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Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

Latidos mortales (24 page)

BOOK: Latidos mortales
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—Vale.

Volvió a tapar el bolígrafo y me miró sonriendo.

—Vale entonces. Cogí mi bastón.

—Shiela, escucha, no me acercaré por la tienda, respetaré los deseos de Bock, pero hazle saber que si necesita ayuda, todo lo que tiene que hacer es llamarme.

Sacudió la cabeza sonriendo.

—Eres una persona decente, Harry Dresden.

—No lo digas por ahí —le dije y me giré hacia la puerta.

Me quedé petrificado.

En la puerta delantera de la librería, frente al mostrador de Bock, estaban Alicia y el necrófago, Li Xian.

Di un paso hacia atrás, hacia donde estaba Shiela y la empujé hacia la parte de atrás de una de las estanterías.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Silencio —le dije. Cerré mis ojos y Escuché.

—Solo una pregunta —estaba diciendo Alicia—, ¿quién lo compró?

—No les sigo la pista a mis clientes —contestó Bock. Su voz era educada pero había un deje de dureza—. Lo siento pero no tengo esta información. Por aquí viene mucha gente.

—¿En serio? —preguntó Alicia—. ¿Y cuántos de ellos vienen a comprarle ejemplares tan raros y tan caros?

—Le sorprendería.

Alicia se rió de manera desagradable.

—¿De verdad que no piensa darme esa información?

—No la tengo —dijo Bock—. Las dos copias se vendieron ayer. Los dos eran hombres, uno mayor y otro más joven. No recuerdo más que eso.

Oí unos pasos y la voz de Li Xian:

—A lo mejor necesita un poco de ayuda para recordar.

Escuché que le quitaban el seguro a dos recortadas.

—Hijo —dijo Bock con el mismo tono de voz—, será mejor que se aleje de este mostrador y se vaya de mi tienda ahora mismo.

—Parece que el bueno del tendero ya se ha posicionado en este asunto —dijo Alicia.

—Se confundes, señorita —dijo Bock—. Esta tienda es mía. No doy información y no tomo partido. Si tuviera una tercera copia se la vendería a ustedes. No la tengo, así que márchense de aquí, por favor.

—Creo que no nos está entendiendo —dijo Alicia—. No me voy a ir de aquí hasta que tenga la respuesta a mi pregunta.

—Creo que ustedes no me están entiendo a mí —contestó Bock—. Tengo una pistola del calibre diez bajo el mostrador. Está cargada, preparada y les apunta a la barriga.

—¡Vaya por Dios! —dijo divertida Alicia—. Una pistola, Xian, ¿qué vamos a hacer?

Apreté los dientes. Bock me había pedido que me mantuviese alejado y aun así estaba dando la cara por mí y protegiendo mi identidad. Y eso que sabía perfectamente que las dos personas que tenía delante eran peligrosas.

Eché un vistazo. La puerta que llevaba a la parte de atrás estaba abierta.

—La puerta de atrás —le dije a Shiela en un susurro—, ¿está cerrada?

—No desde dentro.

—Ve a la habitación del fondo y quédate en la oficina —le dije—. Colócate en el suelo y quédate allí. ¡Ahora!

Me miró con los ojos muy abiertos. Me palpé el bolsillo del abrigo. El libro seguía allí, al lado de mi 44. Los necrófagos eran muy difíciles de matar. No tenía ni idea de lo que era Alicia, pero me apostaba lo que fuese a que no era una simple asistente académica. Para que una criatura como Li Xian la tuviese respeto y obedeciese sus órdenes, debía jugar en una liga superior. Sería una idea de lo más estúpida intentar atacar.

Pero eso no importaba. Si no hacía algo se iban a poner muy desagradables con Bock. Puede que Bock no fuese un compañero fiel que estuviese a las duras y a las maduras precisamente… Pero era lo que era: un tendero honrado que no quería involucrarse en las batallas del mundo sobrenatural ni comprometer sus principios.

Si no intervenía, acabaría herido por intentar protegerme.

Salí de detrás de la estantería y me dirigí hacia la parte delantera de la tienda.

Bock estaba sentado en su sitio detrás del mostrador. La mano que tenía a la vista tenía el puño cerrado, apretado con fuerza, y los nudillos se le habían puesto pálidos, la otra permanecía bajo el mostrador. Alicia y Li Xian estaban de píe frente a él. Ella parecía tranquila. El necrófago estaba encorvado en posición ansiosa, con las rodillas levemente flexionadas y los brazos colgando relajados.

—Tendero, se lo voy a preguntar por última vez —dijo Alicia—, ¿quién compró el último ejemplar de
Die Lied der
Erlking? —Levantó la mano izquierda, sus dedos expulsaron un cálido resplandor y, con un susurro, dijo—: Quiero su nombre.

Desenfundé toda mi fuerza, levanté el bastón y grité:

—¡
Forzare
!

