El diario de José Guazo cayó de las manos de Sergio. El pequeño de los dos hermanos Olmos tardó unos segundos en descubrir que estaba llorando. El retrato que temía encontrar en aquellas páginas había sido más cruel de lo que esperaba.
A pesar de que habían transcurrido ya cinco días desde que se hizo pública la detención del doctor José Guazo como responsable de los crímenes que habían aterrorizado a los vecinos en las últimas semanas, la ciudad no lograba sacudirse de encima la conmoción que la noticia había producido.
José Guazo era un hombre respetado en la comunidad. De él se conocía no solo su faceta como médico, sino también como miembro ilustre de la Cofradía de la Historia. Aquel grupo de notables gozaba de un reconocido prestigio social, y a ello se unía la labor social que Guazo había llevado a cabo en la Casa del Pan ofreciendo sus servicios médicos a los inmigrantes de forma gratuita.
—Aún no me lo puedo creer —dijo Heriberto Rojas. El doctor parecía realmente consternado—. Creía conocerlo bien —añadió, negando con la cabeza.
—Esta ciudad es una caja de sorpresas —aseguró el abogado Santiago Bárcenas—, y no todas son agradables.
—Lo que hay aquí es mucho desagradecido y mucho hijo de puta —bramó Labrador, el empresario de la construcción—. Guazo ha cometido esos crímenes, de acuerdo, pero ahora parece que todo el mundo lo juzga como si fuera un monstruo, olvidando lo que hizo por muchos de nosotros siendo médico.
—En eso tiene usted razón —terció Pedraja, el dueño de la cafetería en la que los cofrades tenían su sede—. Ahí está el caso del señor Morante —dijo, mirando al profesor de matemáticas—, el mejor alcalde que podíamos haber tenido, y la gente le dio la espalda.
Jaime Morante no levantó la mirada del periódico del día. Por toda respuesta, emitió un gruñido. No quería volver a hablar de su fracaso electoral, y Pedraja demostraba una vez más su estupidez mencionando lo que Morante consideraba ya un incidente del pasado. El candidato derrotado se sumergió en la lectura del último artículo firmado por Bullón titulado: «Una sinfonía de horror inacabada».
La sorprendente detención del prestigioso médico José Guazo como autor de los cuatro asesinatos cometidos en la ciudad evitó que la sangrienta sinfonía que el doctor estaba componiendo en las calles pudiera concluirse.
Guazo pretendía emular a Jack el Destripador, a quien los estudiosos atribuyen al menos cinco asesinatos —no faltan autores que creen que mató al menos a dos mujeres más—, de modo que José Guazo no pudo concluir su obra. Y precisamente la última víctima de Jack está rodeada de un halo de misterio y romanticismo que la ha convertido en la más famosa de todas las mujeres que descubrieron que el final de sus días limitaba con el filo del arma de Jack.
Mary Jeannett Kelly, así se llamó la última mujer a la que Jack quitó la vida. Mary Jean Kelly era conocida en Whitechapel por varias razones: en primer lugar, porque era especialmente bella; y, en segundo lugar, porque tenía un fuerte carácter que hacía que no permitiera competencia en la zona en la que ella trabajaba. Como una loba, marcaba su territorio en las inmediaciones del pub Ten Bells, en Commercial Road.
Dark Mary, como la conocían en el barrio, no era como las otras prostitutas. Era joven —veinticinco años en el momento en que fue asesinada—, rubia, bella y elegante. Dicen que incluso sabía leer, algo insólito entre las de su clase en Whitechapel. Sus ojos eran azules y su tez, blanca. Era alta y fuerte, y solo se parecía a las demás prostitutas del barrio en que adoraba la ginebra.
Había nacido en Limerick, aunque no está claro si el acontecimiento sucedió en la misma ciudad o en la región que lleva ese nombre. La mayor parte de la información que se tiene de ella procede de las declaraciones que tras el asesinato realizó el hombre con quien compartió los últimos meses de su vida, Joseph Barnett. Se ha dicho que Mary tenía siete hermanos y una hermana, y que su padre, John Kelly, trabajó en una fábrica de fundición de hierro en Carmarthenshire, adonde la familia se trasladó cuando Mary era una niña.
