Impotente para modificar el curso de unos acontecimientos de los que se sentía en parte responsable, Josette formuló el deseo de que Christian llegara a conocer mejor a sus nuevos vecinos. Quizás entonces podrían solucionar aquel embrollo. Christian no lo conocía de nada, sin embargo, y después del incidente con
Sarko
no parecía dispuesto a hacer ningún esfuerzo.
Entonces se le ocurrió la idea. Cayó en la cuenta de que sí podía hacer algo, algo muy sencillo y que sin embargo tal vez daría resultados.
Lo que debía lograr era reunirlos a los dos, y Paul acababa de proporcionarle una ocasión perfecta. Nadie podía negarse a ayudar a una anciana viuda… Felicitándose por su astucia, repasó con la vista la tienda, buscando la excusa que necesitaba. ¿La nevera? No, aquello requeriría una intervención inmediata y Christian concebiría sospechas si le pedía que esperasen. ¿La vitrina de los cuchillos? Viendo a Jacques apoyado en la pared, se arrepintió de habérselo planteado incluso. No, la vitrina de los cuchillos no. Él nunca se lo perdonaría… Pero ¿qué más podía haber?
¡Claro! Volvió a posar la mirada en el lugar que ocupaba Jacques y se encaminó hacia allí, provocándole un sobresalto con su repentino impulso. Se apartó de un salto cuando ella se inclinó para inspeccionar la vieja vitrina de los quesos en la que él estaba apoyado. El armazón de madera, que había hecho a mano algún remoto antepasado de Jacques, presentaba ya cierta inclinación con respecto a la pared, de la que había comenzado a distanciarse hacía mucho tiempo. Perfecto.
Deseosa de tener la excusa a punto antes de que Christian regresara, Josette se apresuró a volver junto al mostrador para coger un viejo martillo de orejas del cajón. Tras desplazar el taburete hasta la vitrina de los quesos, se subió a él y metió las orejas del martillo entre la pared y la madera. Luego empujó con todas sus fuerzas, pero sin resultado. Haciendo caso omiso de Jacques, que se paseaba con gran agitación por la tienda, alarmado por sus intenciones destructivas, volvió a presionar, y esa vez obtuvo la recompensa de un crujido en la madera. Insistió un poco más y enseguida la vitrina se tambaleó, de tal modo que todos los quesos corrieron hacia un lado.
Con eso bastaría.
Acababa de poner el taburete y el martillo en su sitio, ante la expresión de incredulidad de Jacques, cuando entraron Christian y Véronique.
—Pareces destrozada —le comentó a Véronique que, muy pálida, se había sentado con ganas en el taburete—. Te has excedido por hoy.
—Ha sido peor de lo que creía —susurró Véronique, muy perturbada por lo que había visto—. No ha quedado nada. Nada…
Sacudió la cabeza con incredulidad.
—¡Yatehabíamossshquerrridoavisssharrr!
Josette dio media vuelta y vio a Annie en el umbral de la puerta del bar. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? No la había oído bajar por las escaleras. ¿Lo habría visto todo?
—Vencarrriño —añadió con tono más compasivo—. Teacompañarrréalacama.
Tendió el brazo y ayudó a Véronique a sujetar las muletas para dirigirse a la escalera.
—Pobrecilla —comentó Josette, procurando no mirar hacia la vitrina ni tampoco hacia Jacques, que estaba que echaba humo encima de la nevera.
—Sí, la ha afectado mucho, pero creo que a la larga será mejor así. —Christian consultó el reloj y emitió una queda maldición—. Llego tarde. Le he prometido a mamá que volvería a tiempo para ayudarla a arreglar el gallinero. A raíz de la tormenta se perdieron varios pollos. ¡Seguro que el viento se los llevó volando hasta Foix!
—Antes de irte… —se dispuso a pedirle Josette, un poco nerviosa—. No sé si podrías… es sólo… la vitrina del queso.
—¿Qué pasa…?
Christian no tuvo necesidad de concluir la pregunta al ver la inclinación del mueble, en cuyo extremo se apretujaban los quesos.
—Qué curioso, nunca me había fijado. ¿Cuánto hace que está así?
A Josette, que no era muy ducha mintiendo, le tomó desprevenida la pregunta.
—Sólo… eh…
—¡Porrrlomenossshunassshemana! Yasssheveloobssshervadorrrqueeresssh —intervino de improviso, con su humor gruñón, Annie, sobresaltando a Josette.
—¿Una semana? No puedo creer que no me diera cuenta. Perdona Josette, deberías habérmelo dicho.
Ésta se sintió mezquina, advirtiendo su genuina preocupación.
—Pero ahora no puedo hacerlo. ¿Qué te parece mañana?
—¡No! Bueno, gracias, pero tampoco es tan grave. ¿Por qué no lo dejamos para el jueves que viene, por la tarde?
—¿Estás segura? ¿No quieres que me ocupe antes?
—Yalahassshoído. Ahorrraparrradeincorrrdiarrrlayllévameacasssha¡ Yaheaguantadoloquelassshperrrsonassshcomoyopuedenssshoporrrtarrrenundía!
