El precio del alquiler, naturalmente, era alto. Sergio era consciente de que aquella zona de la ciudad, entre Marylebone y Regent's Park, era una de las más exclusivas del centro de Londres. ¿Podía permitírselo? Se respondió que sí y cerró el trato. Se trasladaría allí a comienzos del próximo mes. La casa estaba totalmente amueblada, de modo que no tendría necesidad de comprar ningún mueble. Asimismo, tendría tiempo de negociar los términos de la extinción de su actual contrato de alquiler en Sussex. Londres, se dijo, era un magnífico lugar para vivir.
Totalmente entusiasmado, Sergio paseó por aquel impresionante estudio situado en la planta bajo cubierta. Escuchó decir al agente inmobiliario que aquella casa tenía ciento cincuenta años de historia y, para sorpresa suya, el tipo mencionó el insólito dato de que en aquella misma calle, tal vez en aquella misma casa, había vivido el doctor Watson.
—Ya sabe, el compañero de Sherlock Holmes —añadió el vendedor, un hombre alto, de expresión severa y labios finos que vestía un traje de corte anticuado.
Sergio se volvió hacia el agente inmobiliario al escuchar aquel dato, pero toda su atención había sido atraída por una pequeña puerta situada en una de las esquinas del estudio.
—¿Qué hay allí? —preguntó.
—¡Oh! —exclamó el vendedor—. Se trata de un pequeño trastero.
La madera del suelo crujió cuando Sergio se acercó hasta la pequeña puerta. El techo, que era abuhardillado, le obligó a agacharse para acceder al trastero. Abrió la puerta y se encontró con una pieza de no más de seis metros cuadrados que, contra lo que había pensado, estaba inmaculadamente limpia. El suelo era también de madera, y al mirarlo fue cuando se produjo el parto de la nueva novela de Sergio Olmos.
—¡Me lo quedo! —dijo.
El agente inmobiliario sonrió con regocijo y se frotó sus manos regordetas.
Nada más poner el pie en la pequeña casita de Sussex, Sergio comenzó a hilvanar su particular biografía novelada de Sherlock Holmes. El modo en que podía iniciar su nueva aventura literaria se lo había proporcionado el trastero de la que sería su nueva casa. La historia había comenzado a construirse sobre los siguientes pilares:
El 4 de octubre de 1902, John Hamish Watson contrajo matrimonio por tercera vez. Sergio no había podido evitar acordarse de José Guazo al pensar en el amigo de Holmes. Y también lo había tenido muy presente cuando optó por elegir como esposa del doctor a Grace Dunbar, a quien Watson conoció durante «La aventura del puente de Thor», en detrimento de las otras dos candidatas que los holmesianos han barajado: lady Violet de Merville y lady Francés Carfax.
Si W. S. Baring-Gould está en lo cierto en su obra
Sherlock Holmes de Baker Street
, Watson falleció, posiblemente en Queen Anne Street, el miércoles 24 de junio de 1929. Lo que Sergio Olmos iba a añadir en su novela era algo trascendental.
Watson había mostrado en muchas de sus narraciones una verdadera obsesión por salvaguardar el buen nombre de algunos de los clientes de Holmes, razón por la cual no había publicado esas historias. En otros casos, la discreción se debía a razones políticas, o a que la aventura carecía de interés literario. Pero el doctor conservaba todos aquellos documentos en una caja de hojalata en la que aparecía su nombre. Aquella caja, según él mismo dice en «La aventura del puente de Thor», estaba depositada en la sucursal bancaria Cox & Cox, en Charing Cross. Pues bien, Sergio proponía al lector un juego: ¿y si Watson ocultó también entre sus papeles la información capaz de desvelar dónde pasó Holmes los años que sus biógrafos consideran perdidos?
El temor que Watson sentía por que aquellos secretos cayeran en manos de desaprensivos se fue incrementando con la edad, según la tesis de Sergio. Y, pocos días antes de su muerte, ordenó que le trajeran su preciado archivo desde el banco hasta su casa. En el trastero del estudio de su vivienda en Queen Anne Street, el médico había preparado un magnífico escondite para su archivo bajo el suelo de madera. Tan bien se había realizado el trabajo que resultaría imposible localizarlo, y el doctor lo tendría a mano en caso de necesidad.
El juego literario proseguía sobre la base de que, casi cien años después, el destino había hecho que Sergio Olmos alquilase la misma casa en la que Watson había vivido. Y la casualidad había hecho el resto: Sergio había encontrado los archivos de John Watson.
A partir de aquella idea, la historia había comenzado a fluir con rapidez. Y fue entonces cuando sonó el teléfono de Sergio. Eran las cinco de la tarde y la niebla había devorado finalmente a las ovejas que pastaban frente a su casa.
7 de noviembre de 2009
S
ergio no llegó a tiempo para el funeral, pero sí se pudo sumar al minúsculo cortejo fúnebre que acompañó al difunto doctor José Guazo hasta su última morada.