Quienes han pretendido reconstruir su vida aseguran que Mary se casó a la temprana edad de dieciséis años con un hombre llamado Collier Davis. Sin embargo, la muerte de su esposo en una mina arrojó a Mary a la más absoluta miseria. Se trasladó a Cardiff y comenzó a ejercer la prostitución.
Se han construido románticas historias que aseguran que trabajó en una mansión de Cleveland Street, o que fue prostituta de lujo en el West End, e incluso que mantuvo una relación con un caballero que la llevó a vivir a París. De todas formas, no hay pruebas que permitan sostener esas historias.
Lo que parece seguro es que Mary Kelly se afincó en Whitechapel y prosiguió su carrera como prostituta. También parece seguro que vivió con varios hombres antes de conocer a Barnett el 8 de abril de 1887. Desde entonces, Mary vivió con él una tormentosa relación llena de amor y discusiones.
La última víctima de Jack se instaló junto a Barnett en Miller's Court, una especie de patio interior al que se accedía desde Dorset Street a través de un pasadizo que tenía forma de arco. Se trataba de una habitación que pasaría a la historia el 9 de noviembre de 1888. Tenía alrededor de nueve metros cuadrados y estaba a nivel del suelo. De hecho, desde una de las dos ventanas que tenía se podía abrir la puerta de entrada. El mobiliario era escaso: una cama, una mesita de noche, una mesa, una silla, un pequeño armario con vajilla, una chimenea y una reproducción del cuadro titulado La viuda del pescador.
A Barnett le molestaba profundamente que Mary diera cobijo en la habitación a algunas de sus amigas prostitutas. Tal vez como consecuencia de una de aquellas discusiones, el cristal de la ventana más próxima a la puerta de entrada se había roto. Una amiga de Mary que trabajaba como lavandera llamada María Harvey solía dormir allí un par de días a la semana. Barnett abandonó a Mary al encontrársela allí, y los días 5 y 6 de noviembre María durmió con Mary Jean Kelly…
—Una sinfonía de horror inacabada —murmuró Morante, una sonrisa torcida se dibujó en su cara—. Este Bullón es un artista.
9 de octubre de 2009
S
ergio Olmos había leído el diario de Guazo durante buena parte de la noche. Aquellas páginas amargas le habían desvelado tanto de la personalidad de su amigo como de sí mismo. El terrible retrato que Guazo había dibujado de Sherlock Holmes y de Sergio había tomado asiento en el sillón de aquella habitación de hotel y el escritor lo contemplaba atónito. Con cada renglón, con cada página, como si la maldición de la obra de Basil Hallward
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hubiera caído sobre él, la imagen de Sergio reflejada en el diario de Guazo se había tornado más y más aterradora.
El alba descubrió al escritor bañado en sudor. Se sentía culpable de la muerte de aquellas mujeres, y no solo por no haber sido capaz de descubrir la identidad de su asesino mucho antes, sino por haber incitado a Guazo a cometer aquella monstruosidad. Si no hubiera sido tan distante con Guazo; si prestara tanta atención a los sentimientos de las personas como la que dedicaba a los de sus personajes de novela, tal vez todo aquello no hubiera ocurrido jamás.
Al mirar hacia atrás, Sergio descubrió que carecía de amigos. No tenía nadie en quien confiar, salvo en su hermano Marcos. Solamente Marcos podía ser considerado una baliza emocional. No había otro hombro en el que llorar, si llorar era imprescindible.
El diario de Guazo había retratado tan bien los sentimientos de los miembros del Círculo Sherlock hacia Sergio que este supo que jamás encontraría en ellos a un amigo, si un día lo necesitaba. En cuanto a Clara, era evidente que la había perdido para siempre. Todas sus relaciones estaban destinadas al fracaso. Su frialdad, su falta de pasión, arrojaban agua en cualquier hoguera.
Aquella mañana, Sergio tomó dos decisiones. En ambas, lo sabía, primó su cobardía. En primer lugar, se despediría por la mañana del inspector Diego Bedia, a quien comenzaba a tomar cierto cariño. Lo mejor, como siempre había hecho en su vida cuando algo así ocurría, era huir.
