hermano Marcos, todos los miembros del círculo podían haberse sentido ofendidos por su arrogancia en alguna o en muchas ocasiones. Después de tantos años, sin embargo, creía que podía ser algo más benévolo consigo mismo. Le parecía que, aunque seguía siendo un hombre frío y distante, ya no era el muchacho soberbio de aquellos años. Sabía que Watson había escrito en «La aventura de la casa vacía» que los años de ausencia no habían suavizado el carácter de Holmes; pero esa apreciación del doctor no era del todo cierta. Tal vez la manera en que el detective trata a su amigo a partir de entonces es aún más despectiva y un tanto tiránica, pero Holmes había cambiado tras su enigmática desaparición en las cataratas de Reichenbach. Ya no consumía cocaína, y hay historias, como «La aventura de la inquilina del velo»
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, en la que una mujer llamada Eugenia Ronder le cuenta la desgracia que padeció cuando un león arrancó un mal día la belleza de su rostro para siempre, y Holmes se mostró conmovido y la consoló. Incluso Watson se vio obligado a escribir que pocas veces había visto gestos de humanidad como aquel en su amigo. Y unos años después, cuando el doctor fue tiroteado salvando la vida a Holmes
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, se vio al detective tan afectado que Watson escribió que había comprobado que aquel gran cerebro poseía también un gran corazón.

De modo que algo había cambiado en Holmes tras sus misteriosos años perdidos. Algunos exegetas han dicho que se vio influenciado por el budismo tibetano, y de hecho Sherlock confesó a su compañero tras su sorprendente reaparición que, entre otros lugares, había estado en el Tíbet y se había entrevistado con el Gran Lama en Lhasa.

Pero más allá de que Holmes se hubiera dejado influenciar o no por el budismo, sí parecían advertirse cambios en su carácter. Y si alguien que reconocía que su cerebro había dominado siempre sobre su corazón había podido cambiar, Sergio también creía posible que su viejo orgullo hubiera menguado ahora que se acercaba a los cincuenta años y Clara le había propinado la mayor de las bofetadas que recordaba.

De modo que sí, reconoció al policía, había sido un cabrón estirado cuando trató con los demás en el Círculo Sherlock.

—Cuéntame algo sobre tus relaciones con ellos. Por ejemplo, con Morante.

Diego no había elegido al azar ese nombre. Que Ilusión, la prostituta, hubiera sido agredida por simpatizantes del político, tal vez liderados por Toño Velarde, era algo que tenía presente durante la investigación.

Con Jaime Morante había discutido pocas veces, pero fueron memorables, respondió Sergio. Se necesitaba ser muy impertinente para sacar de sus casillas a Morante, un hombre calculador, frío y tremendamente inteligente. El lenguaje matemático parecía no tener secretos para él, lo mismo que la parte más oscura de las historias holmesianas. A Morante le apasionaban precisamente los adversarios que el detective había tenido durante su carrera. Él explicaba esa devoción diciendo que cuanto más afilado era el ingenio del contrincante, con mayor precisión trabajaba la materia gris de Holmes. Morante amaba el modo en que el detective razonaba, en completa soledad, y no haciendo partícipe a nadie de sus deducciones hasta que llegaba el momento preciso. Holmes, como dejó escrito Watson, llevaba al extremo el principio de que el único conspirador seguro es el que conspira solo
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. Así era Morante, al menos en los tiempos universitarios en que Sergio lo conoció. Siempre sumido en sus silencios, analizando a los demás a través de aquellos ojos de lagarto escondidos tras sus perennes ojeras.

Por supuesto, el personaje por el que el estudiante de matemáticas tenía mayor simpatía era por Moriarty, el antagonista de Holmes por excelencia. Sin embargo, el incidente que marcó las relaciones entre Sergio y Jaime tuvo que ver con otro de los grandes criminales a los que tuvo que enfrentarse Sherlock: Charles Milverton, quien, en palabras del detective, era «el hombre más malo de Londres».

Aquella tarde en el círculo, Morante había dado una exhibición sobre Milverton, el rey de los chantajistas. La tertulia estaba integrada en aquella ocasión por Bada, Víctor Trejo, Enrique Sigler y Sergio. Ni Guazo ni Tomás Bullón estuvieron presentes cuando Sergio y Morante llegaron a las manos.

Morante había recordado detalles físicos del chantajista Charles Milverton que ni siquiera Sergio había sido capaz de recordar, lo que había producido un extremo placer al matemático. ¿Quién podía acordarse de cuántos años tenía Milverton, un tipo bajo, de cara redonda y gafitas de montura de oro? Al ver que Sergio no recordaba ese dato, Morante esgrimió una sonrisa de triunfo realmente perversa. Entonces, con voz untuosa, dijo que Milverton tenía cincuenta años cuando ocurrieron los hechos narrados en aquella aventura
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.

Tanto escoció a Sergio la derrota que reprochó a Morante la que calificó como perversa pasión por los más miserables criminales de las historias de Holmes. No contento con ello, insinuó que tal vez su pasión no era por los criminales, sino por el mal. Y, ya embalado como estaba, se mostró sarcástico al afirmar que si Holmes estuviera allí no habría considerado a Milverton, como afirmó en aquella aventura, el asesino que mayor repulsión le causaba de entre los cincuenta con los que se había tenido que enfrentar. De haber estado con ellos aquella tarde, dijo, el que más repulsión le hubiera generado era Morante, por su enfermiza pasión por lo que hacían los criminales y que él tal vez no se atrevía a llevar a cabo por pura cobardía o por incapacidad intelectual para ello.