Cuando el día anterior su hermano Marcos le comunicó que Guazo había fallecido en el hospital, Sergio intentó por todos los medios encontrar un vuelo que le permitiera estar todo el tiempo posible con Marcos, cuya voz había transmitido todo el dolor que sentía, y con su difunto amigo. Sin embargo, los horarios de los vuelos se lo impidieron.
Durante el viaje, Sergio trató de evocar los momentos más felices que había pasado en compañía de Guazo, pero tuvo que admitir que no eran muchos, o al menos él no los recordaba. En su diario, el doctor había retratado con escrupulosa exactitud cuál había sido el comportamiento de Sergio hacia él. Lo más terrible, se dijo, era que realmente Guazo lo había querido de verdad.
Eran las cinco de la tarde. El viento hería con su frialdad y las hojas de los árboles volaban sin rumbo. Aquel día de otoño agonizaba con rapidez.
Cuando Sergio vio a su hermano al salir de la iglesia, se estremeció. Marcos estaba demacrado y su piel tenía un tono anormalmente amarillento. Los ojos del hermano mayor estaban enrojecidos y, a pesar de estar envuelto en un grueso abrigo azul marino un tanto pasado de moda, parecía tiritar.
La extraordinaria conversión del doctor Guazo en el nuevo Jack el Destripador no había sido olvidada ni perdonada en la ciudad. Apenas un puñado de personas le dio el último adiós al médico, pero Sergio se sorprendió por la fidelidad que le mostraron todos los miembros del Círculo Sherlock. Allí estaba Víctor Trejo, tan elegante que podía competir sin dificultad con el propio Sergio. También vio a Tomás Bullón, desaliñado y con barba de varios días, y a Jaime Morante, a quien acompañaba Toño Velarde. Sergio los saludó con un movimiento de cabeza, y en especial a Morante, porque había demostrado valentía acudiendo al funeral de un hombre al que toda la ciudad había crucificado. Para un político, aquel gesto podía ser perjudicial.
Luego, Sergio vio a Clara del brazo de Enrique Sigler. Ella estaba tan deslumbrante como de costumbre; a Sigler ni siquiera lo miró.
Además del Círculo Sherlock, no faltaron a la triste cita algunos de los integrantes de la Cofradía de la Historia. Para empezar, don Luis, el viejo sacerdote, había oficiado la ceremonia, y también asistió Heriberto Rojas, el otro médico del grupo. No acudieron, en cambio, ni Santiago Bárcenas ni Manuel Labrador. Pedraja, el dueño de la cafetería donde se reunían, se había colocado junto a Morante.
Junto a todos ellos, Sergio descubrió a los inspectores Tomás Herrera y Diego Bedia. Al ver a este último una sonrisa afloró en sus labios. Tal vez, se dijo, había encontrado en el policía a un amigo, y, mirando al resto del círculo, Sergio pensó que quizá era su único amigo.
Cuando acabó la ceremonia, Sergio se acercó a Tomás Bullón. Había algo que solo el periodista le podía contar; algo que no había podido preguntarle después de la detención de Guazo.
—Tomás —Sergio tocó el hombro derecho de Bullón—, te quería preguntar algo.
—Mmmm.
—¿Qué pasó cuando Estrada detuvo a Guazo? ¿Por qué le disparó?
—¿A qué viene eso ahora? —Bullón miró a Sergio como si fuera un perfecto desconocido—. Ya se lo dije a la policía mil veces. Estrada me había dado el soplo para que le hiciera una foto en pleno acto heroico, y cuando llegué me encontré a los dos en el salón de Guazo. De pronto, Guazo metió la mano en el interior de la bata, y yo le grité a Estrada. Supongo que los dos pensamos que Guazo iba armado, y Estrada disparó.
—Pero José no llevaba ninguna pistola.
—No, pero hizo un gesto extraño. Dijo algo sobre ti; que deberían darte no sé qué, o algo parecido. Oye —dijo Bullón con un brillo pícaro en los ojos—, ¿sabes que me han ofrecido un adelanto cojonudo para escribir un libro sobre todo esto? ¡Te voy a hacer la competencia! —añadió en medio de una sonora carcajada que pareció un sacrilegio en medio del camposanto.
Todos se volvieron hacia Bullón, a quien no pareció molestarle ser el centro de todas las miradas. Sergio, en cambio, no sabía dónde meterse. Cuando Bullón se alejó, Sergio escuchó una voz familiar a su espalda.
—Ya sabes que Tomás no es muy diplomático.
Sergio cerró los ojos, como si aquellas palabras le hubieran provocado un dolor insoportable. Luego, se giró para ver un primer plano de los ojos de Clara.
—Hola, Clara. —Sergio la contempló con la misma reverencia con que se admira a una porcelana china. Se alegró de que Sigler estuviera hablando con Morante y los demás—. Estás preciosa.
—Gracias —respondió ella con una sonrisa—. Y tú tan elegante como siempre. De negro y blanco.
—Eso no puede sorprenderte —respondió Sergio, y luego miró la tumba de Guazo—. En cambio a mí no me deja de sorprender que siempre me traicionen los más próximos. —Sus ojos viajaron desde la tumba del médico hasta el rostro de Clara.
—Yo no te traicioné exactamente —respondió Clara con brusquedad.