Por la tarde abrazaría a Marcos antes de despedirse. Aunque era cierto que le preocupaba el claro derrumbe de su hermano mayor, a quien veía cada vez con la tez más apergaminada y hundido por los crímenes de Guazo, era mejor alejarse para no sufrir. Lo invitaría a ir a Sussex, se dijo, a pesar de que sabía perfectamente que Marcos jamás salía de aquella ciudad a la que tanto amaba.
Dejaría para la noche el último acto de cobardía del día.
A las nueve de la mañana, Sergio se acomodó por última vez en la cafetería del hotel. Siempre que podía, elegía la misma mesa, al fondo del local, junto a la pared. Se hizo traer café con leche, tostadas y zumo de naranja. También pidió el periódico. Desde el interior de aquellas páginas, Tomás Bullón desayunó con él:
Dorset Street era una calle temible, tal vez la más peligrosa de Londres. Los delincuentes encontraban allí un auténtico asilo político, porque ni siquiera la policía osaba adentrarse en ella sin temor. Sin embargo, Mary Kelly se movía por Dorset y por sus tabernas como pez en el agua, y ello a pesar de que los crímenes de Jack la habían hecho estremecer. No en vano, Annie Chapman había vivido en Dorset Street, y Hanbury Street, donde Annie fue asesinada, estaba a solo doscientos metros de la habitación que Mary ocupaba en Miller's Court.
El jueves, día 8 de noviembre, Maria Harvey estuvo por la tarde con Mary Jean Kelly. Al parecer, la lavandera preguntó a su amiga si podía dejar allí ropa sucia, una enagua blanca de niña, un gorro negro, un abrigo del mismo color, dos camisas de hombre y la papeleta de empeño de un chal gris.
La City de Londres, ajena a las miserias de Whitechapel, seguía su imperturbable vida. Aquel día, los ciudadanos respetables de la famosa Milla Cuadrada se preparaban para el desfile triunfal del día siguiente, cuando el recién elegido lord mayor —un cargo cuyos orígenes se remontan a la Edad Media y cuya jurisdicción se agota en los límites de la City —saludaría al vecindario. En aquella ocasión, el cargo había recaído en la persona de James Whitehead.
Aquella noche, Barnett no estuvo con Mary. Aseguró que se fue a dormir a las ocho, la misma hora en la que se acostó Julia Van Turney, vecina de Mary que vivía en el número 1 de Miller's Court. Entre esa hora y las doce menos cuarto, nadie sabe con certeza dónde estuvo Mary Kelly, si bien algunas versiones aseguran que se la vio bebiendo en el pub Britannia en compañía de una mujer llamada Elisabeth Foster. Otros afirman que fue vista junto a un hombre de aspecto respetable y poblado bigote oscuro en ese mismo establecimiento.
A partir de ese instante, muy pocas cosas están claras, a pesar de los testimonios que se escucharon días más tarde en el juicio.
Mary Ann Cox vivía en el número 5 de Miller's Court, uno de los cubículos que alquilaba el casero de Mary, John McCarthy, un tipo que era dueño de una tienda en Dorset Street. Ann Cox iba de camino a su casa cuando vio a Mary a las doce menos cuarto. Salía del Britannia junto a un hombre tocado con un sombrero hongo. Se trataba de un individuo bajo y corpulento, de rostro enrojecido, un bigote generoso y de unos treinta y cinco años. Mary Ann Cox era viuda y vivía sola. Saludó a la pareja y los vio entrar en la habitación de Mary Jean. La joven le dijo a la viuda que estuviera atenta, porque tenía pensado cantar una canción.
Minutos después, en efecto, la señora Cox escuchó la voz de Mary. La muchacha cantaba
A violet from mother's grave
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. Cuando estaba serena, Mary cantaba bien, pero cuando se emborrachaba solía ser ciertamente escandalosa, y eso sucedió aquella noche. Por eso, a las doce y media, Catherine Picket, vecina de Mary, le dijo a su marido que fuera a llamarle la atención. Aquellos gritos, más que cánticos, eran insoportables.