A partir de ese instante, los hechos se sucedieron de un modo rápido e imprevisto. La máscara habitual que Morante tenía por expresión se quebró. Fue sustituida por la ira pintada en sus ojos y la rabia en su boca. Saltó de su sillón de un modo tan vigoroso como inesperado y se lanzó a por Sergio Olmos dispuesto a obligarle a comerse su ofensa. Pero Sergio estuvo suficientemente rápido como para evitar la acometida.

Los otros miembros del círculo sujetaron a los dos estudiantes. Morante y Sergio intercambiaron miradas desafiantes. El matemático retó al estudiante de filología diciéndole que, si esperaba vencerle, jamás lo conseguiría. Sergio sabía muy bien de dónde había tomado aquella frase el matemático, de modo que no le sorprendió lo que dijo a continuación el flemático Morante:

—Todo lo que tengo que decir ya ha pasado por su pensamiento.

A los demás aquel diálogo les pareció de lo más críptico.

—Entonces tal vez mi respuesta ya ha pasado por el suyo.

—¿Qué coño queríais deciros de ese modo? —preguntó Diego.

—Reprodujimos una parte del diálogo que el malvado profesor Moriarty mantiene con Holmes en «El problema final» —explicó Sergio—. Moriarty dirigía en la sombra a todos los criminales de Londres y Holmes se las había arreglado para encontrar una fisura en la intrincada red que el criminal había tejido a su alrededor. Moriarty amenazó a Sherlock, pero este no se inmutó. Luego sufrió varios intentos de asesinato y finalmente tuvo que huir de Londres hasta que la policía cerrara el lazo alrededor de la organización de Moriarty.

—De manera que nuestro candidato a la alcaldía se sentía más identificado con los criminales que con la ley. —Diego resopló.

—Era un juego intelectual, nada más —explicó Sergio—. Cosas de estudiantes que nos creíamos eruditos; o sea, una estupidez propia de jóvenes.

¿Cosas de estudiantes? El inspector Diego Bedia procesó en silencio la información. La masticó con calma y trató de sacar el máximo sabor posible. Al colocar los focos sobre Jaime Morante desde un ángulo tan inédito, Diego advirtió matices inquietantes en el político. ¿Sería posible que una tertulia literaria de antiguos universitarios le jodiera a él la vida?, se preguntó. ¿Era una simple casualidad que tres —en realidad cuatro si se añadía a Marcos Olmos en el lote —de aquellos antiguos estudiantes fueran de la misma ciudad? ¿Qué podía pensar del hecho de que otro más, el periodista, hubiera irrumpido como un elefante en una cacharrería publicando aquellos artículos incendiarios?

—¿Y Bullón? —preguntó Diego—. ¿Cómo te llevabas con Bullón?

—Tomás y Sebastián, quiero decir Bullón y Bada —precisó Sergio—, tenían una pasión diferente a la mía o a la de Morante. Por supuesto que habían leído las historias de Holmes, pero lo suyo, o de eso presumían al menos, eran los personajes secundarios; es decir, aquellos en los que apenas nadie repara. Hasta que yo me incorporé al círculo, creían saberlo todo sobre ellos.

—No me digas más —rio Bedia—, también los humillaste y tuviste con ellos alguna diferencia.

—Todavía me duele el puñetazo que Bada me dio una tarde en una cervecería —bromeó el escritor.

A continuación, rememoró para el policía la famosa pelea de aquella ya lejana tarde de cervezas. Pero confesó que no fue la única disputa seria que mantuvo con ellos. Incluso después del entierro de Bada, Bullón y Sergio se enzarzaron en una discusión en la que, como de costumbre, Sergio salió airoso a costa de ridiculizar al estudiante de periodismo.

Como solía suceder, el alboroto se generó de la manera más inesperada. Sucedió al mencionarse durante una tertulia el nombre de Shinwell Jonson. Aquella tarde el debate había girado a propósito de los espías con los que Holmes contaba en los bajos fondos de Londres. Shinwell, un tipo tosco, grandote, de rostro colorado y aspecto muy poco inteligente, era uno de aquellos informadores. Al mencionar su nombre, todos se situaron mentalmente en «La aventura del cliente ilustre», pues es en esa historia donde se menciona a Jonson.

Aprovechando sus excelentes conocimientos sobre esos personajes aparentemente inservibles, Bullón trató de incrementar su prestigio preguntando a los demás si recordaban el nombre del presidio en el que, según se dice en esa aventura, Shinwell Jonson había cumplido dos condenas.

Aún no se había incorporado al círculo Marcos Olmos. De hecho, fue en aquella reunión, la primera tras dar sepultura a Bada, cuando Víctor Trejo sometió a votación la posibilidad de invitar al mayor de los hermanos Olmos a integrarse en el club. De manera que, al no estar Marcos, solo Sergio podía ser capaz de conservar aquel dato en su extraordinaria memoria. Y, desgraciadamente para Bullón, Sergio dijo el nombre de aquella prisión: Parkhurst. Pero Sergio no estaba satisfecho con anotarse aquel tanto inverosímil y dio un paso más. Refrescó la memoria de los demás mientras caminaba arriba y abajo por el local del círculo dando algunos detalles del contenido de aquella historia, en la que se menciona la existencia de un chantajista de mujeres llamado Adelbert Gruner. Morante aguzó el oído al escuchar el nombre de uno de sus malvados favoritos, un tipo que guardaba fotografías y detalles escabrosos de la vida de algunas mujeres para, posteriormente, chantajearlas. Pero el reto que Sergio lanzó a los contertulios fue totalmente inesperado.

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