Lorna negó con la cabeza, ya que de todas formas tampoco estaba muy entusiasmada con la perspectiva de la salida.
—No importa. Arregla la campanilla. Todo lo que podamos hacer para quedar bien con la gente de aquí no estará de más.
Por fin el coche llegó al cruce con la carretera principal y Lorna experimentó alivio por salir del angosto valle y de la deprimente oscuridad del bosque invernal. Al volver la cabeza hacia la izquierda vio el hostal, cuyas toscas piedras reflejaban el sol, componiendo una imagen cálida y atractiva, como un acogedor refugio para viajeros fatigados.
Entonces notó que las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
El plan que Josette había ideado con tanta celeridad hacía una semana y media parecía hacer aguas. Monsieur Webster, o Paul como él insistía en que lo llamara, había llegado justo después de comer y se había puesto a trabajar de inmediato. No se mostró muy dispuesto a hablar y cuando ella le preguntó por la inspección puso mala cara y sólo respondió: «No muy bien». Aunque ella insistió un poco, no añadió nada más, aparte de un comentario sobre una moqueta y cortinas que necesitaban, dejando claro que no quería explicar más.
Por consiguiente, al cabo de media hora, estaba ya casi a punto de acabar y todavía no había señales de Christian. Jacques, que miraba por la ventana, se estaba poniendo más nervioso con cada minuto que transcurría.
—Ya está, creo —anunció Paul—. ¿Querrá probar?
Invitó con un gesto a Josette a que acudiera a la puerta, que ella abrió titubeante.
DING, DONG, DING, DONG, DING, DONG, DING, DONG, DING, DONG, DING, DONG.
Jacques se tapó los oídos para protegerse del estridente repique que sonó en el interior de la tienda.
—¡Oh! Suena un poco fuerte —exclamó Josette.
Paul asintió, realizando una modificación en el mecanismo, que había sujetado a la pared de atrás, detrás del mostrador.
—¡Es el Big Ben! —admitió con una sonrisa—. Pero no se preocupe. Hay para elegir.
Luego se puso a hacer sonar las cinco diferentes campanillas, procurando a Josette la excusa perfecta para hacerlo demorar. Cuando acabó de escuchar la última, se esforzó por adoptar la actitud de una anciana aturdida.
—¡Ay, me cuesta decidir! —mintió—. ¿Puede volver a ponerlas, por favor?
Paul estaba realizando la demostración del repertorio por tercera vez, sin manifestar signo de impaciencia, cuando Jacques se puso a hacer señales a Josette. Al mirar por la ventana, ésta vio el Panda que se acercaba muy despacio por la carretera emitiendo unos resoplidos cada vez más fuertes. Después de aparcar delante del colmado, Christian se bajó y, soltando maldiciones, propinó una patada al coche.
Después entró en la tienda con un mal humor evidente y ni siquiera reparó en el dulce sonido del trinar de pájaros que saludó su llegada.
—¡Maldito coche! —exclamó mientras levantaba a Josette del suelo para darle un abrazo—. Perdona que llegue tarde. No conseguía hacerlo arrancar.
Al advertir a Paul, que estaba guardando sus herramientas, se puso rígido y dirigió a Josette una mirada interrogativa.
—Me parece que no se conocen —dijo ella, procurando adoptar un tono firme pese al enojo de Christian—. Monsieur Paul Webster, permítame que le presente a monsieur Christian Dupuy.
Paul ya había alargado la mano, con ganas de conocer por fin a aquel corpulento individuo de cabello rubio y rizado que tan simpático se había mostrado con él y Lorna desde lejos. No obstante, tras escuchar el nombre, se le puso cara de desconcierto, pues no le encajaba con la persona que tenía delante.
—¿Christian Dupuy? —preguntó—. ¿El teniente de alcalde?
Josette asintió.
Sin añadir nada más, Paul se limitó a estrechar la mano de Christian y después siguió guardando sus cosas.
—
Et tu
Josette? —murmuró Christian mientras Paul trasladaba la escalera de mano al bar.
—No sé a que te refieres —contestó ella con fingida indignación.
—Por supuesto que no.
Josette se mordió el labio al ver que Christian se dirigía a la inestable vitrina del queso, sin ninguna hilaridad en la mirada. Quizá se había excedido.
—¿Ya elegido sonido?
Al volverse, vio a Paul con la caja de herramientas en la mano, listo para marcharse.
—¡Ah, sí! Perdone. Está bien tal como está —aseguró aturullada, sintiendo que había pecado de entrometida—. Gracias por su ayuda. ¿Cuánto le debo?
Paul levantó la mano para impedir que abriera la caja.
—No necesario.
—¡Ah, pero yo tengo que darle algo! Un momento.
Desapareció dentro del bar, dejando a los dos hombres sumidos en un incómodo silencio.
«De modo que éste es el tipo que ha causado todos nuestros problemas», pensó Paul. No tenía deseos de darle un puñetazo, en parte debido a la diferencia de altura entre ambos, pero también porque… bueno, porque ya carecía de importancia, ahora que todo se había acabado.