La señora Cox había vuelto a salir a la calle, y regresó a la una. Pudo ver que en la habitación de Mary, que estaba al nivel del suelo, había luz, e incluso ella seguía cantando. La razón por la que una mujer viuda salía y entraba con frecuencia a esas horas de la noche es simple: también ella era prostituta…
Sergio sonrió con aquel apunte de Tomás Bullón. Era preciso aclararle al lector qué hacía una viuda saliendo y entrando de su casa de continuo en plena noche victoriana, cuando apenas las farolas de gas alumbraban la cara de los escasos viandantes. Incluso a Sergio, que conocía la historia tan bien como Bullón, le pareció que el periodista había logrado construir un inteligente y excitante resumen de las últimas horas de Mary Kelly. Sergio supuso que Bullón intentaría sacar hasta la última gota de beneficios de los crímenes que Guazo había cometido, y una buena manera era estirar la historia recordando el último crimen de Jack.
El café se le había quedado frío, lo cual decía bastante a favor de la prosa de Bullón. Miró el reloj. Eran las nueve y treinta y uno. Aún faltaba una hora para su cita con el inspector Diego Bedia, a quien había telefoneado a primera hora con el propósito de despedirse de él. De modo que Sergio se concedió el deseo de seguir leyendo a Bullón:
George Hutchinson había heredado de sus tiempos como vigilante nocturno la costumbre de dormir poco y pasear mucho, pero aquella madrugada del 9 de noviembre estaba en la calle simplemente porque lo habían desahuciado. Alrededor de las dos, Hutchinson vio a un hombre elegante bajo un farol de gas cerca de Commercial Street y, casi de inmediato, vio a Mary Kelly que venía por Dorset Street. Hutchinson conocía bien a Mary, y en más de una ocasión la había invitado a una copa. Por un instante, tal vez Hutchinson pensó que aquella era su noche de suerte y que tal vez Mary sería generosa con él. Pero resultó que la muchacha le pidió prestados seis peniques para poder pagar el alquiler de su habitación. Imagino que Hutchinson comprendió que su noche de suerte aún estaba por llegar. Le explicó a Mary que no tenía un penique. Eran dos almas en medio de la miseria.
Mary se despidió. Tenía que trabajar, y Hutchinson la vio detenerse junto al hombre que estaba bajo una farola. Unas solas palabras fueron suficientes para que ella riese y Hutchinson los viera partir con la mano del hombre alrededor de la cintura de la bella prostituta.
Nunca sabremos si fueron los celos los que hicieron que George Hutchinson siguiera a la pareja, pero lo cierto es que gracias a su testimonio sabemos que ambos se dirigieron a Miller's Court, y que Mary lamentó en voz alta haber perdido su pañuelo, a lo que el desconocido respondió sacando de alguna parte un pañuelo rojo y haciendo unos pases propios de un torero.
Si creemos a Hutchinson, el hombre con quien Mary entró en su habitación aquella madrugada tenía la piel clara, bigote, cejas pobladas, cabello oscuro y unos treinta y cinco años de edad. El desconocido vestía un abrigo negro adornado de astracán, cuello blanco, corbata negra, botines oscuros, guantes de seda en su mano derecha y un pequeño paquete en la mano izquierda. Medía alrededor de un metro setenta y cinco. A esa descripción, Hutchinson añadió el detalle de que el hombre llevaba un reloj de oro con cadena, de la cual colgaba un sello con una piedra roja.
En definitiva, la descripción correspondía a un hombre de aquellos que aplaudiría de cerca al nuevo lord mayor al día siguiente, más que a un miserable vecino de Whitechapel. Sin embargo, y aunque parezca increíble, Hutchinson no sería llamado a declarar, y eso que se mantuvo firme en todos los interrogatorios a los que fue sometido por la policía.
Habría que interrogar a Hutchinson sobre los motivos que le llevaron a vigilar la casa de Mary hasta las tres, pero el caso es que así fue. Según su declaración, ni Mary ni su acompañante salieron de la habitación antes de esa hora. En ese momento, comenzó a llover con fuerza y decidió marcharse.
La popular viuda Cox regresó a esa hora a casa. En su declaración afirmó que la luz de la habitación de Mary estaba apagada en ese instante. Una hora más tarde, Elisabeth Prater, que vivía en el número 20, encima de Mary, fue despertada por su gato Diddles. Fue entonces cuando escuchó un grito: «¡Ay! ¡Asesinato!». Otra testigo, Sarah Lewis, dijo haber escuchado el mismo grito.
Mary Jean Kelly jamás fue vista con vida, ¿o tal vez sí?…