—¡De acuerdo! ¡De acuerdo! ¡El jueves entonces!
Christian levantó las manos fingiendo que se rendía y abandonó de espaldas la tienda, acogiendo con una tranquila sonrisa el áspero tono de Annie, quien se inclinó para besar a Josette en las mejillas con un malicioso brillo en los ojos.
—¡Gracias! —musitó Josette.
—¡Nossshvemosssheljuevesssh! —contestó la anciana con una carcajada. Luego apretó el brazo de Josette antes de encaminarse al coche, que ya se ponía en marcha entre bufidos.
Mientras se alejaban petardeando hacia la lejanía, Josette se dejó caer en el taburete, cansada pero eufórica. Advirtió que Jacques se bajaba de la nevera para acercarse a la vitrina de los quesos rota. Después de examinarla por espacio de unos segundos, se volvió hacia ella y efectuó un gesto afirmativo, que confirmó la expresión de su curtido rostro. A continuación se fue al bar y se instaló en el rincón de la chimenea. Al cabo de poco, había abatido la cabeza en el pecho.
«Por fin —pensó Josette, buscando debajo del mostrador—. ¡Ahora sí podré acabar esas cuentas!»
M
adame Dubois, inspectora general de hostelería del departamento del Ariège, se encontraba completamente perdida. Bueno, no estaba literalmente perdida, porque su GPS seguía indicándole sin vacilar que siguiera adelante, pero su confianza en el aparato disminuía rápidamente mientras su Renault Twingo iba dando botes en aquella carretera sin asfaltar, con el motor jadeante a causa de la pronunciada cuesta. Subió de nuevo la calefacción y pasó la mano enguantada por el parabrisas tratando de mejorar la visibilidad, pero fue inútil. El problema era la blanca niebla del exterior, que se pegaba al coche y sólo permitía ver lo que había más cerca. Su panorámica se reducía, pues, a una inacabable sucesión de pinos, pinos y más pinos.
Procurando no pensar en lo que podía estar acechando en los bosques, siguió conduciendo, aferrada al volante. Pese a que había nacido y se había criado en el Ariège, el aislamiento de las montañas le estaba causando una considerable aprensión, ya que ella provenía de la zona más poblada y relativamente más llana que se extendía más allá de Foix. No sabía cómo la gente de por allí podía dormir por las noches cuando había osos merodeando, y también serpientes, y jabalíes.
Con un escalofrío, puso la calefacción al máximo, rezando para que el coche llegara hasta lo alto del maldito puerto. La respuesta a sus ruegos pareció concretarse en un sonoro estallido. La rueda trasera tropezó con un bache y el coche dio un salto que casi la hizo salirse de la calzada. Tragando saliva, se maldijo a sí misma por no haber tomado la carretera principal que iba de Foix a St. Girons en lugar de confiar en su nuevo GPS. Debió haber tomado conciencia de que en un terreno como aquel la distancia era una noción muy relativa, supeditada a la altura. Técnicamente, la ruta que había tomado era la más corta, pero sólo porque subía hasta una montaña por una pista poco apta para vehículos.
Se estaba planteando seriamente volver atrás pese a la escasa visibilidad cuando se dio cuenta de que el motor había dejado de chillar como un gato en celo. La vía aparecía por fin más plana. Por fin había llegado arriba, pero ¿qué le esperaba en la otra vertiente?
Por el parabrisas distinguió una zona de aparcamiento y un pequeño claro en el que había una especie de tablón informativo rodeado de bancos de picnic. Aliviada, paró el coche, salió a estirar las piernas y entonces la niebla se despejó, compensándola con la imponente panorámica de las escarpadas cumbres de los Pirineos expuestas ante su vista. Apenas le dio tiempo de contemplarlas bien, porque enseguida las nubes se volvieron a juntar, dejándola envuelta de nuevo en su mudo y opaco mundo.
Arrebujándose en el abrigo se fue con celeridad hasta el tablón, ansiosa por regresar lo antes posible al coche. Era un punto de información turística y, de acuerdo con el mapa, se encontraba en lo alto del Col d'Ayens. El problema era que no veía qué relación tenía éste con el lugar adónde debía ir. Mientras escrutaba el cartel, le llamó la atención la diminuta silueta de un oso dibujada en la esquina de abajo.
Recomendaciones en caso
de que se encuentre con un oso
Desobedeciendo a los dictados de su instinto, madame Dubois siguió leyendo, con el vello de la nuca erizado.
Si se topa frente a frente con un oso, ayúdelo para que pueda identificarlo:
Exprésese con calma moviéndose o hablando de manera pausada.
Aléjese de manera gradual.
No corra
ϒ
El ruido de un roce llegado del denso bosque bastó para hacerle perder el control. Con los nervios de punta y los ojos desorbitados, madame Dubois lanzó un grito de terror y corrió tan rápido como pudo hacia el coche, haciendo caso omiso, tal como haría toda persona en su sano juicio, de los consejos que acababa de leer. Cerró con un violento portazo y puso el seguro por si acaso.