Christian sintió una punzada de culpa al advertir la cara de preocupación de Paul. Stephanie le había hablado de su tentativa de conseguir financiación para llevar a cabo las obras en el hostal y, por lo que se veía, no lo habían logrado. Un contratiempo más. No iba con su manera de ser el ver a un vecino en apuros y no ofrecerle ayuda, pero la duda que albergaba sobre la implicación de los Webster en la huida de
Sarko
lo había inducido a inhibirse de sus problemas.
Se estaba planteando preguntarle directamente a Paul para dejar zanjada la cuestión de una vez por todas cuando sonó su teléfono.
En el momento en que Josette regresó a la tienda, con una botella de vino y una caja de bombones en las manos, Christian permanecía con expresión de enojo.
—Lo siento muchísimo, Josette, pero me tengo que ir.
Sarko
se ha vuelto a escapar. Ya vendré más tarde para acabar esto.
Acto seguido salió por la puerta y se subió al coche, dejando a Jacques cojeando en el umbral, a Josette con cara de disgusto y a Paul con un aire de perplejidad.
—¿Qué ha dicho? —preguntó a Josette—. Algo sobre el presidente. ¿Que se escapa?
—No, no es el presidente —respondió Josette con una sonrisa—. Es su toro.
La puerta se abrió con violencia, accionando un trinar de pájaros, y Christian irrumpió de nuevo en la tienda.
—¡Maldita sea esa cacharra!
—¿No arranca?
Christian negó exasperado con la cabeza.
—Y el condenado teléfono se ha quedado sin batería. ¡Qué día de mierda!
—¿Hay problema?
Christian respiró hondo antes de responder al inglés. Era injusto desahogarse con nadie, y más con alguien que estaba a punto de perder su negocio y su casa.
—Mi coche no arranca —explicó—, y necesito ir a casa con urgencia.
—¿Puedo ayudando? ¿Lo llevo en mi coche?
Hasta Jacques se quedó paralizado mientas los dos hombres se observaban a través del titubeante puente de amistad que Paul había tendido sobre el profundo barranco que los separaba. Josette no se había dado cuenta de que retenía el aliento hasta que Christian dio la respuesta y sintió que el aire salía de sus pulmones.
—Sería muy amable. Gracias.
Con una mano recia y fuerte, áspera como el esparto, estrechó la de Paul al tiempo que una sonrisa disipaba su fiera expresión.
Paul sonrió de forma instintiva y luego los dos se fueron por la carretera hacia el hostal. Paul andaba algo inquieto, pensando en cómo iba a impedir que Lorna saltara a la yugular de aquel hombre cuando se enterase de quién era.
—¡Bueno, me parece que al final ha funcionado! —reconoció Josette con un suspiro de alivio.
Jacques asintió con evidente euforia. En cambio, cuando se abrió la puerta y volvió a sonar el trinar de pájaros hizo una mueca, indicando por gestos a Josette que debía cambiar el sonido.
—¡No puedo! —explicó ella, acercándose a la campana—. No sé cómo se hace. Tendrás que aguantarlo por ahora.
—¿Aguantar el qué?
Josette dio media vuelta.
—¡Annie! ¡No te he oído entrar!
Annie señaló la puerta abierta.
—¿Te das cuenta de que hablarrr sólo es uno de los prrrimerrros síntomas… —Dejó inconclusa la frase, aplicándose el índice a la sien.
Josette lanzó una mirada asesina a Jacques, que disfrutaba con fruición de su azoramiento.
—Pero te oigo… hablar diferente —comentó, ansiosa por cambiar de tema.
Annie enseñó los dientes ¡y menudos dientes eran! Una rutilante dentadura postiza, de punta a punta.
—Pensé que ya era hora de mejorrrarrr mi imagen —dijo, confirmando la mejora de su pronunciación pese a mantener intacto su marcado acento comarcal. Señaló con la mano en dirección al hostal—. ¡Ya he visto que has tenido éxito allí! Acabo de encontrrrarrrme con Christian y monsieur Websterrr charrrlando por la carretera.
—Hay ciertas esperanzas —respondió Josette, cruzando los dedos.
—Bueno, pues entonces, celebrrrémoslo. Yo harrré café y llamarrré a Vérrronique para que baje y tú abrrres esa caja de bombones.
En ese momento, al ver los bombones y el vino en el mostrador, Josette cayó en la cuenta de que había dejado marchar a Paul sin darle nada.
—¿
C
ómo has dicho que se llamaba? —susurró Lorna a Paul mientras Christian trataba de comportarse como si no estuviera allí, esforzándose por confundirse con los revestimientos de madera de la pared del comedor.
Aun cuando no entendía las palabras, conocía lo bastante a las mujeres para saber cuándo una estaba enfadada.
—Da igual quién sea. Necesita nuestra ayuda.
—¿Que necesita que nosotros lo ayudemos? ¡Y qué hay de la ayuda que nosotros necesitamos y precisamente por culpa suya! ¡El muy hipócrita, saludando tan sonriente al pasar con el coche mientras nos apuñalaba por la espalda!