Las runas del bastón
se
encendieron y desprendieron una luz roja. Se escuchó un ruido infernal y algo parecido a una tormenta eléctrica
se
desató, una fuerza pura, invisible y sólida salió del extremo de mi bastón. Golpeó los libros de las estanterías a mi paso hasta sacudir el pecho del necrófago. La fuerza lo levantó y lo golpeó contra el contrachapado de la puerta. Atravesó la pared sin aminorar la velocidad. Cruzó la acera y chocó con la pared del edificio de enfrente, produciendo un crujido.

Alicia se giró hacia mí sorprendida y con los ojos como platos.

Yo seguía de pie con las piernas ligeramente abiertas. El brazalete escudo lo llevaba en la mano izquierda, vibraba con fuerza y expulsaba una lluvia de chispas blancas y azules. El bastón ardió, desprendiendo olor a madera fresca quemada, y las runas resplandecieron con luz roja en la oscuridad de la tienda. Apunté con él a Alicia.

—Su nombre —repliqué— es Harry Dresden.

17

—Tú —le reproché a Bock apuntándolo también con el extremo del bastón—, tú, rata de alcantarilla, ibas a venderme. Ahora tendré que matarte.

Desde la ventaja que le daba la posición en la que se encontraba Bock, por detrás del rizado pelo de Alicia, parpadeó observándome con cara de confusión. Lo miré fijamente, sin dejar que nada en mi expresión me delatase ante la mirada de la chica. Si intentaba proteger a Bock solo conseguiría que a ella le entrasen más ganas de acabar con él. Si lo amenazaba, perdería importancia ante la nigromante y su esbirro. Era lo mejor que podía hacer para protegerlo.

Bock lo entendió. Por su cara pasaron sutiles expresiones de comprensión, miedo y culpa. Me hizo un gesto de agradecimiento.

—Bueno, bueno —dijo Alicia. No se había movido más que para mirarme—. Nunca había oído nada de ti, pero debo admitir que sabes cómo hacer una entrada, Harry Dresden.

—Fui a clase —le dije.

—Dame el libro —contestó ella.

—¡Ja! —le dije—. ¿Por qué?

—Porque lo quiero —espetó.

—Lo siento. Es el regalo de Navidad más solicitado de este año —le dije—. Tal vez puedas encontrarlo en la reventa del aparcamiento o algo así.

Inclinó la cabeza. Los dedos de su mano seguían expulsando un brillo, como el calor que desprende el asfalto.

—¿Te estás negando?

—Sí, monina —respondí—. Me estoy negando, oponiendo, de hecho. Vamos, que no.

Abrió los ojos con ira y, bueno, ocurrió algo que no había visto jamás. La tienda se oscureció. No me refiero a que se fuera la luz. Se oscureció aun más. Surgió una sensación de bajeza, de temblor, que me sacudió levemente los globos oculares. Surgieron sombras de las esquinas y de las zonas tenebrosas de la tienda, como si fuera un montaje de fotografía secuencial de negruras crecientes. Según se fueron apoderando de la tienda, la sensación asquerosa y grasienta de frío también fue manando.

Cuando las sombras ya habían llegado hasta los cables de las lámparas de encima de la mesa, estas se convirtieron poco a poco en tinieblas. Llegó hasta la radio y la voz de Aretha Franklin se transformó en un susurro y se apagó lentamente. La tenebrosidad alcanzó la caja registradora, apagando sus luces, y se apoderó del ventilador del techo, deteniéndolo poco a poco. Las sombras crecieron y treparon sobre el cuerpo de Bock, que se puso pálido y empezó a temblar. Sacó la mano que tenía bajo el mostrador para apoyarse e intentar mantenerse derecho.

El único sitio por el que no se extendió la sombra fue sobre mí. Se detuvo formando un círculo a mi alrededor. Tal vez a algo menos de dos metros de mí y de mis cosas. Mi fuerza Hellfire ardía en las runas de mi bastón y se hacía más brillante en la oscuridad. Las pequeñas chispas que desprendía mi dañado brazalete escudo ardían entre pequeños escondrijos de la penumbra en la que caían. En cuanto se me deslizaba un poco, ya empezaba a desprenderlas.

Era un tipo de energía que no había sentido antes. Normalmente, cuando alguien puede desprender un hechizo de este calibre detiene todo lo que ocurre a su alrededor, es una reacción violenta y activa. He visto magos que cargan el aire que los rodea con tanta electricidad que se les pone el pelo de punta; brujos que podrían reunir tanta luz en nubes con forma de piedras preciosas como para volar a su alrededor; otros cuyo dominio de la magia terrenal hace que la tierra se sacuda, literalmente; hechiceros que, con su magia, pueden envolverse a sí mismos en un fuego negro que quemaría con furia cruda y visceral cualquier cosa cercana.

Esto era diferente. El poder de Alicia, fuera lo que fuera, no había llenado la tienda. La había vaciado de una manera que me parecía no llegar a entender. Desprendía una quietud absoluta, aunque no tenía nada que ver con la sensación de paz o tranquilidad. Esa quietud era horrible, un vacío ávido, algo que hacía que su poder «no fuese». Era una sensación de vacío, comparable a la pérdida de un ser querido, al silencio que hay entre cada latido del corazón, a la inevitable desolación de la paciente espera que sufren las estrellas cuando se enfrían y dejan de quemarse. Era un poder absoluta­ mente distinto a los fuegos resplandecientes y vitales que se desprenden de la magia que yo conocía. Y era fuerte. Dios, era muy fuerte.