Sergio no respondió. En realidad, ya no estaba seguro de nada de lo que había ocurrido entre ellos.
—Pienses lo que pienses —dijo Clara—, nunca podremos olvidarnos. Ni siquiera Holmes pudo olvidar a Irene.
Sergio la vio alejarse en dirección a Sigler mientras él saboreaba el gusto amargo de aquel vaticinio. Desde luego que Holmes, incluso habiendo sido burlado por Irene Adler, nunca la olvidó. De hecho, algunos estudiosos de su vida sostienen que se encontró con ella en Montenegro en 1891, durante los enigmáticos años perdidos del detective. Por aquel entonces, ella había regresado a los escenarios y actuaba en la ópera de Cetinje, capital entonces de aquel país. Se representaba
Rigoletto
y, en la tercera noche de actuación, Irene recibió un billete de un admirador que decía haber vivido en Baker Street.
Según esa teoría, ambos iniciaron una relación amorosa que tuvo como fruto un niño al que ella dio a luz en marzo de 1892 en Nueva Jersey.
—Clara, espera —gritó Sergio. Ella se volvió—. Mi nueva dirección —le dijo Sergio al tiempo que le entregaba un papel en el que había anotado el número de Queen Anne Street—. Me mudo allí el mes próximo. Tal vez un día vayas por Londres.
—¡Londres! —exclamó Clara—. ¡Vaya! —Sonrió y guardó el papel en su bolso. Después, se encaminó en dirección a Sigler y a los demás sin volver la vista atrás.
En ese momento, Sergio vio que el inspector Bedia se acercaba hacia él.
—Me alegro de verte —dijo el policía estrechando con fuerza la mano derecha de Olmos.
—Yo también.
—Oye, andamos con un poco deprisa —dijo, mirando a Tomás Herrera, quien a su vez saludó a Sergio con un movimiento de cabeza—, pero me gustaría charlar contigo. ¿Hasta cuándo estarás? ¿Podemos cenar juntos esta noche?
—Bueno, me quedaré un par de días. —Sergio miró a su hermano, que se acercaba a ellos, y bajó la voz—: Estoy preocupado por Marcos, esto le ha afectado mucho.
—¿Por qué no os venís los dos a cenar hoy con Marja y conmigo?
—De acuerdo.
—¿Te parece bien a las nueve en mi casa?
Sergio asintió.
—¿Ella vendrá? —preguntó casi en un susurro Diego.
Sergio miró a Clara, pero Diego le corrigió.
—Me refiero a Cristina.
—No lo sé. No la he llamado.
—Entiendo.
El inspector se despidió de los dos hermanos. Sergio lo vio dirigirse hacia la salida del camposanto en compañía de Tomás Herrera.
—¿Te apetece ir a ver a nuestros padres? —le preguntó Marcos.
¡Dios mío!, pensó Sergio. Ni siquiera se le había ocurrido.
—Claro, vamos.
Las tumbas de Siro Olmos y de su esposa se encontraban al otro extremo del camposanto. Los dos hermanos caminaron en silencio entre las tumbas. Cuando llegaron, Sergio advirtió que las lápidas de sus padres estaban impecablemente limpias y tenían flores frescas.
—Las limpio cada semana —explicó Marcos.
Sergio miró a su hermano de soslayo, y lo admiró una vez más. Y, una vez más, lo admiró en silencio. Después, su mirada regresó a las lápidas. Las caras de sus padres lo contemplaron desde una fotografía. Quiso decirles algo. Quiso decirles tantas cosas… Después, su mirada se perdió entre las flores con las que su hermano adornaba las dos tumbas. Al verlas, estuvo a punto de decir algo que se le acababa de ocurrir, pero otra idea se cruzó en su camino.
—Me gustaría ir al piso de José —dijo a su hermano.
Marcos dio un respingo.
—¿A qué viene eso?
—Hay algo que no acabo de entender —respondió Sergio—. ¿Por qué hizo aquel gesto ante Estrada que le costó el disparo?
—No lo sé —confesó Marcos—. Pero, si quieres ir al piso, lo tienes fácil.
—¿Ah, sí? —Sergio lo miró estupefacto.
—Tengo una llave. Guazo tenía también una de mi piso, por si surgía alguna emergencia.
Marja estaba particularmente bella aquella noche. Su melena pelirroja caía sobre sus hombros dibujando unos rizos que la asemejaban aún más a su hermana Jasmina. Sergio sintió una vez más una punzada de celos al ver a Diego y a su novia mirarse con complicidad. Él también podría disfrutar de una relación así, pero, bien por cobardía o por puro egoísmo, había dejado pasar la oportunidad de compartir con Cristina momentos como los que ahora envidiaba.
A pesar de que estuvo a punto de hacerlo, finalmente no había llamado a Cristina. No se atrevió. No le pareció lógico que, un mes después de haber sido incapaz de comprometerse con ella en nada, apareciera ahora proponiéndole acompañarlo a una cena de amigos.
La velada fue agradable. Diego y Marja se habían esforzado para agasajar a los hermanos Olmos. Pero Marcos, como ya había observado Sergio en otras ocasiones, comió muy poco.