—Mira, no estás obligada a venir, si no quieres. No tardaremos mucho.
Lorna cogió el abrigo y la llave de la puerta de atrás.
—Mejor será que vaya. ¡Hasta podrías acabar dándole el hostal a él, ya puestos!
Paul le alborotó el pelo con afectuoso gesto, sabiendo por experiencia que ladraba mucho pero apenas mordía. Aun así, invitó por señas a Christian a que saliera primero para interponerse entre ambos.
Durante la subida hasta la granja de Picarets, los tres guardaron silencio. Lorna ya tenía suficiente con luchar contra el mareo en el asiento de atrás y Christian y Paul se sentían demasiado incómodos para conversar. Al final Christian le indicó que parara y bajaron del coche.
—¡Ah, ya sé dónde estamos! —exclamó Lorna, olvidando el enfado con el alivio de salir del vehículo. Señaló el sendero de la colina próxima—. Allí es donde vimos a ese hombre al que perseguía el toro.
Paul observó el campo de enfrente, donde una maraña de cables de la valla eléctrica le sirvió para identificar la ruta del fugitivo.
—Debe de ser el mismo animal.
Christian había ido caminando hasta la granja para ir al encuentro de un hombre mayor que se acercaba a ellos. Era más delgado que Christian, iba un poco encorvado y en su pelo rizado había más cabellos blancos que rubios. De todas formas era fácil detectar su lazo de parentesco, viéndolos hablar en voz baja. El hombre de más edad señalaba hacia el bosque como si diera a entender que el toro podía encontrarse allí.
Cuando llegaron a su altura, Christian les presentó a su padre, André, que tomó la mano que le tendía Lorna y la besó con fruición.
—Encantado de conocerla —dijo con un malicioso brillo en los ojos.
—Vamos, papá, para de coquetear, que tenemos que encontrar al toro —bromeó Christian, tratando de adoptar un tono despreocupado. Después estrechó la mano de Paul a modo de despedida—. Gracias por acompañarme. Ha sido muy amable.
—Pero ¿podemos ayudando? ¿Nosotros buscamos el toro? —se ofreció Paul.
Entonces vio con asombro que Lorna estaba de acuerdo.
—Sí, sí. Nosotros también buscamos.
Christian se rascó la cabeza, resistiéndose a rechazar una ayuda que realmente necesitaba.
—De acuerdo —aceptó al final—. Tiene más o menos esta altura, es marrón y, bueno, digamos que es un toro de cuidado.
—Lo sabemos —dijo Paul—. Lo hemos visto una vez.
Lorna se echó a reír al recordarlo y a Christian se le ensombreció la expresión, considerando que se tomaba demasiado a la ligera un incidente del que sospechaba que ellos habían sido los causantes.
Sin advertirlo, Lorna prosiguió.
—Es extraño. ¡El hombre abre la puerta y boummmm!
Imitó el movimiento del toro al salir, pero Christian seguía concentrado en el inicio de la frase.
—¿El hombre? —preguntó—. ¿Qué hombre?
—El hombre de la gorra naranja. ¿Lo conoce? Es así… —Ahuecó los brazos en torno a su cuerpo para dar una idea de su apariencia física.
Christian y su padre intercambiaron una mirada y entonces a Christian le acudieron a la memoria dos detalles: el pedazo de fieltro naranja prendido de un cuerno y el del hombre al que vieron salir en día de caza sin su boina…
—¡Maldito Bernard! ¡Lo voy a matar!
—¿Usted no sabe? —preguntó Paul—. Entonces, ¿por qué abre la puerta?
—¡Sí, eso, por qué!
Christian se acarició la mejilla y paseó la mirada por las cumbres de las montañas como si tomara una decisión trascendental propiciada por la nueva percepción que tenía de lo ocurrido durante aquellos dos últimos meses.
—Haremos una cosa —dijo, volviéndose hacia Lorna y Paul—. Ustedes me ayudan a buscar a
Sarko
y después se lo contaré todo mientras cenamos.
Su padre se quedó estupefacto con la invitación. Según su punto de vista, invitar a alguien a una comida preparada por su mujer era la mejor manera de asegurarse de que nunca llegarían a ser amigos.
—
¿Sarko?
—inquirió Lorna, sin captar los matices de la política familiar—. ¿Por qué llaman así?
André Dupuy, socialista de toda la vida, esbozó una mueca y sacudió la cabeza.
—¡Se llama
Sarko
porque es bajo, testarudo y se las da de conquistador con las damas! Como el presidente…
Pese a que no comprendieron todas las palabras, Lorna y Paul captaron lo esencial y aún reían por lo bajo cuando comenzaron a caminar hacia el bosque para buscar al toro.
La cena en casa de los Dupuy fue una experiencia insólita para Lorna. Después de haber dejado a
Sarko
a buen recaudo en su campo un par de horas después de haber iniciado la búsqueda, llegaron a la granja justo cuando el cielo se oscurecía, iluminando con sus restos de luz las negras siluetas de las montañas coronadas de nieve.