Empecé a temblar cuando me di cuenta de que todo lo que tenía no era suficiente para enfrentarme a aquello.

—No me gusta tu respuesta —dijo Alicia. Me sonrió con una expresión maligna. Tenía un hoyuelo en una mejilla. Campanas infernales, ¡un hoyuelo maligno!

Sentí cómo se me secaba la boca, pero mi voz sonó tranquila cuando salió de mi garganta.

—Qué pena. Si estás muy enfadada por no haber conseguido un ejemplar del libro, te recomiendo que la emprendas contra Cowl.

Se quedó mirándome sin saber qué cara poner durante un minuto y luego me preguntó:

—¿Estás con Cowl?

—No —le dije—. De hecho, la otra noche tuve que tirarle un coche encima cuando intentó quitarme el libro.

—Mentiroso —me dijo—. Si de verdad hubieras luchado contra Cowl, estarías muerto.

—Lo que tú digas —le contesté con tono aburrido—. Te voy a decir lo mismo que le dije a él: es mi libro y no te lo voy a dar.

Se mordió los labios con cara pensativa.

—Espera un momento. Tú estabas en el depósito de cadáveres. En la puerta principal.

—Ahora lo llamamos instituto forense.

Le brillaron los ojos.

—Lo encontraste. Conseguiste lo que Grevane no logró,¿verdad?

Torcí la boca y no dije nada.

Alicia resopló.

—Tal vez podamos llegar a un acuerdo.

—Qué gracia —le dije—. Grevane me dijo exactamente lo mismo.

Alicia dio un paso ansioso hacia mí.

—¿Lo rechazaste? ¿A él?

—No me gustaba su sombrero.

—Pareces tener sabiduría, a pesar de ser tan joven —me dijo—. Al fin y al cabo, él no es más que un perro que llora la muerte de su amo. Podría ponerse en tu contra en cualquier momento. La gratitud de Capiorcorpus, sin embargo, es eterna.

Capiorcorpus. La traducción rápida sería algo así como «el que toma cadáveres, o cuerpos». De repente pude hacerme una idea más clara de por qué Li Xian se había referido a Alicia como «su majestad».

—En el caso de que yo estuviese interesado en algún tipo de gratitud —dije—, ¿qué precio debería pagar?

—Tendrías que darme el libro —me dijo—. Dame la Palabra. Estarás a mi lado en el Darkhallow. A cambio te garantizo autonomía y un principado a tu elección cuando se establezca el nuevo orden.

No quería que se diese cuenta de que no tenía ni la más remota idea de lo que me estaba hablando, así que le solté:

—Es una oferta tentadora.

—Debería serlo —me dijo. Levantó la barbilla y sus ojos brillaron y mostraron una seguridad arrolladora—. El nuevo orden cambiará muchas cosas de este mundo. Tienes la oportunidad de ayudar a darle una forma que sea de tu agrado.

—¿Y si te digo que no? —le pregunté.

Me miró a los ojos directamente.

—Eres joven, Harry Dresden. Es una gran tragedia cuando un hombre con tu potencial muere antes de tiempo.

Separé la vista enseguida. Cuando un mago mira a otra persona a los ojos durante un rato largo ve dentro de ellos de una manera profunda y perturbadora. A esto se le conoce como la visión del alma. Si hubiera mantenido mi mirada en los ojos de Alicia, alcanzaría una exploración cercana y personal de su alma y ella de la mía. No quería ver qué había detrás de aquella sonrisa con hoyuelos. Sabía que aquella seguridad tan perfecta en sus formas y en su expresión era algo más fuerte que egocentrismo galopante o convicción fanática. Era pura locura. Fuera lo que fuera Alicia, estaba tranquila y terriblemente loca.

Mi boca estaba cada vez más seca. Me temblaban las piernas y mis pies le pedían al resto de mi cuerpo que les permitiese echar a correr.

—Tendré que pensármelo.

—¡Cómo no! —dijo Alicia. En su cara se dibujó una expresión muy fea y su voz se endureció—. Considéralo. Pero da un solo paso desde donde estás y será lo último que hagas.

—Si me matas puede que consigas un ejemplar del libro, pero no obtendrás la

Palabra —le dije—. ¿O estabas pensando que llevaría las dos cosas conmigo?

Cerró su puño derecho lentamente y la temperatura de la habitación bajó un par de grados.

—¿Dónde está la Palabra?

¿Y lo que me gustaría a mí saberlo?
, pensé.

—Lo que te gustaría a ti saberlo —le dije—. Mátame ahora y no habrá Palabra. No habrá nuevo orden.

Abrió el puño.

—Puedo conseguir que me lo digas —me dijo.

—Si pudieras, ya lo habrías hecho, en lugar de quedarte ahí con cara de pánfila.

Empezó a dar pasitos hacia mí, sonriendo.

—Prefiero recurrir a la razón antes de destruir una mente. Es una actividad que, de alguna manera, resulta agotadora. ¿Estás seguro de que no preferirías trabajar conmigo?

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