Todavía jadeando a causa del imprevisto esfuerzo, cogió el mapa que tenía en la bolsa posterior del asiento del acompañante y lo desplegó con manos temblorosas. Luego lo repasó con precipitación en busca del Col d'Ayens, deseosa de salir cuanto antes de aquellos salvajes parajes.
—¡Dios santo! —murmuró cuando por fin detuvo el dedo en su ubicación.
Se encontraba en medio de la nada, en lo alto de una montaña que se elevaba por encima de su punto de destino. Lo bueno era que había una carretera de bajada que al menos aparecía en el mapa. Sólo tenía que seguirla hasta el fondo del valle y después girar a la izquierda para salir a la carretera principal.
Desconectando asqueada el inservible GPS, arrancó el motor y emprendió con cuidado el descenso por la boscosa pista, escrutando las densas masas de niebla.
Cuando llegó a la civilización, materializada en una carretera asfaltada flanqueada de pequeñas aldeas, tenía los nervios de punta y no estaba ni de lejos de humor para llevar a cabo una inspección.
Dirección Departamental
de la Competencia, del Consumo
y de la Represión del Fraude del Ariège
Madame Brigitte Dubois
Paul bajó la tarjeta para mirar a la persona que acababa de entregársela. Aquella mujer menuda, inmaculadamente vestida con una americana, falda y una recatada blusa, en discretas tonalidades marrones, con gafas de media luna, era el arquetipo del funcionario público. Lo único que no concordaba era el pelo, a causa de los mechones que se habían escapado a la sujeción del pasador, y los zapatos, cubiertos de barro y hojas secas. Con uno de aquellos zapatos había empezado a dar impacientes golpes en el suelo mientras miraba malhumorada el bloc de notas que sostenía pegado contra el pecho a la manera de un escudo.
A Paul se le cayó el alma a los pies. La inspección dependía de aquella mujer, y sólo por la manera en que le había estrechado la huesuda mano ya sentía que no la iban a pasar.
—¿Están listos, pues? Comencemos —espetó.
Lorna y Paul se pusieron firmes mientras ella sacaba del maletín una cinta métrica y entregaba un extremo a Paul para irse a la otra punta del comedor desenrollándola.
—¿Cuántos comensales? —preguntó al tiempo que consultaba la cinta y se ponía a anotar con furia en el bloc.
—¿Perdón? —inquirió Lorna, que tenía dificultades para comprender su rápido francés.
—¿Cuántos comensales? ¿En el restaurante?
—Ah, ehm, cuarenta aquí. Y cincuenta en la terraza.
Lorna señaló la zona cubierta del exterior, donde las mesas y sillas permanecían apiladas a un lado entre los charcos de agua, con acumulaciones de hojas secas en las patas. Madame Dubois repasó el área con la vista y enarcó una ceja con escepticismo, demostrando su incapacidad para percibir su potencial.
—Estamos en invierno —se sintió obligado a explicar Paul—, y el establecimiento está cerrado.
—Cuarenta comensales —declaró frunciendo los labios mientras escribía—. ¿Y qué cualificaciones tienen?
Lorna y Paul se miraron el uno al otro, sin saber si habían comprendido bien.
—¿Sus cualificaciones? —repitió madame Dubois con un sonoro suspiro—. ¿Quién es el chef? ¿Qué títulos tiene? ¿Estudió hostelería? ¿Dónde y hasta qué grado?
—Bueno… yo soy el chef, pero… no… no tenemos ningún título —balbuceó Lorna, a quien ya empezaban a sudarle las palmas de las manos bajo la iracunda mirada de la inspectora—. No tenemos ninguna cualificación.
—¿Ninguna cualificación? —preguntó con voz aguda madame Dubois al tiempo que enarcaba con incredulidad las cejas—. ¿Han comprado un hotel y un restaurante y no tienen ninguna experiencia? ¿Ninguna formación?
—Bueno… yo cocinaba en escuela antes… en Inglaterra… pero…
Madame Dubois la interrumpió con una desdeñosa mirada, sin darle tiempo a terminar.
—¿Y usted? —interrogó a Paul con el bolígrafo en ristre.
—Yo soy ingeniero electrónico.
El bolígrafo quedó inmovilizado en el aire mientras madame Dubois fruncía los labios con gesto de asombro.
—No entiendo —murmuró, hojeando las páginas prendidas a su bloc—. Aquí no hay ningún apartado donde anotar esto. ¡No encajan en los recuadros!
Lorna se encogió de hombros a modo de disculpa, incómoda por la franca actitud burlona de la mujer. Daba la impresión de que consideraba ridículo su sueño de montar su propio negocio y no depender de nadie. En ese momento, bajo el bombardeo de preguntas de aquella representante de la burocracia francesa, ella misma comenzaba a sospechar que no le faltaba razón.
Quizás había sido una idiotez renunciar a unos empleos estables para trasladarse a Francia con un somero conocimiento de francés y ninguna experiencia previa en la gestión de un hotel y restaurante. También Paul parecía estar poniendo en entredicho su decisión. En ese preciso instante ambos lamentaban haber puesto siquiera los pies en el municipio de Fogas.